Kitabı oku: «Lo que no borrará ni el viento ni el tiempo», sayfa 6
Otra pausa.
―Bien. Esperaremos, pues. No nos queda otro remedio.
―Lamentablemente, no.
―Gracias por todo, don Eduardo.
―No tiene nada que agradecerme, por Dios.
Parecía que la conversación había llegado a su término, pero Rodrigo adujo:
―Antes de que se me olvide le he de decir que la operación que tenemos pendiente sigue un buen curso. Es más, puedo adelantarle que, solventados algunos flecos, podremos hablar de su firma.
―Me da usted una gran noticia, señor Fernández. Esperaré impaciente.
―También le quería comunicar que doña Leonor quedó encantada con sus casas del Lago; no deja de pensar en ellas. Me da el pálpito que acabará comprando una.
―Sería un gran acierto y me encantaría. La reservaré para ella hasta que tome una decisión, que espero sea positiva.
―Muy bien.
―Pues, por el momento, creo que no ha quedado nada en el tintero ―manifestó don Eduardo.
―Lo mismo digo.
―Pues hasta otra ocasión. Cuídese.
―Igualmente, don Eduardo.
Rodrigo colgó el auricular. Tras pensar unos segundos lo volvió a coger y marcó el número deseado.
―¿Diga? ―preguntó una voz femenina.
―Soy Rodrigo Fernández, señorita.
―Buenos días, señor. Encantada de volver a saludarle.
―Igualmente.
―¿En qué puedo servirle?
―Quisiera hablar con don Mateo, si ello es posible.
―Pues, lamentablemente, no puede ser.
―Vaya, hombre.
―¿Es urgente?
―Sí, señorita. Muy urgente.
―Don Mateo está de viaje de negocios en Alemania y, en principio, no volverá hasta la semana que viene. Aunque siendo usted puedo ponerme en contacto con él.
―Pues sí. Hágalo, por favor.
―¿Qué mensaje le he de transmitir, señor Fernández?
―Dígale, por favor, que me indique día y hora para vernos en Barcelona a su regreso. Le reitero que es urgente. Yo propongo como lugar el hotel Colón, aunque este extremo se lo confirmaré cuando usted me conteste.
Rodrigo no dudó en indicar el hotel Colón, por un único motivo. Fue el elegido por don Benigno cuando regresó a Barcelona para estar al lado de la suegra de don Mateo, doña Marta Todolí, quien le pidió compañía en las últimas horas de su vida.
―Sí, señor.
―Llámeme cuando tenga usted la contestación. Si yo no estoy dele el recado a mi secretaria. Su nombre es Natalia.
―Entendido, señor Fernández.
―Gracias, señorita.
Rodrigo colgó el teléfono y entró en el despacho de su secretaria.
―Preste atención, Natalia.
―Dígame.
―Llamará la secretaria de don Mateo Salazar para darnos el día y la hora en que habré de verme con él en Barcelona. Acto seguido, llame al hotel Colón de esa ciudad y reserve habitación para mí, desde la noche del día anterior al que ella le indique y dos noches más. También haga la reserva de los vuelos correspondientes. Una vez realizado todo ello, confírmeselo, ¿de acuerdo?
―Sí, señor. No se preocupe.
―Bien.
12
Rodrigo dejó su jeep en el aeropuerto de Badajoz, situado en el término municipal de Talavera La Real. Era la mañana de un jueves, día anterior al que debía reunirse con Mateo en Barcelona, según habían acordado.
Tras facturar su equipaje, esperó. Un primer vuelo le llevaría a Madrid, escala necesaria en tal capital para en ella coger otro avión hasta Barcelona.
Al llegar al aeropuerto de El Prat, Rodrigo siguió las indicaciones que en él se especificaban y se dirigió al lugar donde debía recoger su equipaje. Sin más, salió del aeropuerto y cogió un taxi.
Pronto se dio cuenta, pues era buen observador, que estaba en una ciudad importante. Se había documentado y le habían dicho que era una urbe muy hermosa y plena de matices muy diversos, amén de otras singularidades. “No tardaré en comprobarlo”, se dijo. No obstante, su magnitud le aturdió, al igual que le ocurrió a don Benigno sesenta y siete años atrás, según había leído en su diario. “Él y yo no habíamos salido de Extremadura”, se dijo, buscando una explicación.
El taxi se detuvo ante la fachada del hotel Colón, ubicado frente a la catedral. Pagó la carrera y se dispuso a entrar en él, pero no antes de echar una detenida mirada a aquel entorno, que le encantó.
―Buenas tardes, señor ―le saludó el recepcionista.
―Buenas tardes. Tengo habitación reservada.
―¿A nombre de quién?, por favor.
―Rodrigo Fernández.
El empleado consultó el libro de reservas.
―Efectivamente. Estará con nosotros tres noches, ¿verdad?
―En principio, sí.
Rodrigo se acreditó y cumplió con los trámites de rigor.
―Esta es su llave. La habitación está en la cuarta planta. Allí tiene usted los ascensores ―los señaló el recepcionista, esgrimiendo una amable sonrisa.
―Gracias.
Cuando Rodrigo iba a iniciar sus pasos hacia el ascensor, el dependiente adujo:
―Perdóneme, don Rodrigo. Se me había olvidado decirle que tenemos una llamada para usted de la secretaria de un tal don Mateo Salazar.
―Ah, ¿sí?
―Sí, señor. Nos ha encarecido transmitirle que la cita prevista para mañana, a las doce horas, se ha de posponer para el día siguiente, a la misma hora.
―Gracias.
―De nada, señor.
“Aprovecharé el retraso para adelantar mi recorrido por los lugares que don Benigno frecuentó en su estancia de veintisiete años en esta capital”, se dijo, mientras subía a su habitación.
Su permanencia en la habitación se limitó al tiempo que le fue preciso para asearse y cambiar su vestimenta.
Al salir del hotel fijó su atención en la monumental fachada gótica de la catedral, también conocida, según le constaba, como la Seu o la Catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia. Se construyó a lo largo de ciento cincuenta años, entre los siglos XIII y XV.
Ya que estaba en el meollo del barrio gótico, decidió dar un paseo por él que, según se sabía, estaba pleno de leyendas y mitos muy variados. Inició su andadura por la plaza Sant Just, en la cual se encuentra una fuente gótica, que fue la primera fuente pública importante y la más antigua de la ciudad. Siguió su recorrido hasta llegar a la basílica de Sant Just i Pastor, iglesia gótica dedicada a los niños Just i Pastor, mártires del cristianismo. Prosiguió su caminar hasta el Palau Moxó, palacio de los marqueses de Sant Mori del siglo XVIII, con floral decoración en su fachada. Arribó, después, al barrio judío del medievo, con sus calles y callejuelas estrechas, entre las cuales se encuentra la Sinagoga Mayor, que se sostiene que es la más antigua de Europa.
Rodrigo se tomó un respiro, tras el cual reanudó su paseo.
Con destino a la plaza del Rei, pasó por debajo del puente del Obispo, de estilo neogótico que une el Palau de la Generalitat con la Casa del Canonges. Consultando la guía que portaba, Rodrigo fijó su vista en la calavera que hay en el centro de la parte inferior del puente, que según una leyenda hacerlo trae mala suerte, la cual puede deshacerse acariciando el caparazón de la tortuga que hay en el lado derecho de la entrada en la casa l’Ardíaca, obra de Domènech i Muntaner. Acción que, esbozando una sonrisa, Rodrigo ejecutó.
Se dirigió a la plaza del Rei, donde se hallaba el Palacio Real Mayor, residencia de los condes de Barcelona, donde se encuentra el Salón del Tinell. Con destino a la plaza de Sant Felipe Neri, según su plano, pasó por la casa de l’Ardíaca, en la calle de Santa Lucía, donde vivía la jerarquía eclesiástica de los Arcedianos en el siglo XII. Finalmente, llegó a la plaza de Sant Felip Neri, una plaza llena de encanto donde se ubica la iglesia del mismo nombre, de época barroca. Rodrigo fijó su atención en los orificios que había en las paredes de la plaza, causa, según algunos, de los fusilamientos habidos en la Guerra Civil y, según otros, ocasionados por la metralla de una bomba que explotó cerca de la misma. “En ambos casos, lamentable”, pensó.
Era consciente de que había mucho más por ver y admirar, pero Rodrigo decidió entrar en una taberna para tomar algo. Pidió una variedad de tapas, que daba gusto verlas, las cuales mojó con un buen tinto.
El día iniciaba su ocaso cuando Rodrigo volvió al hotel. Estaba cansado y la jornada siguiente prometía ser también movida.
A las nueve de la mañana del viernes, tras un copioso y variado desayuno, Rodrigo dejaba el hotel para efectuar su ansiada ruta. A esa hora, un húmedo calor imperaba en la atmósfera. Con la guía en su mano, bajó por la Vía Layetana hasta arribar a la estación de ferrocarril de Francia.
A sus dieciocho años llegó a ella don Benigno, procedente de Cabezuela del Valle, con el ánimo de encontrar una nueva y mejor vida que su querida tierra extremeña no le había podido dar. Siguiendo el diario de su mentor, fijó su mirada en la calle del Comercio, que confluye con la avenida de la Aduana; en tal punto le esperaba el señor Ceferino, encargado de la fábrica textil donde don Benigno debía entrar a trabajar de aprendiz, según el consejo de don Casimiro, maestro de Cabezuela del Valle y hermano de Ceferino.
Siguiendo el trayecto que don Benigno y Ceferino hicieron, del que se cumplían sesenta y siete años, Rodrigo cogió la avenida de la Aduana hasta su término, lugar en el que se inicia el paseo de Isabel II. Pasó por los portalones de las casas de Xifré, en cuyo número catorce de tal paseo se ubica el afamado restaurante Set Portes en el que, pasados los años y ya aposentado, don Benigno comió con Joaquín, hijo del amo de la fábrica donde trabajaba, con el que llegó a trabar una gran amistad. Allí se detuvo un rato.
Rodrigo prosiguió su caminar ascendiendo por la Vía Layetana. Tras un largo trecho arribó a la calle Trafalgar, deteniéndose ante una casa muy próxima a su confluencia con la calle Ortigosa. En la segunda planta de tal casa se ubicaba un solo piso, al igual que en las otras tres, el cual ocupaba el señor Ceferino a título de arrendamiento, quien cedió una de sus habitaciones a don Benigno, quien vivió en dicho piso los veintisiete años de su permanencia en Barcelona.
La fachada de la casa precisaba de una restauración, aunque permanecía tal y como don Benigno la describía en su diario. Pero no fue la edificación lo que avivó los sentires de Rodrigo, sino lo que entre sus paredes se vivió y sintió. Recordó a las personas que don Benigno tan bien dibujó en su diario: el señor Roberto Gallofré, jefe de administración de la fábrica, de quien don Benigno recibió una variada y fundamental instrucción, y el señor Jesús María, sastre de profesión y que alegró su existencia. En tal lugar sí que Rodrigo permaneció largo tiempo.
A continuación, Rodrigo anduvo escasos metros para llegar a la panadería que don Benigno frecuentaba, por ser la más próxima a la casa. Allí conoció a Eulalia, que trabajaba en ella como dependienta, madre de Leonor y de Benigno, hijo natural de don Benigno, fruto de la relación habida entre ambos, del que no tuvo noticia hasta llegada su vejez. Fue un amor incomprendido, pero que marcó por siempre sus vidas. Sin embargo, ya no estaba la panadería, sino un bar en su lugar.
Seguidamente, Rodrigo se dirigió al Salón Víctor Pradera, que fue donde se ubicó la Exposición Universal de 1888. Al igual que don Benigno hizo en su día, inició el recorrido por aquel lugar pasando por debajo del Arco del Triunfo, de inspiración neo-mudéjar, de gran altura y rica ornamentación escultórica, que daba entrada al recinto de la Exposición. Mucho fue el asombro y la admiración de Rodrigo ante la vista de la diversidad de edificios grandiosos que el recinto albergaba. Se tomó un respiro al llegar a la Cascada Monumental, situada en el parque de la Ciudadela. Se sentó en un banco próximo a ella y descansó. Según el diario de don Benigno, en unos de esos bancos él y Eulalia se sentaron las tardes de los domingos para hablar de sus inquietudes y proyectos de vida en común que, lamentablemente, no llegaron a buen término.
Con un sentimiento que no supo cómo definir, dejó aquel sitio e inició su andadura en dirección a la fábrica donde don Benigno trabajó durante veintisiete años. Tenía una buena caminata por delante hasta llegar a la calle Ausias March, entre las de Sicilia y Cerdeña.
Cuando llegó, no vio el rótulo que debía identificar la empresa: “Fábrica de hilados y bordados mecánicos Joaquín Rosés Roca”, pues en su lugar se había construido un grupo de viviendas. Rodrigo se situó enfrente de lo que había sido la fábrica y pensó: “Don Benigno entró a trabajar en ella de aprendiz y pudo hacerse con la propiedad de la misma, si únicamente la avaricia hubiera sido su guía y fin último”.
Desandando lo andado, Rodrigo volvió al inicio de su trayecto. Al arribar a la Vía Layetana bajó por ella hasta llegar a la plaza del Ángel, a fin de rememorar lo acaecido en una aciaga noche del año 1920. A tal plaza llegaron don Joaquín ‒el amo de la fábrica donde don Benigno trabajaba‒, su hijo Joaquín, el señor Ceferino y don Benigno. Procedían del Fomento del Trabajo Nacional, en cuya sede don Joaquín había dado una conferencia. Tenían noticia de un posible atentado contra él, que, probablemente, se llevaría a cabo a lo largo del trayecto que discurría desde la citada plaza hasta la calle Pietat, ubicada tras la catedral, en la que había un establecimiento de antigüedades, propiedad de un amigo de don Joaquín, al que le iba a comprar una pieza que le había reservado. Joaquín hijo, el señor Ceferino y don Benigno acompañaban, o más bien escoltaban a don Joaquín.
Rodrigo accedió a la calle Llibreteria, por la que subió hasta su cruce con la calle Frenería. En tal calle, según el diario de don Benigno, un pistolero se abalanzó sobre la comitiva con la intención de perpetrar el crimen, pero el señor Ceferino se lo impidió, acción valerosa que le costó la vida.
Largo tiempo pasó Rodrigo en la calle Freneria, rememorando aquellos desgraciados hechos que, sin duda, cambiaron la vida de don Benigno.
Como colofón a su apretado itinerario, pleno de emociones, Rodrigo volvió a la plaza del Ángel, para acceder a la calle del Subteniente Navarro ‒antigua calle de la Muralla Romana‒.
Rodrigo se situó frente a la casa que en dicha calle habitó Carlos Todolí, el gran amigo de don Benigno, el anarquista de la poderosa y rica familia Todolí, que estaba llamado a suceder a su padre en la dirección de sus muchas empresas, pero que su pensamiento e ideas políticas hicieron que fuera repudiado por su progenitor. En su sustitución, su hermana Marta Todolí cogió las riendas del imperio empresarial, quien llegó a trabar una íntima amistad con don Benigno, gracias a la inmediación de Carlos, cuyos dos hermanos se adoraban. Mateo se casó años más tarde con la hija de doña Marta.
Estaba contemplando aquella humilde casa, cuando su puerta de entrada fue abierta. Una señora de avanzada edad despidió a un hombre, alto y delgado, de cabello algo canoso y ensortijado, un tanto descuidado pero limpio, que le daba un delicioso aire bohemio y desenfadado.
Al girarse aquel hombre, Rodrigo se quedó perplejo. “¡No! ¡No! ¡No puede ser!”, exclamó para sus adentros. “¡No es posible!”, se dijo. Su rostro era el vivo reflejo de Carlos Todolí, esculpido por su compañera Caterina y que obraba en la casa que habitaba Leonor, en Plasencia. Su figura y porte también eran los descritos por don Benigno en su diario.
Sin dudarlo ni un solo momento, Rodrigo se acercó a él y, algo vacilante, le preguntó:
―Perdone mi atrevimiento, pe… pero, ¿tiene usted algo que ver con Carlos Todolí?
Al desconocido le sorprendió la pregunta, pero Rodrigo no observó malestar alguno en él. Luciendo una sonrisa, contestó:
―No sé quién es usted, pero sí, soy el hijo de Carlos Todolí, y mi nombre es también Carlo. Carlos en español.
―Ya está todo aclarado ―adujo Rodrigo―. Pero perdone, me llamo Rodrigo Fernández. No conocí personalmente a su padre, pero sé de su vida a través de otra persona, que la narró en su diario.
―¿Qué persona?
―Don Benigno Ruiz.
―¿Don Benigno? ¡Vaya por Dios! El mejor amigo, o más bien diría el único amigo de mi padre, según me ha contado mi madre. Qué grande y qué pequeño es a la vez el mundo. Aunque no sé lo que pensará usted, pero este encuentro yo no lo voy a calificar de casualidad, porque no creo en las casualidades, al menos esa es mi opinión.
―Coincido con usted
―¿No le importa que caminemos juntos? ―rogó Carlo Todolí.
―Me encantaría.
―Me ha dicho usted que sabe de mi padre por don Benigno, ¿verdad?
―Así es. A don Benigno le debo todo lo que soy, pues me sacó de la pobreza dándome la oportunidad de ganarme la vida decentemente.
―Según mi madre, muy propio de don Benigno. Debió ser un gran hombre.
―Lo fue.
Anduvieron unos metros sin articular palabra alguna.
―Don Benigno, tras años de duro trabajo en esta ciudad, volvió a su Extremadura y con sus ahorros fundó una empresa agrícola ganadera, hoy muy floreciente, que yo tengo la fortuna de dirigir ―explicó Rodrigo.
Carlo Todolí oía son suma atención el relato de Rodrigo.
―El motivo principal de mi estancia en Barcelona es el de gestionar asuntos de la empresa que gobierno. El otro es sentimental, que me está llevando a recorrer todos y cada uno de los lugares que don Benigno frecuentó en esta ciudad; precisamente en este, donde nos hemos encontrado, estaba imaginándome, como si realidad fuera, el encuentro entre su padre y don Benigno. También me hecho una cabal idea de la casa en la que su padre vivió y murió.
―Veo que está usted bien informado ―intervino Carlo.
―Pues, sí. Pero, permítame la pregunta, ¿cómo usted por aquí?
―Buena pregunta. Pero antes de pasar a contestarla, le voy a hacer un ruego.
―Usted dirá.
―¿Qué le parece si nos tuteamos? No tiene sentido no hacerlo.
―Me parece muy bien. Además, ambos debemos ser de la misma quinta.
―Me temo que yo algo mayor. Pronto alcanzaré los cincuenta ―confesó Carlo.
―Tienes razón. Me llevas dos años.
―Respondiendo a tu pregunta ―dijo Carlo―, no es extraño que me hayas encontrado aquí. El pasado año estuve en este lugar, pero no pude acceder a la vivienda para rememorar lo vivido en su interior por mis padres. Ha sido un anhelo que siempre he llevado conmigo, pero la distancia y las obligaciones que tengo donde vivo no lo han hecho posible.
Rodrigo asintió, aunque interpeló:
―Pero, dime. ¿Qué es de tu vida, Carlo?
―Vivo en el entorno del Lago de Garda, en la vertiente sur de los Alpes italianos. Allí nací y pasé con mi madre los últimos años de su vida. Soy profesor de Bellas Artes, en una escuela de Milán, y, como actividad secundaria, pinto algún que otro cuadro.
―Vaya, hombre. Tengo ante mí a un pintor.
―No, Rodrigo, no. Una cosa es pintar y otra es ser pintor, y yo no me tengo por tal.
―¿Has expuesto alguna vez?
―Pues, sí. Aquí, en esta ciudad, hace ahora un año. Fue en una sala de arte de la calle Consejo de Ciento, entre Rambla de Cataluña y Balmes, que es un encanto, gracias a la influencia de un buen amigo mío, muy importante en el mundillo del arte. Aunque te he de decir que a pesar de vender tan solo dos cuadros, lo consideré todo un éxito.
―Veo que te conformas con poco ―adujo Rodrigo, sin poder evitar una sonrisa.
―Pues claro. Creí que no vendería ninguno, toda vez que ni yo mismo estoy convencido de la bondad de mi arte.
Rodrigo rio abiertamente.
―Ríe. Ríe todo lo que quieras. Pero ese convencimiento mío impide que me sienta frustrado, pues no hay cosa peor que decepcionarse y amargarse por pretendidas metas que no se nos han asegurado.
―La verdad es que no había contemplado ese pensar, pero creo que tienes razón.
―No lo dudes, Rodrigo.
―¿Qué disciplina impartes en la escuela de Bellas Artes?
―Sobre todo, la pintura del Renacimiento italiano. Ya sabes…
―Pues no lo sé. Explícamelo en síntesis, por favor.
―Fue una época que se inició a finales del siglo XIII y perduró hasta finales del XVI. Florencia, en la Toscana, fue el origen del Renacimiento.
Ante el interés de Rodrigo, Carlo prosiguió:
―Tuvo cuatro períodos: El Protorrenacimiento, con Giotto y otros; el Renacimiento temprano, con Fra Angélico, Verrocchio y otros; el alto Renacimiento, con Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Rafael y otros; el Manierismo, con Tintoretto y otros.
―Ya es suficiente, Carlo. Muy interesante.
―Precisamente he venido a dar una serie de conferencias sobre tal tema, junto con otro ponente alemán residente también en Italia ―concluyó Carlo.
―¿De qué tiempo dispones, Carlo? Te lo pregunto porque deduzco que tenemos muchas cosas de las que hablar.
―Eso creo yo también. Verás, no tengo nada en concreto que hacer hasta las siete de la tarde, hora a la que he de regresar al hotel para reunirme con un compañero. Mañana, a primera hora, sale mi avión para Milán.
―Yo no tengo compromiso alguno hasta mañana. Por cierto, ¿en qué hotel te hospedas?
―En el Granvía, situado en la Gran Vía, muy próximo al paseo de Gracia. Es en el que pernocté la vez anterior que estuve en Barcelona, y es un buen hotel. ¿Y tú?
―En el Colón, ubicado frente a la catedral.
―Pues, dicho lo dicho, creo que ha llegado la hora de comer, ¿no te parece?
―Me parece muy bien. Hace un rato que tengo apetito.
―Podemos ir a un restaurante que no está lejos de aquí, cuyo nombre es Ca l´Estevet. Comí en él cuando viene el año pasado. Me lo recomendaron y resultó excelente. Está en el Raval barcelonés, en concreto en la calle Valldonzella, 46. Espero que haya mesa, pues es un local pequeño, aunque pleno de encanto.
―Pues vamos allá.
―En marcha, pues ―replicó un animoso Carlo.
Llegados al restaurante Rodrigo se fijó, como buen observador, en su interior. Efectivamente el local era pequeño, pero muy acogedor, con un espacio al final del mismo para reservado. Las paredes estaban revestidas de azulejos de vivos colores; abundaban fotografías personalizadas de personalidades varias que lo habían frecuentado; a su entrada lucía una antigua caja registradora en buen estado de conservación.
―Te gusta, ¿verdad?
―Pues, sí.
―Según tengo entendido, data del año 1890, en el que abrió sus puertas con el nombre de Fonda Navarro.
Estaban en esas disquisiciones cuando un camarero se acercó a ellos. Vestía una chaqueta color blanco, pantalones negros, camisa blanca y lazo negro. Lo que le gustó a Rodrigo fue la exquisita limpieza de su indumentaria, al igual que la de sus otros dos compañeros que por el local estaban sirviendo.
―¿Tienen mesa reservada, señores?
―No ―contestó Carlo.
―Pues han tenido suerte, ya que la única que está libre es aquella ―la indicó―. Enseguida la preparo, pues acaban de marcharse sus comensales.
―Gracias.
Tan solo fueron breves minutos los que el camarero tardó en preparar la mesa.
―Ya pueden sentarse, señores. Enseguida les traigo el menú.
―Aquí hay carta, pero nadie hace uso de ella, toda vez que tienen un menú con una variedad notable de primeros y segundos platos. En este lugar se degusta la auténtica cuina catalana, por un precio muy aceptable. Ya lo verás ―informó Carlo.
Rodrigo asintió.
Examinaron el menú que se detallaba en una nota que el camarero les había dejado sobre la mesa.
―Aconséjame, Carlo.
―Yo pediría unos canelones y pato a la naranja del Lluçanès. Es un menú consistente, pero vale la pena degustarlo. Ya pasearemos luego para ayudar a digerirlo.
―Pues no se hable más ―convino Rodrigo.
―Qué abundancia y exquisitez ―adujo Rodrigo, al término de la comida.
―Ya te lo decía yo.
―Francamente bueno ―recalcó Rodrigo.
―¿Qué te parece si tomamos el café en otro sitio?
―Muy bien.
―Estoy pensando que podíamos ir al Zúrich, en la plaza de Cataluña esquina con la calle Pelayo.
―Mejor sitio no has podido escoger, Carlo.
―¿Acaso lo conoces?
―No he estado en él, pero don Benigno lo describe muy bien en su diario. Fue el lugar escogido por él y por tu padre para reunirse periódicamente y hablar de sus cosas.
Con trémula voz, Carlo dijo:
―A mí me lo describió mi madre. He estado en él. Sentarme en una de las mesas de su amplia terraza fue una mezcla de placer y tristeza…
―Te entiendo perfectamente. Te voy a hacer una pregunta, que si la consideras impertinente no la contestes.
―Házmela. Estoy seguro de que de impertinente no tendrá nada.
―¿Dónde reposan los restos de tu madre Caterina? Según el diario de don Benigno, era su voluntad que descansasen junto a los de tu padre.
―Y cumplí con su deseo, Rodrigo. Sus cenizas las esparcí por el río Moldava, en Praga, donde le esperaban las de mi padre para navegar juntos por siempre.
A Rodrigo se le hizo un nudo en la garganta.
―Pues vamos al café ―dijo Carlo, como si de un manotazo quisiera apartar de su mente lo que nunca olvidaría―. Han quedado en el tintero muchas cosas de las que hablar.
―Vamos.
A pesar de la oposición de Rodrigo, Carlo pagó la factura del restaurante.
No tardaron en llegar al café Zúrich. Rodrigo constató el envidiable emplazamiento de su terraza, bastante concurrida. Se sentaron y dedicaron unos minutos al deleite de su vista, posándola por el entorno de aquel lugar incomparable, guardando silencio para dar rienda suelta a sus íntimos sentimientos.
Habían dado inicio a la degustación de los cafés, cuando Carlo adujo:
―Esta ciudad me gusta.
―¿Es la única que conoces de España?
―También he estado esporádicamente en Madrid y Sevilla. Pero donde voy cada año a pasar parte del verano es a Mojácar, un municipio del Levante almeriense.
―Ya ves. Soy español y no conozco ninguno de esos lugares. Pero dime, lo de Mojácar debe tener alguna motivación, ¿verdad?
―Por supuesto. Si nos volvemos a ver, que espero que así suceda, te contaré el porqué de mis escapadas a Mojácar. Es una historia interesante…
―Bueno. Bueno. Esperaré impaciente.
Carlo sonrió.
―Como te he dicho antes, vivo en el entorno del Lago de Garda. Muy cerca del Lago mi madre compró una casa, en la que instaló su taller de escultura. Entre la casa del Lago y el piso de Milán, se desenvuelve mi anodina existencia. Te aseguro que, si encontrara en este país alguna zona cercana a un lago para vivir, no tendría muchas dudas en cambiar de residencia; lo he pensado más de una vez, créeme.
―Te creo. Te creo.
Rodrigo se quedó pensativo.
―Pues yo acabo de conocer un lago que estoy convencido que te encantaría ―alegó Rodrigo segundos después.
―¿Qué lago? ¿Dónde?
―El Lago de Sanabria, en la provincia de Zamora.
―He oído hablar de él. Muy bien, por cierto.
―Pues anímate y cuando vuelvas a España nos ponemos de acuerdo para visitarlo, ¿qué te parece?
―Formidable. Te aseguro que, más pronto que tarde, iremos al Lago de Sanabria.
―Eso espero.
―Hasta ahora hemos hablado de mi vida, pero ¿qué es de la tuya, Rodrigo?
La verdad es que poco hay que contar, Carlo. Dirijo una empresa, hoy grande, que fundó don Benigno. Es una compañía agrícola ganadera, con centros de producción en el Valle del Jerte, en la provincia de Cáceres; en Almendralejo y en Jerez de los Caballeros, en la provincia de Badajoz. Estamos en constante expansión, pues en la actualidad están en curso unos estudios para ampliar nuestra actividad en Toro, en la provincia de Zamora, donde hay magníficas y extensas tierras de viñedos.
―¿Has dicho en Almendralejo?
―Sí. ¿Por qué?
―No, nada. Recuerdo que el destino del último encargo que recibió mi madre, poco antes de dejar la escultura por enfermedad, fue el de Almendralejo.
―¿Qué trabajo fue? ―preguntó Rodrigo interesado.
―Creo que fue un cofre o algo similar. La verdad es que mi madre no me dio muchos detalles…
―Pero algo te diría, ¿no? ―insistió Rodrigo.
―A ver si me sé explicar. Sí recuerdo bien que el trabajo se lo encomendaron en Chipre, aprovechando su estancia allí con motivo de una exposición de su arte. Según me contó mi madre, se lo propusieron dos hombres algo misteriosos, exquisitamente vestidos, corteses en las formas, aunque tajantes en el fondo. Le exhibieron unos planos y unos bocetos de lo que debía ser su trabajo que, recalcaron, debía atenerse a ellos sin variar un ápice. Sobre el precio no hubo discusión alguna, pues su fijación la dejaron al criterio de mi madre, siempre y cuando su obra cumpliera los requisitos exigidos.
―¿Y, bien? ―espetó Rodrigo, cada vez más expectante.
―El cofre debía ser de madera de acacia, de 111 cm. x 67 cm. x 67 cm….
―La misma clase de madera y dimensiones que el Arca de la Alianza ―interrumpió Rodrigo.
―Si tú lo dices, así será. Reconozco que yo no estoy versado en ello.
―Sigue. Sigue, por favor.
―Le dijeron que tanto el perímetro interno como el externo del cofre debía ser cincelado con arreglo a los bocetos que le facilitaron, pues se correspondían con otro, deteriorado por el transcurso del tiempo, que sería sustituido por el nuevo que se le encargaba.
―¿Qué debía cincelar en la madera con su gubia?
―Una serie de inscripciones, signos, figuras geométricas y otros relieves diversos que, obviamente, mi madre no entendió. Tampoco intentó averiguar su significado, pues tuvo la certeza, según ella, de que su búsqueda podía acarrearle graves consecuencias.
―Ya.
―Lo que sí me comentó mi madre es que el encargo del trabajo podía proceder de cualquier orden, empresa, organización, institución o secta. También contempló la posibilidad de la Orden del Temple.
―A mi juicio, no desacertaba. Yo opino lo mismo, basándome en lo que me has contado. No obstante, tengo dudas…
―¿Qué dudas?
―Pues que realmente sea cuestión de templarios. No acabo de verlo claro.
―Tú sabrás. Pero dime, porque la encomienda puede estar relacionada con la Orden del Temple.
―Me explico. En primer lugar, el encargo se realizó en Chipre, lugar adonde fueron a parar algunos templarios que no fueron capturados con motivo de la trágica extinción de la Orden a principios del siglo XIV. A esos templarios se le denominó custodios del tesoro del Temple, que, al parecer, estaba a buen recaudo en tal ciudad en locales destinados para ello. En segundo término, recuerdas que tu madre oyó que el destino del cofre era Almendralejo o, quizá, otro lugar de Extremadura, lo cual también casa, pues la provincia de Badajoz fue un importante asentamiento de templarios, en concreto desde Olivenza a Jerez de los Caballeros.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.