Kitabı oku: «Sombras», sayfa 2

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Leena se miró al espejo tratando de reconocerse. Esa joven no era ella. Las costumbres gitanas le impedían que vistiera de esa forma. Trató de expresar su descontento pero el ama de llaves se paró y mirándola muy seriamente, le increpó:

—¡Por alguna razón que desconozco, su señoría le ha traído aquí evitando que la maten!, ¡si es inteligente hará lo que se le dice! ¡No le queda otra opción jovencita, así que compórtese o todos terminaremos muertos!

Schmidt la tomó del brazo y las dos salieron de la habitación, escoltadas por el señor Wagner.

El silencio en la estancia se había tornado incómodo, cuando el mayordomo anunció la presencia de una señorita cuyo nombre desconocía. Ella lo miró y aclarando su garganta le dijo con voz firme: Leena.

Dio unos pocos pasos en el interior del amplio salón, ricamente decorado con inmensos tapices que colgaban de las paredes al igual que antiguos cuadros de hombres y mujeres de la nobleza. Una gran lámpara de cristal colgaba del techo y en el suelo, una alfombra color rojo sangre, con los más delicados dibujos en tonos dorados, negros y naranjas, cubría el brillante piso de mármol. A pesar de aquellos toques decorativos, la mansión era lúgubre, quizá por los amplios ventanales cubiertos con gruesas cortinas oscuras, que impedían el paso de la luz.

Los dos hombres se quedaron perplejos al contemplarla. Ni siquiera, Ardelean quien ya la conocía, pudo escapar de su asombro. Reinhard Heydrich se acercó a ella lentamente y la rodeó, mientras la joven trataba de cubrirse, cruzando torpemente los brazos frente a su pecho.

Leena no había visto a Andrei, ya que él se encontraba a un lado del salón, con su mano cubriendo su boca, descansando su cuerpo a un costado de la chimenea, impaciente por la espera. Se incorporó para apreciarla mejor; sus pálidos ojos azules se iluminaron y en su rostro serio, se dibujó una mueca parecida a una sonrisa. Cuando se dio cuenta que el oficial alemán la devoraba con su mirada, hizo un ruido con su garganta, tratando de llamar la atención tanto de Leena como la del militar.

—¡Ahí está! —exclamó él mientras se acercaba y, nuevamente, sus ojos y los de la gitana se encontraban. Ardelean inclinó su cabeza, en señal de saludo.

La joven sintió un estremecimiento en todo su cuerpo, la invadió una sensación de incomodidad, de incertidumbre, que recorría las fibras más íntimas de su ser, al mirar a aquel hombre, al desconocido que se había interpuesto entre ella y su destino.

Por su parte, Heydrich permanecía absorto en sus pensamientos. De haber estado él ahí, no le habría permitido llevársela. Habría esgrimido cualquier excusa para impedirlo. Una mujer como ella debía encontrarse bajo la custodia del Servicio Secreto alemán, pero ya no había marcha atrás. El mismísimo Hitler había consentido la solicitud de Ardelean y no podía contrariar a sus superiores. Suspiró anhelando, deseando y maldiciendo la suerte del conde.

—Conde, me retiro seguro de que esta joven le servirá, satisfactoriamente —afirmó haciendo énfasis en la última palabra—. En cuanto a usted jovencita, espero sepa agradecer que Ardelean le haya salvado la vida, con el permiso de nuestro líder, por su puesto.

Leena respiraba agitadamente. Sentía cómo las palabras del alemán le hervían la sangre. Habría querido matarlo con sus propias manos, pero sólo pudo contemplarle con rabia mientras se retiraba de la estancia. Una vez a solas con el conde, con sus ojos llenos de lágrimas, ya no de dolor pero si de furia, explotó.

—¿Por qué? ¿Por qué no me dejó en aquel cementerio? ¿Para qué me perdonó la vida? ¿Para satisfacerle? ¡Pues habría preferido la muerte! —gritó, mientras escapaba de su mirada.

Ya en la habitación, Leena sollozó de miedo, angustia y rabia. Se arrancó el vestido buscando sus ropas, pero no estaban. Rebuscó en el armario tratando de hallar algo más modesto, que no la hiciera sentir como un simple objeto. Encontró una blusa blanca de delicada y suave tela y una larga falda oscura, se vistió y arropó con su chal, quedándose dormida mientras transcurrían las horas. Despertó al escuchar la puerta abrirse; era la señora Schmidt con una bandeja de comida, la cual depositó en el escritorio junto al amplio ventanal. La noche había caído y tenía dolor de cabeza, quizá por la falta de alimento.

—Su señoría me pidió que le trajera algo de comer. Aunque sinceramente, no sé qué ve él en usted —prosiguió—, una muchachita más inteligente, se daría cuenta que parece interesado en su bienestar, algo que nadie hace por otros hoy en día.

—¡Pero yo no quiero estar aquí! No sé quién es él, o qué quiere —respondió ella molesta.

—Sí, ya sé que preferiría estar muerta con su familia. Pero déjeme decirle que en esta situación, todos debemos perder algo…—habló como en un susurro, su rostro se tornó sombrío, parecía que algún recuerdo doloroso venía a su mente—. Acepte las cosas como son o terminará muerta en vida.

Desde la cama, miraba el fuego consumirse lentamente en la chimenea. En su mente se confundían las imágenes la muerte de su padre, con la sonrisa triste de su madre y sus hermanas. Los sonidos de los disparos y el rostro serio del conde en el auto, diciéndole que le había salvado la vida. ¿Para qué? —se preguntó. Era un desconocido, jamás lo había visto y tenía miedo de que quisiera hacerle daño. Entonces, recordó las palabras del ama de llaves, ella parecía querer ayudarla ¿O sería cómplice de ese hombre para causarle algún mal?

La joven reconoció que él no había intentado propasarse, hasta ahora. Era distante, como si tuviera miedo de estar en su presencia. Leena empezó a darle vueltas al asunto, tratando de encontrarle lógica. Sintió escalofríos al recordar las palabras del alemán y su mirada atrevida le revolvió el estómago. ¿Cómo o por qué, él la tendría cerca y no trataría de satisfacerse con ella? Estaba sola, pero no indefensa, tenía sus manos, uñas y dientes y podía causarle daño si entraba a su habitación. Ahora entendía las palabras de su madre y su petición de mantenerse con vida, esperaba, con todo su ser, poder cumplir esa promesa.

Cerró los ojos buscando recuerdos alegres en su memoria. La calidez del fuego y el sonido de las palmas al son de los acordes de una guitarra; risas, su cuerpo dando vueltas en un vestido rojo entallado, con vuelos que caían graciosamente desde sus rodillas dejando ver sus piernas firmes mientras zapateaba y cantaba. Su padre estaba ahí mirándola, aplaudiendo y sonriendo. Su madre y sus hermanas también se divertían, todas vestían sus mejores ropas y bailaban mientras la música inundaba el ambiente.

Sintió que alguien la sostenía fuertemente de su talle por detrás, acariciando fugazmente su busto, su vientre y sus caderas. No podía ver su rostro, pero era una voz masculina que sensual y sutilmente le susurraba al oído su nombre: Leena, Leena, Leena. Su corazón latía rápidamente y una serie de extrañas sensaciones inundaban su cuerpo. Ella trataba de huir de su abrazo, pero se sentía impotente frente a esa presencia desconocida. Sintió cómo su mano acariciaba su rostro, luego su cuello y finalmente depositaba un cálido y húmedo beso cerca de su garganta.

La música se había detenido, no había nadie más que ella y sus latidos acelerados, su respiración exaltada, su cuerpo tembloroso, cuando un dolor agudo, como el de un puñal hundiéndose en su carne, la invadió por unos breves segundos, incorporándose enseguida. Estaba en la habitación, sola. Aún adormecida se levantó y se dirigió a la peinadora, para ver qué le había causado tanto dolor. Su mano apretaba su garganta cuando descubrió horrorizada que no tenía ninguna herida o laceración.

—¡Imposible! ¡Lo sentí tan real! ¡Cómo si una daga me hubiera atravesado! —Exclamó en voz alta, mirándose al espejo— ¡Me estoy volviendo loca! ¿Y mi familia? ¡Se veían tan contentos! ¿Qué está sucediendo? —se preguntaba una y otra vez.

Una fina capa de sudor cubría su cuerpo, mientras en su rostro un color rojo encendido coloreaba sus mejillas y se extendía en todo su pecho. Cruzó sus brazos sobre su torso tratando de confortarse, de entender qué había sucedido. Los primeros rayos de luz iluminaban la mañana. Atravesó la habitación y se percató de que la puerta que conducía al balcón, estaba entreabierta.

En su oficina, Ardelean ojeaba varios mapas y preparaba documentos. Repasó en su mente, todo lo que debía hacer para que a último momento no le faltara nada. La estancia estaba ubicada en el sótano de la vieja morada. La había adecuado de tal manera que era a la vez habitación y su área de trabajo. Como era noble, no necesitaba trabajar para ganarse la vida; recibía rentas de su familia que gobernaba en una remota región ubicada al este de Europa, por lo menos era lo que él argumentaba en las reuniones de la Sociedad Thule, en donde había conocido a Adolfo Hitler y a Heinrich Himmler, las cabezas del Tercer Imperio Alemán, en los albores de la guerra.

Sin embargo, Andrei Ardelean, no era un noble cualquiera. El enigmático caballero guardaba celosamente varios secretos que debían ver la luz en algún momento. Aparentaba tener unos 30 años. Sobre su frente surcaban varias líneas de expresión y su faz era casi siempre, sombría, triste, dura. Sin embargo, su sonrisa infrecuente, era franca e iluminaba su rostro. Sus ojos azul pálido eran pequeños pero sumamente expresivos, capaces de alentar o disminuir a una persona solo con su mirada.

Su nariz era larga y delgada. Cejas pobladas de color miel y una hilera de negras pestañas complementaban su faz. Una gruesa barba, perfectamente arreglada y pulcra que acariciaba cuando algún pensamiento no lo abandonaba, le hacía parecer mucho mayor de lo que en realidad era. Su presencia era imponente; alto y corpulento, su cabello largo y algo rizado, le daban un aspecto de guerrero de tiempos antiguos. Procedía de la enigmática región de los Cárpatos, cuna de mitos y leyendas sobre licántropos y no muertos. Las guerras habían azotado a su pueblo durante muchos siglos, dejando estelas de dolor y destrucción pero sobre todo inconformidad y deseos de venganza.

En el siglo XV, cuando Valaquia —actual Rumania— país ubicado al este de Europa, estaba amenazada por los turcos, el Rey de Hungría, Segismundo de Luxemburgo, quien controlaba el territorio, cedió bastas tierras a las familias de nobles valacos como los Báthory, Bocskai, Bethlen, Basarab, Draculea y otros, quienes habían defendido sus intereses. Todos ellos estaban emparentados entre sí por lazos de sangre y eran los posibles herederos al trono del Principado de Transilvania. Ese era el linaje del que Ardelean presumía descender.

Pero, en aquel entonces como ahora, la codicia de los hombres salía a relucir más temprano que tarde y los acuerdos de paz eran tan fugaces que pocos podían distinguir a sus amigos de sus enemigos. Muchos de los descendientes de los nobles, hastiados de las traiciones entre los propios miembros de sus familias, decidieron alejarse y vivir en una Europa más moderna, en donde los mitos sobre brujos, hechiceras, hombres y mujeres que vencen a la muerte y deambulan como lobos o vampiros, no eran más que eso; mitos.

Lejos de encontrarse con un mundo “avanzado”, las casualidades del destino le obligaron a cruzarse en el camino de uno de los hombres más perversos de la historia moderna en la Sociedad Thule, amalgama de sociedades secretas con integrantes que se hacían llamar a sí mismos brujos, maestros o magos y se interesaban en las prácticas ocultistas.

La Sociedad Thule era una orden esotérica fundada por el barón Rudolf von Sebottendorf. Su sede estaba en Munich y su nombre hacía referencia al reino de Thule, o Atlantis, del que se suponía provenía la raza aria, para ellos, “la raza primigenia de la humanidad”. Su ideal era hacer renacer a esta desaparecida civilización. Además, estaban inmersos en la búsqueda del Santo Grial y las fuerzas del Vril, un extraño rayo que poseerían los pobladores de Atlantis y que permitiría dominar el mundo, en consecuencia posibilitaría el dominio sobre la inmortalidad o la vida eterna.

Por su parte, Ardelean era un vasto conocedor de la historia antigua; aquellos que lo habían escuchado hablar se maravillaban de su memoria prodigiosa. Podía citar con asombrosa exactitud, fechas, nombres y lugares y más inexplicable resultaba su capacidad para narrar hechos del pasado como si hubiera sido protagonista de los mismos.

Esa característica excepcional, había llamado la atención de la condesa Heyla Von Westrap, una mujer de la nobleza alemana que formaba parte de la Sociedad Thule y que compartía con Adolfo Hitler su interés por las ciencias ocultas y la historia antigua. Ella los había presentado y en poco tiempo, el jefe supremo del gobierno alemán, le había comentado al conde Ardelean su deseo de fundar un milenario imperio, bajo el auspicio y el apoyo de la Sociedad Thule así como de otras sociedades secretas.

Si bien, en los documentos oficiales nunca se filtró su nombre, estaba presente en casi todas las reuniones a las que también asistía Adolfo Hitler y su mano derecha Heinrich Himmler. Hitler lo admiraba, puesto que reconocía en él no únicamente a un profundo conocedor de la historia del Imperio Austrohúngaro —el que Hitler anhelaba con delirio— sino al descendiente directo de un príncipe soberano o voivoda de las antiguas tierras rumanas, perteneciente a la Orden del Dragón.

Amante del esoterismo y ocultismo, Hitler se había interesado en el noble rumano, cuya figura le recordaba a los guerreros de las óperas de Wagner. No se sintió ofendido cuando Ardelean le solicitó una joven gitana a cambio de cierta información que poseía, sobre el futuro de su plan expansionista, al contrario, le había parecido una petición humilde frente a todo el conocimiento que su nuevo “amigo” le había compartido.

Pero si bien Hitler lo admiraba, muchas voces dentro de su gobierno le advertían de los peligros de aquel círculo de charlatanes y adivinos, frente a su inminente victoria sobre Europa. Los acusaban de espías y conspiradores. Muchos confiaban en que la suerte estaba echada a favor de Alemania; con la caída de Francia y el bombardeo a Inglaterra, las posibilidades de que algo saliera mal, eran casi nulas, pero Hitler quería estar seguro y para eso necesitaba al conde.

Habían descubierto los planes de los americanos de realizar un desembarco en las costas de Francia y su “amigo” debía revelar el lugar exacto, así como lo había hecho antes. La meta prácticamente estaba alcanzada. Solo necesitaba ese último favor, antes de terminar con todos ellos.

Cuando los últimos rayos de sol se desvanecían, Ardelean paseaba por el jardín y pudo ver a Leena sentada en una fuente de piedra. Sus ojos estaban cerrados y parecía sumergida en una especie de trance, su cabello se agitaba graciosamente a merced del viento. Podría adivinar lo que pensaba pero no quiso perturbar sus pensamientos.

Se veía tranquila, en paz. Su semblante era sereno y deseó acercarse a ella y hablar. Debía comunicarle lo que había decidido lo antes posible, sin embargo, permaneció observándola en silencio. Transcurrió mucho tiempo y no pudo evitar su deseo de tocarla; estaba a escasos centímetros de ella cuando su mano rozó un mechón de su cabello. Leena abrió los ojos y miró a su alrededor pero no había nadie. Al percatarse de que la noche empezaba a caer, la joven sintió miedo de los lobos y regresó a la mansión.

Subió a la recámara, pero con el estómago vacío, el sueño sería difícil de conciliar. Salió en busca de algún alimento que le permitiera reconfortarse, sabía en donde estaba la cocina y estaba segura de poder llegar a ella sin importunar a nadie.

Se percató de que la chimenea en el gran salón estaba encendida. La oscuridad abrazaba la mansión, mas la luz que provenía del fuego, dibujaba sombras tenebrosas en el antiguo edificio. La joven quiso entrar y sentarse frente a él, pero al percatarse de la presencia del conde, se contuvo. Se aprestaba a subir las escaleras cuando una fuerza desconocida le impulsó a regresar. Era tarde y los sirvientes se habían marchado a sus habitaciones. Se escondió en una esquina y lo observó. Él tenía su mirada fija en el fuego y ella permaneció contemplándolo en silencio.

—No somos diferentes, tú y yo —exclamó él, mientras la gitana trataba de disimular su turbación—. No tenemos hogar, ni familia. Yo dejé mi tierra mucho tiempo atrás, cansado de guerras y muerte, y hoy nuevamente, es lo único que tengo aquí —su voz, como un lamento, estaba cargada de melancolía y resignación.

Leena no sabía si escapar o quedarse, había sido descubierta, y no podía echarse para atrás. Caminó al interior de la sala, escasamente alumbrada y tratando de controlar su miedo se acercó a Ardelean.

—Eres amigo de los nazis —dijo ella con enojo. No era una pregunta, sino más bien una acusación.

Él permaneció en silencio, estático, aparentemente ajeno al comentario de aquella extraña.

Poco a poco la gitana tomó fuerza y le increpó indignada:

—¿Cómo puedes ayudarlos? ¡Están matando personas, a familias enteras, a niños…, nos tratan peor que a animales! ¿Y tú los ayudas? ¡No entiendo! —exclamó con rabia— sintiendo como las palabras brotaban de su garganta dolorosamente.

La miró. La jovencita tenía razón pero, ¿cómo explicarle que todo debía suceder así?

—Hitler es solo un peón en el tablero del destino —respondió lentamente, sin retirar sus ojos del fuego.

—¡No! ¡Hay gente como tú detrás de él, ayudándolo, dándole poder, creyendo sus mentiras sobre los judíos y otros a quienes llaman inferiores!

Leena se había alejado para admirar su sombría figura, tan solo su rostro se iluminaba frente al fuego chispeante, naranja y azul.

—¡No entiendes, esto es más de lo que aparenta! ¡Ellos ostentan un poder que no comprenderías! —respondió finalmente, cruzando sus manos y acercándolas a su rostro para ocultar su molestia.

—¿Y cómo sabes eso? ¿Cuál es tu papel en esta pesadilla? —Le enfrentó Leena, perdiendo el miedo de a poco.

—Conocí a alguien como él hace mucho tiempo…

Su mirada estaba perdida en épocas pasadas; en guerras, en muerte, sangre, dolor, amor.

Pero la joven no entendía de qué hablaba. Quiso encontrar una respuesta más satisfactoria en sus ojos, pero él no los apartaba del fuego, parecía perdido en la fuerza que ejerce el más poderoso de los elementos de la naturaleza. Aquella luz le confería un aspecto grotesco a su rostro, pero a la vez dejaba ver que era, en esencia, un hombre atormentado.

Se acercó a él muy despacio, siempre manteniendo un espacio prudente entre los dos.

—¿Por qué no salvaste a mi madre y hermanas? —le cuestionó con melancolía.

—Sólo podía salvar a una y te salvé a ti… porque me recuerdas a mi hogar —concluyó después de permanecer unos minutos en silencio sin atreverse a mirarla, con una voz tan profunda que parecía introducirse en los tímpanos de la joven y se esparcía por todo su ser.

Pero para la gitana, la respuesta no era satisfactoria, simplemente no la comprendía. Primero le había hablado de sus ancestros y ahora de su hogar. Era como si se burlara de ella. Le dio la espalda y lentamente se dirigió a la puerta.

—La guerra acabará en poco tiempo, los aliados piensan desembarcar en Francia y atacar Alemania, Hitler ordenará matar a todos cuantos pueda y yo estoy entre los más próximos —expresó sin emoción y casi en un susurro comentó: debo huir.

Un silencio sepulcral invadió el lugar. Solo el crujido de la leña quemándose se escuchaba por breves segundos, cuando una violenta ráfaga de viento sacudió los cortinajes del salón asustándolos.

Andrei se levantó de su asiento y al percatarse de que solo se trataba del viento, se acercó a la gitana para confortarla; tomó el chal que protegía sus brazos y espalda y delicadamente lo subió hasta cubrir sus hombros y su pecho. Ella levantó su rostro y sus ojos se encontraron. Leena sintió un estremecimiento en todo su cuerpo; el corazón le latía rápido y pronto sus mejillas se ruborizaron. La joven se alejó un poco del hombre, tratando de disimular su turbación. Pero él seguía mirándola con familiaridad.

—¿Vendrías conmigo? —Le preguntó suavemente, casi como si tratara de acariciarla con sus palabras.

Ella lo miró incrédula, confundida y luego le dio la espalda sin acertar a responder.

—¿A dónde iríamos?, toda Europa está bajo su poder —cuestionó ella, aunque sin reflexionar mucho en sus palabras, tratando de ocultar la ofuscación en su rostro.

—A América —respondió él sin titubear.— ¿Has escuchado hablar de ella?

—Sí, pero… no entiendo por qué quieren matarte, has trabajado con los nazis, con ese monstruo, el soldado lo dijo —expresó ella, recordando sus palabras con rabia. ¿Acaso tú eres un monstruo también? —Le preguntó sin miedo.

—No hay amigos en el campo de batalla. Todos en algún momento se convierten en potenciales enemigos y más si son extranjeros —respondió él con tristeza, pues había experimentado la traición en carne propia.

—Si te matan a ti, todos quienes viven en esta casa… también van a morir —reflexionó Leena con voz temerosa, recordando como los alemanes habían asesinado a gitanos y judíos sin importar su edad o su sexo en Dachau.

—Quizá les perdonen la vida, o no. No depende de mí —respondió Ardelean refiriéndose a la servidumbre pero lo hizo con tal frialdad que Leena no pudo evitar sentirse molesta.

—¿A mí me conoces tan poco y quieres salvarme pero te es indiferente la vida de los que te han servido?

No la dejó concluir, la tomó por un brazo y la puso frente a sí.

—¡Tú no sabes nada! ¡No hagas que me arrepienta de mi decisión! —Le susurró duramente, mientras la soltaba y se perdía en la oscuridad de la antigua residencia.

La joven se sintió desconcertada en aquel momento y tan sola, irremediablemente sola. Quiso llorar, gritar, correr. Pero el sonido de la madera consumiéndose y el calor del fuego la atrajeron. Se sentó en el piso y se apoyó en el asiento en donde aquel hombre descansaba minutos atrás.

Cerró los ojos y pensó en tantas cosas que abrumaban su mente y no lograba desentrañar. Se preguntaba incesantemente ¿Por qué ese desconocido quería salvarla? ¿Quién era ese hombre y cuál podía ser su interés en una huérfana gitana sin más posesiones que la ropa que llevaba puesta? Recorrió con su mirada la inmensidad de la lúgubre estancia, trayendo a su mente un nombre poco conocido: América, el país más allá de las aguas como le llamaban los gitanos.

Escuchó hablar de aquella tierra lejana cuando vivió en España, en Andalucía; antes de que su padre decidiera dejar la vida errante y establecerse en la zona rural de Baviera en Alemania. Había estado en tantos lugares que era difícil recordarlos a todos y a muchos era mejor olvidarlos. Andalucía era el hogar de muchos gitanos, en donde se respiraba con más intensidad la identidad gitana, expresada en cantos, bailes pero también en mitos y leyendas.

Fue ahí en donde aprendió a bailar la más hermosa de las danzas, cuya fuerza y pasión no se iguala a otra conocida: el flamenco andaluz. Quizá lo amaba porque le recordaba al primer chico que había llamado su atención; se llamaba Kilian. Era un gitano que había nacido y vivido en España toda su vida. Era parte de su clan materno, es decir parte de la familia de su madre y en tal virtud, solían encontrarse en las reuniones sociales y fiestas celebradas por los gitanos. Kilian era un joven muy atractivo; tenía diecisiete años, dos más que Leena en aquel entonces pero ya era un bailaor —un hombre que bailaba flamenco— extraordinario.

El día de la fiesta en honor a Santa Sara patrona de los gitanos, se organizaba un baile. Parecía que todos los gitanos andaluces se habían reunido; la algarabía y felicidad se respiraba en el ambiente. Sentados alrededor de una fogata, algunos hombres empezaron a entonar melodías con sus guitarras y violines, mientras que las mujeres los acompañaban con las palmas de las manos y el maravilloso instrumento de su voz, cuando un joven saltó al interior del círculo.

Vestía una camisa blanca y un pantalón oscuro, su cabello negro largo estaba recogido y sus ojos hermosos no apartaban la miraba de una gitana, casi una niña que tímidamente lo observaba junto a su familia y al resto de la concurrencia, todos extasiados con el sublime movimiento de sus manos, su cuerpo y la expresión desafiante de todo su ser.

La música, el sonido de los violines, las palmas y las voces graves de los cantores y cantoras, convertían el patio de una casa vetusta, en el sensual escenario de un cortejo de amor. Todos los gitanos podían intuir la intención del joven Kilian, casarse con ella a pesar de su corta edad.

Durante la cena, el tema de conversación fue el baile dedicado a Leena, la joven gitana tenía quince años recién cumplidos y ya valía la pena pensar en casarla. Cualquier familia se habría sentido halagada de contar con un bailador famoso como hijo, pero no era el caso del padre de Leena.

La familia del joven habló de formalizar un compromiso entre los chicos. La madre de la gitana estaba complacida, puesto que era un miembro de su familia y un gitano valioso dentro de su clan. Su padre, agradeció las buenas intenciones pero les dijo que Leena aún era demasiado insensata para asumir tal responsabilidad y que quizá en unos pocos años, podrían conversar nuevamente sobre el tema. Muy en su interior él deseaba para su hija, un hombre que pudiera protegerla y darle todo lo que ella necesitase, si su familia llegaba a faltar, como era costumbre entre los gitanos.

Kilian fue el primer chico que la hizo estremecer con su presencia, eran dos niños inocentes en aquel momento, ajenos a los horrores que vendrían poco tiempo después. Su corazón se alivianó un poco y deseó que él estuviera sano y salvo aunque sabía que en España con el gobierno de Franco, las cosas tampoco marchaban bien. En ese instante recordó en donde estaba y lo que había sucedido poco antes. Tras su desencuentro con el misterioso conde podía concluir que era una persona muy extraña y de carácter volátil, por decir lo menos.

Mil interrogantes daban vueltas en su cabeza: ¿Quería irse a un lugar tan lejano con un desconocido? Podía buscar a Kilian y al clan de su madre en España, esa era una opción, concluyó, pero si no hubiera sido por el conde Ardelean, estaría muerta, esa era la cruel realidad.

Muchos gitanos habían viajado a América, la mayoría se quedaba y emprendía mil aventuras en la inhóspita vastedad de aquella tierra indomable, otros extrañaban su itinerante vida en Europa y regresaban trayendo consigo recuerdos, historias que narraban al calor del fuego en las reuniones familiares y nada más.

Leena se enfrentaba a una encrucijada que no dejaba de atormentarla cuestionándose: ¿Quedarse y enfrentar a los nazis o irse en pos de lo desconocido de la mano de un extraño? Y recordó también al Ángel de la Muerte quién había paseado su tétrica figura cerca de ella pero no la había llevado consigo. ¿Por qué? Se preguntaba una y otra vez, sin hallar una respuesta satisfactoria.

Evocó la sensación de vergüenza e incertidumbre provocada por el ligero roce de las manos de aquel desconocido en su piel. Era la primera vez que experimentaba eso que no sabía cómo explicar. ¿Tendría un nombre? ¿Era miedo? ¿Sería un presentimiento? se cuestionaba ingenuamente. Nunca antes un hombre la había tocado. Recordar su extraña mirada le provocó un sacudón fuerte y se acurrucó frente al fuego como un gatito que había encontrado un lugar perfecto para dormir en medio del espacioso salón. Los ojos ya no le obedecían y una pesadez en su cuerpo tan grande la invadió, que se quedó acostada en el piso, cubierta por un lúgubre silencio y una absoluta soledad.

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