Kitabı oku: «Connor»
En el origen de los tiempos, la Tierra estaba habitada por humanos, metamorfos y fateles. En apariencia, la paz reinaba entre los diferentes pueblos. Pero si hubiéramos rascado la superficie, habríamos descubierto una realidad muy diferente. Paciente y estratégicamente, las manadas animorfas rebeldes exterminaron uno a uno a todos los fateles. Los hicieron desaparecer de la faz de la Tierra. Al menos, eso es lo que todos han creído a lo largo de los últimos veinticinco años. Mi nombre es Connor, soy el alfa de la manada Ángeles Guardianes, cuya misión es proteger a todo aquel que ha sido testigo de los abusos de las manadas rebeldes. Lo que no me esperaba descubrir es que la persona que debía socorrer no era otra que mi tan esperada alma gemela, la última de su especie. Estoy dispuesto a todo por ponerla a salvo en mi territorio y reivindicarla como mía.
Connor
La manada
Ángeles Guardianes
Volumen I
Virginie T
Traducido por Angeline Valenzuela Aycart
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© 2020 Virginie T. – Todos los derechos reservados
La manada Ángeles Guardianes:Connor Virginie T.
Prólogo
En el origen de los tiempos, la Tierra estaba habitada por humanos, metamorfos y fateles. En apariencia, la paz reinaba entre los diferentes pueblos que, establecidos en espacios bien definidos, no se mezclaban demasiado y apenas tenían contacto entre sí. Pero si hubiéramos rascado la superficie, habríamos descubierto una realidad muy diferente.
Durante décadas, el poder estuvo en manos de los fateles. Algo normal, teniendo en cuenta que entre sus filas había profetisas, telépatas, telequinéticos y otros seres con dones extraordinarios. Eran muy poderosos y actuaban como jueces en caso de conflicto, pues exhibían una sagacidad ejemplar. Sin embargo, ciertos clanes metamorfos envidiaban esta supremacía. Se consideraban igualmente poderosos y, como depredadores, creían que les correspondía dirigir el mundo. Codiciaban un liderazgo omnipotente, al contrario que los fateles, que gobernaban con justicia y empatía. Y contaban con una ventaja indiscutible: los animales podían sentir la magia que circulaba por la sangre de los fateles. La manada Black era uno de esos clanes que tanto ambicionaban la riqueza y el reconocimiento.
Paciente y estratégicamente, los clanes disidentes exterminaron uno a uno a todos los fateles con el propósito de acceder a las altas esferas económicas y políticas. Las primeras víctimas fueron las profetisas, ya que tenían la capacidad de anticipar los planes de las manadas y, en consecuencia, sus ataques. La mayoría de los humanos ignoraba el aspecto físico de las profetisas, pues estos seres, muy valiosos para su pueblo, vivían prácticamente en autarquía. Sin embargo, los metamorfos las conocían al dedillo. No poseían ningún poder ofensivo y sus ojos las traicionaban frente a sus enemigos. Les resultaba imposible ocultarse entre los humanos. A pesar de su increíble don, no pudieron hacer nada contra el ataque masivo que las esperaba. A continuación, las manadas persiguieron y asesinaron al resto de fateles uno a uno en la sombra, sin suscitar ninguna pregunta. Accidentes de coche, infartos o ataques «de animales salvajes» en el bosque. Aparentemente nada sospechoso, aunque con el tiempo comenzaron a surgir interrogantes entre los humanos y los metamorfos. Los rebeldes hicieron desaparecer de la faz de la Tierra a los fateles, cuya existencia cayó rápidamente en el olvido. Dado que no había ninguna prueba concreta que señalase a los culpables, solo suposiciones, todos salieron impunes. Ni una sola persona vengó a este pacífico pueblo exterminado por razón de su propia naturaleza. Un verdadero genocidio. Afortunadamente, las manadas rebeldes nunca llegaron a dominar el mundo. Los humanos y el resto de manadas tomaron consciencia de lo que había sucedido ante sus ojos y quedaron horrorizados por su propia inacción. Desde aquella hecatombe, las cosas cambiaron y evolucionaron, pues los humanos y los metamorfos estrecharon los lazos para que nunca volviera a producirse una tragedia semejante. Pero ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho, habían aniquilado al pueblo mágico.
Al menos, eso es lo que todos han creído a lo largo de los últimos veinticinco años…
Capítulo 1
Sevana
Llevo a cabo mi ronda de vigilancia en el Hospital Jefferson, como siempre hago dos o tres veces al día, cinco días a la semana. Me encanta este sitio. Trabajo en la Unidad de Cuidados Intensivos de un pequeño hospital ubicado en el centro de una ciudad principalmente gobernada por humanos, pueblo al que pertenezco. Sé que aquí soy útil, por eso elegí este trabajo hace seis años. Quiero ayudar a los demás y este es el lugar ideal para ello.
–Buenos días, Sevana. ¿Qué tal el fin de semana?
–Buenos días, Ashley. Bien, ¿y el tuyo?
–Genial. Un agradable fin de semana sin salir de la cama en compañía de mi nuevo ligue. ¿Y tú qué? ¿Has estado con alguien interesante?
Todos los lunes por la mañana la misma pregunta. Resulta tedioso y un tanto exasperante. Adoro a Ashley. Somos amigas desde que trabajo en la unidad, pero sé exactamente lo que significa esa ceja arqueada. Desde que puedo recordar, su tema de conversación favorito es mi vida sentimental o, más bien, la ausencia de ella. ¡Pero si solo tengo veintiséis años! Mi reloj biológico, que tanto parece preocupar a mi amiga, no tiene ninguna prisa. ¡Cualquiera diría que tengo fecha de caducidad y que estoy a punto de alcanzarla! No es que no me interesen los hombres. Ya he tenido algunas relaciones. Digamos que mi pequeña particularidad no es del gusto de todos y que pocos me han inspirado la suficiente confianza como para mostrarles mi verdadero yo. Por no hablar de mi don especial, que a veces me revela cosas que preferiría no saber y que frustra mis devaneos bastante antes de lo previsto. Si sé que no soy más que un pasatiempo previo a la próxima verdadera relación de un hombre, es normal que se me quiten las ganas de seguir conociendo al susodicho patán que solo quiere pasar un buen rato conmigo. No quiero ser un polvo rápido de paso. Quiero más que eso. Por eso sé que a Ashley no le van a gustar mis actividades del fin de semana.
–No. He pasado un domingo de cocooning metida en la bañera con un buen libro. Un verdadero fin de semana de relajación.
–Eres desesperante. A este ritmo vas a acabar soltera y rodeada de gatos. ¿Cuándo vas a encontrar a un buen humano que cuide de ti?
Le saco la lengua en actitud infantil. Me importa más bien poco lo que pueda pensar o temer. Estoy convencida de que cuando llegue el momento, el hombre perfecto aparecerá en mi vida para quedarse.
–¿Nos vemos después para comer?
–Vale. Hasta luego.
¿Por qué siempre accedo a quedar con ella para comer? Sé bien cómo acabará la conversación. Volverá a intentar organizarme una cita con algún conocido suyo. Y las pocas citas a ciegas que he aceptado con tal de que me dejase tranquila han sido todas desastrosas. Los hombres de su entorno tienden a creer que solo pienso en el sexo o que soy pan comido —después de todo, tengo suerte de que me presten un poco de atención— y que por tanto no tienen necesidad de hacer ningún esfuerzo por seducirme.
Entro en la habitación más cercana reprochándome internamente mi debilidad frente a Ashley. Es solo que no quiero ofenderla, pero me cuesta. Sacudo la cabeza para dejar a un lado mis pensamientos y recobro una actitud profesional.
Me aproximo a la cama y llevo a cabo mi ritual de siempre: leo la historia clínica, compruebo las constantes del paciente y le toco la mano. Este último punto es mi marca personal. Solo yo procedo de esta manera y es un detalle que mantengo en el más absoluto secreto, pero es indispensable. Digamos que tengo… intuición. A veces, con un simple contacto físico, veo cosas sobre la persona en cuestión. Percibo su futuro, una posibilidad, lo que podría suceder si no interviniese ninguna persona ajena, claro. En el trabajo, sé si un paciente va a empeorar o no. Los de la unidad me llaman el ángel guardián. Hemos salvado muchas vidas gracias a mí a lo largo de los años y mis compañeros ya no se sorprenden cuando pido refuerzos para un enfermo que parece estable. Como ahora, para este metamorfo lobo ingresado esta mañana en muy mal estado y cuyo corazón va a dejar de latir en unos instantes. Activo el interfono sin perder tiempo.
–CARRO DE PARADAS, HABITACIÓN CUATRO.
El médico de guardia llega corriendo seguido de mi amiga Ashley, la otra enfermera a cargo de la planta.
–¿Antecedentes de interés, enfermera Slat?
–Metamorfo lobo, sexo masculino, veinte años, múltiples lesiones abdominales, varias costillas rotas, doble fractura en el brazo izquierdo.
–¿Razón de la alerta?
–Caída inminente del ritmo cardíaco.
El médico no cuestiona mi diagnóstico. Suelo trabajar con su equipo, de modo que está acostumbrado a que dé alertas con unos valiosos minutos de antelación y, aunque al principio las ponía en tela de juicio, ahora ya no. Los médicos confían plenamente en mí. Prepara inmediatamente el desfibrilador y todo el mundo espera en silencio para intervenir en el momento preciso. Tampoco vamos a electrocutar a un hombre cuyo corazón late a un ritmo regular. Estoy segura de mi pronóstico, pero hay algo que me desconcierta. No es el primer metamorfo que trato —aunque es bastante raro encontrar uno ingresado en este hospital— y sé que su metabolismo es diferente al de los humanos. En circunstancias normales, sanan rápido. Mucho más rápido que nosotros. Sin embargo, este hombre permanece en el mismo estado en el que ingresó. No parece que ninguna de sus heridas haya empezado a cicatrizar y no ha recuperado el conocimiento en ningún momento. Se me escapa algo. Una anomalía aparentemente importante que no logro identificar. Me preocupa la presencia de una marca de aguja en el cuello. Llevaré a cabo una investigación exhaustiva dentro de un rato. Puede que las muestras de sangre me den más información sobre él. Ahora mismo no tengo tiempo para seguir haciéndome preguntas sobre la anomalía. El monitor cardíaco comienza a ralentizarse.
–Ha entrado en parada. Apartaos.
El médico procede a administrar al paciente la primera descarga eléctrica, pero no obtiene resultados.
–Más potencia.
Aplicamos una nueva descarga seguida de una ventilación pulmonar manual efectuada por mí, mientras Ashley se ocupa del dispositivo de reanimación.
–Otra vez.
A la tercera descarga, el paciente se estabiliza. La señal cardíaca vuelve a trazar picos regulares. Otro discreto contacto físico con su mano me indica que está fuera de peligro. Al menos de momento. Solo el tiempo dirá si se ha salvado definitivamente. Lo vigilaré de cerca hasta que dé señales de despertar y después me mantendré al margen, como prometí a mis padres.
–Una vez más, excelente trabajo, señorita Slat. Algún día tendrá que explicarme cómo hace para prever que la salud de los pacientes va a empeorar sin tener ningún indicio. Gracias a usted obramos milagros. Le ha salvado la vida a este cánido. Nos sería muy útil tener más enfermeras como usted.
Sonrojándome le sonrío y me encojo de hombros sin saber qué responder. No sé cómo funciona mi don y durante mucho tiempo lo consideré más bien una maldición, pues no lo controlo en absoluto. Siempre lo he tenido, al menos desde que tengo uso de razón, pero mis padres no me permitían hablar de él con nadie. Fueron muy claros al respecto. Prohibido hablar de eso y de mi defecto físico. Según ellos, todo el mundo me rechazaría al instante. Mi familia tenía un precepto: a la gente no le gustan las personas diferentes, fúndete con la masa. He seguido su consejo y hasta ahora no me ha ido mal.
En ese momento, aparecen dos hombres en la habitación. Muy imponentes, anchos de hombros y musculados, apenas caben por el marco de la puerta y causan gran impresión. Sus rostros son inescrutables y sus ojos brillan con destellos de oro fundido. Metamorfos, sin lugar a dudas. Nunca había visto uno en excelente forma física y el aura de maldad que desprenden me incomoda. Doy un paso atrás para volver a una esquina sombría de la habitación. Una reacción probablemente inútil, porque lo único que hacen es escudriñar al hombre que está tendido en la cama, sin mostrar ningún interés por las personas de alrededor.
–Tsssss, ¿por qué lo habrán reanimado? Ahora tendremos que volver a empezar. Esta vez no nos iremos hasta habernos asegurado de haber completado la misión con éxito.
¿Volver a empezar qué ? ¿Qué misión? Puede que su expresión facial sea neutra, pero sus intenciones no parecen buenas.
Inmediatamente, Ashley se posiciona entre ellos y el lobo. Apenas les llega a los hombros, pero no se la debe juzgar por su frágil complexión. Cuando es necesario, mi amiga puede ser feroz.
–Disculpen, señores, las visitas no están permitidas en esta área. ¿Son ustedes familiares?
Sin siquiera dirigirle una mirada, el más fornido de los dos, moreno, con el pelo largo y una cicatriz en la mejilla, le asesta un violento golpe en la cabeza. Veo a mi amiga caer al suelo inerte con la sien ensangrentada y profiero un grito con el que, por desgracia, atraigo todas las miradas. En ese momento, se me aproximan con paso ágil y amenazante. Son auténticos depredadores y yo me he convertido en su presa. Ahora entiendo por qué mis padres me inculcaron mantener las distancias con los animorfos. Mi superior trata valientemente de interponerse, a pesar de la evidente diferencia de tamaño. Parece un pobre hobbit frente a dos orcos. Hay un claro desequilibrio de poder. Desgraciadamente para él, el segundo hombre lo coge por el cuello y lo tira contra la pared al otro extremo de la habitación sin ninguna dificultad, como si no pesara más que una pluma, lo que lo deja inconsciente. Vuelvo a encontrarme sola y, con toda certeza, no tengo nada que hacer contra estos dos bestias con intenciones dudosas. Con mi metro sesenta y mis míseros cincuenta kilos, no poseo la fuerza necesaria para frenar a dos hombres aparentemente tan inflados a esteroides que se les marcan las venas de los bíceps. Debo ganar tiempo hasta que llegue el personal de seguridad. Mi grito ha tenido que dar la voz de alerta y los refuerzos no deberían tardar. Tengo que conseguir que hablen. Puedo hacerlo. Cuando me estreso hablo sin parar, soy una auténtica cotorra. El único problema es que ya he sobrepasado la línea del estrés. Ahora lo que siento es más bien pavor, que en lugar de soltarme la lengua, me anuda la garganta.
–¿Qué es lo que quieren? Seguro que puedo ayudarles.
–Solo queremos resolver un asunto del clan. Nada que te incumba, preciosa. Quédate quieta y solo te llevarás un pequeño chichón en la cabeza. No es que seas de interés para nosotros, pero no deberías volver a intentar salvar a este traidor.
El agresor de Ashley mira a su cómplice y señala con un movimiento de cabeza al paciente, inconsciente e indefenso sobre su cama de hospital, dándole una orden en silencio. Me dispongo a intervenir, pero el señor cicatriz me cierra el paso interponiéndose en mi camino sin quitarme los ojos de encima, de modo que no puedo ver al paciente. Me veo obligada a inclinar la cabeza hacia un lado para observar lo que ocurre a continuación. El hombre que identifico como el subordinado se dirige al metamorfo lobo y, sin dudar ni un segundo, como si todo esto fuera normal, le hunde la mano en el tórax oprimiendo lo que debe ser su corazón hasta que el electrocardiograma traza una línea recta. El pitido que advierte de que se ha producido un fallo me resulta ensordecedor y ahogo un grito ante el horror de la situación. Ahí estoy yo, presenciando impotente una verdadera ejecución. Una vez satisfecho con el trabajo de su secuaz, el señor músculos vuelve a clavar su mirada en mí e inspira profundamente para olerme, pues el olfato es un sentido fundamental para ellos. Sé que para los metamorfos es un acto reflejo, pero no por ello me incomoda menos. Siento como si me hubieran tocado sin pedir permiso. De repente, con la mirada desorbitada, se pone a gruñir contrayendo los labios y revelando unos colmillos largos y afilados. Mala señal. Supongo que el aroma de mi jabón no le gusta. Más que hablar, balbuceo.
–Lo siento, mi perfume es un poco fuerte.
–No deberías existir, fatel. Solucionaré este problema de inmediato. Mis ancestros no hicieron todo lo que hicieron para nada. La lucha no ha terminado.
¿Pero de qué habla? Está como un cencerro. Los fateles, efectivamente, desaparecieron. Lo estudié en clase de historia cuando era niña, pero nunca nos explicaron en qué circunstancias ocurrió todo. Lo único por lo que se menciona a los fateles a día de hoy son los avances científicos que hicieron posibles. No es que sea precisamente una historia de gloria, y tanto los humanos como los metamorfos prefieren ignorar la inacción que les caracterizó en su momento y sus consecuencias en el mundo actual. Yo era solo un bebé cuando mataron al último fatel y mis padres no podían ser más humanos. No obstante, habiendo captado su intención de asesinarme —aunque la razón aún se me escapa—, intento huir hacia la puerta, pero me agarra del brazo con una fuerza increíble. Mi hueso se rompe emitiendo un crujido espeluznante, pero antes de que me dé tiempo a gritar de dolor, me atraviesa los costados con unas garras afiladas como hojas de afeitar para inmovilizarme contra su torso. Entonces, hunde la nariz en mi pelo e inspira de nuevo.
–Hueles a magia. Vas a ser un verdadero deleite. No te muevas, será rápido. Más o menos.
Es entonces cuando el segundo hombre, más delgado, pero igualmente atlético, me olfatea el cuello antes de clavarme profundamente los colmillos.
–¿Cómo es posible? Creía que los fateles llevaban años desaparecidos.
–Y así es, porque esta está a punto de reunirse con los suyos en el más allá.
–En cuanto tengamos lo que queremos, ¿no?
–Evidentemente. Primero tomaremos nuestra dosis de fuerza.
No, por favor. Después de todo, no se van a conformar con un chichón. Un enorme nudo de angustia me obstruye la laringe. Me desgarran el vientre y me muerden varias veces a la altura de la clavícula para succionarme la sangre como lo haría un vampiro, salvo que los vampiros son ficticios y esta agresión es totalmente real. Diría que están disfrutando con mi tortura. Siento que me quedo sin fuerzas a medida que mi sangre se derrama por el suelo blanco, formando un contraste de lo más macabro. El dolor es insoportable. Rezo por desmayarme antes de exhalar mi último suspiro y por que termine ya este calvario, justo en el momento en que el personal de seguridad, armado y dispuesto a socorrerme, abre la puerta estrepitosamente.
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