Kitabı oku: «Los últimos hijos de Constantinopla»
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© Vivian Idreos Ellul
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ISBN: 978-84-18186-86-8
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En memoria de mi madre y abuela
y de todas las mujeres que lucharon
en aquellas difíciles circunstancias.
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MIS AGRADECIMIENTOS A:
Eva Latorre por la cuidadosa revisión del texto de este libro,
Rosa Ait Said por sus correcciones,
Pablo Rojas por la inspiradora portada, y
Francisco Parra Luna, mi marido, que no ha dejado de animarme.
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Nunca podré olvidar el principio del otoño de 1996 cuando mi avión aterrizó en Nairobi. Iba a prestar mis servicios de intérprete en una conferencia que se desarrollaría en la Escuela Nacional de Ingenieros de Telecomunicaciones, situada al lado de la reserva natural de Nairobi, y todo hacía pensar que sería una experiencia apasionante e imprevisible, como así fue. África siempre hechiza y sorprende, a pesar de sus trágicas contradicciones.
El campus de la Escuela era ya una especie de antesala de la selva por donde pululaban algunos animales propios del lugar. Los monos ya se habían apoderado de sus árboles y los jabalíes verrugosos se paseaban a sus anchas devorando el césped recién plantado con motivo de la conferencia, a punto de ser inaugurada por el Ministro de Telecomunicaciones de Kenia.
Como preludio, las autoridades ofrecieron un espectáculo de música y bailes típicos. A pesar de la presencia del ministro, hubo un corte de electricidad justo en el momento de la inauguración. La situación parecía ser de lo más normal. Nos explicaron que estos cortes intermitentes eran muy habituales. Todo se quedaba bruscamente parado. No había posibilidad alguna de afeitarse, calentar agua, cocinar, utilizar la radio o la televisión, telefonear y todavía menos de conectarse a Internet. Una sensación de aislamiento e impotencia se apodera del extranjero recién llegado y acostumbrado a todas estas comodidades que considera básicas.
Lógicamente, los intérpretes nos encontramos de buenas a primeras sin nada que hacer. Como siempre, yo había recorrido la lista de participantes y, ¡qué interesante!, había dos delegados de Malta y uno de ellos llevaba el mismo apellido que mi madre. Durante la prolongada y forzosa pausa para el café, intenté localizarles. Estaban solos y aproveché para presentarme. Expliqué que no esperaba encontrar, precisamente en el corazón de África, a alguien que tuviera el mismo apellido que el mío. Dado que, gracias al corte de electricidad, disponíamos de tiempo, les pedí que me hablaran de Malta.
Por primera vez pude obtener información de primera mano sobre Cospicua, de donde Paul Ellul, mi abuelo, era originario. Prometieron enviarme libros. Parecían sinceros en su afán de ayudarme a investigar los orígenes de la familia y sobre todo el destino de los que se quedaron en Malta.
Yo, por naturaleza, soy desconfiada, y más cuando me hacen promesas entusiastas. Sin embargo, tengo que reconocer que en aquella ocasión me equivoqué por completo. Los señores Ellul y Debono me enviaron varios libros, uno de ellos, The Collected Short Stories of Sir Temi Zammit (Colección de Cuentos Cortos de Sir Temi Zammit), traducido por el propio Ellul, constituyó una excelente introducción a los cuentos y costumbres del país. Durante los diez días de la conferencia me empapé de información sobre Malta. Entre muchas otras cosas, me contaron que el político Dom Mintoff era también de Cospicua. De haberlo sabido unos años antes, cuando durante un tiempo breve trabajé a su lado, habría podido avanzar mucho más en mi proyecto, pero este y otros contratiempos me obligaron a retrasarlo, aunque nunca dejé de pensar en la turbulenta historia de mi familia y tratar de comprender por qué en una época en que no se viajaba tanto, mis antepasados abandonaron Malta, se establecieron en Turquía, pasaron a Egipto y después a Chipre, Grecia e Inglaterra y, cuando escribo estas líneas, mi madre y yo nos encontramos desde hace años a caballo entre Ginebra y Madrid. Con razón mi tío Henri me dijo en una ocasión que el hombre es como esa hoja desprendida del árbol que marcha errática impulsada por el viento de unas circunstancias que no acierta a dominar. Si el lector tiene la paciencia de llegar a conocer las aventuras a las que inesperadamente se enfrentó mi familia, comprenderá cuán justificado fue su razonamiento.
I
La imaginación me traslada ahora, como una máquina del tiempo, al año 1845. Paolo Ellul, un antepasado de mi abuelo, vivía tranquilamente con su familia en Malta. Demasiado tranquilamente, se podría decir, ya que desde hacía algún tiempo el trabajo venía escaseando y la necesidad de emigrar para buscar fortuna apremiaba. Paolo procedía de una familia acomodada, antiguos terratenientes que a lo largo de los siglos habían sabido aprovechar el auge de la industria algodonera y la habían compaginado y sustituido más tarde por trabajos de construcción naval y rescate de barcos. La ciudad de Cospicua, al formar parte del Gran Puerto, estaba excelentemente situada para tales actividades. Aunque la residencia de los Ellul reflejaba cierto lujo, él, como cabeza de familia, se sentía inquieto y preocupado por el futuro, que no sería nada prometedor ni para él ni para los suyos a menos que cambiara la situación.
A los 27 años estaba felizmente casado con una esposa perfecta a punto de dar a luz a su primogénito. Esta era, en realidad, una razón más para sentirse torturado, tanto por las preocupaciones como por un sentimiento cada vez más acuciante de inseguridad. Esa mañana de verano el día había amanecido claro, con el Xlokk soplando desde África. Decían los lugareños que aquel viento tenía muy malos efectos sobre las personas y las plantas: al traer aire caliente, provocaba una sensación de sofoco, de angustia e incluso de vértigo, y en cuestión de horas una cosecha sana y prometedora se secaba y se echaba a perder. No había lugar a dudas de que el estado de ánimo de Paolo empeoró bajo la influencia de este viento del desierto. Intentó reaccionar pensando en el pasado, en la larga y difícil historia de la isla que, a pesar de todo, entre sus sombras también había tenido sus luces.
Totalmente desprovistas de recursos naturales, ¿qué podía esperarse de las algo más de treinta mil hectáreas que sumaban las islas de Malta, Gozo, Comino, Cominotto y Filfla, con poca tierra fértil y con escasez de agua en los últimos mil años? Tan solo rocas y más rocas entre las que los agricultores habían intentado rascar la tierra y extraer de ella lo imposible. El espectro de la hambruna siempre estaba presente. La globigerina caliza había servido de material para la construcción, un material que se endurecía al contacto con la atmósfera y se volvía especialmente resistente a la intemperie. La coralina caliza también había sido muy apreciada a lo largo de los siglos para la edificación de fortificaciones que tantas veces habían protegido a los habitantes de Malta, sobre todo durante la época de la Orden de San Juan de Jerusalén.
Entre peñones de rocas gigantescas, divididas por fallas, brotaban algunas fuentes rodeadas de escasas extensiones de tierra milagrosamente fértil, con pequeñas huertas que producían excelentes hortalizas y frutos. Estas visiones, algo más tranquilizadoras, ayudaban a Paolo Ellul a recuperar su optimismo. Además, el año 1845 había sido más lluvioso que los anteriores. Paolo recordaba cómo su abuelo le había contado que a comienzos del siglo xviii no era infrecuente que el Gran Maestre de la Orden de San Juan pidiera rogativas para la llegada de las lluvias.
—Dios no nos olvida del todo —suspiró Paolo. Muy aficionado al estudio de la Antigüedad, conocía a fondo la larga historia de Malta, que se remontaba a 5.000 años a. C. Sus primeros habitantes, que habían llegado de Sicilia, eran agricultores neolíticos que trajeron con ellos conocimientos sobre la agricultura y comenzaron a modificar las islas, que entonces estaban recubiertas de bosques. «Nos dejaron más cerámicas que árboles». Paolo no podía evitar ser cínico. Pese a todo, se resistía a la idea, incipiente, de tener que abandonar tan inhóspita tierra. Todavía recordaba con la fascinación de un niño las veces que sus padres le habían llevado a Zebbug para contemplar los restos de los templos, y especialmente los de Tarxien, que eran la culminación de una evolución cultural que aún hoy no se sabe si fue debida a la influencia local o importada de otro lugar, y que tuvo su inicio aproximadamente en el año 4.100 a. C.
Tarxien estaba muy cercana a Cospicua y Paolo encontraba siempre algún pretexto para convencer a sus padres de organizar una pequeña excursión a las ruinas o al museo para ver las esculturas de las «mujeres gordas» que en su tiempo se encontraban en los templos, en cámaras donde seguramente los sacerdotes hacían el oráculo. «Qué lástima no disponer de tiempo y tranquilidad para seguir mis estudios de arqueología», pensó Paolo con cierta nostalgia. Su familia, mucho más pragmática y pegada a la tierra, consideraba esta afición suya una pura extravagancia. Por lo tanto, necesitó de un carácter fuerte y resuelto para seguir investigando en su escaso tiempo libre. También era su manera de escapar de la realidad y buscar refresco antes de reemprender la lucha de todos los días.
Un timbre le arrancó de sus pensamientos. Era la hora del almuerzo. Durante la comida, servida en una sala adornada de muebles antiguos, preciosos relojes y un magnífico candelabro, su esposa le informó detalladamente de las telas y lanas compradas para hacer la ropa del futuro bebé. Él la escuchaba divertido y en parte contagiado por su entusiasmo.
En el fondo, Paolo estaba ausente pensando en la entrevista que su suegro había concertado para él con el gobernador de Malta, Richard More O’Ferral. Su suegro, por su condición de arquitecto y por su interés por los temas locales, había llegado a establecer muy buenas relaciones con las autoridades británicas. Cuando sugirió por primera vez que Paolo fuese a ver a O’Ferral, el joven Ellul se negó. Para él, los ingleses eran los nuevos ocupantes de Malta. Evidentemente, se había dejado influir por los vientos republicanos que soplaban de Italia, y además había hecho muchos amigos entre los refugiados italianos que habían llegado a la isla. Sin embargo, las súplicas continuas de su suegro, quien le veía cada vez más preocupado por la falta de trabajo, acabaron con su resistencia y finalmente la entrevista se había fijado para aquella misma tarde. Ya no podía echarse atrás. El encuentro tendría lugar en la residencia del gobernador y, aunque había sido convocado, tuvo que pasar por varios puntos de control. Paolo estuvo tentado a dar media vuelta y marcharse cuando, después de haberse quedado casi olvidado en una pequeña y lujosa sala de espera, apareció un oficial, quien, tras una inclinación rutinaria y una mirada vacía e indiferente, le condujo finalmente hasta el propio gobernador.
El gobernador se encontraba ocupado escribiendo algo y tardó unos instantes en alzar la mirada. Mientras tanto, Paolo se había entumecido por los nervios y casi no pudo contestar al saludo repentino y cálido que de pronto le dirigió el inglés.
—Su suegro me ha hablado mucho de usted —comenzó diciendo O’Ferral.
—Somos muy amigos, ¿sabe? y, por lo que me ha contado, usted es su yerno preferido entre los seis que ya tiene. ¡Qué numerosas son estas familias maltesas!, ¿verdad? Pero como sigan proliferando así, no va a haber sitio entre tantas rocas. —Y aquí se interrumpió casi bruscamente al darse cuenta de que su sentido del humor no parecía gustar demasiado a su joven invitado.
A Paolo Ellul le parecía inaceptable que se hablara con tanta ligereza de las familias maltesas y de su tierra. En Malta todo podía criticarse excepto sus instituciones más fuertes: la familia y la religión, y por este orden, ya que en ocasiones la religión tenía que inclinarse a favor de la familia. Sin embargo, Paolo supo contenerse.
—Perdóneme, su excelencia, ya sabe usted que aquí queremos mucho a nuestros hijos.
—Está usted perdonado, y además soy yo el que debería pedirle disculpas. Ahora pasemos a temas más serios. Su suegro, mi buen amigo, quiere un porvenir brillante para usted. Y quizá yo pueda ayudar en algo. Como habrá observado últimamente, muchos de sus compatriotas buscan su futuro en otras tierras. Algunos han emigrado a distintas ciudades de Italia, de África del norte, a Alejandría, a Constantinopla —seguía diciendo O’Ferral.
Era cierto que la emigración había sido siempre una constante de la historia de la isla. Malta ya había sido conquistada por los musulmanes en el 870 d. C. Es un período del que se conoce poco, e incluso se sospecha que llegó a quedar completamente deshabitada durante algún tiempo antes de ser repoblada por sicilianos y otras corrientes migratorias de África del norte. Fue así como se perdieron todos los nombres que las localidades de la isla tenían antes de la invasión musulmana, nombres que fueron sustituidos por denominaciones árabes que han sobrevivido hasta ahora. Luego, en el año 1090, las islas fueron reconquistadas por el rey normando Roger de Sicilia.
—Constantinopla —dijo a media voz Paolo con cierto rechazo y amargura, evocando la memoria de los dos terribles asedios de los que Malta había sido víctima.
En julio de 1551 la flota otomana había entrado en Marsamxett. Varios miles de turcos habían desembarcado en el puerto y habían atacado cada pueblo hasta Mdina. La ciudadela de Gozo cayó, la isla quedó totalmente despoblada y sus cinco mil habitantes hechos esclavos de los otomanos. Muchos pudientes huyeron a Sicilia en busca de mayor seguridad. Los invasores dejaron devastados el norte de Malta y Gozo. Sin embargo, el segundo y más famoso asedio ocurriría en mayo de 1565, cuando los malteses, con la ayuda militar de la Orden de San Juan de Jerusalén, habían construido fortalezas y se habían preparado para resistir otro eventual ataque. Jean de la Valette, Gran Maestre de la Orden en aquellos años, opuso una fuerte resistencia y casi sin los esperados refuerzos de Felipe II de España, quien no se decidía a socorrer a Malta. Después de muchos avatares, la resistencia maltesa logró rechazar y vencer a los otomanos.
Sin embargo, al tiempo que Paolo sentía una repulsa o rechazo natural hacia los que a punto estuvieron de ocupar y dominar Malta, sentía también mucha curiosidad por el Imperio Otomano que, después de varios siglos de expansión y dominio, sufría en ese momento una crisis general que amenazaba con romperlo en mil pedazos poniendo fin a su hegemonía en el Mediterráneo oriental y sus regiones cercanas.
Grecia había alcanzado su independencia en 1821 a un alto precio y enorme derramamiento de sangre, si bien Creta había vuelto a caer en manos de los turcos. Surgía por doquier una oposición al dominio otomano, aunque todavía no se vislumbraba el final. Emigrar a Constantinopla en tiempos tan inciertos suponía exponerse a un futuro imprevisible y probablemente peligroso para los emigrantes de unas islas tan insignificantes.
Mientras transcurrían estos pensamientos como visiones fugaces y algo apocalípticas, la voz animosa de O’Ferral hizo regresar a Paul al momento presente.
—Veo que la mención de Constantinopla le ha hecho reflexionar, y con razón. Adivino que su primera reacción no es positiva. Pero, querido Paolo, si me permite llamarle así, los tiempos cambian y para sobrevivir debemos cambiar con ellos. Nuestros enemigos de ayer pueden convertirse hoy en nuestros mejores aliados. Ya sabe que el comercio y los negocios abren muchas fronteras… Además, se detectan señales de cambio: presiones desde fuera, y también desde dentro, del Imperio Otomano. El sucesor de Mahmud II ha asumido el desafío de seguir con las reformas emprendidas por su padre. Ha declarado en un real decreto que todos los sujetos otomanos son iguales, cualquiera que sea su religión o etnia, contradiciendo así la antigua ley musulmana. Además, cada individuo será juzgado según la ley establecida y no habrá ya ejecuciones sumarias y sin juicio. Cada ciudadano pagará impuestos conforme a su fortuna. A su vez, el derecho penal y una parte del derecho civil están secularizándose. Por último, también se desea reformar la enseñanza. Todo esto nos acercará forzosamente, abriendo nuevas puertas al comercio y a nuevos negocios, en lugar de un constante enfrentamiento.
—Lo sé —interrumpió de pronto Paolo, una vez más haciendo prevalecer su espíritu de aventura sobre sus propios temores e incertidumbres.
La entrevista terminó con unas palabras muy cálidas y la promesa de volver a reunirse para concebir juntos posibles proyectos tanto en interés de Su Majestad la reina Victoria como en el de otros.
Caminando hacia su casa, Paolo sentía que un nuevo futuro se abría ante él, aunque todavía quedaban muchos obstáculos y no pocas incógnitas. María, su joven esposa, aún no había dado a luz. El embarazo se desarrollaba con normalidad, aunque ella era muy menuda y su médico preveía un parto algo difícil, dado que el niño que llevaba parecía ser bastante grande. «Será como nosotros, los Ellul: alto, grande y sano», pensaba Paolo con satisfacción. Pero, por otro lado, el parto podía complicarse y no soportaba la idea de que la vida de María corriera peligro.
Empezó a recordar con cariño su encuentro y noviazgo con María, que transcurrieron como el tradicional y conocido cuento de Temi Zammit, titulado Pequeña ventaja y gran ocasión, que caracterizaba la sencillez y la sinceridad de muchos malteses de entonces. Según este relato, una joven llamada Rosa se tuerce el tobillo en una playa y es socorrida por un apuesto joven pescador que se ofrece a llevarla a su casa. Al llegar, ella le entrega un shilling (la moneda de entonces) por su servicio y galantería, obsequio que él acepta con una sonrisa especial. Rosa cuenta a su tía, con la que veraneaba, lo que ha ocurrido y la tía la reprende por haber entregado tanto dinero a cambio de un servicio casi insignificante. Los jóvenes vuelven a encontrarse en la playa y se enamoran. Un día, de improviso y sin avisar, llega una carroza ante la casa de Rosa y su tía. Se trata del barón y la baronesa, que vienen a pedir la mano de Rosa para su hijo, el apuesto pescador de quien la joven se ha enamorado. De regalo, los barones traen aquel mismo shilling que Rosa había regalado al modesto muchacho, esta vez rodeado de perlas sobre una cadena de oro. Se produce un gran regocijo entre las dos familias, y después, cuando Rosa y su tía vuelven a quedarse solas, esta última tiene que reconocer que nunca hubo shilling mejor gastado.
El encuentro de Paolo y María estuvo rodeado de la misma pureza y de la misma magia que aquella historia. Una tarde, paseando por los jardines de su pequeña ciudad, Paolo vio cómo un guante blanco y delicado caía del bolso medio abierto de una joven que caminaba rodeada de un grupo de amigas. Se apresuró a recogerlo y, al tiempo que corría detrás de ella para devolvérselo, le llegó un leve perfume de rosas. Ya había alcanzado a la muchacha y, con voz temblorosa, se le oyó decir:
—Señorita, su… su guante.
Ella, mientras lo recogía, bajó avergonzada la mirada, dio enseguida la vuelta y se marchó rápidamente para reunirse con sus amigas, que la notaron nerviosa y alterada.
—Me servirá de lección por no llevar los guantes puestos, como siempre me repite mamá —comentó la joven para disimular el sentimiento especial que tan corto encuentro había despertado en ella.
Él había permanecido inmóvil como una estatua y seguía a María con la mirada. A partir de aquel día, Paolo no vivía más que para buscar a aquella muchacha en los jardines y robarle alguna que otra tímida sonrisa. No habían intercambiado más que algunas frases antes de que su familia pidiese la mano de María para su hijo Paolo. Puede decirse que ambos tuvieron la suerte de evitar un matrimonio de conveniencia preparado por sus respectivos padres, aunque antes de la boda hubieron de respetar una serie de exigencias y pautas propias de aquellos tiempos que les impedían verse o hablar a solas para llegar a conocerse. Además, Cospicua tenía unos diez mil habitantes escasos, y casi todos ellos se conocían de forma directa o indirecta, especialmente quienes pertenecían a la clase alta, aquellos que podían enviar a sus hijos a escuelas privadas en una época en la que todavía había pocas escuelas públicas para los que no tenían medios.
Aparte del maltés, las dos familias hablaban italiano, algo de francés y un inglés más que aceptable. En 1798, después de la expulsión de la Orden por Napoleón, los ingleses habían ido reemplazando paulatinamente a los franceses, algo que presagió significativos cambios sociales y culturales. Así, la joven María Saracino había terminado la escuela secundaria, había continuado estudiando música y tocaba el arpa, mientras que Paolo, por su parte, había seguido estudios de ingeniería en Italia.
Paolo estaba llegando a casa cuando de ella vio salir al médico. Corrió preocupado hacia él:
—Buenas tardes, doctor. ¿Mi esposa no va bien? —le preguntó, presintiendo una mala noticia.
—Quédese tranquilo, amigo. La hora del parto todavía no ha llegado y su esposa se porta muy bien, pero tuvo un leve malestar y por ello convendría que guardase cama estas últimas semanas.
—Usted sabe —repuso Paolo, —que es incapaz de quedarse quieta y siempre termina haciendo lo que quiere. Pero le aseguro que intentaré imponerle reposo, aunque ahora, con mis nuevas perspectivas, lo veo más difícil.
—Sí, le convendrá —añadió el médico, que se quedó mirando fijamente a Paolo. —Pero no estarán ustedes pensando en emigrar?
—Precisamente mi suegro está intentando convencerme para participar en negocios organizados por los ingleses en Constantinopla, y María también se muestra a favor, —le explicó Paolo.
—No sé qué decirle —pareció dudar el médico durante un instante—, pero he tenido la impresión de que ella está cambiando de opinión.
Extrañado por estas palabras, Paolo entró apresuradamente en su casa y subió directamente a la alcoba, donde encontró a María sentada en la cama hablando animosamente con sus dos criadas sobre los muebles y los cambios que todavía iba a realizar en la habitación del futuro bebé. No interrumpió la conversación cuando vio a su marido atravesando la puerta.
—No quiero —indicaba María—, esas horribles cortinas oscuras. Quiero algo claro y alegre que deje entrar mucha luz, por ejemplo, unas cortinas blancas de croché como las que hace su abuela. Dígale que venga esta misma tarde a tomar las medidas para que estén terminadas a tiempo. —Las criadas se miraron incrédulas, pensando en el poco tiempo que les quedaba—. También tendrá que venir el carpintero. He visto en casa de mi amiga una cuna más bonita y fina que la que nos han hecho.
—María —la interrumpió Paolo—, creo que estás preocupándote demasiado, sobre todo sabiendo que dentro de poco nos marchamos.
—¿Marcharnos? Eso no será antes de tres o cuatro años. No podemos estar lejos de la familia teniendo un recién nacido.
Paolo reconoció que su esposa tenía razón, y además no deseó contrariarla al ver su cara tan pálida y cansada.
—De acuerdo, querida —convino él—. No te preocupes y, sobre todo, no te disgustes. Nada está decidido todavía. Toma las cosas con calma y no te agobies con tantos preparativos para el niño. El médico, ya sabes, aconseja reposo y puedes mandar que se hagan las cosas sin tener que levantarte.
—Pero ¿cómo no voy a levantarme? —dijo María con cierto reproche—. Ese médico no sabe nada, como todos los de su especie. No quiero verle más de lo necesario. No tengo paciencia con gente como él. —En ese preciso instante la joven sintió un fuerte dolor que la hizo reclinarse sobre los almohadones, y cerró los ojos respirando profundamente. Paolo tomó sus manos entre las suyas.
—Bueno, bueno, creo que los consejos que te ha dado no son tan desacertados y, además, él que te pide que guardes reposo soy yo —le suplicó con suma ternura.
—Intentaré escucharte —respondió María tras reflexionar un momento, ofreciéndole una de esas dulces sonrisas que a Paolo siempre le dejaban desarmado.
Transcurrió algún tiempo durante el cual la joven pareja vivió muy feliz, especialmente tras el nacimiento de su hijo, Antonio. Finalizaba el año 1851 y María se sentía colmada. Se encontraba rodeada por la familia y de ella recibía toda su ayuda, tenía un hijo sano y un marido ideal. ¿Qué más podía desear? Pese a que la situación económica en Malta encubría siempre no pocas incertidumbres, Paolo lograba sacar provecho de todas las oportunidades de negocio que se le ofrecían e incluso la fortuna de la familia había aumentado.
A principios del siglo xix, durante sus primeras décadas, hubo en la isla depresión, pobreza, brotes de peste e incluso cólera. Aunque los malteses sentían un gran apego por su país, la historia demuestra que a lo largo de los siglos habían tenido la necesidad de emigrar. Fue así como se consiguió no rebasar ciertos niveles demográficos en un territorio especialmente pequeño y tan densamente poblado. Quienes emigraban eran por lo general de un espíritu más ambicioso y ciudadanos mejor informados que sus contemporáneos, con la consiguiente pérdida de elementos emprendedores. El destino de una isla como Malta y sus propios flujos migratorios dependían, a su vez, del gasto militar británico. Cuando dicho gasto bajaba, la precariedad aumentaba. La industria algodonera estaba, a su vez, en pleno declive desde el año 1800, cuando España decidió prohibir la importación de algodón tejido.
Sin embargo, se percibía que la presencia inglesa había introducido ya varias mejoras, tales como una mayor participación de los malteses en los asuntos internos, los inicios de libertad de prensa pese a la oposición inicial de la Iglesia y la elaboración de un sistema educativo para toda la población, que antes era prácticamente inexistente. Todo ello se debía a que Gran Bretaña sentía la necesidad de mejorar su administración tanto en su propio territorio como fuera de él.
Mientras tanto, Paolo se había convertido en un visitante asiduo de O’Ferral, hasta que este fue sustituido como gobernador de su majestad británica por Sir William Reid. Aunque O’Ferral había demostrado ser un reformador civil de primer orden, Paolo pronto presintió que Reid, con su experiencia en diplomacia y sus logros anteriores, sería quien ayudaría a los malteses a asumir más responsabilidades y a introducir nuevas ideas. Por añadidura, Reid supo ganarse a los malteses por su simpatía y expuso a Malta a contactos con el mundo exterior, logrando así contrarrestar la influencia de los movimientos republicanos de Francia, Alemania, Hungría e Italia. Si no hubiera sido por su fuerte implantación en la isla, hubo un momento en que la presencia de centenares de refugiados políticos italianos hubiera podido desembocar en un ataque contra las defensas de la Valletta desde el interior.
Aunque Paolo no albergaba ambición política alguna, disfrutaba de sus encuentros ocasionales con Reid tanto en las recepciones oficiales como en aquellas reuniones que se convocaban de una manera informal para estudiar empresas comerciales entre Malta y los aliados de Gran Bretaña. Fue así como un día Reid apartó a Paolo Ellul del grupo donde se analizaba la situación económica general y le preguntó sin dar más vueltas:
—¿Estaría usted dispuesto a asumir una misión especial a petición del Gobierno de Su Majestad, la reina Victoria?
Creyó no haber entendido bien y Reid hubo de repetirle la pregunta. Tuvo el tiempo justo de reponerse de la sorpresa y ponerse en guardia.
—¿De qué tipo de misión se trata? —Como habitante de una isla que había sufrido tantos altibajos, su primera reacción era, casi inevitablemente, ponerse a la defensiva y desconfiar abiertamente de una propuesta que podría ocasionar más disgustos que fortuna.
—Venga usted a mi despacho mañana por la mañana. Será mejor que hablemos a solas.
—Con mucho gusto —accedió Paolo, no sin antes tener que vencer un atisbo de preocupación.
Al llegar a casa, Paolo contó lo sucedido a María, estudiando de cerca su reacción.
—¡Oh! —Fue todo lo que ella, poco menos que atónita y desesperada, fue capaz de contestar.
—Antonio ya tiene 6 años, María, y aunque aquí la situación ha mejorado, quizá nos esperan mejores oportunidades en otro país.
María se sentó bruscamente y empezó a mirar al vacío.
—¿Hay algo que no quieras contarme? —adivinó Paolo asustado.
—Sí, es algo de… eso, pero… no es exactamente una mala noticia… Creo que estoy embarazada, aunque todavía no estoy segura.
Ligera y menuda como era, Paolo la levantó en sus brazos como si fuera una pluma y se puso a bailar de alegría. Tras nacer su primogénito, Antonio, María había tardado algún tiempo en reponerse y, bajo la recomendación de aquel médico que a ella tan poco le gustaba, Paolo la había acompañado dos veces al año a pasar unos días tranquilos en el campo, lejos del bullicio de Cospicua. Incluso el propio Paolo había llegado a dudar de la posibilidad de que su esposa pudiera tener más hijos. Con aquella buena noticia volvía a nacer la esperanza de tener una familia numerosa, el mayor anhelo de todo maltés nacido y educado en la más estricta tradición católica.