Kitabı oku: «Cuentos de la Alhambra»
EL EDITOR
Si los Cuentos de la Alhambra han alcanzado tan buena acogida entre los ingleses y franceses, con mayor razon puede esperarse que la logren entre nosotros; porque enlazadas estas fábulas con las tradiciones y consejas populares del pais, es muy natural que produzcan aquel interes que inspiran al hombre de buen corazon las antiguallas de su patria, y la tierna memoria de los cuentos de la niñez.
Esta consideracion nos ha impulsado á dar á luz el presente tomito, como una muestra de la obra que con el mismo título y mayor estension acaba de escribir el célebre Washington Irving; y si el éxito nos diese motivo para juzgar que ha merecido el aprecio de los inteligentes, quizá pensaremos en publicar otra serie, y aun acaso todos los que restan del original.
El Viage
Conducido á España á impulsos de la curiosidad en la primavera de 1829, hice una escursion desde Sevilla á Granada en compañía de un amigo, agregado entonces á la embajada rusa en Madrid. Desde regiones muy distantes nos habia llevado el acaso al pais en que nos hallábamos reunidos, y la conformidad de nuestros gustos nos inspiró el deseo de recorrer juntos las románticas montañas de Andalucía. ¡Ojalá que si estas páginas llegan á sus manos en el pais adonde las obligaciones de su destino hayan podido conducirle, ya le hallen engolfado en la pompa tumultuosa de las córtes, ya meditando sobre las glorias mas efectivas de la naturaleza; le recuerden nuestra feliz peregrinacion y la memoria de un amigo, á quien ni el tiempo ni la distancia harán jamas olvidar su amabilidad y su mérito!
Antes de pasar adelante, no será inoportuno presentar algunas observaciones preliminares sobre el aspecto general de España, y el modo de viajar por aquel pais. En las provincias centrales, al atravesar el viagero inmensos campos de trigo, ora verdes y undosos, ya rubios como el oro, ya secos y abrasados por el sol; buscará en vano la mano que los ha cultivado, hasta que al fin divisará, sobre la cima de un monte escarpado, un lugar con fortificaciones moriscas medio arruinadas, ó alguna torre que sirviera de asilo á los habitantes durante las guerras civiles, ó en las invasiones de los moros. La costumbre de reunirse para protegerse mútuamente en los peligros, existe aun entre los labradores españoles, merced á la rapiña de los ladrones que infestan los caminos.
La mayor parte de España se halla desnuda del rico atavío de los bosques y las selvas, y de las gracias mas risueñas del cultivo; pero sus paisages tienen un carácter de grandeza que compensa lo que les falta bajo otros respetos: hállanse en ellos algunas de las cualidades de sus habitantes, y de ahí es que yo concibo mejor al duro, indomable y frugal español despues que he visto su pais.
Los sencillos y severos rasgos de los paisages españoles tienen una sublimidad que no puede desconocerse. Las inmensas llanuras de las Castillas y de la Mancha, estendiéndose hasta perderse de vista, adquieren cierto interes con su estension y uniformidad, y causan una impresion análoga á la que produce la vista del océano. Recorriendo aquellas soledades sin límites visibles, suele descubrirse de cuando en cuando un rebaño apacentado por un pastor inmóvil como una estátua, con su baston herrado en la mano á guisa de lanza; una recua de mulos que cruzan pausadamente el desierto, cual atraviesan las carabanas de camellos los arenales de la Arabia; ó bien un zagal que camina solo con su cuchillo y carabina.
Los peligros de los caminos dan ocasion á un modo de viajar que presenta en escala menor las carabanas del oriente: los arrieros parten en gran número y bien armados á dias señalados, y los viageros que accidentalmente se les reunen aumentan sus fuerzas.
El arriero español posee un caudal inagotable de canciones y romances con que aligera sus continuas fatigas. La música de estos cantos populares es sobremanera sencilla, pues que se reduce á un corto número de notas, y las letras por lo comun son algunos romances antiguos sobre los moros, endechas amorosas, y con mayor frecuencia romances en que se refieren los hechos de algun famoso contrabandista; y sucede no pocas veces, que tanto la música como la letra es improvisado, y se refiere á una escena local ó á algun incidente del viage. Este talento de improvisacion, tan comun en aquel pais, parece se ha trasmitido de los árabes, y es fuerza convenir en que aquellos cantos de tan fácil melodía producen una sensacion sumamente deliciosa cuando se oyen en medio de los campos salvages y solitarios que celebran, y acompañados por el argentino sonido de las campanillas de las mulas.
No es posible imaginarse cosa mas pintoresca que el encuentro de una recua de mulas en el tránsito de aquellos montes. Oireis ante todo las campanillas de la delantera, cuyo sonido repetido y monótono rompe el silencio de las alturas aéreas, y tal vez la voz de un arriero que llama á su deber á alguna bestia tarda ó descaminada, ó que canta con toda la fuerza de sus pulmones un antiguo romance nacional. Al cabo de rato descubrís las mulas que pasan lentamente los desfiladeros, ya bajando una pendiente tan rápida y elevada, que las vereis como designadas de relieve sobre el fondo azul del cielo, ya avanzando trabajosamente al traves de los barrancos que están á vuestros pies. Á medida que se aproximan distinguís sus adornos de color brillante, sus arreos bordados, sus plumages; y cuando ya están mas cerca, el trabuco, siempre cargado, que cuelga detras de los fardos como una advertencia de los peligros del camino.
El antiguo reino de Granada, en el que íbamos á entrar, es uno de los paises mas montuosos de España. Sierras vastas ó cadenas de montes desnudos de árboles y de maleza, y abigarrados de canteras de mármol y de granito de diversos colores, levantan sus peladas crestas en medio de un cielo de azul oscuro; mas en su seno están ocultos algunos valles fértiles y frondosos, y el desierto cede el lugar al cultivo, que fuerza á las rocas mas áridas á producir el naranjo, la higuera y el limonero, y á engalanarse con las flores del mirto y el rosal.
En las gargantas mas salvages de aquellos montes se encuentran varios lugarejos murados, construidos á manera de nidos de águilas en las cimas de los precipicios, y algunas torres derruidas, colgadas por decirlo así sobre los picos mas elevados, recordando los tiempos caballerescos, las guerras de moros y cristianos, y la lucha romántica que precedió á la toma de Granada. Al transitar el viagero por aquellas altas cordilleras, se ve á cada paso precisado á echar pie á tierra, y conducir el caballo de la brida para subir y bajar por algunas sendas ásperas y angostas, semejantes á escaleras arruinadas. Algunas veces corre el camino á orillas de precipicios espantosos, de que ningun parapeto os defiende; otras se sumerge en una pendiente rápida y peligrosa que se pierde en una oscura profundidad, ó pasa por entre barrancos formados por los torrentes del invierno, y que sirven de guarida á los malhechores. Descúbrese de cuando en cuando una cruz de funesto presagio; y este monumento del robo y del asesinato, erigido sobre un monton de piedras á la orilla del camino, advierte al caminante que se halla en un parage frecuentado por los bandidos, y que quizá entonces mismo le acecha en emboscada alguno de aquellos malvados. Muchas veces sorprendido el caminante en el recodo de un valle sombrío por un bramido ronco y espantoso, levanta la cabeza, y en una de las frondosas quebradas del monte descubre una manada de fieros toros andaluces destinados á los combates del circo. Nada mas imponente que el aspecto de aquellos brutos terribles, errantes en su terreno nativo con toda la fuerza que les da la naturaleza: indómitos y casi estraños al hombre, solo conocen al pastor que los guarda, y que no siempre se atreve á aproximárseles; el mugido de estos animales, y los amenazantes ojos con que miran hácia abajo desde sus elevadas praderas, añaden todavía espresion al aspecto salvage de la escena.
El 1º de mayo salimos mi compañero y yo de Sevilla para Granada, y como conocíamos el pais que íbamos á recorrer, y lo incómodo y poco seguro de los caminos, enviamos delante con arrieros los efectos de mas valor, y llevábamos únicamente nuestros vestidos y el dinero necesario para el viage, con un aumento destinado á satisfacer á los bandoleros, caso de vernos atacados, y libertarnos así del mal trato á que se ven espuestos los viageros muy avaros ó muy pobres. Sabíamos tambien que no debe confiarse en la despensa de las posadas, y que habíamos de cruzar largos espacios inhabitados; y con este conocimiento tomamos las precauciones convenientes para asegurar nuestra subsistencia, y alquilamos dos caballos para nosotros, y otro para que llevase nuestro corto equipage y á un robusto vizcaino, que debia guiarnos en el laberinto de aquellas montañas, cuidar de las caballerías, y en fin, servirnos en la ocasion, ya de ayuda de cámara, ya de guarda. Habíase este prevenido de un formidable trabuco para defendernos, segun decia contra los rateros: sus fanfarronadas sobre esta arma no tenian término; mas sin embargo, con descrédito de su prudencia militar, la carabina en cuestion colgaba descargada al arzon trasero de la silla. Como quiera, el vizcaino era un criado fiel, celoso y jovial; tan fecundo en chistes y refranes como aquel modelo de escuderos, el célebre Sancho, cuyo nombre le dimos: verdadero español en los momentos de su mayor alegria; mas á pesar de la familiaridad con que le tratábamos, no pasó jamas los límites de un respetuoso decoro.
Equipados en estos términos nos pusimos en camino, resueltos á sacar todo el partido posible de nuestro viage; y con tales disposiciones, ¡cuán delicioso era el pais que íbamos á recorrer! La venta mas infeliz de España es mas fecunda de aventuras que un castillo encantado, y cada comida que se efectua puede mirarse como una especie de hazaña. Ensalcen otros enhorabuena los caminos resguardados de parapetos, las suntuosas fondas de un pais cultivado y civilizado hasta el punto de no ofrecer sino superficies planas; en cuanto á mí, solo la España con sus agrestes montes y francas costumbres puede saciar mi imaginacion.
Desde la primera noche disfrutamos ya uno de los placeres novelescos del pais. Acababa de ponerse el sol cuando llegamos á una villa muy grande, cansados por haber cruzado una llanura inmensa y desierta, y calados de agua, en razon de la copiosa lluvia que habia caido sobre nosotros. Apeamos en un meson, en donde se alojaba una compañía de fusileros, ocupada entonces en persecucion de los ladrones que infestaban la comarca; y como unos estrangeros de nuestra clase eran un objeto de admiracion en aquel pueblo estraviado, el huésped, ayudado de dos ó tres vecinos embozados en sus capas pardas, examinaba nuestros pasaportes en un rincon de la pieza, mientras un alguacil con su capita negra, tomaba apuntaciones á la débil luz de un farol. Unos pasaportes en lengua estrangera les daban mucha grima; mas acudió á su socorro nuestro escudero Sancho, y nos dió aun mayor importancia con la pomposa elocuencia de un español. Al mismo tiempo la distribucion de algunos cigarros nos ganó todos los corazones, y á poco rato ya estaba el pueblo entero en movimiento para obsequiarnos. Visitónos el alcalde en persona, y la misma huéspeda llevó con gran ceremonia á nuestro cuarto un gran sillon de juncos para que el ilustre viagero pudiese sentarse con mayor comodidad. Hicimos cenar con nosotros al comandante de los fusileros, el cual nos divirtió sobremanera con la animada relacion de una campaña que habia hecho en la América del Sur, y otras hazañas amorosas y guerreras, que debian todo su interes á sus ampulosas frases y multiplicados ademanes, y sobre todo á cierto movimiento de los ojos, que sin duda queria decir mucho. Pretendia saber el nombre y señas de todos los bandidos de la provincia, y se prometia ojearlos y prenderlos uno á uno. El buen oficial se empeñó en que nos habia de dar algunos hombres para nuestra escolta. «Mas uno solo bastará, añadió, porque los ladrones nos conocen, y la vista sola de uno de mis muchachos derramará el espanto por toda la sierra.» Le agradecimos su ofrecimiento y buena voluntad, asegurándole en el mismo tono, que con el formidable escudero Sancho no temeríamos haberlas con todos los bandoleros de Andalucía.
Mientras estábamos cenando con el amable perdonavidas, llegó á nuestros oidos el sonido de una guitarra, acompañado de un repiqueteo de castañuelas, y poco despues un coro de bien concertadas voces que cantaba una tonada popular. Era un obsequio del huésped, que para divertirnos habia reunido aquellos músicos aficionados y á las hermosas de la vecindad, y cuando salimos al patio vimos una verdadera escena de alegria española. Nos colocamos bajo el soportal con los huéspedes y el comandante, y pasando la guitarra de mano en mano, vino á parar en las de un alegre zapatero, que nos pareció el Orfeo de la tierra. Era un jóven de aspecto agradable, patilla negra, y las mangas de la camisa arremangadas hasta encima del codo. Sus dedos recorrian el instrumento con estraordinaria ligereza y habilidad, cantando al mismo tiempo algunas seguidillas amorosas, acompañadas de espresivas miradas á las mozas, con las que al parecer estaba en gran favor. En seguida bailó el fandango con una graciosa andaluza, causando gran placer á los espectadores. Pero ninguna de las mugeres que se hallaban presentes podia compararse á la linda Pepita, hija del huésped, que aunque con mucha prisa, se habia prendido con la mayor gracia para el baile improvisado, entrelazando con frescas rosas las trenzas de sus hermosos cabellos: esta lució su habilidad con un bolero que bailó, acompañada de un gallardo dragon. Habíamos nosotros dispuesto que se sirviese á discrecion vino, dulces y otras frioleras; y sin embargo de que la reunion se componia de soldados, arrieros y paisanos de todas clases, nadie se escedió de los límites de una diversion honesta; y en verdad que cualquier pintor se hubiera tenido por dichoso de poder contemplar aquella escena. El elegante grupo de los bailadores, los soldados de á caballo de medio uniforme, los paisanos envueltos en sus capas, y en fin, hasta el amojamado alguacil, digno de los tiempos de D. Quijote, á quien se veía escribir con gran diligencia á la moribunda luz de una gran lámpara de cobre, sin cuidarse de lo que pasaba en su derredor, todo esto formaba un conjunto verdaderamente pintoresco.
No daré aquí la historia exacta de los acontecimientos de esta espedicion de algunos dias por montes y valles. Viajábamos como verdaderos contrabandistas, abandonándonos al azar en todas las cosas, y tomándolas buenas ó malas segun las deparaba la suerte. Este es el mejor modo de viajar por España, mas nosotros sin embargo habíamos cuidado de llenar de buenos fiambres las alforjas de nuestro escudero, y su gran bota de esquisito vino de Valdepeñas. Como este último artículo era en verdad de mayor importancia para nuestra campaña que la misma carabina de Sancho, conjuramos á este que estuviese en continua vigilancia sobre esta parte preciosa de su carga; y debo hacerle la justicia de decir que su homónimo, tan célebre por el celo con que cuidaba de la mesa, no le escedia en nada como proveedor inteligente. Así pues, á pesar de que las alforjas y la bota eran vigorosa y frecuentemente atacadas, no parecia sino que tenian la milagrosa propiedad de no vaciarse jamas, porque nuestro ingenioso escudero nunca se olvidaba de colocar en ellas los relieves de la cena de la venta, para que sirviesen á la comida que hacíamos á campo raso al dia siguiente. ¡Con cuánta delicia almorzábamos algunas veces á la mitad de la mañana, sentados á la sombra de un árbol, á orillas de una fuente ó de un arroyo! ¡Qué siestas tan dulces no tomamos, sirviéndonos de colchon nuestras capas tendidas sobre la fresca yerba!
En cierta ocasion hicimos alto á medio dia en una frondosa pradera, situada entre dos colinas cubiertas de olivos. Tendimos las capas bajo de un pomposo álamo que daba sombra á un bullicioso arroyuelo, y arrendados los caballos de modo que pudiesen pacer, ostentó Sancho con aire de triunfo todo el caudal de su despensa. Los sacos contenian algunas municiones recogidas en el espacio de cuatro dias; pero habian sido notablemente enriquecidos con los restos de la cena que habíamos tenido la noche anterior en una de las mejores posadas de Antequera. Sacaba nuestro escudero poco á poco el heterogeneo contenido en su zurron y yo creí que no acababa jamas. Apareció ante todo una pierna de cabrito asada, casi tan buena como cuando nos la habian servido; siguióse un gran pedazo de bacalao seco envuelto en un papel, los restos de un jamon, medio pollo, una porcion de panecillos, y en fin, un sinnúmero de naranjas, higos, pasas y nueces: la bota habia sido tambien reforzada con escelente vino de Málaga. Á cada nueva aparicion gozaba de nuestra cómica sorpresa, dejándose caer sobre el césped con grandes carcajadas. Elogiábamos estremadamente á nuestro sencillo y amable criado, comparándole en su aficion á llenar la panza, al célebre escudero de D. Quijote. Estaba él muy versado en la historia de este caballero, y como la mayor parte de las gentes de su clase, creía á pie juntillas en su realidad.
«¿Y hace mucho tiempo que sucedió eso? me dijo un dia con semblante interrogativo.
– Sí, mucho tiempo, le contesté yo.
– Yo apostaria á que ha ya mas de mil años, replicó mirándome con una espresion de duda todavía mas marcada.
– No creo yo que haya mucho menos.» El escudero no preguntó mas.
Mientras al compas de sus gracias esplotábamos nosotros las provisiones que quedan descritas, se nos acercó un mendigo que casi parecia un peregrino. Su entrecana barba y el baston en que se apoyaba anunciaban vejez; mas su cuerpo muy poco inclinado, mostraba aun los restos de una estatura gallarda. Llevaba un sombrero redondo de los que usan los andaluces, una especie de zamarra de piel de carnero, calzon de correal, botin y sandalias. Sus vestidos, aunque ajados y cubiertos de remiendos, estaban limpios, y se llegó á nosotros con aquella atenta gravedad que se nota en los españoles, aun de la ínfima clase. Habia en nosotros disposicion favorable para recibir semejante visita, y así, por un impulso espontáneo de caridad, le dimos algunas monedas, un pedazo de pan blanco y un vaso de buen vino de Málaga. Recibiólo todo con reconocimiento; mas sin manifestar con ninguna bajeza su gratitud. Luego que probó el vino, le miró al trasluz, y mostrando cierta admiracion se lo bebió de un sorbo, diciendo: «¡Cuántos años ha que no habia yo probado tan buen vino! Esto es un verdadero cordial para los pobres viejos.» Contempló luego el pan, y dijo besándole: «Bendito sea Dios.» Dicho esto se lo metió en el zurron, y habiéndole instado nosotros para que se lo comiese en el acto: «No señores, replicó; el vino era preciso beberlo ó dejarlo, mas el pan debo llevarlo á mi casa y partirlo con mi pobre familia.» Sancho consultó nuestros ojos, y dió al pobre abundantes fragmentos de la comida, bien que con la condicion de que se comeria en el acto una parte.
Sentóse pues á poca distancia de nosotros y comió pausadamente, con una finura y una sobriedad, que hubieran podido honrar á un hidalgo. Yo creí descubrir en él una especie de tranquila dignidad y atenta cortesanía, que anunciaban que habia conocido mejores dias; pero no habia nada de esto: no tenia mas que la política natural á todo español, y aquel aire poético que caracteriza los pensamientos y el lenguage de este pueblo vivo é ingenioso. Nuestro peregrino habia sido pastor por espacio de cincuenta años, y al presente se hallaba desacomodado y sin medios para subsistir. «Cuando yo era jóven, decia, no habia cosa alguna capaz de hacerme tomar pesadumbre: hallábame siempre sano y contento; mas ahora tengo setenta y nueve años, me veo precisado á mendigar el sustento, y ya empiezan á abandonarme las fuerzas.»
Sin embargo, todavía no estaba acostumbrado á la mendiguez; hacia poco tiempo que la necesidad le habia obligado á recurrir á tan triste y desagradable recurso, y nos hizo una pintura muy patética de los combates que habia sostenido su orgullo contra la necesidad. Volvia de Málaga sin dinero, hacia mucho tiempo que no habia comido, y aun tenia que atravesar una de aquellas vastas llanuras en donde se hallan tan pocas habitaciones: muerto casi de debilidad, pidió primeramente á la puerta de una venta: Perdone usted por Dios, hermano, le contestaron. «Pasé adelante, dijo, con mas vergüenza aun que hambre, porque todavía no se hallaba abatido el orgullo de mi corazon. Al pasar por un rio, cuyas márgenes estaban muy elevadas y la corriente era profunda y rápida, estuve tentado de precipitarme en él. ¿Á qué ha de permanecer sobre la tierra, dije interiormente, un viejo miserable como yo? Iba ya á arrojarme; mas Dios iluminó mi corazon y me apartó de tan criminal idea. Dirigíme á una casita que se hallaba situada á cierta distancia del camino, entréme en el patio; la puerta de la casa estaba cerrada, mas habia dos señoritas asomadas á una de las ventanas. Las pedí limosna, y —Perdone usted por Dios, hermano, fue otra vez la respuesta que recibí, cerrándose al mismo tiempo la ventana. Salíme casi arrastrando del patio, pronto ya á desmayarme; y creyendo que era llegada mi hora, me dejé caer contra la puerta, me encomendé de todo corazon á la Vírgen nuestra señora, y me cubrí la cabeza para morir. Á pocos minutos llegó el dueño de la casa, y viéndome tendido á su puerta, se compadeció de mis canas, me hizo entrar y me dió algun alimento, con que pude recobrarme. Ya veis, señores, que nunca debe perderse la confianza en la proteccion de la santísima Vírgen.»
El anciano se dirigió hácia Archidona, su pais natural, que descubríamos á poca distancia en la cima de un monte escarpado, y en el camino nos hizo reparar en las ruinas de un antiguo castillo de los moros, que habitó uno de sus reyes en tiempo de las guerras de Granada. «La reina Isabel, nos dijo, le sitió con un egército poderoso; mas él, mirándolo desde lo alto de su fortaleza, se burlaba de sus esfuerzos. Entonces se apareció la Vírgen á la reina, y á ella y á sus soldados los condujo por un camino misterioso, que nadie hasta entonces habia frecuentado ni frecuentó despues. Cuando el moro vió llegar á la reina quedó pasmado, y acosando el caballo hácia el precipicio, se arrojó en él y se hizo pedazos. Aun se ven á la orilla del peñasco las señas de las herraduras, y ustedes mismos pueden descubrir desde aquí el camino por donde la reina y el egército subieron á la montaña, que se estiende á manera de una cinta á lo largo de sus laderas; mas lo que hay en esto de milagroso es, que aunque á cierta distancia puede conocerse, desaparece luego que se trata de examinarle de cerca.» El camino ideal que el buen pastor nos enseñaba, no era probablemente otra cosa que alguna arroyada arenosa, que se distinguia á cierta distancia en que la perspectiva disminuía su anchura, y se confundia con el resto de la superficie cuando se miraba mas de cerca.
Como con el vino y la buena acogida se habia restablecido el anciano, nos refirió otra historia de un tesoro que el rey moro habia enterrado bajo el castillo, junto á cuyos cimientos estaba situada su casa. El cura y el boticario del pueblo, habiendo soñado por tres veces en el tesoro, hicieron una escavacion en el parage que sus sueños les habian indicado, y el yerno de nuestro convidado oyó por la noche el ruido de los azadones. Nadie sabe lo que hallaron; pero lo cierto es que ellos se hicieron ricos de repente y guardaron su secreto. De modo que el viejo pastor se habia visto al umbral de la fortuna; mas estaba decretado que él y esta no habian de morar jamas bajo un mismo techo.
Tengo observado que las historias de tesoros enterrados por los moros corren principalmente entre las gentes mas pobres de España, como si la naturaleza quisiese compensar con la sombra la falta de la realidad: el hombre sediento sueña arroyos y fuentes cristalinas, el que tiene hambre banquetes opíparos, y el pobre montes de oro escondido: no hay cosa mas rica que la imaginacion de un mendigo.
La última escena de nuestro viage que referiré, es la noche que pasamos en la pequeña ciudad de Loja, célebre plaza fronteriza en tiempo de los moros, y en cuyas murallas se estrelló el poder de Fernando. De esta fortaleza salió el viejo Aliatar, suegro de Boabdil, acompañado de su yerno para la desastrada espedicion, que acabó con la muerte del general y la prision del monarca. Está Loja en una situacion pintoresca en medio de un desfiladero que sigue las márgenes del Genil, circuida de rocas inaccesibles, bosquecillos, prados y jardines. Nuestra posada, que en nada desdecia del aspecto del pueblo, la tenia una jóven y linda viudita andaluza, cuya basquiña negra de seda guarnecida de franjas, dibujaba graciosamente unas formas mórbidas y elegantes. Paso firme y ligero, ojos negros y llenos de fuego, y su aire de presuncion y su esmerado aliño, manifestaban sobradamente que estaba acostumbrada á escitar la admiracion.
Un hermano, que tendria en corta diferencia la misma edad, ofrecia con ella el perfecto modelo del majo y la maja andaluces. Era alto, robusto y bien dispuesto; color moreno claro, ojos negros y brillantes, y patillas castañas y rizadas que se unian por bajo de la barba. Ajustaba su cuerpo una chaquetilla de terciopelo verde, adornada de un sinnúmero de botoncillos de plata, y por cada una de las faltriqueras asomaba la punta de un pañuelo blanco; calzon de la misma tela, con una carrera de botones que bajaba desde la cadera á la rodilla; rodeaba su cuello un pañuelo de seda color de rosa, que pasando por una sortija, bajaba á cruzarse sobre una camisa aplanchada con esmero. Llevaba ademas un cinto, lindos botines de hermoso becerro leonado, que abiertos hácia la pantorrilla, dejaban ver una media muy fina; y en fin, zapatos anteados, que hacian campear con ventaja un pie perfecto.
Hallándose este á la puerta llegó un hombre á caballo, y en voz baja entabló con él una conversacion que parecia muy séria. Su trage era del mismo gusto, y casi tan elegante como el del huésped: podria tener treinta años, era alto y fornido, y aunque ligeramente pintado de viruelas, no dejaba de haber gracia en sus bellas facciones; su ademan y su aire, no solo tenian soltura sino resolucion, y aun osadía. El poderoso caballo que montaba, negro como el azabache, estaba adornado de gallardos arreos, y llevaba un par de trabucos pendientes del arzon trasero. La figura de este hombre me hizo acordar de los contrabandistas que habia visto en los montes de Ronda. Conocí que tenia íntimas relaciones con el hermano de nuestra huéspeda, y tambien pensé, salvo error, que era amante favorecido de la graciosa viuda. Con efecto, toda la casa y sus habitantes tenian cierto aspecto de contrabando: la carabina descansaba en un rincon, junto á la guitarra. El referido caballero pasó la noche en la posada, y cantó con mucha espresion diferentes romances guerreros de las montañas. Estando nosotros cenando, llegaron dos pobres asturianos pidiendo un pedazo de pan y un asilo para pasar aquella noche. Habíanlos asaltado los ladrones al volver de una feria, y despues de robarles el caballo con las mercaderías que llevaba, el dinero y una parte de sus vestidos, los habian apaleado porque quisieron defenderse. Mi compañero, con la pronta generosidad que le es natural, pidió cena y cama para los dos, y les dió el dinero que necesitaban para llegar á sus casas.
Á medida que entraba la noche, iban presentándose en la escena nuevos personages. Un hombre alto y gordiflon, de unos sesenta años, vino á tomar parte en la alegre cháchara de la huéspeda. Vestia el trage ordinario del pais, con la adicion de un enorme sable que llevaba bajo el brazo; sus anchos bigotes daban al semblante cierta gravedad, que anunciaba una especie de insolente confianza, y al parecer le miraban todos con mucho respeto.
Sancho nos dijo al oido que aquel personage era D. Alfonso Gutierrez, el héroe y campeon de Loja, célebre por su fuerza prodigiosa, y por las muchas hazañas con que se señaló en tiempo de la invasion francesa. Con efecto, su lenguage y singulares maneras me divertian estraordinariamente; porque nuestro hombre era un verdadero andaluz, cuya jactancia igualaba cuando menos á su bravura. Iba siempre cargado con su sable como una niña con la muñeca; tan pronto le tenia en la mano como bajo el brazo, llamábale su santa Teresa, y solia decir: «Cuando le saco tiembla la tierra.»
Estuvimos hasta muy tarde oyendo las conversaciones de tan diversos personages, que platicaban juntos con toda la franqueza de una posada española. Oimos cantares de contrabandistas, historias de ladrones, antiguos romances moriscos, y por fin de fiesta, nuestra bella huéspeda cantó los infiernos, ó las regiones infernales de Loja, que son unas cavernas sombrías, por donde corren y se precipitan con espantoso estruendo rios y cascadas subterráneas. El vulgo cree que desde tiempo de los moros, cuyos reyes tenian sus tesoros en estas cuevas, habitan en ellas monederos falsos.
No seria difícil llenar estas páginas de incidentes de nuestra espedicion; pero me llaman otros objetos. Viajando de este modo, Salimos en fin de los montes para entrar en la hermosa vega de Granada. Sentámonos á la orilla de un riachuelo sombreado de frondosos olivos, y allí hicimos nuestra última comida á campo raso, teniendo á la vista la antigua capital del postrer reino musulman en España. Las altas torres de la Alhambra comunicaban á la ciudad un interes irresistible, al paso que la Sierra-Nevada descollaba por encima de los edificios á manera de una corona de plata. Brillaba el dia puro y despejado, y la fresca brisa de los montes templaba los ardores del sol. Cuando hubimos comido tendimos las capas, y disfrutamos por última vez del placer de dormir sobre el césped, halagados por el blando susurro de las abejas que vagan de flor en flor, y el tierno arrullo de las tórtolas que posan en los olivos. Pasadas las horas del calor volvimos á emprender la marcha, y despues de haber caminado entre vallados de aloes y bananos, y atravesado una multitud de jardines, llegamos á la que anochecia á las puertas de Granada.