Kitabı oku: «Sobre lo azul»

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SOBRE LO AZUL


Título original: On Being Blue

Primera edición: octubre, 2017

© del texto: William H. Gass, 1976

© de la traducción: Ce Santiago, 2017

© del prólogo: Belén Piqueras Cabrerizo, 2017

© del epílogo: Ce Santiago, 2017

© de la presente edición: Editorial Humbert Humbert, S.L., 2017

Fotografía de cubierta: Adobe Stock: Liliia

Producción del ePub: booqlab

Publicado por La Navaja Suiza Editores

Editorial Humbert Humbert, S.L.

Camino Viejo del Cura, 144, 1.º B, 28055 – MADRID

http://www.lanavajasuizaeditores.com

ISBN: 978-84-123059-6-8

IBIC: DNF

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PRÓLOGO

Belén Piqueras

No es una tarea sencilla hablar de la obra de William Gass, autor erudito y sofisticado como pocos lo han sido en el panorama literario estadounidense del último medio siglo. Bajo la apariencia coloquial y desenfadada de sus ensayos, más allá del aire costumbrista de muchos de sus relatos, y tras el juego metaficcional al que Gass se entrega apasionadamente, rezuma sin contención su sólida formación filosófica, su amor por el lenguaje literario y su búsqueda de la plenitud formal en cada una de sus obras.

Su tesis doctoral A Philosophical Investigation of Metaphor (1954), realizada bajo la supervisión del destacado filósofo y matemático Max Black, reflejó su inclinación por la filosofía del lenguaje y su pasión por la metáfora como fundamento creativo. No en vano, Gass ha sido profesor de filosofía en distintas universidades americanas, siendo esta su labor docente preferida, y no la de los cursos de escritura creativa que le fueron asignados en los últimos años de su vida profesional, como el autor ha confesado en alguna de sus entrevistas.

Podría decirse que la retórica filosófica que fundamenta la literatura de Gass tiene esencia cartesiana, pues su ideal creativo busca aunar la dualidad mente-materia que Descartes vislumbró irreconciliable; para Gass el mundo del escritor debe estar condicionado por la búsqueda incansable de la simbiosis perfecta entre pensamiento y palabra. Como afirma en su ensayo «The Book as a Container of Consciousness», recopilado en el volumen Finding a Form, un libro ha de concebirse como un edificio, un cuerpo verbal para una mente creadora. Una obra no es una creación completa si no contiene, como un traje hecho a medida, el pensamiento del artista.

Quizá esta sea una de las razones de su admiración por Ludwig Wittgenstein, quien según él logró una perfecta amalgama de mente y texto, idea y estilo; como Gass afirma en «At Death’s Door: Wittgenstein» –también dentro de Finding a Form–, el arte de Wittgenstein consistía precisamente en moldear cada una de sus obras conforme a la naturaleza y al movimiento de su propia mente. Aunque Gass no adopta planteamientos filosóficos en su obra –como él mismo afirma en «Finding a Form», sus ensayos son maliciosamente anti-expositivos–, su discurso se tiñe de inquietud ontológica y de búsqueda estética transcendente.

Este es el hilo conductor de Sobre lo azul. Concebido como un estudio filosófico-lírico del color, el discurso de Gass se despliega en múltiples direcciones; es una oda, una elegía, es polifónico como una fuga, ha dicho algún estudioso de su obra. Gass relaciona los colores con la filosofía, con la pintura, con la gastronomía, con la música y sobre todo con la literatura. Todo un rosario de significados que conforman una verdadera apología del arte poético.

La voz vigorosa y ágil que teje la rica trama dialéctica de esta obra canta al amor, a la belleza y a la sensualidad, al acto de entrega total que debe vivir el artista con su obra, convirtiéndose en verdadero escultor de un lenguaje que es él mismo y que a su vez le trasciende. Sobre lo azul termina con el apremio de un carpe diem de retórica joyceana en el que Gass invita al escritor a que se deleite en sus palabras, a que cincele con amor su lenguaje, a que no hable de belleza sino a que la cree, a que funda su alma con el cuerpo de su propia obra. Tan solo así esta albergará una emoción genuina e imperecedera.

Pero Sobre lo azul trata del color azul, pensarán algunos; y así es, Gass habla del color azul, de palabras azules, de actos azules, de personas azules y de la condición azul, y lo hace desde un enfoque wittgensteiniano, que es puramente conceptual y relacional.

Porque ¿qué es el color? El color es una experiencia sensorial, percibimos los colores gracias a la luz que se refleja sobre los objetos. Como demostró Newton, el color es una propiedad intrínseca de la luz –no de la materia, como pensaba Leonardo da Vinci–. En la psicología, en la filosofía y en el arte, los colores constituyen un lenguaje propio, y tienen un carácter esencialmente simbólico. Goethe fue el primero en asociar los colores y la psicología, estudiando las relaciones que estos establecen con las emociones.

En esta línea fenomenológica, aunque con un enfoque esencialmente lingüístico, Ludwig Wittgenstein también abordó el estudio del color; ya en la madurez de su filosofía analítica escribió sus Observaciones sobre los colores, y lo hizo durante sus últimos dieciocho meses de vida, hasta pocos días antes de su muerte en 1951. Aquí el color se eleva a una perspectiva conceptual que va más allá de los planteamientos físicos, psicológicos o artísticos. Para Wittgenstein el color está íntimamente ligado a un sistema de representación al que pertenece y del que depende en última instancia; se trata de un sistema estructurado y lógico basado en lo que él definió como «juegos de lenguaje» –es curioso que fuera en el Cuaderno azul de Wittgenstein donde apareciera ya en 1933 una noción embrionaria de este concepto–.

Los «juegos de lenguaje» establecen unos marcos conceptuales dentro de los cuales el color adquiere un significado concreto que completa a las impresiones cromáticas proporcionadas por la mera observación. Hay infinidad de «juegos de lenguaje», pues estos aparecen vinculados a las prácticas verbales o a los usos propios de una comunidad. El color es, pues, relativo y contextual, y está íntimamente ligado a la práctica cultural. Los «juegos de lenguaje» no son juegos, dice Max Black en Dialectica (vol 33, num 3-4, 1979), sino imágenes, «pictures made out of words».

Gass conoció a Ludwig Wittgenstein durante la estancia de este en Cornell en 1949, cuando Gass era aún un estudiante universitario. Invitado por algunos catedráticos de dicha universidad –entre ellos Max Black– el filósofo austriaco participó en varias tertulias con profesores y estudiantes; pero Wittgenstein, ya muy enfermo y abatido, y con escaso ímpetu dialéctico, dejó una pobre impresión en el joven Gass, que había idealizado al personaje.

No es arriesgado decir que el sentido que Gass da al color se asemeja al de Wittgenstein; las connotaciones que el color azul adquiere en Sobre lo azul tienen a menudo escasa o nula relación con el cromatismo –las interminables listas de objetos azules resultan pintorescas y abstractas, rara vez verosímiles– y tienen una fuerte dependencia contextual y cultural. El estudio que Gass hace del color es marcadamente subjetivo, el azul puede ser todo y nada –«Ser sin Ser es azul» dice Gass en la página 16–, puede aparecer con un significado y con el contrario, pues ha dejado de ser una cualidad objetiva observable en la materia para pasar a depender del sistema de representación al que pertenece, de los «juegos de lenguaje» que lo definen. Él mismo explica su obra así: «un conjunto aleatorio de significados se ha reunido calladamente en torno a la palabra igual que se juntan las pelusas. Es lo que la mente hace» (Sobre lo azul, 9). Ni son tan aleatorios, ni tan callados; estos significados son los que afloran a la mente de Gass cuando él evoca «lo azul», pues están originados en su propia práctica verbal, fruto de su vivencia personal. Lo atractivo del método es el sugerente entramado de alusiones, el rico tapiz retórico y conceptual con el que Gass se envuelve a sí mismo y del que emerge una idea que es casi tan potente como una imagen: la imagen del azul Gass –¿no patentó Yves Klein su propio color azul?–.

En su ensayo «Finding a Form» Gass confiesa su admiración por los filósofos que atribuyen una relevancia metafísica a la forma proposicional, a los enunciados con los que articulan sus ideas. La estructura es la base de cualquier mundo posible, dice Gass, y esta es la clave de su fascinación por Wittgenstein y por su defensa de los «juegos de lenguaje» como vehículo del conocimiento. Estos constituyen el «edificio» del pensamiento; en Wittgenstein se aúnan mente y materia.

William Gass no puede evitar trasladar este ideal compositivo a su propia tarea literaria, y por ello habla constantemente –tanto en su faceta teórica como en la metaficcional, ambas a menudo intercambiables– de la forma. La forma no es otra cosa que la construcción verbal de la consciencia creadora, el fruto de una cuidada composición en la que el artista y su lenguaje se funden en perfecta armonía.

Sin duda puede vislumbrarse a Roland Barthes y al postestructuralismo detrás de estas afirmaciones de Gass, y ello le vincula con el postmodernismo, como puede apreciarse en parte de la crítica literaria generada en torno a su obra –aunque Gass rechaza enérgicamente esa etiqueta–. Según Barthes, el escritor no precede a su obra, sino que está en el texto, inscrito en su propio lenguaje. El autor-persona ha muerto porque sus vivencias son tan solo relevantes en la medida en que se configuran como experiencias verbales. También para Gass el escritor es lenguaje: «Comparad la escena de la masturbación en Ulises con cualquiera de las que hay en Portnoy, decidme luego dónde están los autores: si en la escena como cualquier soñador, de noche o de día, podría estar, o en el lenguaje, donde está y ha de estar siempre el artista» (Sobre lo azul, 62).

Gass admite –sin demasiado fervor– que en esta perfecta fusión de mente y lenguaje que es toda obra de arte, la figura del lector es necesaria, pues es el lector quien según Gass ha de llevar a cabo la metamorfosis del cuerpo en mente. El acto de amor que sustenta a todo libro solo se realizará si hay un destinatario capaz de apreciar «the unity of book/body and book/mind that the best books bring about», declara Gass en «The Book as a Container of Consciousness».

Este discurso de la retórica amatoria propicia en toda la obra de William Gass el uso de un lenguaje sexual explícito y a veces incluso soez que puede resultar malsonante al lector desprevenido. Se trata sin embargo de un fuego de artificio que cumple una función clara: la de revelar al lector su ineptitud y su incorregible voyeurismo –la máxima expresión de ello se encuentra en la obra metaficcional de Gass Willie Masters’ Lonesome Wife, donde la voz de Babs, una temperamental mujer/texto se lamenta y arremete contra un inepto amante/lector que es incapaz de realizar un acto sexual/verbal satisfactorio–.

Gass es muy escéptico respecto a la competencia del lector, en particular cuando se trata de obras de contenido erótico: «la principal dificultad en el uso de material sexual en literatura reside en que los motivos de todos los interesados están por lo general corrompidos» (Sobre lo azul, 84). Afirma Gass que los lectores son víctimas de la «enfermedad azul», como consecuencia de su curiosidad y su libidinosidad –no en vano los chistes verdes son blue jokes en inglés–. Estos buscan tan solo la satisfacción pasajera y superficial de un lenguaje sin forma, esperan «un tour textual por los barrios bajos» (119). Lo sexual «desbarata la forma» dice Gass (21). No es tarea fácil, pues, para el artista convertir el sexo en una percepción conceptual, despertar una emoción en el lector a partir de delicados entramados semánticos en la página; son capaces de ello Shakespeare, Virginia Woolf, Colette, John Barth, John Hawkes o Ezra Pound entre otros, afirma Gass, y lo ilustra en la segunda parte de Sobre lo azul con pequeños fragmentos de sus obras. Lo que admira Gass en ellos es lo que distancia a estos espléndidos autores de otros mediocres, pues consiguen eludir el lenguaje manido y sórdido de la sexualidad –lenguaje «azul»– y logran concebir y transmitir la sexualidad de un modo sugerente y evocador, desplazando el erotismo hacia el lenguaje –también este lenguaje conceptual y sensualmente sublime es paradójicamente etiquetado por Gass como «azul» más adelante–. Esta ambiciosa empresa no es materia para aficionados, afirma Gass.

Gass cree firmemente en el artista como fundamento verbal del texto, como responsable último de estas «pinturas hechas de palabras» en que se fundamenta la literatura, lo que le aleja en gran medida de los planteamientos teóricos postmodernos. Gass se lamenta a menudo en sus entrevistas de que la crítica postestructuralista, y en especial la derrideana han desterrado la figura del autor y han desequilibrado la balanza de la autoridad a favor del lector. El autor es una víctima de la cultura moderna, y las obras de Gass están llenas de escritores camuflados tras infinidad de metáforas. Son siempre figuras atribuladas por el peso de la convención verbal que lastra sus composiciones, trovadores incomprendidos y desdeñados.

Pero Gass no se rinde, y rechaza los discursos desestructurados y caóticos que conciben otros autores de su generación para desvirtuar la voz poética, que es siempre una proyección del autor. Él apuesta en su lugar por un orador omnipresente e infatigable –la voz conductora en Sobre lo azul– cuya firme –aunque no siempre inequívoca– plática reverbera por toda su obra. A través de ella Gass reflexiona sobre las vicisitudes del arte poético, e instruye sobre los modos y procesos que son requisito de la forma. Gass se niega en última instancia a soltar las riendas del mando.

Aunque Gass nunca lo ha reconocido, el artista es para él –como lo era para sus antecesores modernistas– un profeta y un visionario, un demiurgo de sensibilidad privilegiada y con una misión trascendente, la de hacer ver que el arte es y debe ser capaz de iluminar a la realidad; mantener esta postura le ha convertido en una rareza dentro de su tiempo. No importa cuál sea la naturaleza de sus textos –ficcional o ensayística– el mensaje de Gass aparece en todos ellos, bien de un modo explícito o bien como un palimpsesto, camuflado bajo las distintas texturas de su discurso. Gass habla insistentemente del leguaje poético, y lo hace también en sus piezas de ficción, que son en realidad pura metaficción, pues todas ellas se han concebido como alegorías de la escritura. Porque el túnel de The Tunnel no es otra cosa que una gran metáfora del trabajo del artista en pos de la ficción sublime, la nieve en «El chico de Pedersen» no es sino la expresión metafórica de la rigidez del lenguaje convencional que obstaculiza esa creación sublime, y el cuerpo femenino en Willie Masters’ Lonesome Wife es el texto literario, sensual y desafiante ante la ineptitud habitual del lector. Y es que, como confesó Gass en una entrevista con Tom LeClair en 1976, él piensa, siente y mira metafóricamente.

Todo un mundo de contradicciones y recovecos conceptuales define la obra de William Gass, que se hace huidiza y esquiva a la interpretación y pone a prueba los mecanismos hermenéuticos de cualquier avezado lector. Sobre lo azul es densa y trascendente a la vez que frívola y juguetona, y despliega un complejo entramado de alusiones tras el cual reverbera su autor. Conocer «lo azul» es vivir una experiencia verbal sensual, es descubrir el mundo de conexión, sensación y equilibrio que sustenta toda obra de Gass. «Lo azul» es pura forma.

Tarea heroica, pues, traducir esta obra. Un reto que Ce Santiago ha acometido y resuelto con maestría. El resultado es un texto que ha mantenido intacto el colorismo del original y el vigor de su orquestación semántica. La prosa fluye sutil como lo hace en la obra de Gass, pues Ce modula el tamaño de las frases, supervisa su ritmo, estudia la puntuación al igual que lo haría Gass; la primorosa selección de los vocablos se traduce en una sensualidad que sin duda evoca la de On Being Blue.

Ce Santiago evita los eufemismos, y ajusta con precisión los términos de contenido soez o sexual al texto fuente. Muy bien medidos resultan también el número y tamaño de las citas explicativas; ayudan al lector no nativo sin desdibujar el texto principal con lecturas paralelas.

Se trata de una traducción respetuosa en grado sumo con la configuración semántica de la retórica gassiana, porque Ce Santiago sabe que Gass está en su lenguaje, mucho más de lo que lo está en sus teorías o en sus relatos. Una obra sublime se sustenta en la forma, y el rico y sugerente edificio conceptual de la obra de Gass se mantiene intacto en la versión española de Ce Santiago. Sobre lo azul se adapta como un guante a la naturaleza y al movimiento de la mente de su autor, y el traductor logra con su destreza que el «azul Gass» se aprecie en todos sus matices.

LA PRESENTE EDICIÓN

El texto original de la presente obra contiene una serie de particularidades, tanto ortotipográficas como de traducción, que han sido abordadas de una forma heterodoxa.

Se han empleado comillas angulares en lugar de cursiva para citar palabras con un sentido tanto metalingüístico como referencial debido a que en el texto han permanecido palabras de lenguas extranjeras y su composición en cursiva habría dado lugar a que no aparecieran marcadas si se las citaba con intención metalinguïstica. Por otro lado, el autor hace uso de la cursiva enfática en algunos casos, lo que podría haber añadido una mayor confusión durante la lectura.

Por otro lado, se han mantenido los usos de mayúsculas y minúsculas, así como los de las semirrayas de las que el autor hace un uso poco habitual. En la sección de notas y referencias se ha obviado, en general, el empleo de comillas simples para indicar los significados, en aras de facilitar la lectura de las mismas.

Con respecto a la traducción, se ha optado por incluir en ciertos casos, junto a determinados vocablos en inglés, su correspondiente traducción en español entre paréntesis, y vicevercersa. Por último, con el ánimo de facilitar la lectura fluida del texto, se ha creado un sección de notas y referencias al final del volumen.

SOBRE LO AZUL

I

Azules los lápices, azules las narices, azules las películas, las leyes, azules las medias y las piernas1, el lenguaje de las aves, las abejas y las flores, tal como lo cantan los estibadores, ese aspecto plomizo que la piel adquiere cuando le afecta el frío, una contusión, la enfermedad, el miedo; el horrible ron o la ginebra que llaman ruina azul y los diablos azules de sus delirios; gatos rusos y ostras2, una respiración retenida o aprisionada, el azul que dicen poseen los diamantes, las profundas fosas en el océano y los blazers que obtienen los deportistas ingleses y se permiten lucir los caballeros; las aflicciones del espíritu –los desánimos, los abatimientos, los lunes 3–todos funestos– la música sencilla y melancólica, las gentes de Nueva Escocia, la cianosis, el tinte capilar, el decolorante, la lejía; la exótica dalia azul, como esa única vez cada luna azul en que acontecen hechos penetrantes4, o la voz de triunfo en el whist5 (pero quién se acuerda del whist o de cómo es la muerte de los juegos que ya no se juegan), y de igual modo la bandera, Blue Peter6, nuestra señal para ponernos en marcha; un ligero bandazo, el dinero confederado, las sombreadas pendientes de las montañas y las nubes, y así la constantemente creciente ausencia del Cielo (ins Blaue hinein, dicen los alemanes), en consecuencia el color de todo lo que está vacío: botellas azules, cuentas bancarias y los halagos, por ejemplo, o, cuando se vuelca el cielo, el lamento verdiazul del mar (ambos el mismo), y, ya en el Infierno, sus minuciosas hileras de casetas de hormigón hasta el horizonte y el azul del gas inflamado; los registros sociales, los cuadernillos de evaluación, la sangre azul, pelotas y boinas, barbas, abrigos, cuellos, ciertos valores7 y el queso… el pedante, indecente y severo8… el atardecer aguado, el hielo en el mar9; por medio de una amalgama de accidentes ha llegado a ser el azul el color de todo esto, igual que ha simbolizado la fidelidad. La leyes azules adquirieron su tonalidad del papel en que se imprimieron. A las narices azules se las llamó así por una patata. La pequeña biblioteca E. Haldeman-Julius, en la que leí por primera vez Evolución del Amor de Ellen Key, esperando en vano que se me empinara, tenía cubiertas azules. En la misma colección, que en aquellos días se vendía por diez centavos, estaban las cartas de amor de aquella monja portuguesa, Mariana Alcoforado, una señora sin duda agitada y cargante, cuya existencia cruelmente olvidé hasta que volví a leer sobre ella en Rilke.

El primero de aquellos panfletos fue, inevitablemente, el Rubáiyát. Tenía los sentimientos adecuados. La extensión adecuada. Venía en hermosos cuartetos. Y al igual que un par de zapatos abrillantados, tenía la fatiga del mundo y el brillo erótico adecuados. El n.º 19, lo más cerca que estuve de la Jarra y la Rama, se titulaba Nietzsche: Quién fue y qué defendía, de M. A. Mugge, Doctor en Filosofía. Todas aquellas mayúsculas antes eran para Dios. Había otro, recuerdo, que reproducía los discursos que en tiempos de guerra dio Woodrow Wilson en una tipografía que en ocasiones se combaba hacia el pie de página como debilitada por el peso de las palabras de la parte superior. El azul de esos libros es ahora pálido, quebradizo el papel como la hostia con que se comulga, mientras que mi asociación de Wilde y Darrow con el color, tan intensa entonces, también se ha desdibujado. Tampoco se alzó mi polla por Nietzsche, como no causó el ensayo de Mrs. Annie Besant sobre el futuro del matrimonio revuelo alguno. Para eso tenías que acudir a la Colección Liveright –a otros colores: Negro y Dorado– donde podía uno calentarse con Stendhal, Huneker, y Jules Romain, con Balzac y Remy de Gourmont, y donde la decadencia de Pierre Louys era genuina y ni una sola pizca de lo azul goteaba sobre el queso apenas cuajado10.

John Middleton Murry editó The Blue Review durante las tres distinguidas entregas que esta sobrevivió, y algo llamado The Blue Calendar predijo el tiempo entre 1895 y 1898 sin acertar ni una sola vez. Por cinco centavos, también azul, salido del mismo arcón estanco del desván, The Bibelot, un boletín liliputiense con letras góticas en la cubierta que poco menos chillaban ARTE, llegó hasta mis enfermizas manos. Venía de Maine en vez de hacerlo desde Kansas, y reimprimía artículos que previamente se habían desvanecido en las páginas de The Dark Blue, una indefinida publicación mensual prerrafaelita con un título tan frustrantemente incompleto como un fraseo musical interrumpido. Estas rapsodias entraron a imprenta y salieron de circulación igual que las truchas, estoy seguro, todavía desaparecen por entre las iridiscencias del frío e insondable Blue Hole11 del Ohio de mi niñez, para volver a emerger de pronto en los claros y veloces arroyos y pozas poco profundas que aquel alimenta, como si nada mágico les hubiera sucedido. Cada una de las exiguas entregas de ambas revistas presentaba un sencillo, ligeramente sagrado, vagamente malicioso y siempre delicadamente perfumado trabajo de William Morris o Francis Thompson, Andrew Lang u otros. La colección que vi concluía discretamente con el tributo de Swinburne al pintor Simeon Solomon (ya por entonces en el azulado olvido). El evanescente ensayo de este poeta olvidado nos provee ahora de nuestro primer ejemplo, antes de que estemos del todo preparados para ninguno: la descripción de dos figuras en un cuadro… dejé para ti la prosa de un azulado matiz.

Una muchacha, con blanca túnica y radiante como blancos nenúfares, ha dejado apenas caer la rosa que en su mano se marchita, desprendiendo hoja tras hoja como lágrimas; ambas poseen la languidez y el aire fértil de las flores en un espacio sofocante; sus miembros reclinados y sus rostros fervientes están colmados de la divinidad; sus labios y ojos seducen y aguardan a los Amantes que invisibles asisten. Las mejillas claras como perlas blancas y las tiernas bocas conservan todavía en torno a ellas la sutil pureza del sueño; despiertas a medias aunque la totalidad del cuadro soporte la pesada e imperativa luz del verano. En los últimos años no se ha hecho nada de belleza más sencilla y brillante.

Lang, con evidente afecto por el color, editó The Blue Poetry Book. Desde su ventana Katherine Mansfield ve un jardín repleto de nenúfares y cacerolas esmaltadas de azul, y plasma la observación en una carta a Frieda Lawrence que jamás enviará. Stephen Crane escribió y publicó The Blue Hotel, Malcom Cowley, Blue Juniata, y Conrad Aiken, Blue Voyage. Como el agua de lluvia y los blancos polluelos12, KM exclama:

¡Qué hermoso, Dios mío! Es un servicio con tetera azul y dos tazas blancas; una manzana roja entre naranjas añade fuego a la llama –en las estanterías blancas vuelan los libros arriba y abajo en escalas de color, con recurrentes notas rosas y lilas, hasta que nada queda salvo ellas, sonando una y otra vez–.

Está además el frío clima canadiense y el color del hielo espeso. Las branquias del pez. La hierba abundante. La ballena. El arrendajo. El billete. El lazo13.

* * *

De entre las derivaciones de la palabra, me gusta en especial blavus, del latín medieval, y la más temprana, más clásica, flavus, por las decoloraciones de un moratón, de modo que en ocasiones significaba amarillo, con quizás indicios de verde bajo la piel igual que un picardías. Tiempo ha, un azul ruborizado, si bien ruborizarse igual que un perro azul, como decía por aquel entonces el cliché, era no ruborizarse en absoluto. Lo ostentaron los covenanters, frente al rojo real. Eran inquebrantables (true blue), decían. Y Boswell nos cuenta, extraído de sus vivencias azules, que Benjamin Stillingfleet asistía a los tés literarios en casa de Elizabeth Montague ataviado con calcetas azules de lana14. Quizás también a los de Elizabeth Carter. E incluso a los de Hannah More.

AZUL: Pocas palabras se introducen con mayor amplitud en la composición del slang y los coloquialismos que bordean el slang que la palabra AZUL. Expresiva por igual tanto del mayor de los desdenes como de todo aquello que los hombres más aprecian y más aman, sus múltiples combinaciones, cualesquiera los diversos matices de significado, saludan al filólogo en cada giro. Todo un Proteo, resiste cualquier intento de rastrear los porqués de muchos de los giros lingüísticos de los cuales forma parte…

(Farmer y Henley: Slang y sus análogos)

De manera que un conjunto aleatorio de significados se ha reunido calladamente en torno a la palabra igual que se juntan las pelusas. Es lo que la mente hace. Una sola palabra, un solo pensamiento, una sola cosa, como enseñó Platón. Cubrimos nuestros conceptos, como a los peces, con nubes de red. Policías y bobbies van de azul. Los captamos y asociamos. Los orígenes imaginados reducen los ruidos de choque y contradicción, como cuando por la calle uno grita asesino azul15. Está el azul para el bebé varón, el azul de las leyes cielo azul16, azul para el pantalón vaquero, azul para el cerdo17. Del fogonero, un salmón, y del sábalo, una especie de trucha, se dice que tienen el lomo azul y tal cual (blueback) se les llama en Yorkshire, Maryland, Virginia, Maine. Desde los tiempos más antiguos ha sido emblema de la servidumbre: entre los galos, para humillar a las meretrices en los correccionales, como color del mandil del tendero, para las libreas y uniformes de toda clase, el vestuario del lacayo.

Blue: brillante, de ciertas afinidades con fuego, pira (bael), de ciertas afinidades con calvo (ballede)18, de ciertas afinidades con vistoso (bold). Curioso. Bien, la barnacla que llaman calva es un ganso azul. Y estas verdiazules y escurridizas fuentes insertan suavemente, como en mangas engrasadas, cada uso por separado en una sencilla –eso pensamos– e imparcial máquina de pensar ordenada en cuadrícula. Qué más dan los grados, lo profundo de las diferencias, los contrastes de tamaños. La misma media azul se ajusta a cualquier pierna. Qué más dan las narices de esas patatas de Nueva Escocia, las narices azules son la consecuencia de la congelación sexual, o son narices demasiado tiempo enterradas en libros subidos de tono, o demasiado a menudo restregadas con severidad arriba y abajo contra muslos en lana azul. No solo es el amor el deseo y la búsqueda de la totalidad. Es una de las pasiones de la mente. Más aún, si hay entre una perfecta mixtura de significados uno que posea un atractivo más inmediato, como de entre los contenidos de un bolsillo es un objeto un caramelo de menta, este asumirá un centro como el sol y requerirá al resto que haga dóciles turnos para girar en derredor.

Este pensamiento es en sí un centro. No regresaré a él.

Poses y actitudes azules, pensamientos azules, gestos azules… ¿es la forma o el contenido lo que se torna azul cuando se dan aquellos?… palabras y fotos azules: una joven posa ante la puerta del remolque de su familia, pechos cohibidos y triángulo atemorizado, vacía su mirada ausente… me pregunto por cuánto vendería su padre las instantáneas. Lo que mejor recuerdo, los hierbajos que crecían entre los peldaños. Pero dicen que la sexualidad puede ser peligrosamente dionisiaca. En ninguna otra parte necesitamos orden más que en cualquier orgía. ¿Qué es la forma, en todo caso, sino un paraguas sostenido ante la total ausencia de nubes? Pelo ralo, cabeza desplomada, sonrisa como un arañazo en la cara… mis amigos se trajeron su imagen de una acampada, y lo que mejor recuerdo, los hierbajos que crecían entre los peldaños. Mis sensaciones eran tan de aficionado como su fotografía. Una manzana roja entre naranjas. Qué hermoso. Dios mío.

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