Kitabı oku: «Sobre lo azul», sayfa 2

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Recordemos cómo procede el desesperado Molloy:

Aproveché que estaba en la costa para aprovisionarme de piedras de succión. Eran guijarros pero los llamo piedras… Las distribuí por igual entre mis cuatro bolsillos y las iba chupando por turnos. Esto planteó un problema que al principio resolví del modo siguiente. Yo tenía, digamos, dieciséis piedras, cuatro en cada uno de mis cuatro bolsillos siendo estos los dos bolsillos de mis pantalones y los dos bolsillos de mi abrigo. Cogiendo una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo y poniéndomela en la boca, la reemplazaba en el bolsillo derecho de mi abrigo por una piedra del bolsillo derecho de mis pantalones, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi abrigo, que reemplazaba por la piedra que tenía en la boca, en cuanto terminaba de chuparla. De manera que siempre había cuatro piedras en cada uno de mis cuatro bolsillos, aunque no exactamente las mismas piedras… Pero esta solución no me satisfacía del todo. Ya que no se me escapaba que, por una extraordinaria casualidad, las cuatro piedras en circulación podían ser siempre las mismas cuatro. En cuyo caso, lejos de estar chupando las dieciséis piedras por turnos, estaría en realidad chupando solo cuatro, siempre las mismas, por turnos.

Beckett es un hombre muy azul, y este es un pasaje muy azul. Al problema se le dedican varias páginas brillantes. La penúltima solución requiere que se guarden a la vez quince piedras en un bolsillo, y que se muevan al unísono: todas las piedras; esto es, las que no se están chupando. Se da, sin embargo, un fastidioso efecto secundario: el del peso de las piedras, en un costado, tirándole del cuerpo.

[…] sentía que el peso de las piedras me tiraba ora de un costado, ora del otro. Así que al abandonar la distribución equitativa, lo que abandoné fue algo más que un principio, fue una necesidad física. Si bien chupar las piedras de la manera expuesta, no al azar, sino con un método, era también una necesidad física, me parece. Tenemos pues aquí dos necesidades físicas incompatibles, en completo enfrentamiento. Cosas que pasan. Pero en el fondo me importaba un comino estar en desequilibrio, tironeado a derecha e izquierda, hacia adelante y hacia atrás. Y en el fondo me daba lo mismo chupar una piedra diferente cada vez o siempre la misma, hasta el fin de los tiempos. Porque todas tenían exactamente el mismo sabor.

De Sade en un harén de quintillizas no habría sido capaz de encarar de una forma más directa la cuestión de los pequeños nutrientes del amor, o el de la jodienda sin rostro, o el del tratamiento equitativo (piedras, esposas, judías, porciones de la anatomía, no lo olvidemos, por turnos), ¿y cómo podría uno describir mejor esa necesidad nuestra de un poco de seguridad en esta nuestra desdichada desagradable/desganada dificultosa/desordenada vida? Y entonces la resolución, cuando llega, ¿no es acaso un triunfo tanto de la voluntad como de la razón?

Y la solución que al final adopté fue la de tirar todas las piedras salvo una, que guardaba ora en un bolsillo, ora en otro, y que por supuesto enseguida perdí, o tiré, o regalé, o me tragué.

Como veremos, y nos avergonzaremos, porque no nos avergüenza decirlo, como ese caramelo de menta extraído del bolsillo que, del manoseo, se ha desprendido de su envoltorio, antes que nada revestimos nuestros sujetos sexuales. Es el motivo primigenio por el cual leemos… el único motivo por el cual escribimos.

Resulta por lo tanto apropiado que azul y revelar (blue/blow) hayan de ser –tan pronto como nos sea posible– del todo confundidos.

Así que, guardando uno en cada uno de mis cuatro bolsillos mientras otro lo mantengo en la boca, describiré cinco métodos comunes con los que se gana el sexo su entrada en la literatura… como a través de puertas acristaladas y ventanas apalancadas irrumpen los ladrones en nuestros sueños para violar a nuestras mujeres, robarnos las herramientas y vandalizar nuestros sueños. El más común, claro está, es el más desvergonzado: la descripción literal de material sexual –pensamientos, actos, deseos–; el segundo implica el uso de palabras sexuales de varios tipos, y verteré en los apropiados porches de vuestros oídos una de cada vil clase, pues pronunciar y alabar la letra impresa al oído es lo que el ojo adecuadamente alentado hace con gusto. El tercero puede considerarse, en cierto sentido, el corazón mismo de la oblicuidad, y la esencia por tanto del arte del artista –el desplazamiento–: el tránsito de la mente con todos sus azules y elásticos bagajes y su equipaje de vuelo desde húmedas escenas sexuales y cuerpos sudorosos a dormitorios con sus armazones de cama, sus mesillas de noche, sus vasos de agua, sus manuales de instrucciones, y de ahí a las sábanas y las fundas de almohada, y de ahí a las mellas en estas, y a los pliegues, las manchas y otros gritos de pasión que han dejado sus huellas, y por fin al oriental rostro pintado de blanco del aire amorosamente aferrado y a montañas, lagos con lascivia penetrados. Al cuarto me referiré ahora tan solo como al ojo azul cielo (en alguna parte, me parece, ha de haber una breve pizca de suspense), y el quinto, en fin, es en realidad en torno al cual canalizaré toda mi tinta, así que mejor será que lo mencione: el uso del lenguaje como un amante… no el lenguaje del amor, sino el amor del lenguaje, no la materia, sino el significado, no lo que la lengua toca, sino lo que forma, ni labios ni pezones, sino verbos y nombres.

* * *

Así que azul, la palabra y la condición, el color y el acto, se las ingenian para contenerse uno al otro, como si la botella del genio fuese su propio vientre, el hálito de la lámpara, el humo del espectro. Está ese aspecto plomizo. Está el plomo en sí, y todos esos que se llevan el plomo (bluey hunters), ladrones, esos que sustraen el metal de los tejados19, y roban también las tuberías. Está la píldora azul que es la punta de la bala20, la nariz, la ciruela, el silbador azul21, y todos los tonos azulados de la muerte.

¿Es la visión de la muerte, la idea de morir? ¿Qué nos hunde en una melancolía más profunda: la inconclusión sexual o su espástica conclusión? ¿Qué parece envolver nuestra vida con satén? ¿Qué trae el colorete a nuestras mejillas? Soledad, vacuidad, futilidad, pena… cada una es en nosotros una ausencia. No nos duele, pero hemos perdido todo placer, y el labio que nuestro labio encuentra es siempre la otra mitad del nuestro. Nuestro estado es exactamente el nombre de precisamente nada, y nuestros recuerdos, con respetuosas caras largas, vienen a vernos y a decirse los unos a los otros que jamás hemos tenido mejor aspecto; que al fin se nos ve en paz; que nuestra muerte fue –bueno– triste –tranquila– sin duda era lo mejor (todo esto con un susurro no sea que la muerte tenga oídos). Decepción, pérdida constante, desesperación, un sabor, una suave cualidad del aire, un color, un pálpito: permanentes en su tránsito. No estábamos en condiciones. Se nos escapó. No pudimos retenerla. Nunca volverá. El pesar que quiebra el júbilo continúa su martilleo. O sea que es cierto: Ser sin Ser es azul.

Lo mismo que el pigmento azul extendido en el lienzo quizás ayude a un pintor a representar la naturaleza con precisión o a proporcionarle a su obra el antedicho cariz, a realzar un área rosa esencial, o a indicar las cualidades del amor celestial, aparecen nuestros colores azules en varias tonalidades y aclaraciones. Tanto Cristo como la Virgen llevan mantos de azul porque cuando las nubes parten, la Verdad aparece. Muchas cosas se etiquetan como azules, se piensan azules, se hacen azules, tan solo porque aquí y allá hay una mota del color en alguna de sus partes como en ese salmón, el reo (bluecap), con su cabeza moteada; o las cosas que sin cuidado se llaman azules porque son violetas o moradas o grises o incluso vagamente rojas, y eso para el ojo abrumado ya se acerca lo bastante, igual que se dice que el halo pardo que rodea la llama de la lámpara de seguridad del minero para advertirle del grisú es también una caperuza azul22. O se les llama con otro nombre por razones más profundas: en el siglo noveno, cuando los escandinavos saquearon África y España, se llevaron hasta Irlanda ejemplares de los hombres azules que allí vivían, y de ahí que aquellos que ya no son vikingos a veces se refieran como azul negrata (nigger-blue) a una oscuridad especialmente resinosa. Y Parridge informa de la expresión: un cielo azul como una cuchilla. Hallamos un ojo tan azul como la propia indecencia, una indecencia tan azul como el humo de batalla, o una batalla tan azul como la pérdida de sangre. Quizás nos quedemos en tales perplejidades: tan azul como… tan azul como… por siempre jamás.

En cualquier caso, sexto (ya que la primera semana tuvo los mismos días laborables), describiré y distinguiré tres funciones para las palabras azules, modos de producción, los describiría quizás un marxista, y argumentaré que son fundamentales por igual. Por último, trataré de enumerar los principales motivos, desde el punto de vista del lector, de la obra y del escritor, para introducir desde el principio material azul. Como el mato, el damasquino y el aciano, azules. En mi recuento personal, quizás no os sorprenda averiguar, suman dieciséis pensamientos separados que con mi boca manchada de Quink23 espero envolver, claro está, por turnos.

II

Comencemos con un breve relato de lo que sucedió cuando unos piratas abordaron el barco de prostitutas Cyprian.

[…] la escena en cubierta resultaba muy atractiva para la atención dividida: los piratas sacaban a rastras a sus víctimas de una en una y de dos en dos, aturdidas o despiertas, a punta de pistola o por la fuerza. Vio cómo violaban a las mujeres en la cubierta, en las escalerillas, en las barandillas, en todas partes, de todas las maneras concebibles. Para ninguna hubo clemencia, y las presas más bonitas cayeron en las garras de dos y hasta tres hombres a la vez. Boabdil apareció con una encima de cada hombro, que lo pateaban y arañaban en vano: cuando en el alcázar le ofreció una al capitán Pound, la otra logró zafarse y trató de escapar de su monstruoso destino trepando por los flechastes de mesana. El moro le concedió una ventaja justa y se puso luego a escalar lentamente en su busca, llamándola a cada paso en un voluptuoso árabe. A cincuenta pies de altura, donde se amplifica considerablemente cualquier bandazo del casco, a la muchacha le fallaron los nervios: desnuda de brazos y piernas se arrojó por entre las cuadrículas de las jarcias y se quedó colgando a la desesperada mientras Boabdil, tras aparecer por detrás, la violaba sin piedad. Abajo en la chalupa el velero daba palmas y se reía con ganas; Ebenezer, desconsolado, se alejó.

Barth se contenta con decir que a la muchacha la violaron sin piedad, pero tan poco se tiñe de azul toda esta escena que el relato bien podría ir en un periódico sensacionalista. Hay un repunte de las violaciones, leemos, casi a diario. El sirviente de Ebenezer Cook, Bertrand, un truhan de poco fiar, se encuentra ahora a poca distancia por detrás de él «mirando con notoria avidez». Si este pasaje lo hubiese escrito él habríamos tenido una extensa descripción del gran miembro del moro. Nuestra cámara enfocaría en dirección a la fulana apresada hasta, junto con aquel, colarse en su vientre. No tendría que parecernos extraño el interés del pobre Bertrand, pues la mayoría de nosotros lo compartimos, y, al igual que Gulliver en Brobdingnag, exageramos los objetos de nuestra avaricia, deificamos los orígenes de cada picor, acrecentamos nuestras lascivias, del mismo modo que se vuelve una moneda en la mano del avaro el orbe entero de la tierra. La cubierta del Cyprian, sin embargo, no está en el mundo. No necesita un casco bajo él, luego tampoco un océano. Con sabiduría se ha hecho notar que, a este respecto, bien que estamos obligados a comer, pero existen bastantes libros realmente espléndidos en los que el asunto nunca se menciona.

Un tropel de consideraciones se acumula. Aquí puedo atender solo a unas pocas. Se observará que Barth, un maestro del arte narrativo, modula la magnitud de sus eventos y supervisa su ritmo. Cierto es que singulariza a la muchacha en las jarcias en aras de un tratamiento ligeramente más extenso, pero dicha extensión es modesta, y aun entonces existe una razón para ello: puede que se trate de la heroína, Joan Toast.

Un autor es responsable de todo lo que aparece en sus libros. Si sostiene que la realidad precisa de su descripción de lo sexual, además de poseer una estética equivocada, es un embustero, pues de seguro veremos qué pocos de sus valiosos pasajes se dedican a masticar repollos, a lavarse las manos, a estornudar, a sentarse en el retrete, o, si uno lo prefiere, a rellenar formularios, fregar suelos, animar a equipos.

Más aún, lo sexual, en la mayoría de las obras, desbarata la forma; se da un enredo casi inmediato, se pierde la proporción de los hechos; aparecen enunciados como «Tras la batalla de Waterloo, me até un cordón»; con la descomposición de totalidades previas en innumerables partes e interminables pasos, acontece una repentina, absurda y por lo demás inexplicable magnificación; prendas de ropa interior que reptan como gusanos heridos y cosas que previamente se percibían y se nombraban con sustantivos se reducen en el fogón hasta sus adjetivos. Lo que en la página anterior era una mujer es de repente un pecho, y después un pezón, después un pequeño anillo de piel encrespada, un chupete, un biberón de agua, una almohadilla. Sin plan o propósito alguno nos deslizamos de la sustancia a la sensación, del hecho al sentimiento, todo afuera se vuelve adentro, y solo oímos exclamaciones de sospechosa satisfacción: los mmm, los ooh, los aah.

A menos que sigamos drenando a través del coño hasta alcanzar la metáfora, como a menudo hace Henry Miller:

Un laberinto oscuro y subterráneo provisto de divanes y acogedores rincones y dientes gomosos y lilas y suaves achuchones y edredones de plumón y hojas de morera. Solía meterme en él despacio como un gusano solitario y enterrarme en una pequeña ranura donde el silencio era absoluto, y tan suave y sosegada era que yacía igual que el delfín en un banco de ostras. Una ligera sacudida y me vería en el Pullman leyendo el periódico, o si no en un compás de espera en el cual había redondos adoquines con musgo y puertecitas de mimbre que se abrían y se cerraban automáticamente. A veces era como montarse en un tobogán de agua, un empinado descenso y después un salpicar de cosquilleantes cangrejos marinos, los juncos meciéndose febrilmente y las agallas de unos pececillos que me lamían como a los agujeros de una harmónica.

Es cierto que en ocasiones Miller se olvida de sí mismo. Con todo, se le ha de perdonar eso que todos deseamos: olvidar en el follar. El amor es un hábito nervioso. ¿No lo han dicho muchos? Picar entre horas. Fumar. Charlar. Bromear. Se parecen como bombillas. Beber. Drogarse. Follar. Escribir. Olvidar. Nervios. Nervios, nervios, nervios. Nuestro autor no se mete en su renglón, de hecho, lo bastante, no olvida lo bastante como para ser olvidado. Habla demasiado, compulsivamente, su recuerdo lo conforman mentiras sospechosamente precisas, el detalle desmedido y anecdótico –el alarido, la postura y el tamaño del chumino, ajo y cebolla, vestíbulo o escalinata– como uno de esos guías del Vaticano.

* * *

Del ciervo común en su pelaje de invierno dicen los cazadores que está en lo azul. Estar en lo azul es estar aislado y solo. Que te manden al cuarto azul es que te manden a reclusión, una sala de confinamiento destinada al tercer grado. Que te apalee la policía, o, si uno es un metal, que te calienten hasta que los rayos más refrangibles predominen y se tiña la mena igual que esas cuchillas de afeitar de las que se dice a veces que son tan azules como el cielo, por ejemplo, cuando te encuentras de pronto a merced de una porción de tarta o en una conversación sientes que un viento del espacio exterior te congela los dientes igual que un cubito de hielo. ¿Pero qué es la forma sino papel del culo? Movamos nuestras mentes como es debido, pues antes la forma no era más que el patio de recreo de una vida, el simple lindero de un ser que, palpitando como una arteria, trazaba como siempre trazaba Matisse una línea oscura en torno a su propio hálito pálido. El roble azul. La mimosa azul. La palmera azul. No hay ningún bicho azul digno de mención, aunque está el abejorro carpintero azul, el escarabajo azul de la madera, el saltamontes de alas azules, un tipo de mariposa, la mosca azul de la carne, pero ni una sola avispa o araña. La mata, el pelaje, el bosque y la gruta.

Es así como nos aproximamos siempre a la fuente de nuestros deseos. Como observó Rilke, el amor requiere una merma progresiva de los sentidos: puedo verte a kilómetros, oírte desde varias calles; puedo olerte, quizás, desde varios metros, pero únicamente puedo tocar por contacto, saborear mientras devoro. Y al combinarlos, la vista, el sentido soberano y jefe del contenido del concepto, se nubla. «El amante –escribió Rilke– se halla en tan espléndido peligro porque ha de depender de la coordinación de sus sentidos, pues sabe que estos han de reunirse en ese centro único y arriesgado en el cual, renunciando a toda extensión, se agrupan y no obtienen permanencia alguna».

Una linterna sostenida contra la piel, mejor que esté apagada. El arte, al igual que la luz, necesita distancia, y cualquiera que intente representar la experiencia sexual de manera directa ha de encarar el hecho de que las torsiones que la componen resultan irrisorias sin su contenido subjetivo, que la intensidad de dicho contenido enseguida rebasa su causa aparente, de que la experiencia al completo se vuelve finalmente inarticulada, de que no existe ningún gran arte que trabaje desde tan cerca. No es empresa para aficionados. Incluso los mejores son traicionados.

Caspar Goodwood toma de repente entre sus brazos a Isabel Archer: «Su beso fue como un relámpago blanco, un destello que se extendía y se extendía de nuevo, y perduraba […]» y Henry James, de manera bastante inconsciente, prosigue diciendo que «fue extraordinario, como si, mientras ella lo recibía, sintiera cada una de las partes de su firme masculinidad que menos la había complacido, cada agresiva facción de su rostro, de su figura, de su presencia, justificadas por la intensa identidad de aquella y unificadas con aquel acto de posesión». Pero jamás volvió a cometer este error.

La blue lucy es una planta curativa (la brunela). Blue John llaman a la leche desnatada. Un blue back (dorso azul) es un billete confederado. Los blue bellies (panzas azules) son los unionistas. Al ungüento de mercurio, usado para la destrucción de parásitos, lo llaman mantequilla azul, y pese a que ese hongo que todos hemos visto cubrir el pan sea verdiazul, aun así se le llama moho azul.

Así que Barth sabiamente destaca que la dama es violada sin piedad y hace que su héroe se aleje con tristeza. Pero la cubierta del Cyprian no está en este mundo. ¿Nos contentaríamos aquí, donde estamos, servilleta al cuello, con observar distantemente nuestro chuletón, y recibir informes de que ya nos lo hemos comido pero sin los placeres de la masticación? No –aquí solo nos contentarán los primeros planos–. Nos aproximamos, en efecto, hasta que haya entrado en nosotros. La diferencia entre «el chuletón» y «el azul» podría parecer al mismo tiempo demasiado estrecha y demasiado amplia para ser significativa. Aunque, de muchas maneras, estos apetitos resulten bastante similares, no existe ninguna modalidad literaria comparable a la ijada tostada y humeante; las marcas de cada diente no se quedan grabadas con regocijo en ninguna parte; los flujos de saliva, los gruñidos que desembocan desde la garganta, el deleite de cada bocado que se traga, el tajo del cuchillo, su rechinar contra el plato de debajo, el calor… me rugen las glándulas mientras lo describo… la especiada salsa picante en la que nada la salchicha… no hay un Homero para ellos; ni tampoco un Henry Miller, o un Akbar del Piombo; solamente hay un James Beard y una Julia Child1, maestros de las listas de la compra.

Como escritores no dudamos en interrumpir a los asesinos, en colocar el tiempo patas arriba, darle la vuelta y disponer por lo demás los hechos en el orden estético elegido, pero ¿cuántos ejemplos de semejantes coitus interruptus se dan en los libros que nos hablan con tanta franqueza de esa vida que con franqueza jamás llevamos? ¿Con qué frecuencia llega la inserción antes que la erección, anticipa el flaquear de rodillas el beso?

Me gustaría sugerir que, al menos a simple vista, la historia de una copulación embestida a embestida resulta exactamente igual de absurda que el relato del consumo de un chicle mascada a mascada.

* * *

La adoración de la palabra ha de ser pagana y politeísta. No resiste un dios único. Los escoceses usan el azul con brillantez, por ejemplo, y tienen su propio término, blae, para lo azul agrisado, lo azul plomo y lo lívido. Al acentor común lo llaman más bien blue hafit (sien azul), y si rastreamos sus nombres para el lumpo o búho de mar, un pez de apariencia burda, nos topamos con bluepaidle, o el más común incluso cockpaidle. El diccionario resulta tan perturbador como el mundo, repleto de seductores paralelismos y engañosas coincidencias. Al mismo pez lo llaman paddlecock2 debido a la piel tuberculosa que envuelve su aleta dorsal y que se asemeja a la cresta del señor del corral.

Supongamos que las partes pudendas de cualquier señorita tuviesen un nombre que solo ella conociera. Supongamos que el nombre del chumino de Ellen fuese Rosalie. Ese nombre entonces, si tomásemos posesión de él, delataría una intimidad por nuestra parte que ningún padre o amante podría pasar por alto, como si hubiésemos estado al tanto de ese lunar en su monte de Venus. Desde el primer «En el principio…» se ha pensado que las palabras poseen propiedades mágicas. Pueden, nos aseguran las autoridades, persuadir, apresar, asustar, bendecir. Pueden estimular, condenar, enfurecer, matar, acariciar. Si los signos no son lo mismo que las cosas que designan, son al menos un segmento esencial, de manera que decir la palabra, Rosalie, es a medias una ocupación de Ellen. Mirad cómo le sube la sangre por su delgado cuello de botella. Lo que el hechicero tenía de naíf era la creencia de que las cosas tienen en efecto nombres, pero igualmente naíf resultan esos instruidos y sensatos que rechazan cualquier conexión entre azul y azul más allá de lo simplemente funcional, Rosalie y la mata de Ellen. Las palabras son propiedades de los pensamientos, y sin ellas los pensamientos no pueden pensarse. Nos hallamos verdaderamente en lo azul, y si intentamos pensar lo azul sin pensar lo azul, nos vemos forzados al eufemismo: la hermosa explanada de Ellen, diremos, el alegre amiguito bigotudo de Ellen, el Santa Claus del Polo Sur, etcétera.

Lo que nos remite a Fanny Hill, un libro sucio sin una sola palabra sucia; ni es tampoco la obra tan exitosamente sugerente como su título. Abundan las escenas de sexo explícito, pero «pasional locomotora» es tan directo como al propio Cleland le es posible ser. Tenía una profunda noción del rubor para el lenguaje azul. Tal como ha observado recientemente Christian Enzenberger:

Su [del lenguaje] reacción frente a la grosería es inevitablemente de impotencia si no de manifiesta hostilidad. Se resiste, comienza a tartamudear, si han de pronunciarse palabrotas las pronuncia, pero con hosquedad, por obligación como quien dice, de la forma más indiferente, o lo que es lo mismo, por medio de onomatopeyas: en resumen, el lenguaje se avergüenza tanto como el propio hablante y prefiere refugiarse en el estilo indirecto. (Grosería: anatomía de lo sucio)

Lars Porsena o el futuro de los tacos y el lenguaje indecoroso, un breve librito azul, se escribió en los años veinte. En él, su autor, Robert Graves, reproduce la definición de Robert Butler de la Gente Amable como «gente de mentes sucias» con el fin de señalar que su libro fue escrito para Gente Amable como aquella, y para disculparse en parte por las discreciones de este.

Observen con qué delicadeza he evitado y aún evito escribir las palabras x––– e y–––, y danzo alrededor de muchísimas otras de distribución igual de amplia y popular. He cedido ante la sociedad en la que me muevo, que es una sociedad obscena: esto es, se doblega emocionalmente ante la validación del tabú a la vez que lo objeta intelectualmente. He permitido que un eminente letrado revise estas páginas con lápiz azul y que tache un párrafo tras otro de escritura perfectamente limpia.

Estos escrúpulos no son ya necesarios. Yo no los practico. No puedo sin embargo decir con honestidad que vea en nuestro pensamiento, vida o escritura alguna mejora digna de consideración, ahora que «follar» puede decirse y hasta verse en público, porque su aparición es tan involuntaria e hipócrita como lo era su anterior ausencia. Tememos parecer unos mojigatos. Tememos también una pérdida en nuestros rendimientos. Así que pene lo apuntamos en verde, y luego verga la marcamos en amarillo. Polla puede valer pero solo los colegiales tienen picha. Y así avanza la civilización, a restregones y lametazos.

Eso sí, toda novela sobre la camaradería entre soldados muchachotes cree que no es posible matar ni animales ni personas sin antes insultar a alguien. Puesto que a los animales a los que se está a punto de asesinar se los honra, uno ha de insultar a sus batidores. Como todo el mundo sabe, en las trincheras no hay chicas, de modo que no hay ocasión para tener sexo (nuestra sabiduría pasional tendría que sonreírse con esta observación); hay, sin embargo, mucha hombría que consiste en decir «mierda» con cada aliento que no se ha empleado en escupir. Cada rifle está erecto. Sería complicado imaginar una obra en la que hubiese todo tipo de palabras para los perros, los gatos y las vacas, sus naturalezas y partes (como en la expresión aquella, «by doggies»3), sin que apareciera en ella ni un solo animal (desde luego, ni perro ni gato ni vaca), pero esto es normal en la literatura de expresión férrea (o lo que es lo mismo, avergonzada). Esta clase de firmeza es, claro está, la cara visible de la debilidad, y requiere un uso especial del lenguaje que me gustaría dejar aparte para una mención posterior.

Los siguientes versos de la Primera Guerra Mundial, que Graves cita, ilustran estupendamente la vileza del habla ruda.

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