Kitabı oku: «Como errante que no quiere nada», sayfa 2
II. Que todo no se olvide
Alguien escribirá de esta época en un tiempo futuro,
alguien dirá que nuestros escritos fueron geniales e incompletos.
Dirán que nuestros antepasados no importan,
que fuimos mezcla de rebeldía y libertad,
que nuestros padres no leyeron libro alguno
(esto tampoco importa)
pero trabajaron para adquirirlos.
Como un caso político intimidador,
aquel que escriba biografías revolverá la historia.
La verdad de nuestras mentes, nuestras almas,
correrá por hemerotecas y videotecas
—algún resultado tendrá acudir a ellas—,
salvo que nos encuentren atados a las palabras,
pero nunca dirán que fuimos malos.
Solamente apocalípticos.
Alguien escribirá de esta época y espero no ser yo.
III. Sobre los apellidos y los abuelos
El abuelo Guillermo Siguas
era un nómade como casi todos sus hijos, nietos y yo.
Era griego con quesos y cabras
(espero no recibir esa herencia que nos ha hecho tanto mal).
En tiempo de guerra le dio amor a una joven que después
sería su esposa.
Bajó como una araña y se refugió en tiendas y carpas,
se balanceó tanto en su hamaca
que vio a sus dos hijos en su cabeza.
Sacrificó cabras
(la carne seca era para las sequías)
y así vivió tristemente feliz
mientras su corazón vibró todo el tiempo
abrazando a cada hijo y también a su esposa.
Zacarías Siguas introdujo en sus libros
boletos y mucha lana.
Fue brujo del sol y de la luna
para una agricultura perfecta.
Su esposa era alta y con trenzas, se llamaba Juana.
Jamás la conocí
(me hubiera gustado)
—el gusto es mío, señora.
Solo la vi en un cuadro en blanco y negro,
tenía la mirada cansada, eso habrá sido en 1880.
Desde esa fecha recuerdo todo por intuición.
Joaquín en vilo (inventario desolado)
En una hoja añeja pegada en la parte de atrás de mi puerta
tengo escritas, en orden de importancia, las cosas propuestas para este año.
Ya estamos a mitad de calendario
y he cumplido con un par de ellas, el resto me parece imposible.
La hoja está repleta como un cine durante una película de estreno.
La sostengo en mi mano, disimulo no haber escrito nada.
Y vuelvo a escribir. Hago mi inventario,
que no es más que el pasatiempo de un domingo.
Como me cortaron la luz, no puedo sino admirar a la chica del primer piso.
Es bajita, tiene los ojos borrachos,
un saco beige y un bluejeans que cuentan historias,
historias que jamás me enredarán.
Yo quiero explicarle mi cordura y soledad
para dejarla tranquila y ya no mirarla,
pues la tengo en la primera línea de mi hoja añeja,
de mi inventario desolado.
Entonces me grabaré en la cubierta de su cuaderno,
le diré tantas cosas infinitas como versos de números,
o le inventaré que existe Comatrana donde,
sin tener playas cercanas,
todos los días se come pescado fresco.
Pero ella enciende la vida como farol en un cuento de Poe
y sus ojos sin dirección me llevan al sitio correcto,
al cuarto celeste, donde me inclino
a mirarla desde la puerta del ropero.
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