Kitabı oku: «Sueño En El Pabellón Rojo», sayfa 31
—Muy bien —dijo Baoyu—, conservaremos estos objetos y esta noche distribuiremos algunas limosnas.
Entonces el sacerdote se retiró y la Anciana Dama y su séquito subieron al pabellón principal a descansar, mientras Xifeng y sus acompañantes pasaban a ocupar el ala este. Las doncellas, acomodadas en el ala oeste, se fueron turnando para atender a sus señoras.
Jia Zhen apareció para informar de que en el sorteo que se había realizado ante el altar había aparecido en primer lugar la ópera titulada La serpiente blanca.
—¿Cuál es el argumentó? —preguntó la Anciana Dama.
—Trata sobre el primer emperador de la dinastía Han, que mató una serpiente y luego fundó la dinastía. La segunda será Cada hijo un alto funcionario [3] .
—¿Conque ésa es la segunda? —dijo la anciana asintiendo con la cabeza mientras sonreía—. Pues si ésa es la voluntad de los dioses, que así sea. ¿Y cuál es la tercera?
— El sueño del Estado Tributario Meridional [4] .
Sobre ésta, la anciana calló. Jia Zhen se retiró a preparar las plegarias escritas y quemar incienso. Una vez hecho todo esto, ordenó a los actores que empezaran. Pero dejemos este asunto.
Baoyu, sentado junto a su abuela en el piso superior del pabellón principal, pidió a una de las doncellas que le trajera la bandeja con los regalos. Cuando se hubo puesto el jade revisó los regalos, mostrándolos uno por uno a la anciana, a quien le llamó la atención un unicornio de oro decorado con esmalte turquesa. Tomó la pieza.
—Estoy segura de que una de las muchachas lleva uno similar —comentó.
—La prima Xiangyun tiene uno parecido, sólo que más pequeño —le dijo Baochai.
—¡Eso es! —exclamó la Anciana Dama.
—¿Y cómo no me he dado cuenta de eso en todo el tiempo que lleva con nosotros? —preguntó Baoyu.
—La prima Baochai es observadora —comentó Tanchun entre risitas—. Y además nunca olvida lo que ve.
—Pues no es tan observadora cuando se trata de otras cosas —comentó cáusticamente Daiyu—, aunque desde luego sí que lo es cuando se trata de baratijas que se llevan colgadas del cuello.
Volviendo el rostro, Baochai pretendió no haber escuchado.
Apenas supo que Xiangyun tenía un unicornio, Baoyu recogió el de la bandeja y se lo guardó en el pecho. Luego, temeroso de que los presentes hubieran adivinado sus intenciones, lanzó una mirada subrepticia a su alrededor. La única que le estaba prestando atención era Daiyu, que balanceó la cabeza con una mirada pensativa. Esto incomodó a Baoyu que, volviendo a sacar el unicornio se lo mostró diciendo:
—Es simpático. Lo guardaré hasta que lleguemos a casa y una vez allí lo ensartaré en un cordel para que te lo pongas al cuello.
Daiyu sacudió la cabeza.
—No me interesa.
—Entonces lo guardaré para mí —dijo el muchacho guardándoselo otra vez en el pecho.
Antes de que pudiera decir más llegaron la señora You y la segunda esposa de Jia Rong, con la que se había casado tras la muerte de Qin Keqing, a presentar sus respetos.
—No teníais por qué haber venido —protestó la Anciana Dama—. Sólo he salido a dar un pequeño paseo.
Al día siguiente se anunció la llegada de un recado del general Feng, que, al enterarse de que la familia Jia celebraba una ceremonia en la abadía, preparó regalos consistentes en cerdos, ovejas, incienso, velas y confites que envió allí. Al enterarse, Xifeng salió corriendo al pabellón principal.
—¡Vaya! —exclamó aplaudiendo—. Esto sí que no lo esperaba. Nosotros hemos considerado este desplazamiento como una pequeña excursión, pero nos envían regalos como si fuéramos a hacer un gran sacrificio. La culpa es de la Anciana Dama. Ahora tendré que preparar gratificaciones para los porteadores.
En ese momento llegaron dos esposas de mayordomos de la familia Feng, y antes de que partieran llegaron más regalos del viceministro Zhao, y luego, sucesivamente, de todos los parientes y amigos que habían sabido que las damas de la familia Jia estaban celebrando un servicio en la abadía.
La Anciana Dama empezó a lamentar la expedición.
—Éste no es un sacrificio protocolario —dijo—. Sólo hemos salido a divertirnos, pero veo que estamos produciendo muchas molestias.
Así que asistió a una sola representación y aquella misma tarde volvió a casa, negándose a regresar al día siguiente.
—Para construir una casa hay que remover la tierra; para construir un muro también. ¿Por qué no llegamos hasta el fondo de este asunto? —razonó Xifeng—. Ya que hemos molestado a todo el mundo, bien podríamos hoy divertirnos.
Pero Baoyu mantenía un gesto cetrino desde el momento en que Zhang el taoísta había hablado con su abuela acerca de su matrimonio. Seguía indignado con el sacerdote y sorprendía a todos con sus invectivas contra él.
—No quiero volver a verlo —decía.
En cuanto a Daiyu, sufría una leve insolación.
En fin, la Anciana Dama no dio su brazo a torcer y, al ver que no cambiaría de opinión, Xifeng reunió a un grupo y regresó a la abadía.
La indisposición de Daiyu preocupaba tanto a Baoyu que se negó a probar bocado y, una y otra vez, acudía a preguntar por su salud. Daiyu, a su vez, se preocupaba por él.
—¿Por qué no vas a ver las representaciones? —le preguntó—. ¿Por qué te quedas?
Baoyu seguía molesto con el servilismo del taoísta, y, al oír a Daiyu decir eso, pensó: «Puedo entender que otros no me comprendan, pero ya incluso Daiyu se burla de mí». Con ello su enojo se multiplicó. En ningún otro caso hubiese estallado, pero al tratarse de Daiyu el rostro se le cubrió de sombras.
—Muy bien, muy bien —dijo—. Nos hemos conocido en vano todos estos años.
—¿Que nos hemos conocido en vano? —rió ella con sarcasmo—. Yo no poseo, como otras, dijes que emparejen con los tuyos.
El muchacho se le acercó tanto que sus rostros se tocaron.
—¿Eso significa que realmente quieres invocar al cielo y a la tierra para destruirme? —preguntó. Y antes de que ella pudiera entender lo que le estaba diciendo, él prosiguió—: Justo ayer te hice un juramento a propósito de todo esto, y hoy vuelves a insistir sobre lo mismo. ¿De qué te han de servir el cielo y la tierra si me destruyen?
Daiyu recordó su anterior conversación y comprendió que había cometido un serio error. Se sintió llena de vergüenza y, muy nerviosa, se puso a sollozar.
—Que también me destruyan el cielo y la tierra si te deseo algún mal —dijo—. ¿Por qué me hablas así? Ah, ya sé. Cuando ese taoísta habló ayer de matrimonio tú temiste que impidiera la unión para la que estás felizmente predestinado, y ahora estás desahogando conmigo tu amargura.
Baoyu siempre había sido deplorablemente extravagante. Más aún, su intimidad con Daiyu venía de la infancia y ambos compartían ideas y sentimientos. Por eso, ahora que sabía un poco más y había leído algunos libros eróticos sentía que ninguna de las maravillosas muchachas que había visto en casas de parientes o amigos era rival digna de ella. Hacía tiempo que su corazón la deseaba, pero a la vez se negaba a admitirlo. Por eso, entre su alegría y su tristeza, recurrió a todos los medios para ponerla secretamente a prueba.
Por otra parte Daiyu, en su correspondiente excentricidad, también ocultaba sus sentimientos para probarlo a su vez a él.
Así es como, para ponerse a prueba mutuamente, ambos escondían sus verdaderos sentimientos. «Cuando lo falso encuentra a lo falso, la verdad se manifiesta», dice el viejo proverbio, y por ello era inevitable que en el proceso de manifestación de la verdad las querellas fuesen frecuentes y triviales.
Ahora Baoyu estaba pensando: «Puedo perdonar a otros que no me comprendan, pero tú deberías saber que eres la única para mí, y en lugar de consolarme te limitas a provocarme. Es inútil que piense en ti cada minuto del día: no hay lugar para mí en tu corazón». Lo pensaba, sí, pero era incapaz de decir en voz alta algo parecido.
En cuanto a Daiyu, estaba pensando: «Sé que tengo un lugar en tu corazón y que no tomas en serio todas esas paparruchas del oro que se empareja con el jade, pero cada vez que saco a relucir el tema tú deberías tomarlo con absoluta normalidad para demostrarme que nada significa para ti esa tontería. En vez de eso armas un escándalo cada vez que lo menciono, lo cual demuestra que piensas en ello todo el tiempo y temes que, al mencionarlo, yo sospeche algo. Por eso montas toda esa farsa de la molestia y del enfado, que en realidad no tiene otro objeto que mantenerme engañada».
Ciertamente ambos corazones eran uno, pero cada uno de ellos era tan sensible que sus anhelos de estar juntos culminaban en el distanciamiento.
En ese momento Baoyu se estaba diciendo: «Nada me importa mientras tú seas feliz. Con gusto moriría por ti en este preciso instante, lo sepas o no. Así al menos podrás sentir que estás cerca, y no lejos, de mi corazón».
Mientras tanto, Daiyu pensaba: «Cuídate. Cuando tú eres feliz, también yo lo soy. ¿Por qué habrías de sentirte mal por mi culpa? Deberías saber que tu malestar es el mío, pues cuando ocurre no me dejas estar cerca de ti».
Con lo cual, la preocupación que cada uno sentía por el otro no hacía más que acrecentar la distancia entre ambos, pero como es difícil describir sus íntimos pensamientos habremos de contentarnos con dar cuenta de sus acciones.
Oyendo a Daiyu hacer alusión a una unión «para la que él estaba felizmente predestinado», Baoyu se enfureció. La rabia le impidió articular palabra, pero se arrancó el jade del cuello y lo arrojó al suelo.
—¡Objeto inmundo! —gritó rechinando los dientes—. Te haré añicos y así acabaré de una vez con este asunto.
Pero el jade no sufrió el menor daño. Entonces, mientras él buscaba desesperadamente algo con que hacerlo pedazos, Daiyu sé echó a llorar.
—¿Por qué quieres destruir ese mudo objeto? —dijo entre sollozos—. Mejor destrúyeme a mí.
Zijuan y Xueyan entraron a terciar en la disputa. Al ver a Baoyu dándole martillazos al jade intentaron arrebatárselo, pero no lo consiguieron; y como el problema era más serio que de costumbre, tuvieron que llamar a Xiren, que entró corriendo y logró rescatar la piedra.
Baoyu sonrió amargamente.
—¿Acaso ya ni siquiera puedo destrozar lo que me pertenece? ¿Qué más os da a vosotras?
Xiren no lo había visto nunca tan airado, con el rostro tan lívido y convulso.
—Una disputa con su prima no es motivo para destruir el jade —le dijo Xiren tomándole una mano en un intento de persuadirlo—. Imagine lo mal que se habría sentido ella si llega a destruirlo.
Eso conmovió a Daiyu, pero inmediatamente la entristeció aún más la idea de que Baoyu la tenía menos en cuenta que a Xiren, de manera que arreció su amargo llanto. Tan pesarosa se sentía que vomitó la medicina de hierbas que había ingerido un momento antes.
Zijuan le trajo corriendo un pañuelo que pronto quedó empapado, y Xueyan empezó a darle masajes en la espalda.
—¡No importa lo molesta que se sienta, señorita, piense en su salud! —le pidió Zijuan—. Ya empezaba a sentirse mejor después de haber tomado la medicina; ha sido todo este lío con el señor Bao lo que le ha producido náuseas. Imagínese lo mal que se sentiría el señor Bao si usted cae enferma.
Eso conmovió a su vez a Baoyu, pero también le hizo pensar que la consideración que le tenía Zijuan era mayor que la de Daiyu. Ésta ya tenía las mejillas inflamadas y rojas. Llorando y ahogándose, con el rostro surcado de sudor y lágrimas, parecía terriblemente frágil, y verla así compungió intensamente a Baoyu.
«Nunca he debido discutir con ella poniéndola en semejante estado —se reprendió a sí mismo—. Ni siquiera puedo sufrir en su lugar.» Y con estos pensamientos, él también se echó a llorar.
A Xiren le dolía el corazón de ver a los dos muchachos llorar tan amargamente. Tocó las manos de Baoyu: estaban heladas. Quiso pedirle que dejara de llorar, pero temió que en ese momento no le sentara bien que lo refrenaran; por otra parte, consolarlo hubiera parecido una desatención a Daiyu. Consideró que las lágrimas podrían servir para calmar a todo el mundo, de modo que ella también se echó a llorar.
Zijuan, que ya había limpiado todo y abanicaba suavemente a Daiyu, se sintió tan afectada cuando vio a los tres llorando en silencio que ella también acabó llevándose un pañuelo a los ojos.
Y los cuatro siguieron llorando hasta que Xiren, forzando una sonrisa, dijo a Baoyu:
—Sin tener en cuenta más motivos, sólo el cordón de su jade debería impedirle pelear con la señorita Lin.
Olvidando sus náuseas, Daiyu se abalanzó sobre ella y le arrancó el jade de las manos, asió unas tijeras y, con rápidos movimientos, cortó el cordón que había trenzado con sus propias manos. Xiren y Zijuan intentaron impedírselo, pero llegaron demasiado tarde.
—Todo mi trabajo en vano —sollozó Daiyu—. No lo aprecia. Tiene quien le haga uno mejor.
Xiren, apresuradamente, le arrebató el jade.
—¿Por qué hace eso? —protestó la doncella mientras se lo quitaba—. Es culpa mía. Debí quedarme callada.
—¡Córtalo en pedacitos! —retó Baoyu a Daiyu—. De todos modos no pienso volver a usarlo, así que no me importa.
Durante la conmoción, unas viejas amas habían salido sigilosamente a informar a la Anciana Dama y a la dama Wang de aquel desaguisado, pues al oír a Daiyu llorando y vomitando, y a Baoyu amenazando con hacer añicos su jade, no quisieron hacerse responsables de cualquier percance que pudiera resultar. Su vehemente informe alarmó tanto a la Anciana Dama y a la dama Wang que ambas se trasladaron corriendo al jardín a ver qué horrible cosa había sucedido. Xiren estaba fuera de sí, acusando a Zijuan de haber molestado a las señoras, mientras Zijuan responsabilizaba a Xiren de lo propio.
Cuando la anciana y la dama Wang descubrieron que los jóvenes estaban tranquilos y reinaba la calma entre ellos, descargaron su furia sobre las dos doncellas principales.
—¿Por qué no los cuidáis bien? —les dijeron—. ¿Es que no podéis hacer nada cuando empiezan a discutir?
Ambas doncellas tuvieron que soportar dócilmente una larga reprimenda, y las cosas no volvieron a la normalidad hasta que la Anciana Dama se hubo llevado a Baoyu.
El día siguiente, tercero del mes, fue el cumpleaños de Xue Pan, y toda la familia Jia fue invitada a un festín con representaciones. Baoyu no había visto a Daiyu desde el incidente y se sentía tan deprimido y lleno de remordimientos que no hubiera podido disfrutar del espectáculo, por lo que alegó estar enfermo para evitar comparecer a una reunión a la que no quería asistir.
Daiyu no estaba realmente enferma; sólo afectada por el calor. Cuando supo que Baoyu no asistiría pensó: «Su debilidad son los banquetes y las óperas. Si hoy no asiste es porque todavía está enojado con el asunto de ayer, o porque sabe que yo no iré. Nunca debí cortar el cordón de su jade. Estoy segura de que no volverá a usarlo a menos que le haga otro». También ella se sentía culpable.
La Anciana Dama había alimentado la esperanza de que sus ánimos mejorasen y ambos muchachos se reconciliaran mirando juntos las óperas. Por eso, cuando se enteró de sus negativas, se enfureció.
—¿Qué pecados habré cometido en una vida anterior para tener que sufrir a unos niños tan difíciles? —se lamentó—. No pasa un día sin que surja una nueva preocupación. Cuánta razón encierra aquel proverbio: «Si no se enfrentan, no se unen». Cuando haya cerrado los ojos y exhalado el último suspiro, que peleen todo lo que quieran: ojos que no ven, corazón que no siente. Pero todavía no estoy en ese trance.
Y se echó a llorar, desconsolada.
Cuando las palabras de la Anciana Dama llegaron a Baoyu y a Daiyu, ambos, que desconocían el proverbio citado por la anciana, se dieron a meditar acerca de su significado con la cabeza agachada y los ojos anegados en lágrimas. Cierto que continuaban separados: una llorándole a la brisa en el refugio de Bambú, el otro suspirándole a la luna en el patio Rojo y Alegre; pero, a pesar de su separación, sus corazones eran uno.
Xiren reprendió a Baoyu:
—Es culpa suya. Antes criticaba a los muchachos que disputaban con sus hermanas, o a los hombres que reñían con sus esposas, y los consideraba demasiado estúpidos para comprender el corazón de las muchachas. Ahora es usted mismo quien se comporta de esa manera. Pasado mañana, el día cinco, se celebrará la fiesta, y si ustedes dos siguen lanzándose dardos con la mirada la Anciana Dama se enfadará aún más y nadie estará tranquilo. ¡Olvide su disgusto y pida perdón! Lo pasado, pasado está. ¿No sería mejor para los dos?
Sabrán si Baoyu siguió o no el consejo de Xiren escuchando el siguiente capítulo.
Capítulo XXX
Recurriendo a un abanico, Baochai
se burla de los dos primos.
Dibujando el carácter Qiang, Lingguan conmueve
profundamente a un tonto que la observa.
Llena también de remordimientos después de su pelea con Baoyu, a Daiyu no se le ocurrió, sin embargo, ningún buen pretexto para hacer las paces con él, de modo que pasó todo el día y la noche desalentada y sin consuelo. Zijuan, que adivinó sus sentimientos, trató de amonestarla.
—Lo cierto, señorita, es que actuó con mucha ligereza el otro día —le dijo—. Nadie conoce al señor Baoyu mejor que nosotras, y no es la primera vez que la emprende a golpes con ese jade.
—De manera que te pones de su parte y me culpas a mí de lo sucedido… —replicó Daiyu escupiendo a la doncella—. ¿Por qué razón actué con mucha ligereza?
—Si se pudo haber resuelto fácilmente el problema, ¿por qué cortó el cordón del jade? Ese gesto la hizo a usted más culpable que el señor Baoyu. Él siempre es paciente y amable con usted; en cambio, señorita, son sus enfados y la manera que tiene de retorcer las palabras lo que provoca discusiones.
Antes de que Daiyu pudiera responder tocaron en la puerta.
—Es la voz del señor Baoyu —dijo Zijuan sonriendo—. Vendrá a disculparse.
—No lo dejes pasar.
—Eso no estaría bien, señorita. Hace muchísimo calor fuera. No le vaya a dar una insolación.
Y abrió la puerta, haciendo pasar a Baoyu con una sonrisa.
—Pensé que nunca volvería a cruzar nuestro umbral —dijo la doncella—, y ya ve, aquí está de nuevo.
—Tomas las cosas demasiado en serio —dijo él con una leve risa—. ¿Por qué no habría de volver? Incluso muerto, mi fantasma seguiría viniendo aquí a penar cien veces al día. ¿Está mejor mi prima?
—De salud, sí; de sentimientos, no.
—Yo sé lo que le pasa.
Al entrar encontró a Daiyu sobre la cama presa de un ataque de llanto, producto esta vez de la emoción al verlo llegar.
Él se le acercó jovialmente y preguntó:
—¿Te sientes mejor?
Daiyu no respondió, limitándose a enjugar sus lágrimas mientras él se sentaba al borde de la cama.
—Sé que no estás realmente enfadada conmigo, pero si dejo de venir otros hubieran pensado que hemos vuelto a reñir y no tardarían en aparecer para terciar entre nosotros, como si tú y yo fuéramos extraños. Así que aquí estoy, pégame, insúltame o lo que quieras, ¡pero hazme caso, mi dulce, querida, queridísima prima!
En efecto, ella había tomado la decisión de ignorarlo, pero el discurso que acababa de oír le demostraba que él la quería más que a nadie, y tantas dulces palabras acabaron por vencer su resistencia.
—No es necesario que me halagues —dijo Daiyu entre sollozos—. Nunca volveré a ser tu amiga. Compórtate como si me hubiese ido.
—¿Y dónde te irías? —preguntó él riendo.
—A mi casa.
—Te seguiría.
—¿Y si muero?
—Me haría bonzo.
—¿Qué dices? —exclamó Daiyu frunciendo el ceño—. ¿Por qué dices esas tonterías? Piensa en todas tus hermanas y primas. ¿Tantas vidas tienes que puedes hacerte monje cada vez que una de ellas muera? A ver qué dicen las otras cuando se lo cuente.
Baoyu tuvo la impresión de que había cometido un nuevo error imperdonable; avergonzado, dejó caer la cabeza sin pronunciar palabra, celebrando en su interior que no hubiese nadie más en el cuarto. Dominada por una furia que le impedía hablar, ella le clavó unos ojos indignados que le hicieron arder las mejillas. Entonces, apretando los dientes, presionó un dedo contra la frente de Baoyu.
—¡Especie de…!
Pero la exclamación concluyó con un sollozo y cogió un pañuelo para secarse las lágrimas.
Baoyu sentía el corazón pesado y estaba avergonzado por haber hablado tan tontamente. Cuando ella le tocó la frente y se echó a llorar, a él también le acometió un ataque de llanto. Había olvidado traer un pañuelo y se secó los ojos con la manga. A través del velo de sus ojos anegados, Daiyu vio que vestía una túnica nueva de lino morado. Se volvió y sacó de la almohada un pañuelo de seda que le arrojó en silencio, para luego volver a cubrirse el rostro lloroso.
Baoyu tomó el pañuelo y se secó las lágrimas; luego le tomó una mano.
—Me estás partiendo el corazón con tus lágrimas —le dijo—. Vamos a ver a la Anciana Dama.
—¡Quítame las manos de encima! —exclamó ella apartándose—. Ya no eres un niño, pero sigues actuando de una manera desvergonzada. ¿No puedes comportarte?
La escena fue interrumpida por un grito:
—¡Gracias al cielo!
Ambos muchachos se volvieron. Era Xifeng, que entraba alegremente.
—La Anciana Dama está tronando contra el cielo y la tierra. Insistió en que viniera para comprobar si habíais hecho las paces. Yo le dije: «No se preocupe, en menos de tres días volverán a ser amigos». Pero me reprendió por perezosa, así que tuve que venir. Bueno, pues resulta que yo tenía razón. Me pregunto qué motivos tenéis para discutir. Amigos un día, enemigos al siguiente… sois peores que los niños. Ahora, sin ir más lejos, estáis llorando cogidos de la mano, pero ayer parecíais gallos de pelea. Vamos rápido a ver a la Anciana Dama, que pueda liberar su corazón de la inquietud que lo oprime.
Y diciendo esto cogió la mano de Daiyu con intención de llevarla consigo, pero cuando la muchacha se volvió para llamar a sus doncellas no encontró a ninguna.
—¿Para qué las quieres? —preguntó Xifeng—. Yo cuidaré de ti.
Y la llevó desde el cuarto, con Baoyu detrás, hasta los aposentos de la anciana.
—Ya le dije que no había motivos para preocuparse, que ellos solos se arreglarían —anunció jubilosamente Xifeng irrumpiendo en el cuarto de la dueña de la casa—. Nuestra anciana antepasada no quiso creerme e insistió en enviarme como apaciguadora, pero cuando llegué ya se habían pedido disculpas el uno al otro y estaban unidos como águila clavando sus garras en halcón. No necesitaron ayuda.
La comparación desató una carcajada general. También Baochai, que estaba allí, se rió. Daiyu no dijo nada y tomó asiento junto a la Anciana Dama.
Por hablar de algo, Baoyu dijo a Baochai:
—Hoy es el aniversario de tu hermano, pero como no me sentía muy bien y además no tenía ningún regalo que ofrecerle, ni siquiera he acudido a desearle larga vida. Si ignora que me he sentido indispuesto pensará que ha sido indiferencia por mi parte, o incluso ofensa. ¿Me harás el favor de disculpar mi ausencia ante él, prima?
—Eres demasiado puntilloso —dijo Baochai—. No te habríamos dicho nada aunque la única excusa para no acudir hubiera sido que no te apetecía; cuanto más cuando la razón es que estabas indispuesto. Como primos que sois, siempre os estáis viendo y no tiene sentido que os tratéis como extraños.
—Me gustaría que también otros lo entendieran así —suspiró Baoyu.
Y añadió:
—¿Cómo no estás viendo las óperas, prima?
—Tenía mucho calor y no he podido soportar más de dos piezas, pero como las invitadas se quedaron yo tuve que fingir una indisposición para poder escabullirme.
La respuesta de Baochai le pareció a Baoyu una alusión a su propia excusa y, en su incomodidad, dijo con una sonrisa tímida:
—Con razón te comparan con la dama Yang [1] , pues eres a la vez «regordeta» y «muy sensible al calor».
El comentario enfureció tanto a Baochai que estuvo a punto de estallar. Pudo controlarse a tiempo, pero la burla le había afectado tanto que enrojeció y forzó una risa sarcástica.
—Ya que me parezco tanto a la dama Yang —replicó—, lamento no tener hermano o primo capaz de ser un nuevo Yang Guozhong [2] .
Fue interrumpida por Dianer, una de las jóvenes doncellas, que había perdido su abanico.
—Seguro que ha sido usted quien lo ha escondido, señorita —le dijo con tono juguetón—. Devuélvamelo, por favor.
—¡Sé buena! —le gritó Baochai señalándola con el dedo—. ¿Acaso alguna vez te he hecho una trastada como ésa para que tú ahora sospeches de mí? Ve y pregúntale a las otras señoritas, que siempre andan gastándote bromas.
La reacción de Baochai aterrorizó a Dianer, y Baoyu, por su parte, comprendió que había vuelto a decir una inconveniencia en público. Más avergonzado aún de lo que se había sentido ante Daiyu, optó por emprender una conversación con las demás.
Daiyu, en cambio, se había sentido encantada cuando lo oyó burlándose de Baochai. Y se hubiera sumado a la broma, sin duda, de no ser por la rápida reacción de Baochai en el asunto del abanico de la doncella. En consecuencia, decidió cambiar de tema.
—¿Cuáles fueron esas dos óperas que viste, prima? —preguntó.
Baochai, a quien no se le había escapado el placer de Daiyu ante la incomodidad que le había causado el comentario de Baoyu, sonrió ante la pregunta.
—Una fue esa en la que Li Kui insulta a Song Jiang y luego se disculpa [3] —contestó.
Baoyu se rió.
—Pero, prima —exclamó—, ciertamente tus conocimientos sobre literatura antigua y moderna te deberían permitir saber el nombre de esa ópera. ¿Por qué tienes que contarnos el argumento en vez de decirnos que se llama Pedir como castigo que lo azoten con una vara espinosa?
—¿De modo que Pedir como castigo que lo azoten con una vara espinosa? —replicó Baochai—. Vosotros dos, que estáis tan versados en literatura antigua y moderna, sabréis mucho de ese tema del que yo no entiendo nada.
Tanto Baoyu como Daiyu, aludidos de una manera tan directa, se sintieron culpables y se sonrojaron. Y a pesar de no haber comprendido el motivo, Xifeng pudo columbrar, mirando sus rostros, de qué se trataba.
—¿Quién ha estado comiendo jengibre con este calor? —preguntó.
A todo el mundo le extrañó la pregunta.
—Nadie.
Xifeng, en un gesto deliberadamente atónito, se llevó las manos a las mejillas.
—¿Por qué tienen entonces algunas personas el rostro tan sonrojado?
Esto multiplicó la vergüenza de Baoyu y Daiyu. Al ver a Baoyu en una situación tan embarazosa, Baochai se limitó a sonreír y dejar pasar el asunto. Y lo mismo hicieron las demás, que no habían logrado captar el sentido del diálogo emprendido por los cuatro.
Baochai y Xifeng se marcharon. Entonces Daiyu se volvió a Baoyu con una sonrisa.
—Ahora has dado con una lengua aún más afilada que la mía. No todo el mundo es tan simple y parco en palabras como yo, ni tan fácil de incomodar.
Baoyu, de mal talante a causa de la pulla de Baochai, sintió acrecentarse su malhumor con la provocación de Daiyu, pero, por no molestarla, optó por abandonar el cuarto.
Era pleno verano. Los larguísimos días dejaban a amos y sirvientes igualmente exhaustos después de las comidas. Baoyu paseaba por los patios con las manos en la espalda sin oír un solo ruido. Desde los aposentos de la Anciana Dama se dirigió hacia el oeste a través del pasaje que conducía a los de Xifeng, pero allí encontró la puerta lateral cerrada y supo que sería mejor no llamar, pues ella solía echar la siesta en verano. Entonces se fue vagando hasta una puerta lateral de los aposentos de su madre, donde dormitaban unas doncellas con los trabajos de costura en las manos. La dama Wang dormía sobre una camilla de bambú del cuarto interior. También Jinchuan, que se había sentado a su lado para darle un masaje en las piernas, cabeceaba de sueño.
Baoyu se le acercó de puntillas y dio un golpecito con los dedos a uno de sus aretes. La doncella abrió los ojos.
—¡Cabecita dormilona! —le susurró él.
Ella sonrió apretando los labios con un puchero, y, haciéndole un gesto para que se marchara, volvió a cerrar los ojos. Baoyu se resistía a dejarla. Miró a su madre, que tenía los ojos cerrados. Sacó una pastilla de menta y la deslizó entre los labios de Jinchuan. Ella la aceptó sin abrir los ojos. Baoyu se le acercó aún más y le cogió una mano.
—Mañana le pediré a tu señora que me deje tenerte —le susurró—. Entonces podremos estar juntos.
Jinchuan no respondió.
—O mejor, se lo diré en cuanto despierte.
La muchacha abrió finalmente los ojos y lo apartó de un empujón.
—¿Qué prisa tiene? —le dijo en un susurro—. Un alfiler de oro puede caer en un pozo, pero si es suyo seguirá siéndolo. ¿Entiende ese proverbio? Le diré una cosa divertida que puede hacen Vaya al patio pequeño del este y averigüe qué está haciendo su hermano menor Huan con Caiyun.
—No me interesa lo que estén haciendo. Me interesas tú.
En ese momento, bruscamente, la dama Wang se incorporó y abofeteó a Jinchuan.
—¡Putilla desvergonzada! —chilló—. Seres rastreros como tú son los que descarrían a jóvenes y señores.
Apenas su madre se hubo sentado de nuevo, Baoyu desapareció como el humo. A Jinchuan le ardían las mejillas pero no se atrevió a decir nada. Al oír la voz de su señora, las demás doncellas llegaron corriendo.
—¡Yuchuan! —ordenó la dama a una de ellas—. Ve y dile a tu madre que venga inmediatamente a llevarse a tu hermana.
Al oír esas palabras, Jinchuan cayó de rodillas y rompió a llorar.
—No volverá a suceder, señora —gimió—. Azóteme, insúlteme, castígueme como guste, ¡pero no me haga partir! Llevo más de diez años con Su Señoría. ¿Cómo podré levantar la mirada si me despide?
La dama Wang era, en general, bastante bondadosa y despreocupada y no solía golpear a las doncellas, pero la desvergüenza de Jinchuan le había resultado inaceptable. Por eso había montado en cólera, abofeteándola e insultándola, y a pesar de que la doncella suplicó insistentemente se negó a conservarla, de modo que su madre, la anciana señora Bai, se la tuvo que llevar. Jinchuan partió deshonrada a su casa.