Kitabı oku: «Víctima Sin Computar», sayfa 2
Fui a un colegio solo de niñas, que se separaba del colegio de niños mediante la guardería. A la edad de once o doce años, no entendía por qué a las otras chicas más mayores les interesaban tanto los chicos, incomprensible. Un día, antes de comenzar las clases, me dijeron que un coche había atropellado a mi hermano René. Salí corriendo al patio y cuando lo vi tumbado en el suelo dolorido y rodeado por toda esa gente, no pude evitar echarme a llorar. Mucho tiempo después, identifiqué ese dolor que sentí en un poema que la autora francesa Madame de Sévigne había dedicado a su hija y que decía: «J’ai mal à votre gorge...», ‘Me duele tu garganta...’
Me encantaba ir al colegio. Me gustaba aprender y se me debía de dar bastante bien porque me salté el segundo curso y, al ser la alumna estrella me convertí en la favorita de la mayoría de profesores. Sin embargo, a mis amigas y a mí nos aterraba la directora. La Srta. Herbet era una mujer soltera extremadamente seria y nos daba pavor a todas las niñas pero, para mi sorpresa, llegué incluso a quererla y estoy segura de que ella a mí también. Podía sentir el afecto y la aprobación en sus ojos. De hecho, la Srta. Herbet llegó a invitarme una vez a su casa para tomar el té después de clase (en la segunda planta del colegio, que era donde vivía). En otra ocasión, me hizo levantarme y me pidió que cantase la lección que tocaba ese día. Con toda mi vergüenza y tras un largo silencio, admití que no me la había estudiado, a lo que ella respondió: «Es una pena. Siéntate. Tienes un cero». Ese cero no podía aparecer en mis notas, ¡qué humillación! Entonces, la Srta. Herbet siguió llamando a otros alumnos y, solo escuchándolos, fui capaz de memorizar los teoremas de geometría que no me había estudiado la noche anterior. Les dije a mis amigos susurrando que ya sí podía intentar cantarlos, que ya me sabía la lección y, muy emocionados se lo dijeron a la profesora y ella me dio otra oportunidad. Canté los teoremas al pie de la letra mientras mis compañeros, alborotados, le suplicaban que me quitase el cero. Y lo hizo. ¡Qué alivio y qué gran victoria!
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En un viaje que hice hace poco a Francia, me pasé a ver mi escuela primaria, que estaba a orillas del Ródano. Nada había cambiado, podía oler hasta las tizas. Emocionada con lágrimas en los ojos, recordé que mi más tierna infancia ya se había acabado. Me habría gustado correr a contarles a mis padres que había vuelto a casa y que había pasado por el colegio, pero, por supuesto, ellos ya no estaban allí. Se marcharon con mi infancia y con la mejor parte de mi vida. Tenía tantas ganas de contarles todo lo que había visto y vivido, lo grandes que me parecían las calles de pequeña y lo estrechas que me parecían ahora. Quería contarles que había vuelto al parque al que nos llevaba Maman de niños, que había visto a nuestros viejos amigos de la calle de al lado, que seguían viviendo allí y que no habían cambiado nada. Me dijeron que mi amiga Martine era enfermera y que ahora vivía en Alemania. Necesitaba compartir con ellos toda esta nostalgia, pero no podía... Me sentí como si volviera a perderlos y sentí de nuevo todo ese dolor. Paré en la boulangerie donde solíamos comprar el pan y los pasteles, y me la encontré tal cual la recordaba: los mismos aromas, la misma variedad de panes recién sacados del horno... Pero no era la misma. Es cierto eso de que no se puede volver atrás.
¡Cuánto jugábamos de pequeños! Algunas mañanas, mi padre nos llamaba desde su cama para ver si ya estábamos despiertos. Si lo estábamos, nos decía «Parlons de lit à lit», ‘¡Hablemos de una cama a otra!’ y nos poníamos a hablar hasta acabar todos en su cama. Mientras tanto yo, pensando en paisajes soleados, siempre esperaba que nos contase alguna historia sobre l’Italie, pero él me corregía y me decía que se trataba de conversaciones «lit à lit», no de Italia.
También jugaba con mis muñecas. Una de mis favoritas tenía un carrito que llené de almohadas y mantas. Un día, mientras jugaba con esta muñeca, me di cuenta de que mi madre se había marchado a comprar y me había dejado en casa con mi abuela, que no hacía más que maldecirme hasta que me echaba a llorar por la angustia de pensar que mi madre nunca volvería. Todavía recuerdo el miedo y el dolor que me provocaba pensar que nunca más volvería a verla.
El odio de mi abuela hacia mí era incomprensible. Me maldecía a menudo, pero mi madre nunca se atrevió a defenderme y mi padre, por su parte, no se atrevía a hacerle frente porque se ofendería. Por ejemplo, mi abuela era muy habilidosa con las manos, así que se dedicaba todo el tiempo a la costura. Una vez, cuando le pedí que me enseñara a hacer el talón de unas medias me respondió:
—¡Aprende tú sola igual que hice yo!
—¡Pero tú eres una magnífica mujer de tu casa!— que era el cumplido estrella de la época y yo, inocente de mí, creí que la aplacaría.
—¡Ojalá no veas el día de ser una mujer de tu casa!
Salí corriendo a contárselo a mi madre y, alucinada, me dijo que le preguntase a mi padre qué quería decir todo aquello. Mi padre me preguntó de dónde había sacado esas palabras y, cuando le dije que me las había dicho Memé, palideció pero no hizo nada. Ella sabía que nadie se le ponía por delante.
Otra vez me dijo que ojalá me hubiera muerto en la cuna. No me extraña que me diese pánico que mi madre me abandonara y me dejase con esa arpía.
Por aquella misma época, cuando ya tenía unos diez u once años, en el colegio repartieron zapatos y zuecos para los niños necesitados. El encargado del programa era el director del colegio de niños. Cuando me acerqué allí para que me dieran mis zuecos, el director me tocó de formas muy poco apropiadas y yo, sintiéndome totalmente avergonzada, no le dije nada a nadie. Después, en la tienda de al lado donde mi madre solía mandarnos a comprar, me ocurrió lo mismo con el dependiente a plena luz del día. Esta vez sí que se lo conté a mi madre y, tanto ella como mi padre, fueron a pedirle explicaciones al hombre que, por supuesto, lo negó todo. Más tarde, cuando me hospitalizaron en el Granges Blanches, uno de los muchachos de prácticas volvió a tocarme como no debía mientras me examinaba. Volví a decírselo a mis padres, que montaron gran revuelo, pero, de nuevo, el chico lo negó todo. Años después, en Italia, un cura me abrazó en su despacho y metió las manos por dentro de mi camisa. Lo denuncié ante el obispo y —¡que raro!— el curo lo negó.
En aquellos días, la voz de una mujer no tenía el peso que tiene hoy, y eso que todavía nos queda mucho camino por recorrer.
A lo largo de mi vida, todos estos hombres que se me echaban encima se han aprovechado de su posición, de sus logros o de su modales y lo único que yo podía hacer si no toleraba sus maneras de tratarme, era marcharme. Desafortunadamente, siempre trabajé para el director ejecutivo o para el socio preferente de una empresa, así que no había ningún superior a quien yo pudiera dirigir mis quejas, y ellos sacaban un gran partido de esa situación. Además, la única vez que me quejé, hablé con la oficina de empleo y nos llamaron a mí y a mi jefe para una audiencia. Como yo acababa de llegar a los Estados Unidos y todavía no tenía mucha fluidez hablando en inglés, la oficina de empleo me penalizó por ‘haber mentido’.
Estoy segura de que las formas que tenían antes para solventar las cosas sorprendería a más de uno en esta época. Pegar a los niños era lo más normal del mundo y, por lo general, nadie se moría. Pero ahora no me refiero a ese tipo de abusos, ahora me refiero a aprovecharse de aquellos que no pueden defenderse a sí mismos por el motivo que sea: bien por su edad, por su sexo, por su cultura o por su fuerza física.
Desde luego, el abuso de los fuertes sobre los débiles siempre ha existido, pero esta es la primera vez que las mujeres y los niños empiezan a hacerse oír y que los medios de comunicación están acogiendo con mayor sensibilidad estas historias tan desagradables.
El abuso se ha representado de muchas maneras a lo largo de los años y las culturas, desde la lapidación o clavar estacas a alguien en las muñecas y los tobillos por presuntas blasfemias, hasta marcar y descuartizar por alta traición o llegar incluso a incinerar personas. Tales atrocidades se merecen su propia necrología, sus oraciones y que se prohíba absolutamente su repetición. Por terribles que fuesen esas carnicerías, todo sufrimiento que se le cause a cualquier criatura indefensa debería reprenderse y despreciarse.
Cuando tenía unos nueve o diez años, me quitaron las anginas y las vegetaciones, una operación que solía realizarse sin anestesia en aquel entonces. No me cabe en la cabeza cómo los adultos podían hacer pasar a los niños por una situación así, solo por el hecho de ser niños indefensos, ya fuese por su edad o porque se les ataba con cintas. ¿Es que esos adultos ya no se acuerdan de lo que era la infancia? ¿O es que suponen que la operación es tan rápida como cuando quitas una tirita de un tirón y que el niño se va a olvidar a los cinco segundos? Aquí estoy, escribiendo sobre el tema muchos años después, traumatizada por el dolor que me produjo esta experiencia.
Me envolvieron en una sábana del tamaño de mi cuerpo, como una salchicha, mientras la enfermera me sujetaba sobre sus rodillas con la cabeza hacia atrás para que el cirujano tuviese mejor acceso a mi boca. Daba igual lo que yo gritase, de hecho, eso les venía bien para mantenerme la boca abierta y poder trabajar mientras me embargaba un tremendo y ardiente dolor. No sé cómo conseguía respirar entre la sangre, los dedos del cirujano por toda mi boca, las arcadas y la enfermera tirándome de la cabeza hacia atrás. Créedme, no se parecía en nada a cuando te quitan una tirita.
Mi hija tuvo que pasar por lo mismo, pero por suerte a ella le dieron éter. Sin embargo, cuando la oigo contar la historia, también fue una experiencia devastadora en la que se sentía oprimida contra la enfermera, obligada a mantener la cabeza hacia atrás y sin poder defenderse. Todavía se acuerda de aquel día traumatizada por la operación que, para muchísimos adultos ‘requetesabios’, no es más que un momentín un poco desagradble.
En otra ocasión, estando de camping con unos amigos, comimos tantas ciruelas con pipo que me dio un ataque de apendicitis. Nuestro cirujano habitual no estaba, así que me operó un cirujano viejo que me hizo una chapuza tremenda. Al día siguiente, tuvo que volver a abrirme la herida para limpiarme una infección que me llegaba al estómago y, esta vez, lo hizo sin anestesia. Creo que todavía se oyen los gritos por toda la ciudad de Nueva York.
Cuando nos hicimos más mayores, René se unió a los Boy Scouts y a mí me dejaron inscribirme a las Girl Scouts.
Capítulo 2
Alemania Invade Francia
Tenía tan solo doce años y vivía con mi familia en Bourg-les-Valences cuando empezó la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. Solía oír a los mayores hablar de Neville Chamberlain, el Primer Ministro británico, que había viajado a Alemania para convencer a Hitler de abandonar su fanatismo y sus políticas de anexión, puesto que ya había ampliado sus territorios añadiendo toda Austria y una región checoeslovaca conocida entonces como Sudetenland. Desde el momento que Hitler llegó al poder, todo el mundo veía que se avecinaba una guerra; y así comenzó el 1 de septiembre de 1939 cuando Hitler ocupó Danzig (ahora conocida como Gdansk, en Polonia). Varias reuniones y conferencias internacionales se habían celebrado con anterioridad para tratar de evitar esa catástrofe, y en todas ellas Neville Chamberlain proclamaba: «Paz a través del diálogo», frase con la que parecía que el mundo entero, incluido Hitler, se quedaban más tranquilos.
Antes de que estallase la guerra, en Francia cantábamos muchas canciones patrióticas retando a Hitler a acercarse a la línea Maginot, una línea de defensa construida por toda la frontera entre Francia y Alemania, que solo dejaba libre y desprotegida la frontera belga, por donde más tarde los alemanes entraron en el país. En tan solo diez meses, las tropas alemanas habían derrotado, aplastado e invadido a los franceses dejando atrás la línea Maginot.
Así pues, toda paz acordada hasta entonces entre Francia y Alemania no duró más que unos meses ya que, en 1940, el ejército francés declaró que los alemanes habían ocupado Francia. Los medios de comunicación, totalmente nacionalistas, seguían cantando canciones populares y retando a Hitler para que trajese el resto de sus tropas hacia los búnkeres fortificados de la línea Maginot pero, por supuesto, Hitler prefirió que su ejército atravesara las fronteras por tierras belgas, que no estaban vigiladas ni protegidas, y así, abrirse camino hasta París.
Un día, vino a casa el mejor amigo de René. Traía el rostro descompuesto y nos contó que el mariscal Pétain había pedido un armisticio y que Francia había perdido la guerra. Nos dijo que el gobierno francés había huido de París y que ahora se refugiaba en Vichy (situada en el centro de Francia), así que los alemanes habían invadido el país. El gobierno lo dirigían el antiguo mariscal Pétain y el primer ministro Pierre Laval. El pueblo francés los consideraba unos traidores por permitir sin la menor oposición que los invasores alemanes tomasen sus tierras e impusieran todo tipo de restricciones sobre ellas. A la huida del régimen se sumó la de dos academias militares, la de San Siro y el Pritaneo Militar, que también abandonaron la zona ocupada y se instalaron en barracones militares que habían despejado los soldados enviados al frente. Los alemanes habían requisado todos los alimentos disponibles, así que los carniceros tuvieron que empezar a vender carne de caballo que, por cierto, a mí me parecía un manjar.
Lo primero que hicieron los alemanes fue obligar a todos los judíos de la zona ocupada a identificarse con una estrella de David amarilla en su ropa. Además, les impusieron un toque de queda y, aunque yo no vivía en la zona ocupada, oímos que algunos franceses estaban ayudando a los alemanes a arrestar judíos durante la noche. Nunca se volvió a saber nada de toda esa pobre gente.
También nos enteramos, gracias a algunos que tuvieron la suerte de cruzar la línea de demarcación, de que los alemanes habían arrestado a miles de judíos parisinos, entre los que había muchos niños, los habían encerrado en el Velódromo de Invierno de París y se habían ‘olvidado’ de ellos. A los que sobrevivieron al frío y a la intemperie, se los llevaron a Auschwitz.
Vivíamos sumidos en el miedo. Los aviones aliados nos bombardearon para acabar con los dos barracones militares del barrio y temíamos que, en cualquier momento, nos despertasen en mitad de la noche para deportarnos, traicionados por nuestros propios compatriotas.
Teníamos mucha hambre y solo nos daban una ración de doscientos gramos de pan al día que, por supuesto, venía sin mantequilla, ni harina, ni huevos, ni azúcar, ni chocolate. Al principio solo se podía comprar carne de caballo, pero pronto se terminó porque se la quedaban las tropas invasoras.
Unas de las primeras órdenes que impusieron los alemanes fue prohibir todo tipo de canciones patrióticas y toda expresión de nacionalismo, entre ellas, los desfiles militares de la ciudad. Cuando llegó el 14 de julio, Día de la Bastilla, todos estábamos impacientes por ver cómo se celebraría nuestro día de la Independencia y si veríamos a los cadetes o qué pasaría con la prohibición alemana.
Resulta que, el 14 de julio de 1940, todos los cadetes de las academias militares de San Siro y el Pritaneo, luciendo sus mejores uniformes y mostrando todo su desprecio, desfilaron por el boulevard de la ciudad donde se situaba la sede de la Comandancia alemana. Claro está, tampoco dudaron en cantar cosas como:
Vous avez eu l’Alsace et la Lorraine
Mais malgré tout, nous resterons Français
Vous avez eu l’Alsace et la Lorraine
Mais notre c œ ur, vous ne l’aurez jamais.
‘Tenéis Alsacia y Lorena
Pero franceses somos y seremos
Tenéis Alsacia y Lorena
Pero nuestro corazón no entregaremos’.
Para sorpresa de todos, el único castigo que se les impuso fue que no salieran de los barracones durante un mes. Estábamos todos contentísimos porque las consecuencias podían haber sido fatales.
De todos los que consiguieron cruzar la línea de demarcación, se me viene a la cabeza un hombre judío húngaro, el Sr. Spitzer, que antes vivía en París y ahora trataba de sobrevivir en la zona no ocupada. Trabajaba de plongeur, (‘lavaplatos’) en un restaurante y solía venir a casa para sentirse más acompañado. Un día, nos dijo en su francés macarrónico que cuando estaba llegando a casa del trabajo había visto cómo se llevaban a su mujer y a sus hijos en un camión alemán y sabía que no había manera de poder ayudarlos ni salvarlos. Me eché a llorar y recuerdo que mi padre le dijo: «Tu vois, tu as fait pleurer ma fille» ‘¿Ves? Ya has hecho llorar a mi hija’. Su historia solo es una de tantas que ocurrieron aquella época. Todos temíamos por nuestras vidas, todos teníamos miedo de que nos deportaran, y de muchas otras cosas peores.
Capítulo 3
La traición de la esperanza
Al llegar el año 1942, los alemanes se expandieron por el resto de Francia y eliminaron la línea de demarcación que separaba las dos partes del país, invadiéndolo en su totalidad. Los alemanes todavía no habían ocupado la parte de la ciudad en la que nosotros vivíamos pero, muy poco después, nos ocuparon las tropas italianas, que eran sus aliadas. Vivir con ellos no daba tanto miedo como con los alemanes, pero aún así estaban a sus órdenes así que, enseguida aprendimos lo que significaban todas las leyes que se habían impuesto contra los judíos: Todo judío debía llevar una estrella amarilla cosida a su ropa, no se los permitía trabajar y, después, la Gestapo los arrestaba y los trasladaba a campos de concentración. Sabíamos lo que había pasado durante el invierno de 1940, cuando habían llevado a miles de niños judíos al Velódromo de Invierno en París, y sabíamos que la mayoría habían muerto a la intemperie porque resulta que es un estadio al aire libre.
Todas estas noticias nos las traían los pocos que habían conseguido huir de la zona ocupada, arriesgando su vida y la de sus familiares y amigos porque tenían prohibido salir de las zonas controladas. A muchos los interceptaron atravesando la línea de demarcación en carros de heno tirados por bueyes, cruzando algunos ríos por la noche o escondidos en vagonetas de carbón. Algunos de estos prófugos llegaron a nuestra casa contando historias terribles de lo que se estaba viviendo en París y en el resto de ciudades ocupadas; historias de niñas que caminaban distraídas por las calles de Burdeos con sus estrellas amarillas cosidas y que desaparecían y no se volvía a saber de ellas; o las deportaciones improvisadas de familias enteras durante la noche o aquellos judíos de Drancy que saltaron por la ventana por miedo a lo que les ocurriría si la Gestapo les ponía la mano encima.
Italia se había aliado con Alemania y Japón. La sede de las tropas italianas la habían establecido en uno de los mejores hoteles del Boulevard Bancel. Huelga decir que todas las instituciones, escuelas y universidades que escaparon de la zona ocupada se habían establecido en la parte no ocupada. De todas ellas, destacaban dos academias de cadetes: El Pritaneo Militar de La Flèche y la Escuela Militar de Autun. Ambas se establecieron en los barracones de la ciudad que se habían abandonado cuando los otros soldados se habían marchado al frente y, cada domingo, los cadetes desfilaban por las calles de Valence cantando sus canciones por la patria. Solo el hecho de verlos nos llenaba de orgullo y esperanza.
Sin embargo, el 11 de noviembre de 1942, el Régimen de Vichy a cargo del mariscal Pétain y el primer ministro Laval, que ya habían colaborado antes con los invasores, permitieron de repente que los alemanes se apoderasen de todos los territorios no ocupados, para intentar ‘supuestamente’ que no se impusieran más restricciones al pueblo francés. Y así fue como caímos del todo bajo el yugo alemán.
Nos impusieron de inmediato todas sus leyes contra los judíos y tuvimos que rehacer nuestros documentos de identidad para que incluyeran una fotografía y la marca juif ‘judío’. Todos tuvimos que cosernos en la ropa la estrella de David amarilla, estábamos muertos de miedo y tratábamos de pasar inadvertidos todo lo posible.
Recuerdo que, durante uno de los bombardeos de los aliados, mientras corría a refugiarme en el sótano pensé: «Tengo hambre como todos los que estamos aquí, tengo miedo como todos los que estamos aquí, y tengo aún más miedo solo porque soy judía». En aquella época, Valence estaba llena de judíos refugiados que llegaban de todas las zonas ocupadas donde los alemanes habían comenzado ya los arrestos y las deportaciones a lugares que desconocíamos.
Me avergüenzo al pensar en todos los franceses que traicionaron a los judíos que se escondían entre ellos, y encima, como la mayoría no eran capaces de soportar aquellas barbaridades, los delataban y los arrestaban después, por la noche, por lo que no nos enterábamos hasta la mañana siguiente de las zonas que había peinado la Gestapo.
Teníamos el agua al cuello y vivíamos con el miedo en el cuerpo. Algunas noches mi padre ponía una barricada en la puerta de entrada como si eso fuera a servir de algo. Si se enteraba de que iban a arrestar a alguna familia, les enviaba un mensaje para que huyesen con premura.
Más adelante, mi padre conoció a un oficial italiano que nos recomendó huir a Italia, donde contaríamos con la protección del Duce. ¿Cómo pudo mi padre creerse que estaríamos mejor con Mussolini, si era aliado directo de Hitler? Este oficial le dio a mi padre los datos de su familia y su dirección en Lunata, un pueblo situado en la campiña toscana, cerca de Lucca.
Al final, mis padres cerraron todos sus asuntos pendientes en Valence, cerraron su cuenta bancaria, vendieron todo lo que pudieron y organizaron una cena con el resto de tíos y tías que eligieron quedarse en Francia. La cena tuvo lugar en un bonito hotel frente al parque Jouvet, pero nos supo a todos muy amarga; yo estaba tan triste que no quise ni comer y no paré de llorar. Era la primavera de 1943. Yo ya iba al instituto en aquella época y, con el corazón partido, tuve que despedirme de todas mis amigas y profesoras. Me encantaba el colegio, me encantaban mis profesoras y me encantaban las Girl Scouts.
Enseguida nos subimos a un tren para llegar a Italia. El tren se dirigió al sur siguiendo el Ródano hasta que llegó a Marsella y tomó la costa mediterránea. Por primera vez en mi vida pude ver el mar. La poesía estalló en mi corazón y me quedé hipnotizada. Por fin sentí un poco de alivio frente a todo el dolor que me había provocado dejar mi ciudad, mis amigas y mi colegio; la alegría se había apoderado de mí al ver el mar. Cuando me despedí de mi profesora, la Srta. Bernard, me dijo: «Todavía eres muy joven, pero creo que de todas mis alumnas, tu sacarás partido de todas las cosas nuevas a las que te enfrentes, sea lo que sea, tu capacidad para encontrar la belleza te mantendrá a salvo». Mientras veía el sol brillar espléndido sobre el mar, se me vinieron sus palabras a la mente. Parece que me conocía muy bien, ahora mismo estaba embelesada con esa imagen.
Durante el tiempo que pasamos en el tren, conocimos a otra familia de judíos franceses. Uno de los hijos sabía hablar italiano y nos enseñó una frase para responder cuando no entendiéramos lo que nos decían. La memorizamos y la repetimos una y otra vez hasta que nos pareció que sonábamos como italianos de pura cepa. La frase decía: «No entiendo italiano porque soy un refugiado francés». Con esto nos sentíamos suficientemente preparados para comenzar nuestra vida en Italia.
En este tren viajábamos un grupo de nueve personas: mis padres, mi abuela paterna, mis dos hermanos, René y Jacques, mi tío Raphael, su mujer y su hijo, Sami. Los primeros problemas vinieron cuando llegamos a la frontera con Italia. Mi padre llevaba los nueve billetes preparados para el control pero el tren no paró lo suficiente como para que pudiéramos bajarnos todos y mi padre se quedó atrás. Está claro que ninguno hablábamos italiano, pero por suerte, el muchacho que nos había enseñado antes la frase de rescate vino a ayudarnos otra vez. Al menos, tuvimos la suerte de que todo saliera bien y, al poco tiempo, estábamos de nuevo con mi padre, pero no me acuerdo de qué fue lo que pasó. El caso es que llegamos a Italia el día de mi decimosexto cumpleaños, el 3 de abril de 1943. Desde luego, no pudieron hacerme ninguna fiesta de celebración, pero todos teníamos grandes sueños y muchas esperanzas al llegar a nuestra nueva tierra prometida.
Nuestra primera parada fue Rapallo, una ciudad turística en la Riviera italiana en la que mi padre tenía algunos familiares. Habían dejado sus hogares en Génova a causa de los bombardeos y los ataques por parte de los fascistas y ahora se refugiaban allí, en su casa de verano. Su belleza idílica y serena revivía nuestras esperanzas de encontrar en este lugar un futuro a salvo y pacífico. Después de pasar allí unos días, seguimos nuestro camino hacia Lucca, la ciudad más cercana dentro de la Toscana, que nos llenó aún más de esperanza y nos cautivó con la calidez de los italianos.
Nos alojamos en el Albergo Luna de la Via Filungo, la avenida principal de Lucca, a la que acudía todo el mundo bien vestido y arreglado para darse una passegiata o ‘paseo’ a las cinco de la tarde y así, observar y dejarse ver entre todos los amigos y conocidos.
Mientras tanto, los jóvenes empezamos a aprender el idioma y, aunque cometíamos muchos errores, a los Lucchese les parecíamos muy adorables. Un día, mis hermanos, mi primo, el amigo que habíamos hecho en el tren y yo decidimos alquilar unas bicis y darnos una vuelta por el campo. A la vuelta, me separé de los chicos y volví sola al hotel donde nos hospedábamos en Lucca, que resulta que al ser una ciudad medieval llena de callejuelas estrechas, por algunos sitios solo se podía transitar en un único sentido. Cuando llegué a la calle principal, todos los residentes estaban en su paseo diario y yo intentaba abrirme paso entre la gente para llegar al hotel. De repente, todo el mundo me rodeaba y me decía cosas en italiano. Vino un policía y, sujetando mi bicicleta para que no me marchase, se puso a gesticular y a explicarme cosas en italiano que yo no entendía. No comprendía el porqué de tanto revuelo y, con toda mi angustia, recordé la frase que me habían enseñado en el tren y la solté como un loro. No sé qué debieron entender, pero de repente todos soltaron una enorme carcajada y, gracias a eso, salí del aprieto y pude regresar al hotel.
Mi padre se puso a buscar un alojamiento más apropiado mientras seguíamos disfrutando de aquellas ‘vacaciones’. Habló con la familia del oficial italiano que había conocido en Francia, y estos le propusieron varios sitios para que mi padre fuese a verlos. Eligió una enorme granja doble en Lunata, el pueblo donde vivía la familia del oficial, así que nos despedimos de otra ciudad más y nos mudamos a una parte de la granja junto con el granjero Pasquale, su mujer Gina, y su hijo Pasqualino que vivían en la otra mitad de la casa. Nuestras habitaciones tenían espacio de sobra para cada uno de nosotros y eran muy cómodas.
Poco a poco, aunque seguíamos cometiendo errores, fuimos aprendiendo y mejorando el idioma. Una tarde fui con mis hermanos a comprar un poco de castagnaccio, una especie de pastel de castaña que se vendía en porciones en forma de cuña, como la pizza. Cuando salimos del local me despedí diciendo «¡Arrivederci!» que significa ‘adiós o hasta la próxima’, pero todos se echaron a reír. Al ver mi cara de sorpresa me explicaron que debería haberme despedido con un buona sera, o sea, ‘buenas tardes’, en vez de decir adiós. Me llevó un poco tiempo captar todas los matices del lenguaje y saber que a los amigos o a la familia les puedes decir ‘adiós’ pero que en las tiendas es más correcto desear un ‘buen día’ o una ‘buena tarde’. ¡Había tantas cosas que aprender de esta nueva cultura! Y aún así, todo el mundo se mostraba muy amable y gentil con nosotros.
Así como curiosidad, nos hicimos amigos de nuestros vecinos y resulta que éramos los primeros judíos que conocían. Sabían por la iglesia que los judíos existíamos, pero conocernos fue algo muy impresionante para ellos, además, se dieron cuenta de que no éramos tan diferentes. Aunque se proclamaban fascistas porque apoyaban el régimen político de los Fascio de Mussolini, en todo momento nos trataron bien.
Como tenía que prepararme para empezar el colegio en otoño, me puse a buscar tutores y me asignaron a una mujer joven, Lida, que acababa de graduarse por la Universidad de Pisa. Con ella empecé a aprender italiano, literatura, historia e incluso latín, que nunca me lo habían enseñado en los colegios franceses.
Enseguida nos hicimos buenas amigas.
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