Kitabı oku: «Sobre la moralidad del suicidio: Una reflexión filosófica sobre la muerte voluntaria»

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Catalogación en la fuente, Biblioteca Universidad de Caldas

Serna Castro, Yobany

Sobre la moralidad del suicidio : Una reflexión filosófica sobre la muerte voluntaria / Yobany Serna Castro. – Manizales : Universidad de Caldas, 2020.

98 p. – (Libros de investigación No.79)

ISBN 978-958-759-253-5

Suicidio – Aspectos religiosos / Conducta suicida – Aspectos filosóficos / Suicidio – Sentido de la vida/ Suicidio - Virtudes /Suicidio – Aspectos psicológicos/Vida cristiana – enseñanza bíblica / CDD 259.428/S486

Reservados todos los derechos

© Universidad de Caldas

© Yobany Serna Castro

ORCID: 0000-0001-5727-9856

Primera edición: diciembre de 2020

Colección Libros de Investigación

ISBN: 978-958-759-253-5

ISBN pdf: 978-958-759-252-8

ISBN pdf: 978-958-759-255-9

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Calle 65 N.º 26-10

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Editor: Luis Miguel Gallego Sepúlveda

Coordinación editorial: Angela Patricia Jiménez

Corrección de estilo: Jorge Iván Escobar

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Edward Leandro Muñoz ospina

Todos los derechos reservados. Este libro se publica con fines académicos. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta publicación, así como su circulación y registro en sistemas de recuperación de información, en medios existentes o por existir, sin autorización escrita de la Universidad de Caldas.

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CONTENIDO

Introducción

Argumentos clásicos en contra del suicidio

Platón: la imposibilidad del suicidio

Aristóteles: el suicidio como falta de carácter

Santo Tomás: el suicidio es innatural e inmoral

Immanuel Kant: el suicidio no es una expresión de la libertad

El suicidio y la pregunta por el sentido de la vida

El suicidio y las virtudes: ¿Puede una vida virtuosa terminar en suicidio?

Antígona y la resignificación del acto suicida

Conclusiones

Referencias

Notas al pie

Si está permitido el suicidio, está permitido todo. Si no está permitido nada, no está permitido el suicidio.

Esto ilumina la naturaleza de la ética, pues el suicidio es, por así decir, el pecado elemental. Y cuando uno lo investiga es como si investigase el vapor de mercurio para comprender la naturaleza de los vapores.

¿O bien ni el suicidio es en sí mismo bueno ni malo?

Ludwig Wittgenstein

Introducción

Es tiempo, pues, de volver a pensar nuestras actitudes hacia la muerte voluntaria con el propósito de resignificarla. Y esa resignificación cobra un sentido perentorio cuando el “soporte” corporal —ese cuerpo que nos constituye esencialmente—, desprovisto de las condiciones mínimas, ya no es capaz de realizar la vida proyectada. En circunstancias irrevocables, al reflexionar sobre el fin y al intentar fijar personalmente su modalidad, devenimos agentes de nuestro último acto, y la muerte abandona su estatuto de mero fenómeno empírico, contingente, biológico.

Diana Cohen A.

Por su naturaleza y por los desafíos que implica para la reflexión filosófica y moral, el tema del suicidio sigue siendo hoy día un problema sobre el que todavía se discute, tanto sobre los móviles que conducen al deseo de querer morir por mano propia, como sobre las implicaciones que su práctica genera. Querer morir voluntariamente sigue siendo el reclamo del hombre a ser reconocido como un agente moral que desea expresar un gesto de su autonomía, sin que por ello deba pensarse que existe necesariamente una especie de choque entre lo que es como sujeto individual y agente social. Ligado a este reclamo está, asimismo, el deseo de muchos de saber por qué alguien toma la decisión de morir por determinación propia. Morir voluntariamente, lejos de ser la expresión de un criminal o un monstruo, como se creyera en algunos momentos de la historia, es la manifestación de un rasgo humano que no debería seguir entendiéndose como antinatural, herético o contrario a la moralidad1. Se trata de una práctica que debe empezar a humanizarse, antes que condenarse; y para hacerlo, hay que comprenderla.2 Esta comprensión es necesaria, incluso, cuando se piensa en la importancia de ofrecer ayudas que sirvan para evitar o prevenir las prácticas suicidas. No es posible ayudar apropiadamente en algo cuando se desconoce aquello sobre lo que se enfoca la ayuda.

Hablar sobre la moralidad del suicidio supone una discusión diferente sobre los elementos meramente antropológicos, psicológicos o sociológicos mediante los que suele abordarse el estudio de esta práctica. No obstante, esto tampoco implica que estos deban ignorarse. Sabemos de la importancia de los distintos estudios que se han realizado sobre el tema de la muerte voluntaria desde el ámbito social, pero no podemos desconocer tampoco que, contrario a lo que puede pensarse, es necesaria una reflexión distinta que enfatice en otra serie de elementos que circundan el mundo del suicida. No se trata meramente de una suicidología, sino que apremia un discurso filosófico que ayude a entender mejor una práctica que a través de los tiempos ha sido vista negativamente.

¿Qué significa el hecho de justificar moralmente el suicidio? En esencia, esto significa dos cosas: En primer lugar, el reconocimiento del suicida como agente moral que toma la determinación de llevar a cabo un acto, basado en buenas razones que determinan su fundamento y justificación. En segundo lugar, supone la importancia de llevar a cabo una reflexión sobre este fenómeno desde un punto de vista ético; lo que implica la aceptación de que este acto no puede pensarse y analizarse meramente desde ciencias como la psicología, la sociología o la antropología3.

En este sentido, hablamos del suicidio no como un fenómeno antropológico o social, sino como una práctica esencialmente moral. Esto no supone, sin embargo, el desconocimiento de lo que desde dichas ciencias pueda sugerirse para la reflexión de este tema.

Cuando hablamos de justificación del suicidio4, partimos de la idea de que este acto puede concebirse como una práctica para la que puede haber buenas razones de llevarse a cabo. Se trata del esfuerzo de guiar una conducta (la del suicida) por razones. Es decir, creer que si se puede llevar a cabo el acto de muerte voluntaria, es porque se han ofrecido las mejores razones para hacerlo, sobre las que se ha deliberado y que gozan, del mismo modo, de justificación. Esta forma de entender el problema se diferencia de otras en las que la justificación y las buenas razones pueden no estar presentes, o carecer de la fuerza necesaria para ser aceptadas.

El presente trabajo consiste en el intento de desarrollar lo anteriormente mencionado. Para cumplir el objetivo planteado, se ha dispuesto de una estructura consistente en tres capítulos y un apéndice, donde se abordan diferentes aspectos del problema. Así, en el primer capítulo se hablará de los argumentos clásicos más influyentes con los que se intenta rechazar toda posibilidad de justificación del suicidio. A la par que se exponen y desarrollan dichos argumentos, se presenta un análisis crítico de estos con el propósito de mostrar sus inconsistencias.

El segundo capítulo trata la relación que existe entre el suicidio y el problema del sentido de la vida. Este es un punto importante de la discusión en la medida que quien decide morir por cuenta propia, lo hace en muchos casos a partir del reconocimiento de que entre él y la manera como concibe su vida, existe una especie de tensión que lo hace preguntarse si, en efecto, vale la pena llevar una vida que se ha tornado inaguantable. Se trata de mostrar que para el suicida, en términos generales, su vida deja de tener sentido5; sin que esta sea necesariamente la única razón por la cual alguien se suicida. Naturalmente, es importante explicar en qué consiste que la vida deje de tener sentido; más aún, se intenta aclarar el significado mismo de la expresión el sentido de la vida. ¿Qué significa que la vida tenga sentido? De tenerlo, ¿en qué consiste este sentido? ¿Por qué para alguien la vida deja de significar algo? Son estas algunas de las preguntas que se tratan de responder en esta parte del trabajo, a la par que se intenta ofrecer una justificación moralmente relevante de la muerte voluntaria.

Considerando el problema central de este trabajo como un asunto de la moralidad, se pretende en el tercer y último capítulo, responder a la pregunta de si es posible que una vida virtuosa termine en suicidio. Filósofos como Aristóteles y San Agustín, por ejemplo, sostuvieron que morir por cuenta propia no era más que la manifestación de una debilidad del carácter. De esta manera, suicidarse no debería considerarse como la expresión o el gesto de un hombre virtuoso; antes bien, podría entenderse el suicidio como la manifestación de un gesto que caracteriza a un hombre no virtuoso. No obstante, hay motivos para no aceptar este punto de vista. Es posible creer que incluso alguien considerado virtuoso pueda, de hecho, cometer suicidio. Esta es la tesis que habrá de justificarse en esta parte del ensayo.

Lo que se busca en el apéndice, al hablar sobre el suicidio de Antígona, es ofrecer desde el recurso literario, un ejemplo que ayude a ilustrar algunos de los temas tratados a lo largo de este ensayo, con lo que se pretende, además, confrontar puntos de vista sobre el suicidio, como los desarrollados en el primer capítulo.

Si bien este escrito es un intento por ofrecer claridad sobre algunos aspectos del problema del suicidio, se espera, además de esto, brindar elementos para posibles discusiones desde el ámbito moral y filosófico, acerca de un fenómeno que si bien ha sido estudiado con detenimiento, sigue a la espera de nuevas interpretaciones y análisis que posibiliten una comprensión diferente de los modos tradicionales como ha sido estudiado este tema. El suicidio, contrario a lo que suele pensarse, no es algo claro o que esté ahí simplemente. Hay motivos para creer que pese a lo recurrente de las muertes voluntarias, seguimos ignorando, por descuido o prejuicio, aspectos importantes de un fenómeno tan complejo como este.

Finalmente, se espera que este trabajo sea entendido como la posibilidad “para pensar acerca del suicidio como un acto libre que no debería ser objeto de repulsa moral condenado en voz baja. Es preciso comprender el suicidio y es imperativo entablar una discusión más madura, compasiva y reflexiva acerca del mismo” (Critchley, 2015, p. 16). Sin embargo, esto no hace de este trabajo una invitación o incitación, en el sentido expreso, a cometer suicidio. Por el contrario, sería más apropiado entenderlo como una reflexión que tiene por propósito ayudarnos a ver de manera diferente, un comportamiento que por muchas y variadas razones, vemos de manera negativa. Pensar la muerte o sus posibilidades, puede tener otras implicaciones, como, por ejemplo, ayudarnos a comprender por qué ciertos acontecimientos o estados del alma suelen afectarnos como lo hacen, y por qué, frente a estos, solemos tomar una u otra actitud. Sin duda, morir no siempre es la mejor alternativa. Hay por supuesto otras opciones. Vivir es una de ellas.

CAPÍTULO I
Argumentos clásicos en contra del suicidio

La gente no arroja su vida por la borda a la ligera o por capricho. Como dijo David Hume en su brillante opúsculo sobre el suicidio publicado póstumamente: “No creo que nadie haya tirado su vida por la borda mientras valiera la pena conservarla”. La cláusula que nos hace detenernos es “mientras valiera la pena conservarla”. ¿En qué condiciones vale la pena o no conservar la vida? Hume argumenta que cuando la vida se ha convertido en una carga insoportable uno tiene todo el derecho de quitársela. La cuestión apunta a los límites de lo que uno puede soportar, que son límites que habría que comprender de manera meditada y compasiva recurriendo a la empatía y la introspección.

Simon Critchley

En este capítulo se presentan, primero, los argumentos clásicos en contra del suicidio. En segundo lugar, se propone un análisis crítico de los mismos en aras de lograr cierta comprensión del hecho de que, contrario al pensamiento común sobre la muerte voluntaria, esta práctica no es moralmente incorrecta si atendemos, por un lado, a las circunstancias que motivan la decisión —y no meramente la intención— de acabar con la vida por mano propia. Por otra parte, si reconocemos el hecho de que, aun si admitiéramos la no existencia de Dios, los argumentos basados en justificaciones metafísicas o religiosas, carecen de una base sólida que vendría a representar la prohibición de este tipo de actos humanos.

Empecemos estudiando las ideas de Platón sobre este problema, y tratemos de lograr comprensión sobre el mismo.

Platón: la imposibilidad del suicidio

Platón, quien es considerado como uno de los autores más importantes de la Antigüedad y de la historia de la filosofía occidental, expone algunas ideas controversiales en las que ofrece la tesis según la cual, el suicidio es un acto que va, primero, en contra de la divinidad y, segundo, en contra del Estado. Aristóteles, discípulo de este filósofo, negaría también la posibilidad del suicidio por esta última razón.

Las ideas de Platón se pueden encontrar en dos de sus importantes diálogos: el Fedón, o del alma y en Las leyes. En el primero se afirma que, dado que la vida no nos pertenece, porque no es nuestra sino de los dioses, es inconcebible que tengamos el derecho de morir por mano propia. Incluso con los dolores que produce el hecho de saber que el cuerpo es una cárcel, es necesario esperar a que los dioses dictaminen cuándo habremos de morir. En el caso de Sócrates, por ejemplo, uno entiende las razones por las que bebió cicuta, en lugar de elegir alguna de las opciones que tuvo en el momento de su juicio.

Comunicándole Sócrates a Cebes que de ser sabio Eveno, lo aconsejable sería que este pudiera acompañar al filósofo el día de su juicio, puesto que los atenienses habían ordenado que, una vez regresara el buque a Atenas desde Delos, su juicio sería llevado a cabo sin postergación alguna. No obstante, sostiene al acto Sócrates que Eveno no se suicidaría, dado que no es lícito atentar contra la propia vida (Platón, 2003). No entendiendo el porqué de la prohibición de esta acción, y pese al hecho de que el filósofo debería querer seguir a cualquiera que muriese, Cebes ruega a Sócrates que se explique, a lo cual el filósofo condenado responde con los siguientes argumentos:

a) Ante todo, debe entenderse que el vivir es para los hombres algo cuya necesidad es absoluta e invariable, incluso para quienes mejor es la muerte que la propia vida. Así, antes que procurarse a sí mismo este bien, es obligación del hombre esperar otro benefactor (o liberador) que lo ayude a superar sus dolores, angustias o sufrimientos. Por este benefactor Sócrates entiende claramente a los dioses.

b) Dado que los dioses tienen el cuidado de los hombres, estos necesariamente le pertenecen a ellos. Es por esto que es preciso que dios (o los dioses) le envíe al hombre una orden formal para morir, tal y como se la envió a él6.

c) Respecto del filósofo, el sabio griego dice que es importante morir con valor y con la esperanza de que se habrá de gozar de infinitos y mejores bienes, diferentes a los que se encuentran en la tierra. Asimismo, afirma él que esta es una de las razones por las que la labor del filósofo consiste en trabajar durante su vida, preparándose para la muerte, y ante lo cual sería ridículo que, llegado el momento de morir, sintiese miedo frente a la inminencia de este hecho.

En estos argumentos hay expuestas varias ideas que es preciso aclarar. Por un lado, está la idea según la cual, si bien el mundo sensible es algo así como una apariencia y la vida vivida en él una cadena de sufrimientos, los mortales no tienen el derecho de abandonarla, incluso si esto presupone la posibilidad de que cese el sufrimiento. Vivir, en este sentido, consiste en algo como aprender el medio por el cual es posible, primero, reconocer lo que es la vida; y, segundo, aprender que solo a los dioses les está permitido dar la posibilidad de morir. Por otro lado, está la idea de que —sin que esto presuponga una contradicción con el anterior punto— es el filósofo quien con su particular forma de ver y entender las cosas, posee la capacidad de moverse tras las apariencias, alcanzar la luz y llegar a la verdad, mediante la comprensión de que solo dios (o los dioses), le ha indicado el momento de morir.

Esto no significa que a diferencia de los hombres que no hacen filosofía, solo al filósofo le esté permitido suicidarse. Lo que tiene en mente Platón es otra cosa. Lo que él está diciendo es que ni siquiera el filósofo puede suicidarse sin que antes los dioses le hayan indicado esta posibilidad. Cosa que no sucede con quienes no conocen y tampoco practican el ejercicio de la filosofía. Ciertamente, Platón se está incluyendo en el grupo de quienes reconocen cuándo es el momento de morir, sin que se transgredan o pasen por alto los designios divinos.

Leyendo estos argumentos uno podría sentirse tentado a reconocer su validez, a creer que es preciso vivir esperando un llamado divino que nos indique el momento de morir, antes que adelantar todo a través del morir voluntario. Sin embargo, y pese a su irresistible influencia, es preciso advertir que la argumentación platónica en contra del suicidio adolece de ciertas insuficiencias, que es necesario exponer a continuación.

En primer lugar, si es menester nuestro aceptar el designio de los dioses, entonces, por la misma razón, tendríamos no solo que reprimir el deseo de levantar contra nosotros la propia mano, sino también de hacer cualquier cosa que suponga un tipo alguno de intervención respecto de lo que los dioses hacen y desean. Por ejemplo, del modo como han ordenado o constituido la vida. Aunque Platón es claro al sostener que la búsqueda del bien simboliza el objetivo de la vida, y que para esto es importante asumir cambios constantes en nuestro modo de entender y hacer las cosas, no queda claro cuál es el papel que cumple el libre arbitrio frente a la posibilidad de elección. Pensemos, por ejemplo, en la imagen de la condición humana que describe Platón en “El mito de la caverna” (Platón, 2003), donde los hombres asumen como realidad lo que no es más que un manojo de apariencias. Ahora recordemos el papel que cumple aquel personaje (quien representa al filósofo) que tiene la posibilidad de salir de la caverna, y quien luego retorna a ella para hablar sobre lo que ha visto por fuera de esta.

Tal y como está expuesto el mito, en cuya idea central se halla la esencia de la filosofía platónica, depende del hombre salir de este lugar o permanecer en él. Ahora bien, solo quien sale y supera las sombras será consciente del error en el que estaba; pero aquel que continúe en dicho antro, por su propia elección, habrá de vivir una vida de apariencias. Es así que cabe preguntarse: ¿Se está violando el designo de los dioses? Quizá la respuesta sea afirmativa, pero lo cierto es que dada nuestra capacidad de elegir, no tendríamos por qué vernos obligados a aceptar semejante conclusión. Sócrates optó en su juicio por beber la cicuta, y lo hizo porque él era un filósofo. Y aunque todos estamos en condiciones de poder ser filósofos, no podemos, sin embargo, hacer afirmaciones categóricas acerca de lo que podemos conocer, como creía Platón. En este sentido, el escepticismo socrático parece ser una posición más razonable que la de Platón, en la medida en que no podemos conocer con certeza aquellas cosas que trascienden la realidad.

Si un hombre no es consciente de lo que es la vida, de lo que representa el mundo sensible con relación al ideal, ¿por qué habría de ser condenado al suicidarse? Acá parecen relacionarse dos cosas diferentes: una ontológica con una epistemológica. Una cosa es cómo sea el mundo; otra muy diferente es nuestro conocimiento de él. Ahora bien, y en la medida en que podemos llegar al conocimiento filosófico, diríamos con Platón que es posible conocer la naturaleza del mundo sensible. Pero, ya que hay aspectos de la realidad que sobrepasan nuestra capacidad para conocerlos, no podemos creer que incluso mediante el conocimiento filosófico esto sea posible.

Por otra parte, y aunque parece que la muerte natural deba entenderse como el designio de los dioses, surge el problema de cómo, en consecuencia, considerar el caso de quienes mueren, verbigracia, en la guerra o, por lo menos, asumen acciones riesgosas que presuponen la posibilidad de perder la propia vida. La guerra, en este sentido, es un asunto de los pueblos que en ocasiones se justifica. Sócrates, por ejemplo, participó en la guerra del Peloponeso contra Esparta (431 - 404) durante diez años, demostrando así su amor a la ciudad. Al final, por amor a la verdad7, probó el letal veneno.

Los asuntos de los hombres no son los mismos que los de los dioses. Morir en la batalla puede ser loable o digno de encomio, pero para la divinidad morir por cuenta propia, y no precisamente por sacrificio de alguna causa, resulta ser una afrenta. Podríamos estar tentados a afirmar que a diferencia del suicidio, morir en la guerra es algo que incluso los dioses habrían de aprobar, pero ciertamente no parece quedar claro por qué.

De acuerdo con la interpretación platónica del problema del suicidio, se entiende que para el filósofo griego la vida es sagrada, radicando en esto nuestra imposibilidad para atentar contra ella. Sin embargo, y siguiendo en esto a Séneca, es posible suponer que más que sagrada, la vida representa la posibilidad de que el hombre haga manifiesta su propia libertad para actuar.

Séneca, en Cartas a Lucilio, rechazando el principio de santidad de la vida humana, afirma que es a través de la libertad como el ser humano puede decidir sobre el curso que habrá de tomar su propia vida. Tal vez la libertad sea entendida en este contexto como un acto de sublevación frente a los dioses, y como el rechazo a entender la vida como propiedad suya. No obstante, y en esto es enfático el estoico, tras la libertad queda manifiesta la posibilidad de que el hombre, a través del suicidio, pretenda el cuidado de sí. Para Séneca, como para los estoicos —y en esto hay divergencias en comparación con lo que piensa Platón—, si el hombre padece o se encuentra en sufrimiento, no es necesario que siga padeciendo hasta que los dioses se compadezcan de él. Por el contrario, lo que sí está dentro de sus posibilidades es pensar primero en la calidad de su vida, antes que en su cantidad.

Al afirmar que importa la calidad de la vida más que su cantidad, lo que se trata de mostrar es que no es deseable para el hombre mantener su vida a cualquier precio, sino reconocer, ante todo, la importancia de su propio bienestar; lo que en el estoicismo se conoce con el nombre de cuidado de sí; cuidado que no se agota en lo corporal, sino que comprende también el alma. Cuidar de sí es permitir también la tranquilidad del alma. Se trata de una tranquilidad que debe poderse reflejar, de igual modo, en la corporalidad, dado que el cuerpo refleja, además de los físicos, los estados anímicos de alguien.

El cuidado de sí, visto de esta manera, posee implicaciones morales en la medida en que “(…) el individuo debe dar forma a tal o cual parte de sí mismo como materia principal de su conducta moral” (Foucault, 2009, p. 27). El sí mismo debe poder ajustarse a las necesidades, según la conducta moral del individuo. Cuidarse a sí mismo puede concebirse como la manera que posee el sujeto de protegerse o defenderse contra la enfermedad; enfermedad que en todo caso no debe entenderse únicamente en términos orgánicos, ya que puede extenderse hasta abarcar los males del alma, de los cuales es preciso liberarse. Se trata de algo que para los estoicos era posible, por ejemplo, a través del acto voluntario de morir.

En estos términos, y refiriéndonos a Cleantes, sucesor de Zenón en la dirección de la escuela estoica, uno puede hacerse a la idea de la razón por la que a sus noventa y nueve años, optó por dejarse morir aduciendo que ya tenía un buen trecho del camino recorrido.8

Respecto a la idea sobre el cuidado de sí expuesta por Séneca (2006), es oportuno anotar que la muerte no debe entenderse como un mal que ha de ser evitado de cualquier manera. Por el contrario, esta debe entenderse como algo común a todo ser humano, con lo que se busca que no haya una preocupación acerca del momento de morir, sino más bien de la forma en que lo habremos de hacer. Y es en este punto donde la idea de preferir morir bien, en contraste con la de morir mal, se sustenta en la creencia de que es mejor huir del peligro que supone vivir malsanamente. Empero, esto no significa que, en el caso de lo expuesto por Séneca, exista una justificación descuidada o sin restricción alguna sobre los casos en los cuales se justifica o no el suicidio. Como se expondrá más adelante (capítulo II), solo un suicidio apoyado en buenas razones, que goce de justificación, será aprobado por el pensador estoico.

Expuestos estos planteamientos, demos un paso adelante en la discusión para referirnos a lo que Platón, en Las leyes, afirma de quien atenta contra su vida. Pero antes de hacerlo, hay que aclarar que la forma como se trata en este escrito de madurez el tema del suicidio, presenta un giro diferente en comparación con el modo como fue desarrollado en el Fedón, en donde la discusión central trata acerca de la inmortalidad del alma.

Siendo un diálogo donde son expuestas algunas teorías acerca de la política y de la organización social de la polis, la forma como se entiende aquí el tema del suicidio gira en torno a la consideración de este como un acto con implicaciones éticas y políticas; aunque esto no supone —es importante decirlo— el desconocimiento de que un sujeto, tras darse muerte, esté violando, además, las leyes divinas.

Discutiendo Clinias con el ateniense en la ciudad de Creta acerca del tipo de castigos que deben pagar quienes cometen asesinatos, tanto si son intencionados como si no, o premeditados o no, entre otras consideraciones, es planteada la siguiente pregunta: “¿Qué es lo que debe sufrir el que mata al ser que entre todos le es más íntimo y que se reputa como el más querido?” (Platón, 1960, p. 130). Hablando el ateniense acerca de quien se mata a sí mismo y se priva, a su vez, de cumplir con su destino, “(…) sin que se lo mande en justicia la ciudad ni se halle forzado por haberle sobrevenido alguna desgracia sobremanera dolorosa e ineluctable o por haber incurrido en una ignominia para la que no haya remedio ni paciencia posibles” (Platón, 1960, p. 130), habrá de aplicarse, así mismo, una pena injusta por cobardía y falta de carácter. Sabiendo la divinidad cuáles son los ritos que deben realizarse para la purificación y el enterramiento, corresponde a los parientes, una vez se han informado por parte de los intérpretes de estas cosas divinas, y considerando las leyes relativas a estas, hacer con el cuerpo del suicida lo prescrito. Además de esto, expone el ateniense que es necesario que al suicida se le dé sepultura independiente, apartado de otros cuerpos, en cuyo sepulcro no haya inscripción alguna, y sea dejado en oscuridad.

Esta forma de tratar a quien atentó contra su vida, refleja ciertamente una actitud de desprecio por parte del Estado o la ley, evidenciada en el olvido al que se confina el cuerpo del suicida.

Tratándose de un acto cuyo resultado consiste en una afrenta contra la divinidad y el mismo pueblo, vemos por qué el suicidio ha sido considerado a lo largo del tiempo como una práctica profana o impía que supone para quien la lleva a cabo, además del olvido, un tipo de trato con el que se busca recordar el error cometido. Recordemos, por ejemplo, esa idea de abandonar el cuerpo y no tratarlo como se trata a los que murieron bajo otras circunstancias. Quizá por la influencia religiosa de estas ideas platónicas es que, como lo describe Al Alvarez en su libro El dios salvaje, el suicida ha sido visto como un tipo de criminal merecedor de los peores castigos. De esto, como queda claro en el libro, tampoco se escapa la familia del hombre muerto. Ya no se trata meramente de sepultar el cuerpo lejos y en oscuridad, sino que colgarlo, quemarlo, arrastrarlo, decapitarlo o arrojarlo a un basurero, parecen ser algunas de las variaciones que ha tomado el mandato platónico (Alvarez, 1971).

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9789587592528
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