Kitabı oku: «Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación», sayfa 3

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La demonología tiene convicción precisamente en la medida en que se basa en el sistema cognitivo que puede ser trastornado y pervertido no sólo por causas naturales, sino por la condición perversa del diablo y su capacidad de alterar y perturbar. Según la psicología escolástica, el intelecto humano comprende tres funciones distintas y cada una se localiza en una parte diferente del cerebro: la imaginación, en el ventrículo frontal; la razón, en el cerebro medio, y la memoria, en el ventrículo posterior de la cabeza (Klibansky et al., 1991: 88; Maggi, 2001: 138-139). La memoria es un almacén físico de segmentos o memorias visuales cuyos fragmentos el demonio puede desplazar a la parte central del cerebro/mente, de modo que el sujeto no pueda distinguir entre las imágenes externas y las internas, síntoma inequívoco de la melancolía. La melancolía, cuando la bilis o el humor negro controla el cerebro y asedia la mente, produce que los pensamientos, las palabras y las acciones se vean distorsionados.7 Algunos melancólicos —leemos así en De praestigiis Daemonum (1568)—

piensan que son animales, e imitan sus sonidos y movimientos corporales. Otros suponen que son vasijas de arcilla húmeda y quebradiza y gritan cuando ven a alguien aproximarse hacia ellos porque temen desbaratarse. Algunos tienen miedo a la muerte y no obstante la eligen y cometen suicidio. Muchos piensan que son culpables de un crimen y tiemblan y sudan cuando alguien se acerca porque temen ser apresados y enviados al tribunal para ser juzgados [Weyer, 1991:183].

El diablo asimismo puede actuar sobre aquellos naturalmente dispuestos a la melancolía.8 Husserl advierte en la quinta de las Meditaciones cartesianas que hay una distinción entre “Leib” y “Körper” por la que mi cuerpo parece tener una doble naturaleza; por una parte, es un objeto más en el mundo, un cuerpo físico, biólogico, entre otros, pero, por otra, no es experimentado por mí como cualquier cuerpo. Leib es el cuerpo-vivido, el cuerpo sentido como propio (Husserl, 1996: 157). Habitualmente vivimos nuestro cuerpo como Leib y como Körper. El melancólico, sin embargo, percibe su cuerpo sólo como Körper, un recipiente precario e impuesto, de una materialidad ciega y ajena, desbordado de imágenes que lo asedian y lo atormentan y que amenazan con diluir cualquier sentido del yo. En Malinconia (1992), el psiquiatra italiano Eugenio Borgna analiza lo que él mismo llama “la experiencia demoniaca en psicopatología” y se detiene en una serie de casos basados en la presencia diabólica que los pacientes melancólicos alegan tener en su cuerpo. Los pacientes de Borgna ­—contemporáneos nuestros— sienten que su cuerpo “está sometido a una metamorfosis demoniaca y a una destrucción irreversible”. Ángela, una paciente de 30 años, señala: “Me he convertido en una no entidad caótica, una nada que se difunde por todas partes [...] me pasé del lado del diablo y me he convertido en un diablo. No tengo mi cuerpo […] el diablo come dentro de mí y se burla de sus intentos de curarme. He perdido por completo el contacto con la realidad. Carezco de significado” (Borgna, 1992: 127).

La melancolía, se advierte en De praestigiis Daemonum, es conocida como el baño del diablo (diaboli balneum). Y el diablo realmente se deleita sumergiéndose en este humor y mezclándose en sus vapores (Weyer, 1991: 188, 315, 346).9 El melancólico siente que su cuerpo se diluye o se destruye, mientras se ve desbordado por imágenes que lo asedian y lo angustian y que no puede controlar. Los vapores melancólicos son un vehículo que le permite a los demonios circular por el cuerpo y en algunos casos ingresar al cerebro. El diablo tiene la capacidad de formar apariciones al moldear los vapores de la melancolía y encerrarse en éstos, creando así un ballet de figuras etéreas dentro de los ventrículos. Y éste es el segundo aspecto digno de mención. No sólo el diablo puede hacer aparecer por verdad lo que no lo es, sino que la melancolía natural —en tanto que trastorna radicalmente la imagen de la realidad y de uno mismo— puede devenir instrumento del gran simulador y transformarse así en instrumento diabólico.

En De incantantionibus ensalmis (1620) se interpreta la representación interna del phantasma aristotélico (las imágenes convocadas por el lenguaje verbal puesto que, como se señala en el libro III De anima, no podemos pensar sin imágenes) y se advierte así que la melancolía no es sino el desbordamiento, la sobreproducción en el sujeto de imágenes internas que no puede distinguir de las externas. El diablo infesta los dos mundos separados por el límite de la piel, el “mundo interno” y el mundo externo, y mina el curso natural de los procesos cognitivos, por lo que si bien todos los poseídos por el demonio son melancólicos no todos los melancólicos son poseídos por el demonio. Es decir, es extremadamente difícil determinar si un melancólico está naturalmente enfermo o su afección es demoniaca.

Armando Maggi narra el caso de la visionaria florentina Maria Maddalena de Pazzi (1566-1607)10 y de su combate durante cinco años con los demonios de la melancolía. El lenguaje del demonio es un cúmulo de impresiones mentales vinculadas a la memoria que asedian a Pazzi mientras ella permanece paralizada al respecto. Abrumada por el peso de la memoria a raíz de la muerte de su hermano, a quien no había podido atraer a una vida ejemplar, Pazzi, en sus visiones sobre el purgatorio, sale de la melancolía al asumir y reinterpretar gradualmente su pasado, a partir de las llamadas o ruegos de almas que, como la de su hermano, solicitan su ayuda desde el más allá. Armando Maggi advierte que “el purgatorio es la vaga y tortuosa esencia de la memoria” que se fija y se detiene en el pasado sobre el que vuelve incesantemente bajo la forma del remordimiento y la culpa (Maggi, 2001: 160), lo que enlaza, sin duda, con el viaje místico de Dante a través de diferentes círculos evocadores hasta conseguir purgar su espíritu y alcanzar la liberación definitiva. En la Divina comedia, una vez atravesado el purgatorio, el poeta es conducido por Matelda hasta el borde del río Leteo, cuyas aguas borran el recuerdo del pasado culpable. Pero antes de introducirse en él hasta el cuello, e incluso tragar agua, Dante comprende que alcanzar el olvido purificador no es tarea fácil, sino que requiere una larga iniciación; que el olvido de uno mismo pasa por la experiencia del vacío y la escucha vigilante de las necesidades ajenas, incluso las demoniacas (Tausiet, 2004: 20).

El del sacerdote Jean Joseph Surin (1600-1665)11 es otro caso que conviene destacar. Permanece encerrado en la enfermería del Colegio Jesuita de Burdeos durante casi 20 años. Exorcista en la famosa posesión de Loudun, Surin asevera estar poseído por los demonios al lograr la liberación de la priora del convento, la madre Juana de los Ángeles (1602-1665).12 En el archivo documental, de Burdeos, París y Roma, en el que se examina su caso, se señalan sus dificultades físicas y psíquicas que le hacen ser contemplado como “loco”: incapacidad o dificultad para andar y moverse, periodos de afasia, imposibilidad para escribir, furores repentinos, extravíos nocturnos y un profundo abatimiento que culmina en un intento de suicidio jalonan su expediente. En el centro de estos males está su convicción de haber sido condenado al infierno y rechazado eternamente por Dios.13 Parcialmente recuperado, narrará su experiencia en la Science Expérimentale des choses de l’au-delà (1663).

Hay que advertir que en su obra Surin no se defiende de la acusación de estar loco. No escribe, advierte refiriéndose a sí mismo en tercera persona: “Para defenderse de una culpa […] que es la de ser estimado loco, porque ha caído en ese inconveniente realmente por las cosas que chocan al sentido común y no se puede decir lo contrario”. Es más “no tiene miedo de ese título de loco. Esa bella flor sobre su sombrero que nadie querría tener”. El ser considerado “insensato” o “demente” lo asemeja a Cristo que ante el mundo fue “ridiculizado como un rey de farsa” (Surin, 1990: 179-180). Pues bien, para Surin su posesión involucra dos sufrimientos. La enfermedad de la melancolía y con ella el extravío de la imaginación y la debilidad de la cabeza y de los sentidos, y la enfermedad del alma que concierne a su certeza de haber sido condenado por Dios. Estos dos sufrimientos se mezclan en una locura bifronte: una psíquica y otra espiritual. Los espectadores de su entorno quieren reducirla a uno u otro vector. Ya sea al creerla —como hace la mayoría— producto de los tormentos melancólicos y de la rumia de un temperamento frágil y exaltado, ya sea —como hacen los menos— al creerla producto de una desolación propiciada por los demonios en una prueba permitida por Dios: “La mayoría de los hombres, incluso los más sabios, tendían a decir que era un humor melancólico o una ilusión de devoción o fantasía” (Surin, 1990: 220-221).14 La Science Expérimentale consistirá en distinguir una de otra y en aislar, en una locura melancólica que Surin no niega, algo que, sin embargo, según él, no compete a la medicina sino a la mística.

Hay que señalar que al seguir la lectura aristotélica de Francisco Suárez en Metaphysicarum disputationum, obras como De ensalmis distinguen el intelecto agente o potencia activa —que provee de las especies inteligibles a partir de las imágenes sensibles— y el intelecto posible o potencia receptiva que recibe y procesa la imagen que deriva del intelecto agente (Suárez, 1859: 322-323). El diablo puede provocar que el intelecto agente confunda la naturaleza de la imagen sensible y que ésta se acepte como una intelección verdadera de una realidad física. Pero la cuestión no sólo es distinguir entre la melancolía natural y la acción diabólica sino también que el diablo —en su carácter de simulador— puede transmutarse en ángel de luz y hacer pasar por divina una visión que es diabólica. Al referirse a Teresa de Ávila (1515-1582),15 De ensalmis advierte que incluso los pensamientos de la persona más santa pueden verse afectados por los engaños del diablo. “Quod visio [est] divina?”, se pregunta así al admitir que las phantasmas/imágenes son equívocas (Suárez, 1859: 147-148).

1Cabe recordar las observaciones de Allen (1993) sobre lo que denominó el estilo de razonamiento “escolástico-inquisitorial”. Dicho estilo estaba centrado en el discurso de la demonología y fue común entre teólogos, inquisidores y magistrados desde la mitad del siglo xv hasta mediados del xvii, pero desapareció con la prohibición a la persecución de brujas a finales del último siglo en cuestión. Allen señala que este estilo cumpliría con todas las características que Ian Hacking (1994 y 2002) le atribuye a sus estilos de razonamiento: introdujo nuevos objetos (hechizos, adivinaciones, brujerías, etc.), hizo uso de un nuevo tipo de evidencia (la confesión, las maldiciones, la acusación, los rumores, etc.), postulaba nuevos candidatos a la verdad (se asumía en ese entonces que era más probable que las mujeres practicaran la brujería porque ellas eran más susceptibles de ser supersticiosas) y propiciaba nuevas técnicas de estabilización (que en este caso estarían centradas en la autoridad de la Iglesia). Aquí no me interesa sostener una tipología de estilos de razonamiento, sino mostrar la articulación entre la demonología y las preocupaciones de la nueva epistemología, que complica las tesis simples sobre la relación entre la fe religiosa y el escepticismo. Coincido no obstante con las críticas que Martin Kusch (2010) le hace a Hacking y en su insistencia en la necesidad una epistemología histórica.

2Tomás de Aquino, Summa theologiae, pt. 1, q. 114, art. 4; también Martín del Río, Disquisitionum magicarum, bk. 2, q. 8; bk. 2, q. 24; Véase la lectura que Clark hace de Martín del Río en Clark (2007: 131-133).

3Véase “Sobre la relación de los ángeles y lo corporal”, Tomás de Aquino, Summa theologiae, pt. 1, q. 51. También Martín del Río, Disquisitionum magicarum, bk. 2, q. 1. Véase Francisco Suárez, "De malis angelis", Opera Omnia (1859: 16-29, 18-7). Entre las investigaciones recientes cabe mencionar a Walter Stephens (2002), Dylan Elliot (1999) y Armando Maggi (2006).

4Lo preternatural hacía referencia a un agente que producía un efecto natural, pero de una forma en la que la naturaleza no podía hacerlo. Véase Fernando Vidal (2007).

5Puede consultarse Leo Groarke (1984) y Geoffrey Scarre (1990).

6Cf. Richard Popkin (1964).

7Sobre la teoría de los humores y el materialismo psicológico de Galeno puede consultarse Owsei Temkin, (1973). La bibliografía sobre la melancolía es extensa. Puede consultarse la compilación de Jennifer Radden (2002) y, en el ámbito hispano, Roger Bartra (2001).

8La relación, por ejemplo, entre melancolía y brujería es explorada en Sydney Anglo (1976: 209-222).

9Asimismo, Robert Burton, en Anatomía de la melancolía ([1621] 2015), en la sección “Melancolía religiosa”, señala que ésta es el baño del diablo (The Devil’s Bath). Sin embargo, en otras secciones de su tratado, como “Una digresión sobre la naturaleza de los espíritus ángeles malignos o diablos y cómo causan melancolía”, Burton es mucho más cauto hacia el alegado componente demoniaco de la melancolía.

10Caterina de Pazzi nació en una de las familias más ricas y distinguidas de Florencia. A los 16 años de edad escogió la orden de las monjas carmelitas de la antigua observancia, por lo que ingresó en Santa Maria degli Angeli el 27 de noviembre de 1582; tomó el nombre de Maria Maddalena. Se encargó de acoger a las jóvenes que iban a la hospedería y, entre 1589 y 1607, formó a las novicias. Fue subpriora del monasterio de 1604 a 1605. Enfermó hacia 1604 y murió tres años más tarde, el 25 de mayo de 1607.

11Nació en 1600 y murió, en Burdeos, en 1665. Perteneció a la Compañía de Jesús. Habiendo sido enviado a Loudun para exorcizar a la madre superiora del convento de las ursulinas atormentadas por el diablo, hizo una ofrenda de su propio espíritu para ser poseído por demonios a cambio de la liberación de la priora. Su oración fue concedida y durante casi 20 años fue acosado por espíritus malignos, sumido en las profundidades de la desesperación por su condena eterna. A veces no podía usar sus manos, sus pies, sus ojos, su lengua, y cometió mil extravagancias, que incluso los más caritativos consideraron producto de la locura. Logró restablecerse ocho años antes de su muerte y desde entonces se dedicó a escribir sobre sus experiencias visionarias y espirituales.

12Puede consultarse su autobiografía. Véase Jeanne des Anges (1985). También Verciani (2011: 45-108) y Michel Carmona (2011).

13Puede consultarse el dossier establecido por Michel de Certeau en la edición de la correspondencia de Surin (1966). También la introducción de Moshe Sluhovsky (2018) a su edición de los escritos de Surin.

14La dificultad que tiene Surin a la hora de hacer comprender lo que le acaece se ve reflejada en los tratados médicos que analizan el caso Loudun. Hippolyte-Jules Pilet de la Mesnardière (1635) opta por señalar que los síntomas de Surin no pueden reducirse a la melancolía. Marc Duncan (1634) habla, por el contrario, del “delirium melancholicum” de Surin, una enfermedad que atribuyen a los miembros de órdenes religiosas que están confinados.

15Conocida también como Teresa de Jesús, nombre de religión adoptado por Teresa de Cepeda y Ahumada, hija de Alonso Sánchez de Cepeda, descendiente de judíos conversos, y de Beatriz de Ahumada, perteneciente a una noble familia castellana y abulense. Su vida y su evolución espiritual se pueden seguir a través de sus obras de carácter autobiográfico, y sus cerca de 500 cartas. Fue reformadora de la orden monástica del Carmelo.

DISCRETIO

Dicen que alguien os ha inventado,

pero esto a mí no me convence

porque los hombres se han inventado

también a sí mismos.

Czeslaw Milosz, Sobre los ángeles

El discernimiento de espíritus (discretio spirituum), la subdivisión teológica encargada de distinguir entre las visiones verdaderas y falsas y sus agentes (ya sea la mera melancolía natural, Dios o el diablo), se inspira en un texto de las Epístolas —Juan 1, 4:1: “Amados, no creáis a todos los espíritus, ponedlos a prueba para saber si son de Dios” (Caciola, 2000; Sluhovsky, 2007; Campagne, 2016)—. La teología del discernimiento tiene dos fundamentos. El primero, la teoría óptica y la filosofía cognitiva de la escolástica tardía que se transmite, en los siglos xvi y xvii, en numerosos manuales y curricula (Clark, 2011: 7). La certeza del conocimiento visual se garantiza aquí a partir del principio de semejanza. En una modificación del legado aristotélico, los escolásticos conciben el proceso cognitivo en términos de la transmisión de formas sensibles llamadas species, que son emitidas por objetos en el campo visual como copias (o “similitudes”) de sí mismas, propagadas a través de un medio apropiado, “introyectado” dentro y a través del ojo por sus humores cristalinos y vítreos, y enviado a través de los espíritus visuales de los nervios ópticos a los ventrículos del cerebro (Biernoff, 2002: 75).1 Ahí se replican intactas como imágenes del mundo, teniendo una semejanza exacta con sus objetos de origen. De este modo, se puede confiar en las percepciones visuales (en condiciones óptimas) para obtener un conocimiento verídico del mundo; el mundo real es, de hecho, lo que parece ser visualmente.

Esto es subrayado por una segunda característica de la transmisión de las species: es un proceso natural y, por lo tanto, las species son signos naturales de sus objetos. Mary Carruthers advierte que para los herederos escolásticos de Aristóteles “todo el proceso de percepción, desde la recepción inicial por parte de un órgano sensorial hasta la conciencia de respuesta y la memoria de la misma, es de naturaleza somática o corporal” (Carruthers, 1990: 48). En el mismo tenor, Katherine Park describe las species no como “representaciones sino [como] reproducciones impresas por los objetos en un medio blando y flexible como un sello en la cera” (Park, 1998: 264). Ahora bien, los “agentes” en discusión en el discernimiento espiritual no son necesariamente entidades visibles. Pueden entenderse como las inspiraciones divinas, demoniacas o, simplemente, humanas detrás de los movimientos internos del alma (Clark, 2011: 7-8).

El segundo compromiso epistemológico importante en la teología del discernimiento radica, sin embargo, en proveer de elementos para juzgar apariciones visibles a los ojos, haciendo que la inteligibilidad de lo que se ve sea la ocasión para determinar lo que, en última instancia, está espiritualmente en juego. Este segundo compromiso epistemológico está inspirado en el libro xii del De Genesi ad litteram de Agustín de Hipona (Clark, 2011: 9). Se considera que existen tres géneros de visión. La visión corpórea es la que se percibe con los ojos del cuerpo; la visión imaginaria es conocimiento de la imaginación, considerada intermediaria entre la sensibilidad y el entendimiento. La imaginación puede formar la figura de lo que ha visto cuando esto último no está presente. Las visiones imaginarias ordinarias son las que se producen por una operación del sujeto. Las visiones imaginarias extraordinarias son las que se producen cuando en la imaginación se presenta alguna figura sin que la imaginación la produzca. La visión intelectual es el conocimiento sobrenatural inmediato o infuso de Dios, sin que medie ninguna imagen. Hay que advertir que ver significa también conocer, como cuando queremos preguntar a alguien si entiende lo que le decimos y le preguntamos: ¿no ves esto?2 La claridad de las imágenes visionarias, a diferencia de las imágenes mentales que evocamos por nosotros mismos, es un argumento a favor de su veracidad. La visión de Dios nos llega sin ningún esfuerzo o acción de nuestra parte. Para Agustín, el engaño no es posible en la visión intelectual (en sentido estricto la única que se consideraría visión, pues la imaginaria y la corpórea responden al término aparición).3 Para Descartes que, en el Discurso del método (1637), desde su herencia agustiniana, postula que “las cosas que percibimos muy clara y distintamente son todas verdaderas” (Descartes, 2006: 70), la verdad es una intuición intelectual que se distingue por su claridad indudable. La fuente de esa claridad es la fuente de la verdad, es decir, Dios.

A diferencia de la visión intelectual, la visión corpórea y la visión imaginaria, advierte Agustín, pueden, sin embargo, verse perturbadas por todo tipo de cosas: dolencias en las “vías” entre el cerebro y los objetos externos, confusión sobre objetos externos similares, suposiciones erróneas sobre cosas “anunciadas” por los sentidos (por ejemplo los casos de paralaje y refracción), incertidumbre sobre las imágenes de los sueños, por efecto de la fiebre y de otras enfermedades y por agentes sobrenaturales malignos o benignos. El diablo, por otro lado, sólo puede tratar de engañar a través de los simulacros y las apariencias. La verdadera prueba es determinar, desde el principio, que un espíritu maligno está operando, y hacerlo en el momento en que ese espíritu aparece como bueno para la mayoría. Y eso sólo es posible a través del don del discernimiento (Clark, 2011: 11). El verdadero discernimiento es, pues, un carisma; no tiene nada que ver con poder distinguir entre fenómenos visuales equivalentes a través de bases epistemológicas. Si una visión religiosa, un sueño, una alucinación y una ilusión demoniaca pueden producir experiencias visuales idénticas, se necesita algún otro criterio para resolver tales dificultades.

La discretio spirituum entre los siglos xvi y xvii depende de dos fundamentos que la minan desde adentro, por lo menos como ejercicio epistemológico. Uno es una cadena cognitiva concebida de forma naturalista que garantiza lo que Stephen Gaukroger ha llamado “veridicalidad funcional” (2010: 177; Clark, 2011: 12), la cual supone que las imágenes del mundo copian la realidad con éxito en condiciones naturales óptimas pero, al mismo tiempo, estas imágenes quedan completamente expuestas a los demonios que pueden subvertir esas mismas condiciones. El otro fundamento es una jerarquía de visión y certeza que considera el verdadero discernimiento como un don (por definición carismático, no epistemológico). La mística de los siglos xvi y xvii desconfía incluso de la visión intelectual que salvaba la teología agustiniana puesto que advierte que ésta rara vez se produce de forma “pura”4 y sin mezcla de elementos imaginarios, ya que, como escribe Teresa de Ávila (V, 22.10), “no somos ángeles, sino tenemos cuerpo”.

La primera tarea del discernimiento espiritual es, entonces, asegurarse de que una visión o aparición no tenga causas naturales. Esto significa revisar todas las formas en que la cadena visual aristotélica normativa puede volverse disfuncional, produciendo experiencias visuales que ya no sean verídicas. Las categorías son los trastornos mentales y físicos, como la melancolía natural, que producen experiencias visuales falsas. La ocupación, la edad y el género son variables que también pueden explicar esas fantasías. Lo que proporciona el discernimiento en este caso es una descripción exhaustiva de la anormalidad cognitiva basada en motivos escolásticos. Es decir, basada en un conjunto de criterios negativos para la verdad visual tal como estaba disponible en la antigua epistemología (Clark, 2011: 15).

Dios y el diablo pueden producir visiones y apariciones corpóreas e imaginarias (y pese a su disparidad moral, la epistemología de ambas es idéntica). Los criterios que se buscan para ayudar a discernir serán entonces los atributos personales y la conducta del hombre o la mujer involucrados, las circunstancias que rodean su experiencia y el carácter moral y los efectos espirituales de las cosas que se les revelan. Es decir, la rúbrica: personae, modi, effectus. Bajo el epígrafe “modos” es cierto que se hacen algunos intentos para agregar limitaciones a lo que Satanás puede presentar con éxito a los ojos (por ejemplo, animales con simbolismos sensibles, como palomas y corderos) o indicar pistas visuales que traicionan su habilidad (como monstruosidad o imperfección de la forma humana). Ahora bien, al contradecir la misma demonología en la que se basa el discernimiento —y que, como hemos visto, señala que la condición diabólica es la mentira y Satanás puede crear simulacros perfectamente engañosos de visiones divinas—, estas cláusulas salvadoras indican una desesperación teórica que conduce a problemas significativos en las imágenes artísticas que acompañan a la teología, en particular en las representaciones de lo demoniaco (Clark, 2011: 18; 2019). En su mayor parte, sin embargo, el simple hecho de fincar un criterio visual es de poca ayuda para decidir su procedencia. En cambio, las discusiones se centran en las credenciales morales y religiosas de los involucrados, en el comportamiento de la aparición y en el impacto causado por el encuentro. Por ejemplo, uno de los criterios ofrecidos con más frecuencia para distinguir una aparición angelical de una demoniaca se refiere a los estados psicológicos que inducen: la primera trae alegría, valor y tranquilidad; la segunda, confusión, distracción y dolor. El miedo inicial que acompaña a una visión angelical se disipa rápidamente y es remplazado por alegría, mientras que con los demonios generalmente ocurre al revés. No obstante, para De incantantionibus ensalmis, la ambigüedad de estos signos radica precisamente en el hecho de que cada signo tiene más de un significado temporal; así, una señal que produzca efectos negativos inicialmente puede traer consecuencias positivas en el futuro (De Moura, 1620: 150-151).

La teología del discernimiento basada en el realismo escolástico intersecta entonces —pese a lo que en primera instancia podríamos pensar— con la “nueva y moderna epistemología” que se va configurando entre los siglos xvi y xvii. Para la nueva epistemología, las percepciones de los sentidos son los signos de los eventos naturales. Estos signos son causados por ellos, pero no tienen ninguna correspondencia mimética, sino que permanecen en relación con ellos como el signo convencional para una palabra frente a la palabra o como las palabras frente a los objetos. En su Óptica (1637) y en su Tratado de la luz publicado póstumamente (1664) Descartes advierte así que es necesario recurrir al funcionamiento de los signos lingüísticos para explicar la nueva forma de relacionar objetos, eventos cerebrales y perceptos mentales.5 Es decir, un significado particular acompaña ineludiblemente a un signo dado. En la epistemología de Locke, las sensaciones proporcionadas no pueden ser copias de esencias reales. Las esencias reales son incognoscibles; lo que se conoce son sus equivalentes “nominales”, conocidos por su nombre, y el nombre no confiere ninguna semejanza.6 Los teóricos de la visión moderna comienzan a formular sistemáticamente preguntas sobre lo que llamaríamos la mediación semiótica, la “pantalla” de signos entre la retina y el mundo.

Es importante advertir que la teología del discernimiento —fiel, en la teoría, a su realismo escolástico— no aboga ni postula el modelo semántico de conocimiento visual de la nueva epistemología; sin embargo, el acto de discernimiento ya presupone una agencia diabólica y simuladora que pone de relieve el hecho de que la visión humana es interpretable (Clark, 2011: 26). La ciencia moderna, en lugar de oponerse directamente a la demonología, funciona dentro de su marco intelectual. Implícitamente, la teología del discernimiento concede que ver no es un proceso natural asegurado porque las species sean signos naturales que las vuelven a ellas mismas, al objeto externo y a la representación mental ontológicamente continuas (Biernoff, 2002: 75). La visión se transforma en una cuestión de considerable complejidad en la que las variables de condición corporal y humoral, estado emocional, edad y género (además de otras circunstancias más contextuales) tienen que ser analizadas. Esto significa lo siguiente: si para la teología del discernimiento de la modernidad en teoría las especies son signos naturales de sus objetos, en la práctica son tratadas como si no lo fueran (Clark, 2011: 28-29). Pero hay algo más. La teología del discernimiento postula, al mismo tiempo que la duda, la agencia de una alteridad paradójica, radicalmente diferente a nosotros y al mismo tiempo familiar y cercana, un interlocutor (divino o demoniaco) que encuentra en nosotros su locus primordial. Veámoslo detenidamente.

1En los discursos cuarto y quinto de La dióptrica, Descartes rechaza la idea de que el alma necesite percibir ciertas imágenes semejantes a los objetos por los que son transmitidas. Los filósofos que asumen la existencia de tales imágenes, afirma Descartes, no explican cómo es que éstas son formadas por los objetos, recibidas por el ojo y transmitidas al cerebro, sino que se limitan a considerar que las imágenes son semejantes a los objetos que las transmiten.

2Véase Veerle Fraeters, (2012: 178-188). También Pierre Adnes et al. (1994: cc. 949-1001).

3Remito al lector a la nota 7, en las páginas 19 y 20.

4Así advierte en el Libro de la vida (1562) Teresa de Ávila sobre sus visiones, refiriéndose a la imaginaria y a la intelectual: “Y casi vienen juntas estas dos maneras de visión siempre” (V, 28.9).

5Cf. Dalia Judovitz, (1993: 63-86) y J. J MacIntosh (1983).

6Cf. Michael Jacovides (1999 y 2017).

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0+
Hacim:
261 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9789587847611
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