Kitabı oku: «La soberanía de Dios»
Publicado por:
Publicaciones Faro de Gracia
P.O. Box 1043
Graham, NC 27253
www.farodegracia.org ISBN: 978-1-629462-58-5
© Traducción al español por Giancarlo Montemayor, Copyright 2020. Todos los Derechos Reservados. Edición por Armando Molina. El diseño de la portada y las páginas fue realizado por Francisco Adolfo Hernández Aceves.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio –electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o cualquier otro –excepto por breves citas en revistas impresas, sin permiso previo del editor.
Las citas marcadas por un asterisco son la traducción del autor. Las itálicas en las citas de la Escritura indican un énfasis añadido.
© Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso. Todos los derechos reservados.
Contenido
PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN
PREFACIO A LA TERCERA EDICIÓN
PREFACIO A LA CUARTA EDICIÓN
INTRODUCCIÓN
Capítulo 1 DEFINICIÓN DE LA SOBERANÍA DE DIOS
Capítulo 2 LA SOBERANÍA DE DIOS EN LA CREACIÓN
Capítulo 3 LA SOBERANÍA DE DIOS EN SU ADMINISTRACIÓN
Capítulo 4 LA SOBERANÍA DE DIOS EN LA SALVACIÓN
Capítulo 5 LA SOBERANÍA DE DIOS EN LA REPROBACIÓN
Capítulo 6 LA SOBERANÍA DE DIOS EN ACCIÓN
Capítulo 7 LA SOBERANÍA DE DIOS Y LA VOLUNTAD DEL HOMBRE
Capítulo 8 LA SOBERANÍA DE DIOS Y LA RESPONSABILIDAD HUMANA
Capítulo 9 LA SOBERANÍA DE DIOS Y LA ORACIÓN
Capítulo 10 NUESTRA ACTITUD HACIA LA SOBERANÍA DE DIOS
Capítulo 11 DIFICULTADES Y OBJECIONES
Capítulo 12 EL VALOR DE ESTA DOCTRINA
CONCLUSIÓN
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PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN
En las páginas siguientes se ha hecho un intento de examinar de nuevo, a la luz de la Palabra de Dios, algunas de las preguntas más profundas en las que pueda indagar la mente humana. Algunos han abordado estos problemas en días pasados y de su trabajo todos nos hemos beneficiado. Aunque no hace alarde de originalidad, el autor ha procurado examinar y tratar con el tema que le ocupa desde un punto de vista totalmente independiente. Hemos estudiado diligentemente los escritos de hombres como Agustín, Tomás de Aquino, Calvino, Jonathan Edwards, Ralph Erskine, Andrew Fuller y Robert Haldane. Entre aquellos que han tratado de la manera más útil la soberanía de Dios en los últimos años podemos mencionar a los doctores Rice, J.B. Moody y George S. Bishop de cuyos escritos también hemos recibido instrucción. Es muy triste pensar que estos nombres son desconocidos para la presente generación. Por supuesto, no compartimos todas sus conclusiones, pero felizmente reconocemos nuestra deuda hacia su trabajo. Intencionalmente nos hemos abstenido de citar libremente a estos teólogos porque deseamos que la fe de nuestros lectores no descanse en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. Por esta razón hemos citado libremente a las Escrituras y hemos buscado fundamentar cada una nuestras declaraciones en textos bíblicos.
Sería necio de nuestra parte el esperar que esta obra sea aprobada por todos. La tendencia en la teología moderna —si le podemos llamar teología— es hacia la deificación de la criatura en lugar de la glorificación del Creador, y la levadura del racionalismo está permeando rápidamente en toda la cristiandad. Los efectos malévolos del darwinismo han tenido alcances más allá de lo que la mayoría nos percatamos. Muchos de nuestros líderes religiosos que todavía son considerados ortodoxos serían, con temor lo decimos, clasificados como heterodoxos si fuesen pesados en las balanzas del Santuario. Incluso aquellos que tienen claridad intelectual sobre otras verdades, rara vez tienen una doctrina sana. Pocos, muy pocos, hoy en día creen en la completa y total depravación del hombre. Aquellos que hablan del «libre albedrío» del hombre e insisten en su poder inherente de aceptar o rechazar al Salvador, solo muestran su ignorancia de la condición real de los hijos de Adán. Y si existen pocos que creen esto (que la condición del hombre es totalmente desesperada), hay incluso menos personas que creen en la absoluta soberanía de Dios.
Adicionalmente a los efectos de la enseñanza no bíblica, también debemos enfrentarnos con la superficialidad de la presente generación. Anunciar que cierto libro es un tratado de doctrina es suficiente para crear prejuicios en la gran mayoría de los miembros de las iglesias y los predicadores. El anhelo, hoy en día, es de algo ligero y entretenido, y pocos tienen la paciencia, mucho menos el deseo, de examinar cuidadosamente aquello que demandará toda su concentración y poder mental. También sabemos lo difícil que es encontrar, en nuestros días ajetreados, el tiempo que requiere el estudiar los temas profundos de Dios. Sin embargo, también es cierto que aquel que quiere algo, encontrará la manera de lograrlo y a pesar de las cosas desalentadoras a las que hicimos referencia, creemos que habrá un remanente piadoso que se deleitará en considerar cuidadosamente esta obra, y confiamos que tal deseo traerá «su fruto en su tiempo».
No olvidamos las palabras de alguien que dijo: «La censura es el último recurso de un oponente derrotado». El descartar este libro con el epíteto de «híper–calvinismo» no es digno de mención. No tenemos ningún gusto por la controversia y no aceptaremos ningún reto a entrar en un debate sobre las verdades discutidas en estas páginas. En cuanto a nuestra reputación, la dejamos en las manos del Señor, y a Él dedicamos esta obra y cualquier fruto que ella pueda producir, orando que Él la use para dar luz a Su amado pueblo (mientras sea acorde a Su Santa Palabra) y perdone al escritor, y guarde al lector, de cualquier falsa enseñanza que pudiera haberse infiltrado en ella. Si el gozo y el consuelo que el autor ha obtenido al escribir estas páginas son compartidos por el lector, entonces estaremos agradecidos a Aquel que nos da Su gracia para discernir las cosas espirituales.
—Arthur W. Pink, Junio 1918
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN
Han pasado dos años desde que la primera edición de esta obra fue presentada al público cristiano. Su aceptación ha sido más favorable de lo que el autor esperaba. Muchos le han hecho saber de la ayuda y la bendición que han recibido al examinar detenidamente su intento de dar claridad a un tema difícil. Por cada muestra de aprecio damos gracias a Aquel que nos ha dado Su luz. Algunos han condenado este libro con diversos términos; a estos los encomendamos a Dios y a Su Palabra, recordando que está escrito: «no puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo» (Juan 3:27). Otros nos han enviado críticas amigables, las cuales han sido consideradas cuidadosamente y confiamos que, en consecuencia, esta edición revisada sea, para los miembros de la fe, más provechosa que la primera.
Al parecer, se requiere una explicación sobre esto. Algunos queridos hermanos en Cristo sintieron que nuestro trato hacia la soberanía de Dios era demasiado extremo y unidireccional. Me ha sido señalado que un requisito fundamental para exponer la Palabra de Dios es la necesidad de preservar el balance de la verdad. En esto estamos de acuerdo. Dos cosas están fuera de discusión: Dios es soberano y el hombre es una criatura responsable. Pero en este libro estamos abordando la soberanía de Dios y, aunque la responsabilidad del hombre está implícita, no hacemos una pausa en cada página para insistir en ella; en lugar de ello, hemos hecho un esfuerzo para subrayar aquella verdad que en estos días es casi universalmente negada. Probablemente el 95 por ciento de la literatura contemporánea está dedicada a las tareas y las obligaciones del hombre. El hecho es que aquellos que exponen la responsabilidad del hombre son quienes han perdido «el balance de la verdad» al ignorar, en gran medida, la soberanía de Dios. Es correcto insistir en la responsabilidad del hombre pero, ¿qué hay de Dios? —¿no tiene Él ninguna demanda, ningún derecho? Cientos de obras como esta serían necesarias y diez mil sermones tendrían que predicarse sobre este tema si queremos obtener «el balance de la verdad». El balance se ha perdido debido a un énfasis desproporcionado en la parte humana y al minimizar, si no es que excluir, la parte divina. Entiendo que este libro es unilateral, pues solo pretende tratar un lado de la verdad, el lado olvidado y rechazado, el lado divino. Aún más allá, la pregunta que podría surgir es: ¿Qué es más deplorable —un sobre énfasis de la parte humana y un énfasis insuficiente de la parte divina, o un sobre énfasis en la parte divina y un énfasis insuficiente en la parte humana? Por supuesto, es más peligroso engrandecer al hombre y minimizar a Dios. La pregunta podría hacerse de la siguiente forma: ¿Podemos ser demasiado insistentes en cuanto a lo que Dios declara como cierto? ¿Podemos ser muy extremos al insistir en la absoluta y universal soberanía de Dios?
Es con profundo agradecimiento a Dios que, después de dos años de diligente estudio de las Sagradas Escrituras, con el profundo deseo de descubrir lo que al Dios Todopoderoso Le ha placido revelar a Sus hijos sobre este tema, no vemos razón alguna para retractarnos de lo que hemos escrito, y aunque hemos reorganizado el material de esta obra, la sustancia y la doctrina se mantienen sin cambios. Quiera Aquel Quien ha bendecido la primera edición de esta obra, complacerse en bendecir aún más esta revisión.
—Arthur W. Pink, Swengel, Pennsylvania, EUA, 1921
PREFACIO A LA TERCERA EDICIÓN
Que una tercera edición de esta obra sea necesaria es una razón para alabar fervientemente a Dios. Mientras la oscuridad se hace más profunda y las pretensiones del hombre van cada día en aumento, la necesidad de enfatizar las declaraciones de Dios se hace más grande. Mientras la Babel de la religiosidad desconcierta a tantos, es más evidente el deber de los siervos de Dios de apuntar hacia el único fundamento seguro para el corazón. Nada es más reconfortante como la seguridad de que el Señor mismo Se encuentra en el Trono del universo, haciendo «todas las cosas según el designio de su voluntad».
El Espíritu Santo nos ha dicho que en las Escrituras hay cosas difíciles de entender, pero recalcamos que son «difíciles», no «imposibles». Una espera paciente en el Señor y una diligente comparación entre textos bíblicos, frecuentemente resulta en una apreciación más completa de aquello que antes nos parecía oculto. Durante los últimos diez años le ha complacido a Dios el otorgarnos más luz en ciertas partes de Su Palabra y esto lo hemos utilizado para mejorar nuestra exposición de diferentes pasajes. Pero es con profundo agradecimiento que no vemos necesidad de cambiar o modificar alguna doctrina contenida en las primeras ediciones. Al paso del tiempo nos hemos percatado (por gracia divina) de la importancia y el valor de la soberanía de Dios que repercute en todos los aspectos de nuestras vidas.
Nuestros corazones se han regocijado al recibir una y otra vez cartas de todos los rincones del mundo, diciéndonos la ayuda y la bendición recibidas de las primeras ediciones de esta obra. Un amigo cristiano estaba tan conmovido al leerla y tan impresionado por su testimonio, que envió un cheque con el propósito de que enviáramos copias a misioneros en cincuenta países diferentes, «para que su glorioso mensaje circule por el mundo»; muchos de los cuales nos han escrito para decirnos cuánto han sido fortalecidos en su lucha en contra de las tinieblas. A Dios pertenece toda la gloria. Que Él se complazca al usar esta tercera edición para traer honor a Su nombre y para alimentar a Su grey.
—Arthur W. Pink, Morton´s Gap, Kentucky, USA, 1929
PREFACIO A LA CUARTA EDICIÓN
Es con profunda alabanza al Dios Altísimo que otra edición de este valioso libro es requerida. A pesar de que su enseñanza va directamente en contra de lo que es promulgado actualmente, estamos felices al decir que esta obra está fortaleciendo la fe, el consuelo y la esperanza de un gran número de los elegidos de Dios. Encomendamos esta nueva edición a Aquel en Quien nos deleitamos en honrar, orando que Él Se complazca en bendecir el alcance de este libro para llevar luz a Su pueblo, «para alabanza de la gloria de su gracia», y para brindar una comprensión más clara de la majestad de Dios y de Su soberana misericordia.
—I. C. Herendeen, 1949
INTRODUCCIÓN
¿Quién ordena los asuntos en la tierra hoy día —Dios o Satanás? Se admite generalmente que Dios reina en los cielos; pero se niega casi universalmente que lo haga en este mundo —si no directamente, sí indirectamente. Los hombres, en sus filosofías y teorías, tratan cada vez más de relegar a Dios a un segundo plano. Tomemos el asunto de lo material. No sólo se niega que Dios lo creó todo mediante Su acción personal y directa, sino que pocos creen que Él Se ocupe directamente de dar orden a las obras de Sus propias manos. El mundo supone que todo está ordenado conforme a «leyes naturales» impersonales e inconcretas. De esta manera se destierra al Creador de Su propia Creación. No debemos pues sorprendernos de que los hombres, en sus conceptos degradados, excluyan a Dios de la esfera de los asuntos humanos. En toda la cristiandad, con muy pocas excepciones, se sostiene la teoría de que el hombre determina su suerte y decide su destino por su «libre albedrío». Satanás tiene la culpa de gran parte del mal que existe en el mundo, según afirman alegremente aquellos que, teniendo mucho que decir de la «responsabilidad del hombre», niegan frecuentemente su propia responsabilidad, atribuyendo al diablo lo que de hecho procede de sus propios corazones malignos (Marcos 7:21–23).
Pero, ¿quién está dirigiendo los asuntos de la tierra en la actualidad —Dios o Satanás? Traten de observar el mundo de manera seria y en forma global. ¡Qué escena de confusión y caos se nos ofrece por todos lados! El pecado se comete descaradamente; abunda la ilegalidad; los malos hombres y los engañadores van de mal en peor (2 Timoteo 3:13). Hoy día, todo parece estar desconcertado. Los tronos crujen y se tambalean, las antiguas dinastías están siendo derribadas, las naciones se sublevan, la civilización es un fracaso demostrado; la mitad de la cristiandad estaba abrazada no hace mucho en mortal combate; y ahora, cuando el titánico conflicto ha terminado, en vez de tener un mundo «salvaguardado para la democracia», hemos descubierto que este sistema inspira muy poca seguridad para el gobierno del mundo. La inquietud, el desconcierto y la ilegalidad brotan por todas partes, y nadie puede decir cuándo comenzará otra gran guerra. Los estadistas están confundidos y aturdidos. «Desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra» (Lucas 21:26). ¿Dan a entender estas cosas que Dios lo dirija todo?
Concentremos ahora nuestra atención en el aspecto religioso. Después de diecinueve siglos de predicación del Evangelio, Cristo es aún «despreciado y desechado entre los hombres». Peor aún, muy pocos son los que proclaman y engrandecen al Cristo de la Escritura. En la mayoría de los púlpitos modernos se Le deshonra y niega. A pesar de los frenéticos esfuerzos que se hacen para atraer a las multitudes, la mayoría de las iglesias tienden a vaciarse en vez de llenarse. ¿Y qué diremos de las grandes multitudes que no asisten a la iglesia? A la luz de la Escritura nos vemos obligados a creer que la mayoría está en el camino espacioso que lleva a la perdición, y que pocos son los que están en el camino angosto que lleva a la vida. Muchos afirman que el cristianismo es un fracaso, y la desesperación embarga multitud de corazones. No pocos de los que son del pueblo del Señor están confundidos, y su fe se halla sometida a seria prueba. ¿Y qué decir de Dios? ¿Ve y oye? ¿Es impotente o indiferente? Algunos de los considerados como líderes del pensamiento cristiano nos han dicho que Dios no pudo evitar que viniera la terrible segunda guerra, como tampoco acelerar su terminación. Se decía abiertamente que la situación estaba más allá de Su control. ¿Dan estas cosas la impresión de que es Dios Quien está dirigiendo al mundo?
¿Quién gobierna las cosas de la tierra actualmente —Dios o el diablo? ¿Cuál es la impresión que sacan los hombres del mundo que a veces asisten a un culto evangélico? ¿Cuáles son los conceptos que se forman los que oyen a predicadores considerados como ortodoxos? ¿Acaso da la impresión de que los cristianos creen en un Dios decepcionado? Si oímos lo que dice el típico evangelista de nuestros días, ¿no está obligado cualquier oyente reflexivo a concluir que el tal profesa representar a un Dios lleno de intenciones benévolas, pero incapaz de llevarlas a cabo; que está deseando de veras bendecir a los hombres pero estos no Se lo permiten? Si es así, ¿no debe, acaso, el oyente ordinario deducir que el diablo ha sacado ventaja y que Dios es más digno de compasión que de culto?
¿No es cierto, pues, que todo parece indicar que el diablo tiene, en efecto, mucho más que ver con los negocios de la tierra que Dios? ¡Ah! Todo depende de si andamos por fe o por vista. Estimado lector: ¿están basados tus pensamientos sobre este mundo y la relación de Dios con el mismo, en lo que ves? Enfréntate seria y honradamente con esta pregunta. Y si eres cristiano, muy probablemente tendrás motivos para estar avergonzado y reconocer que efectivamente es así. Es lamentable que en realidad andemos tan poco por la fe. Pero, ¿qué significa andar por fe? Significa que nuestros pensamientos son formados, nuestras acciones reguladas, y nuestras vidas moldeadas por las Sagradas Escrituras, pues, «la fe es por el oír, y el oír por la Palabra de Dios» (Romanos 10:17). Es por la Palabra de verdad, y solo a través de ella, que podemos aprender cuál es la relación de Dios con este mundo.
¿Quién está dirigiendo los asuntos de esta tierra hoy? ¿Dios o Satanás? ¿Qué dice la Escritura? Antes de pasar a considerar la respuesta directa a esta pregunta, notemos que las Escrituras predijeron exactamente lo que ahora vemos y oímos. La profecía de Judas se está cumpliendo. Explicar detalladamente esta afirmación nos apartaría demasiado del asunto que nos ocupa, pero lo que tenemos particularmente en mente es lo que nos dice el versículo 8 de dicha epístola: «de la misma manera también estos soñadores mancillan la carne, rechazan la autoridad y blasfeman de las potestades superiores». Sí, «critican» a la Autoridad Suprema, al «solo Soberano, Rey de reyes y Señor de Señores». La irreverencia es el sello característico de nuestra época, y como resultado, el espíritu de desobediencia, que no conoce freno y que arroja de sí todo lo que impide el libre curso del propio albedrío, está invadiendo la tierra arrollándolo todo como un gran diluvio. Los miembros de la nueva generación son los transgresores más flagrantes, y en la decadencia y la desaparición de la autoridad de los padres sobre los hijos tenemos un precursor seguro del derrumbamiento de la autoridad cívica. Por tanto, en vista de la creciente falta de respeto por las leyes humanas y de la negativa a dar honra a quien se debe honra, no debemos sorprendernos de que el reconocimiento de la majestad, la autoridad y la soberanía del Omnipotente quede relegado cada vez más a segundo término y que las masas tengan cada vez menos paciencia para con los que insisten en tales cosas.
¿Quién ordena actualmente todo lo que ocurre aquí abajo? ¿Dios, o el diablo? ¿Qué dicen las Escrituras? Si creemos en sus declaraciones claras y positivas, no hay lugar para la incertidumbre. Afirman una y otra vez que Dios Se sienta en el trono del universo; que la autoridad está en Sus manos; que Él lo dirige todo «según el designio de su voluntad». Nos lo presentan, no solo como el Hacedor de todo lo creado, sino también como el Gobernante y Rey de las obras de Sus manos. Afirman que Dios es el Todopoderoso, que Su voluntad es irrevocable, que es soberano absoluto en todas las esferas de Sus vastos dominios. E indudablemente es preciso que así sea. Solo hay dos alternativas posibles: que Dios dirija o que sea dirigido; que domine o que sea dominado; que haga Su propia voluntad o que Sus criaturas se lo impidan. Si admitimos el hecho de que Él es el Altísimo, el Omnipotente y Rey de reyes, revestido de Su perfecta sabiduría y poder ilimitado, es ineludible entonces la conclusión de que el Señor debe ser Dios en los hechos, tanto como lo es de nombre.
En relación a todo cuanto hemos referido brevemente, hemos de decir que la situación actual exige a gritos un nuevo examen y una nueva presentación de la omnipotencia, suficiencia y soberanía de Dios. Es preciso que desde todos los púlpitos se predique a gran voz que Dios vive todavía, y que todavía reina. La fe está actualmente sometida a la prueba del fuego, y no hay lugar alguno de reposo firme y suficiente para el corazón y la mente sino en el Trono de Dios. Lo que ahora se necesita, como nunca antes, es un énfasis pleno, positivo y constructivo en el hecho de que Dios es Dios. A grandes males grandes remedios. Las congregaciones están hartas de palabras huecas y simples generalizaciones; es preciso que se les de algo concreto y específico. El jarabe tranquilizante quizá pueda servir para los niños de carácter nervioso; pero los adultos necesitan un tónico de hierro, y no conocemos nada mejor para infundir vigor espiritual en nuestro ánimo que una comprensión espiritual del pleno carácter de Dios. Está escrito: «El pueblo que conoce a su Dios se esforzará y actuará» (Daniel 11:32).
No cabe duda de que está a punto de producirse una crisis mundial y el miedo se apodera de los hombres, ¡pero no de Dios! A Él nunca Se Le toma por sorpresa. No tiene que tratar con una emergencia inesperada, pues Él es Quien «hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Efesios 1:11). Por eso, aunque el mundo esté sobrecogido por el terror, la palabra para el creyente es «no temas». Todas las cosas están sujetas a Su control directo; todas las cosas se desarrollan conforme a Su eterno propósito y, por tanto, «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Romanos 8:28). Es preciso que sea así, pues «de él, y por él, y para él, son todas las cosas» (Romanos 11:36). Sin embargo, ¡cuán poco se comprende esto hoy, incluso por los del pueblo de Dios! Muchos suponen que Él es poco más que un espectador observando desde lejos sin tomar parte directa en los asuntos de la tierra. Es cierto que el hombre tiene voluntad, pero también la tiene Dios. Es cierto que el hombre está dotado de poderes, pero Dios es Todopoderoso. Es cierto que, hablando en general, el mundo material está regido por leyes; pero tras esas leyes está el Legislador y Ejecutor. El hombre no es más que una criatura. Dios es el Creador; y siglos incontables antes que el hombre viera la luz por primera vez, «el Dios fuerte» (Isaías 9:6) existía ya; y antes que el mundo fuera fundado trazó Sus planes. Siendo infinito en poder —y siendo el hombre finito— Su propósito y designio no pueden ser resistidos u obstaculizados por las criaturas de Sus manos.
Reconocemos que la vida es un problema profundo, y que por todas partes nos rodea el misterio; pero no somos como las bestias del campo, ignorantes de su origen e inconscientes de lo que está ante ellas. No; «tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (2 Pedro 1:19). Y es a esta Palabra de Profecía que ciertamente hacemos bien en «estar atentos», a esta Palabra que no tuvo su origen en la mente del hombre sino en la de Dios; «porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:21). Al volvernos a la Palabra y ser instruidos por ella, descubrimos un principio fundamental que es preciso sea aplicado a todos los problemas: en vez de empezar con el hombre y su mundo y retroceder hasta Dios, es necesario que empecemos con Dios y descendamos luego hasta el hombre. «En el principio (...) Dios» (Génesis 1:1). Apliquemos este principio a la situación actual. Comencemos a partir del mundo tal como está hoy y tratemos de retroceder hasta llegar a Dios y todo parecerá demostrar que el Supremo Hacedor no tiene relación alguna con el mundo. Pero si empezamos con Dios, siguiendo después hacia abajo, la luz, y luz en abundancia, iluminará el problema. Debido a que Dios es Santo, Su ira se enciende contra el pecado. Debido a que Dios es justo, Sus juicios descienden contra los que contra Él se rebelan. Debido a que Dios es fiel, se cumplen las solemnes amenazas de Su Palabra. Debido a que Dios es Omnipotente, ninguno puede resistirse a Él con éxito y menos aun destruir Su Propósito. Debido a que Dios es Omnisciente, no hay problema que escape a Su conocimiento ni dificultad que confunda Su sabiduría. Es precisamente porque Dios es Quien es y lo que es, que ahora contemplamos lo que está ocurriendo en la tierra: el principio del derramamiento de Sus juicios. Conociendo Su inflexible justicia e inmaculada santidad, no podíamos esperar otra cosa que lo que hoy contemplan nuestros ojos.
Sin embargo, conviene decir muy enfáticamente que el corazón solo puede hallar consuelo y gozo en la bendita verdad de la soberanía absoluta de Dios en tanto que se ejercite la fe. La fe se ocupa continuamente de Dios, ese es su carácter; eso es lo que la diferencia de la teología intelectual. La fe se sostiene «como viendo al Invisible» (Hebreos 11:27); soporta los desengaños, las dificultades y todos los pesares de la vida, reconociendo que todo viene de la mano de Aquel que es infinitamente sabio como para errar e infinitamente amante como para ser cruel. Si atribuimos lo que ocurre a cualquier otra causa que no sea Dios mismo, no habrá reposo para el corazón ni paz para el espíritu. Mas si recibimos todo cuanto afecta a nuestras vidas como de Su mano, entonces, sean cuales fueren las circunstancias o lo que nos rodea, tanto si estamos en una choza como encerrados en una prisión o en la hoguera del martirio, nos será dado poder para decir: «Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos» (Salmo 16:6). He aquí el lenguaje de la fe, y no el de la vista ni de los sentidos.
Sin embargo, si en vez de someternos al testimonio de la Sagrada Escritura, si en vez de andar por fe, andamos en pos de la evidencia de nuestros ojos y razonamos sobre esta base, caeremos en el lodazal de un virtual ateísmo. Asimismo, nuestra paz se acabará si somos guiados por las opiniones y los puntos de vista de otros. Aún admitiendo que hay muchas cosas en este mundo de pecado y sufrimiento que nos desaniman y entristecen; aun admitiendo que muchos aspectos de la providencia de Dios nos sobrecogen y aturden, no es razón suficiente para que nos unamos al incrédulo y al hombre del mundo que dice: «Si yo fuera Dios, no permitiría esto ni toleraría aquello». Es mucho mejor, en presencia del misterio que nos deja perplejos, decir con el salmista: «Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste» (Salmo 39:9). La Escritura nos dice que los juicios de Dios son «insondables», y sus caminos «inescrutables» (Romanos 11:33). Así debe ser si la fe ha de ser probada, si la confianza en Su sabiduría y justicia ha de ser fortalecida, y la sumisión a Su santa voluntad ha de ser sostenida.
Esta es la diferencia fundamental entre el hombre de fe y el incrédulo. El incrédulo es «del mundo», todo lo mide por la vara de lo mundano, considera la vida desde el punto de vista del tiempo y los sentidos y todo lo pesa en la balanza de su propio entendimiento carnal. Mas el hombre de fe tiene la mente de Dios, todo lo mira desde Su punto de vista, valora las cosas según la medida espiritual, y considera la vida a la luz de la eternidad. De esta forma, acepta todo como proviniendo de la mano de Dios, su corazón vive tranquilo en medio de la tormenta y se goza en la esperanza de la gloria del Altísimo.
A continuación presentamos la línea de pensamiento que se sigue a lo largo de este libro: Nuestro primer postulado será, que debido a que Dios es Dios, Él hace lo que Le place, solo como Le place, siempre como Le place; asimismo, que Su interés máximo está puesto en el cumplimiento de Su deseo y la promoción de Su Gloria. Él es el Ser Supremo, y por lo tanto el Soberano del universo. Partiendo de este postulado contemplaremos el ejercicio de la soberanía de Dios, primeramente en la Creación; en segundo lugar en Su administración gubernamental sobre las obras de Sus manos; en tercer lugar en la salvación de Sus elegidos; en cuarto lugar en la reprobación de los impíos, y en quinto lugar, en la operación externa e interna en los hombres. En seguida consideramos la soberanía de Dios en cuanto a su relación con la voluntad humana en particular, y la responsabilidad humana en general, y mostraremos cuál es la única actitud apropiada que debemos tener a la luz de la majestad del Creador. Se ha apartado un capítulo separado para considerar algunas de las dificultades al respecto, y para responder a algunas de las preguntas que muy probablemente surgirán en las mentes de nuestros lectores. Otro capítulo se ha dedicado a una examinación más cuidadosa (aunque breve) acerca de la relación entre la soberanía de Dios y la oración. Finalmente, hemos tratado de mostrar cómo la soberanía de Dios es una verdad revelada en la Escritura para nosotros, con el fin de consolar nuestros corazones, fortalecer nuestras almas y bendecir nuestras vidas. Una comprensión debida de la soberanía de Dios, promueve un espíritu de adoración; provee motivación para la piedad práctica, e inspira celo en el servicio. Es profundamente humillante para el corazón humano, pero glorifica a Dios, pues rebaja al hombre hasta el polvo delante de su Creador