Kitabı oku: «Comunidad e identidad en el mundo ibérico», sayfa 3
Cuando uno empieza a apurar estas conexiones se encuentra rápidamente atrapado en el mundo sumamente complejo de las relaciones angloespañolas, relaciones políticas, diplomáticas, económicas y militares, además de religiosas. Esta es una esfera tipo Graham Greene-Pérez Reverte, llena de entusiastas, traidores, impostores y agentes dobles. Y el movimiento hacia aquí y allá dentro de este mundillo fue facilitado muy a menudo por la conversión, real o fingida, entre dos países llenos de conversos de un tipo u otro.
Dejando a un lado este nido de intriga y enfocando el texto mismo, uno encuentra que desde luego la vida de Nicolás permite vislumbrar muchas cosas interesantes, y en particular el lado más personal y menos directamente doctrinal de las lealtades espirituales modernas. A este respecto es especialmente fácil darse cuenta de la marcada aversión de Nicolás hacia el aspecto físico del catolicismo, sobre todo cuando llegó al punto de ruptura, al darse cuenta de la presencia de atracción sexual en la devoción mariana. Esto hace pensar a uno sobre cómo el pobre Nicolás hubiera reaccionado frente a algo como la pintura de Alonso Cano en el Museo del Prado, del milagro en que la Virgen María con el Niño Jesús en sus brazos, exprimió algo de su leche en la boca de San Bernardo, arrodillado delante de ella. Y ¿qué hubiera pensado de la obsesión –ésa es la palabra adecuada, creo– de Luisa de Carvajal por recoger todos los trozos de los cuerpos de los católicos ajusticiados en Londres? Varias veces corrió grandes riesgos, yendo al cadalso de Tyburn para coleccionar estas protoreliquias de los misioneros jesuitas y otros mártires que fueron descuartizados allí. Luego los distribuyó en España, donde fueron venerados al lado de otras reliquias más antiguas, además de ser reproducidas en la iconografía declaradamente corporal de las pinturas en el Corredor de los Mártires vallisoletanos.
Aún más reveladora es la yuxtaposición directa de estas dos trayectorias personales. A primera vista parecen ser historias radicalmente opuestas. La historia de Nicolás es un drama sobre la expansión de la duda, que empieza lentamente y luego conduce a una crisis, seguida por la convicción, y finalmente a la redención, redención que con un poco de suerte le traería también algo de empleo. La de Carvajal, por otro lado, es una narración en que la duda sencillamente no tiene lugar. En su caso la ruptura no es con la fe, sino con las convenciones y limitaciones de su género y clase. Su éxito en conseguir evadir estas trabas le conduce a encontrar cierto grado de satisfacción en una misión que, aunque no le proporcionó el martirio que tan ansiosamente buscaba, sin embargo le permitió ser testigo público de la verdad de su fe frente a sus enemigos más declarados.
No tengo conclusiones que ofrecer, sino sólo un par de observaciones finales y un breve epílogo. La primera observación tiene que ver con la cuestión del impacto de la diferencia de género sobre la escritura autobiográfica moderna, algo planteado por la comparación de los textos de esta pareja tan extraña. Esta diferencia ha sido reducida a menudo a un contraste entre los muchos modelos de que los hombres disponían cuando escribían sobre sí mismos, y el único guión asignado a las mujeres. Se ha teorizado mucho sobre esta distinción. Antes se creía que la escritura autobiográfica efectuó una especie de bifurcación, dotando a los hombres con un grado impresionante de autonomía y capacidad de auto-expresión, mientras que obligaba a las mujeres a ocupar un espacio textual rígido y reducido en el que estaban sometidas a una supervisión constante por parte de sus confesores y otros superiores masculinos. Algunos trabajos recientes nos han llevado a repensar esta dicotomía, invitándonos a concebir el espacio autobiográfico femenino como algo más amplio y que permitía más autonomía y libertad de movimiento de lo que suponíamos antes.
La vida de Luisa de Carvajal –y cuando digo esto me refiero tanto a sus textos personales como a su andadura vital– rompió decididamente con casi todas estas limitaciones. Empleó los muchos recursos que tenía a su disposición, no sólo socio-económicos, sino también otros más intangibles, como la fuerza de su personalidad –además de su habilidad estratégica para compatibilizar sus propósitos con los de sus llamados protectores– para forjar una trayectoria espiritual absolutamente singular, con poquísimos (¿ningunos?) paralelos contemporáneos.
¿Pero qué pasa si resulta que a Carvajal no le faltó compañía en su viaje textual? He aquí la segunda observación final. Hasta este punto he puesto todo el énfasis en el carácter distintivo de la trayectoria de Nicolás. Mientras hacía eso he llamado la atención a los contrastes con el caso de Carvajal, a quien he presentado también como un individuo notablemente único. Ahora quisiera dar un paso hacia atrás, para sugerir que a pesar de la incontestable singularidad de cada uno/a, ninguno/a de los dos se encontraba solo/a ni en sus andanzas entre norte y sur, ni en el hecho de que conocemos sus vidas gracias a su escritura en primera persona. Esta carretera aguantaba bastante más tráfico, y de nuevo conocemos esto mejor gracias a la aportación de los testimonios autobiográficos. En la confesionalmente desunida Europa de la época moderna, muchísima gente se trasladaba de un lugar a otro por razones de fe. En el caso de la historia inglesa, los dos ejemplos clásicos son, en primer lugar, los exiliados «marianos» (es decir, los protestantes que se refugiaron en el continente durante el reinado de María Tudor), y sus contrincantes católicos a partir de los años 1560, cuando Isabel I consolidó el anglicanismo como religión oficial. La contrapartida de extranjeros que llegaron a Inglaterra intentando escapar a la persecución son precisamente individuos como Nicolás, además de personajes mucho más famosos, como el protestante italiano del siglo XVI Pietro Martire Vermigli, o el irenista checo Jan Amos Comenius en el XVII.
Se ha prestado poca atención a las corrientes ibéricas dentro de este río más grande. Pero encontramos aquí a unos cuantos sujetos fascinantes que merecen ser estudiados con más detenimiento. Acaso el mejor conocido de entre ellos, y el antecedente más directo de Nicolás, es el calvinista sevillano Antonio del Corro, que acabó en Londres después de escribir una carta detallada a Felipe II explicando las razones por las que se hizo protestante, carta que después sacó como un librito en francés en 1567. Existe además el ejemplo de Adrián Saravia, protestante español nacido en Flandes y exiliado en Inglaterra, que también como Nicolás buscó y obtuvo la protección y el mecenazgo del obispo de Londres, después de arraigarse definitivamente allí en los 1580. El historiador del arte Felipe Pereda ha llamado la atención recientemente sobre el exagustino de Burgos Rafael Carrascón, que en los años 1620 se refugió en Inglaterra, donde escribió un tratado en español en el que denunció como idolatría el culto de las imágenes que había dejado atrás en España. Finalmente existe también un tal Jaime Salgado, otro hombre misterioso que, como Nicolás, había sido fraile y que publicó un folleto autobiográfico en Inglaterra en 1681, Confesión de fe, que incluye un relato tenebroso de su estancia en Extremadura como preso de la Inquisición. Y si puedo añadir un toque norteamericano a este Anglo-Spanish Match, sólo los misterios de la fortuna pueden explicar cómo y por qué un ejemplar de su texto acabó en la biblioteca particular de Benjamin Franklin.
Existían naturalmente desplazamientos en la otra dirección. En una carta fechada en 1608 Luisa de Carvajal menciona su éxito en llevar al catolicismo a un predicador calvinista, que acabó sus días en España como monje benedictino. También convirtió a un carpintero puritano, que se mudó después a Valladolid. Estos son sólo dos entre los numerosos ejemplos de personajes británicos (y sobre todo irlandeses) que a partir del siglo XVI emigraron hacia el Sur en búsqueda de una libertad de culto que les era negada en su país.
Finalmente uno no debería perder de vista a esos individuos que acabaron viajando en ambas direcciones. Aquí encontramos a alguna gente auténticamente pintoresca. Destacaron entre ellos un puñado (o más) de renegados arrepentidos, cuya experiencia representaba un tipo de equivalente atlántico a los tan frecuentes cambios de lealtad religiosa entre cristianos y musulmanes en el Mediterráneo. Un ejemplo bastante famoso es el de Marc Antonio de Dominis, un obispo católico de origen croata que huyó a Inglaterra en 1616. Se hartó pronto del lugar y volvió a Italia, donde se reconcilió con la Iglesia católica, aunque una muy poco convencida Inquisición acabó quemando sus restos postmortem en el Campo dei Fiori en Roma justo después de su muerte en 1624 (aficionados de la literatura jacobea le recordarán como el modelo para el «obispo gordo» que constantemente cambiaba de lado y color en la comedia de Thomas Middleton, A Game at Chess, de 1624). También tenemos al notorio Thomas Gage, miembro de una importante familia católica cuya lealtad Luisa de Carvajal alababa en sus cartas, y que profesó como dominico en Valladolid antes de ser enviado como misionero a México y Guatemala. Finalmente volvió a Inglaterra y abandonó al catolicismo, pero no sin entregar a algunos de sus propios parientes a las autoridades; condenados por traición, fueron ejecutados a principios de los 1640. Gage también escribió un amplio relato autobiográfico de sus desplazamientos, tanto espirituales como geográficos, que fue publicado con el curioso título The English-American, en 1648. Tanto Gage como Nicolás tuvieron un antecedente parcial en el escritor isabelino Thomas Lodge, que viajó a las Azores, Canarias y América del Sur antes de convertirse al catolicismo (acabó estudiando medicina en el Sur de Francia). Otro ejemplo siniestro de agente doble como Gage fue James Wadsworth, que afirmó haber roto con el catolicismo, que había aprendido de niño de su padre Joseph Wadsworth, capellán anglicano (!) de la embajada inglesa de 1605 que se convirtió a la fe romana en ese mismo año. El hijo emuló a su padre, pero al revés; según él, se hizo protestante porque encontraba «absurdas» las imágenes y ermitas milagreras, como el llamado Cristo de Burgos. Él también mostró su fiabilidad delatando su cuota de Recusants (católicos ingleses), que acabaron también en el patíbulo.
Hay tanta ida y vuelta aquí que esto corre el riesgo de convertirse en un juego de ping pong. Espero que me perdonen si pongo fin a este escrito con un breve comentario personal. Cuando redactaba mi tesis doctoral sobre la Barcelona moderna en 1980-1981, tenía tres libros sobre la mesa: The Revolt of the Catalans de John Elliott (1963), el primer volumen de La Catalogne dans l’Espagne moderne de Pierre Vilar (1962), y The Kingdom of Valencia in the Seventeenth Century de James Casey (1979). Las tres obras tenían mucho en común, más allá del tiempo y el espacio del que trataban. Tal vez la característica más singular que compartían era que, a pesar de ser las tres tesis doctorales, se encontraban entre los ejemplos más conseguidos que yo había visto de historia total, una etiqueta muy en el aire en aquellos tiempos. Descubrí enseguida que cada uno de estos libros tenía su propio modo de entender qué significaba la historia total. El libro de John Elliott planteaba un amplísimo análisis general del mismo lugar y período que yo estaba estudiando, y en particular me sirvió de guía en la muy compleja vida política de la Cataluña moderna. El punto de vista de Vilar era igual si no más panorámico, pero su logro particular era la capacidad de fundamentar el rumbo general de la historia en los datos y cifras muy precisos de la coyuntura económica. La monografía de Jim también cubría todos los aspectos de la historia. Pero cualquier lector, hasta un advenedizo como yo, podía ver claramente que su corazón de corazones estaba metido en la historia social. O mejor dicho, en una visión de la historia que miraba hacia los fenómenos sociales como un tejido, producto del arte de entrelazar la política y la economía. Era el mejor libro de historia social que había leído. Y un resultado de esa lectura fue que lo que yo acabé escribiendo sobre Barcelona pasó antes por el prisma de Valencia, ciudad que yo nunca había visitado y que llegué a conocer gracias a este estudio.
Otra consecuencia de esa lectura fue la impresión que tenía de conocer al autor antes de conocerle. Cualquier historiador capaz de escribir un (¡primer!) libro así sólo podía ser un infatigable asiduo de los archivos, escrupuloso en separar el grano de la paja y juicioso a la hora de construir un argumento. Años después tuve la suerte de conocerle, y resultó ser todas estas cosas, además de un colega y amigo leal y generoso. Es para mí un placer inmenso estar aquí, y tener el privilegio de escribir en honor de Jim.
1 Este texto ofrece un bosquejo de lo que espero aparezca un día como un libro sobre los intercambios espirituales entre España e Inglaterra en los siglos XVI y XVII. Dado el estado preliminar de mis investigaciones, ahorro las citas bibliográficas, esperando que las referencias dentro del texto sean suficientemente explícitas para orientar al lector interesado.
LOS MUDÉJARES ANTIGUOS
Bernard Vincent
Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales
En 1614, la cuestión de la expulsión de los moriscos era todavía objeto de debates en el seno de la monarquía hispánica. Se trataba, como lo subrayan muchas consultas del Consejo de Estado, de perfeccionar la empresa empezada cinco años antes. En estas condiciones se preparó un proyecto de decreto de expulsión más. Si hubiera sido firmado por el rey Felipe III, hubiera constituido el décimo de una serie iniciada el 22 de septiembre de 1609 con el bando aplicado a los moriscos del reino de Valencia. Pero parece ser que el documento que ordenaba la salida de los quedados y vueltos no llegó a ser adoptado.1 El texto está inconcluso y falta la indicación del plazo acordado a los moriscos antes de su salida. Probablemente, después de haber escuchado muchos avisos contradictorios, Felipe III recomendando no admitir más delaciones se decidió por dar por acabada la expulsión. En este sentido, publicó el 2 de junio de 1614 al menos dos decretos más, uno para la Corona de Castilla, otro para Cataluña.2 Siguiendo a Henri Lapeyre, quien en 1959 escribió: «la cuestión morisca ha sido realmente liquidada en 1614», todos los historiadores han admitido esta fecha como final del proceso.3
Si, efectivamente, no hubo más movimiento colectivo de exilio morisco posterior a 1614, podemos afirmar no hubo renuncia al perfeccionamiento de la expulsión. El proyecto que nos sirve de punto de partida se inserta en una ola de intentos de completar una obra tan sagrada como la cualifican reiteradamente el príncipe, sus consejeros y muchas otras personas. No proceder a salidas de grupos nutridos de moriscos no significa para estos la tranquilidad definitiva. Durante más de diez años, y hasta veinte, se continuó explorando los medios de desembarazar los territorios de las Coronas de Castilla y Aragón de moriscos, todavía presentes. La historia del perfeccionamiento empezado en 1611, no terminado antes de 1634, está por escribir.4
Si el documento anteriormente aludido quedó como proyecto, no por eso debe ser pasado por alto. Es un testimonio importante de las vacilaciones del rey Felipe III en zanjar lo que él consideraba como el gran éxito de su reinado, y de los múltiples avisos sobre el tema recibidos en la Corte. Hasta los primeros años del reinado de Felipe IV las recomendaciones, las presiones, no pararon. Pero el documento es ademas importante por la manera que tiene de definir distintas categorías de moriscos: «por quanto por muy justas y precisas causas que a ello me movieron del servicio de dios nuestro señor y mío bien y seguridad destos reynos despaña yo mande expeler de todos ellos todos los moriscos hombres y mujeres ansi los granadinos aragoneses valencianos y catalanes como los antiguos y mudéjares y últimamente los del valle de Ricote por los bandos que en diferentes ocasiones e mandado publicar y con el favor de dios se a conseguido el fin desta tan importante y santa obra»...
Son así seis grupos que están designados. Corresponden de hecho a las distintas fases de la expulsión, los valencianos exiliados a finales de 1609, los aragoneses y los catalanes a lo largo del verano de 1610, los granadinos durante todo el año 1610 y todavía en 1611, los antiguos y mudéjares de manera caótica a partir de 1610 y los del valle de Ricote en diciembre de 1613 y enero de 1614. El rey y el Consejo de Estado habían decidido proceder por etapas. En 1614 es tiempo de hacer un balance. Y aparece una paradoja: los valencianos y los aragoneses, los más numerosos, los más homogéneos y también los más temidos por muchos, han planteado pocos problemas y han tomado los caminos del exilio sin intentar volver. Los granadinos han constituido el otro gran bloque que ha suscitado inquietudes permanentes y ha sido objeto de múltiples controles porque en 1609 eran dispersados a través de un amplio territorio, de Gibraltar hasta Burgos. Se les denominaba granadinos cuando efectivamente, residían en el reino de Granada después de la revuelta de 1568 y de la consecuente deportación de 1570; constituían una muy pequeña parte del conjunto. A todos, a los de Granada por supuesto, pero también a los de Toledo, Ávila, Badajoz, Úbeda... igualmente descendientes de los moriscos que habían hecho temblar la monarquía se les aplicó el término de granadinos hasta 1609-1614. Su dispersión y sus diferencias internas dificultaron grandemente su expulsión.5
La presencia de las dos categorías al mismo nivel que las tres anteriores sorprenden. A los catalanes que eran menos de 5.000 se prestaba poca atención.6 Y a los que la documentación llama antiguos o mudéjares antiguos, ciertamente más representados, unos 20.000 según la estimación –probablemente inferior a la realidad– de Henri Lapeyre, se encontraban casi tan diseminados como los granadinos.7 Tenían muchos rasgos en común con los catalanes, y en particular el hecho de que sus ascendientes habían vivido durante siglos bajo la tutela de los cristianos y a veces mezclados con los cristianos viejos. Por eso a diferencia de los granadinos, valencianos y aragoneses que son objeto de una abundante documentación, a lo largo del siglo XVI los catalanes y los mudéjares antiguos de la Corona de Castilla han dejado relativamente poca huella. Este silencio, junto a su relativa debilidad numérica es en gran parte responsable del poco interés manifestado por los historiadores. Y de pronto a partir de 1610 se produce una inversión, los catalanes y sobre todo los mudéjares antiguos invaden los legajos de los archivos hasta constituir un verdadero rompe-cabezas para los consejos reales y los comisarios nombrados para resolver el asunto. Y entre los mudéjares antiguos se destacan como veremos los del valle de Ricote.
Los catalanes merecen por si solos un estudio pormenorizado que ha sido iniciado por varios autores; Pascual Ortega, Carmel Biarnes, Pau Ferrer y recientemente Manuel Lomas.8 Pero los dejaré aquí de lado para dedicarme al caso de los mudéjares antiguos, más complejo y más rico que el de los catalanes quizás por su mayor extensión anunciadora de situaciones dispares. Es un caso generalmente poco o mal estudiado. Por muchas razones. Los moriscos mudéjares antiguos han sido víctimas de la división tradicional, en la disciplina histórica, entre historia medieval e historia moderna. En términos generales el mudéjarismo pertenece al campo de los medievalistas y el de los moriscos al de los modernistas. 1502, la fecha de la conversión de los mudéjares de la Corona de Castilla al cristianismo, y 1525 la fecha de la conversión de los mudéjares de la Corona de Aragón constituyen unas barreras raramente franqueadas por los medievalistas y por los modernistas.9 Pero la barrera no tiene tantas consecuencias para el mundo aragonés como para el mundo castellano. El mudéjarismo es en todos los territorios de la Corona de Aragón un fenómeno de larga duración, de casi tres siglos para la zona de Valencia y el sur de su reino, a menudo de cuatro siglos en Aragón y Cataluña. Todos los musulmanes de estos territorios han tenido una larga experiencia del mudejarismo, pero nunca los documentos posteriores a la conversión han designado a sus descendientes como mudéjares antiguos. La situación de la Corona de Castilla es totalmente distinta. En 1502 existe un abismo entre los mudéjares dispersados en Castilla la vieja, Castilla la nueva, Extremadura y Andalucía bética cuya situación es equiparable a la de los aragoneses, catalanes y valencianos, y los mudéjares del reino de Granada cuyo mudéjarismo fue limitado a una década o poco más. A los últimos se les designa como moriscos del reino de Granada o naturales del reino de Granada, expresión particularmente empleada después de su deportación en 1569-1570.10 A los primeros y a solos ellos, se aplica la denominación de mudéjares antiguos. La dicotomía entre granadinos y mudéjares antiguos se mantiene a lo largo del siglo XVI y hasta los tiempos de la expulsión de 1609-1614.
Los medievalistas no se interesan pues por los moriscos mudéjares antiguos y los modernistas les han prestado poca atención hasta fechas recientes. Tres ejemplos sacados de tres excelentes monografías lo demuestran, elocuentemente. En su libro sobre los moriscos en tierras de Córdoba, Juan Aranda Doncel escribe un primer capítulo donde la historia de los moriscos mudéjares antiguos está tratada en cinco páginas. Es verdad que el autor insiste sobre la desaparición de la comunidad mudéjar cordobesa a principios del siglo XVI pero sigue existiendo por ejemplo una comunidad de cierta entidad en Palma del Río de la cual no sabemos nada.11
En su estudio sobre la comunidad de Ávila, Serafín de Tapia analiza sustancialmente, el grupo de los mudéjares entre el siglo XIII y 1502 al cual dedica unas 50 páginas, mientras los moriscos mudéjares antiguos no reciben casi tratamiento específico salvo para el momento de la expulsión. Y Serafín de Tapia nos indica que, localmente, los mudéjares antiguos están designados como convertidos, denominación un tanto sorprendente porque podría dar a entender que los granadinos no lo eran. Una vez más el vocabulario de la documentación merece mucha atención. Pero más allá de este problema los convertidos o mudéjares antiguos aparecen en el libro, salvo en el tiempo de la expulsión, bajo la apelación genérica de moriscos. Podemos imaginar que antes de 1570 y la llegada de los granadinos se trata de ellos, pero después de la instalación de los andaluces no hay manera de distinguirles de estos inmigrados.12 Finalmente, en su libro sobre los moriscos de Uceda y Guadalajara, Aurelio García López se muestra atento a la situación de los moriscos antiguos entre 1502 y 1570 dedicándoles el capítulo II, pero las más de las veces los llama moriscos a secas lo cual es demasiado impreciso. La no diferencia entre moriscos antiguos y granadinos es total para el periodo posterior a 1570. Y los antiguos apenas reaparecen en el momento de la expulsión.13
Como se ve la confusión es bastante generalizada. Se observa en un trabajo reciente de enorme extensión que arroja mucha luz sobre los moriscos mudéjares antiguos: el de Trevor J. Dadson aplicado al pueblo manchego de Villarubia de los Ojos. La confusión está ya en el título Los moriscos de Villarubia de los Ojos (siglos XV-XVIII) como si los verdaderos actores del volumen, los 700 mudéjares antiguos representasen toda la población morisca del lugar. El autor dice: «pues con la conversión (en 1502) habían pasado de ser mudéjares a ser moriscos».14 Pero de los granadinos no sabemos casi nada fuera de su llegada a Villarubia hacia 1570-1571.
Existen sin embargo algunas excepciones perteneciendo a dos tipos de trabajos. Por una parte unas contribuciones que abarcan a todos los moriscos y que gracias a su visión global, llegan a definir la especifidad mudéjar antigua a pesar de su debilidad numérica y de su dispersión. Por otra parte, unos estudios precisos y siempre muy cercanos a los documentos redactados por historiadores excelentes conocedores del ámbito local del valle de Ricote, la principal zona, como veremos, ocupada por mudéjares antiguos. De un lado tenemos que subrayar la lucidez de Antonio Domínguez Ortiz y de Henri Lapeyre. El primero en su primer acercamiento al tema morisco dedicó un artículo a los moriscos en tiempos de Felipe IV, es decir a los que permanecían en España después de 1621. Fue precisamente la época en la que los mudéjares antiguos fueron objeto de muchas consultas del Consejo de Estado y de las Cortes de Castilla. Así, Antonio Domínguez Ortiz da en una nota una definición precisa del grupo: «Se llamó en Castilla mudéjares a los moriscos convertidos en 1501 habitantes de antiguo en el país, por oposición a los moriscos granadinos, esparcidos en 1568 después de la rebelión de las Alpujarras», y analiza el caso de dos comarcas, la de las cinco villas del Campo de Calatrava y la de Murcia, más concretamente, el Valle de Ricote donde se encontraba la mayor concentración de mudéjares antiguos de toda España.15 En su libro publicado en 1959, Géographie de l’Espagne morisque, Henri Lapeyre no olvida los mudéjares antiguos que él distingue siempre, claramente, de los demás. A ellos dedica unas cuatro páginas en su capítulo sobre los moriscos de Castilla para, sobre todo, situarlos en el mapa. Y hace un relato pormenorizado de los intentos de expulsión, entre 1611 y 1614, de los mudéjares murcianos insistiendo él también en los del Valle de Ricote. Si añadimos a estos pasajes los relativos a los mudéjares antiguos que figuran en los apéndices podemos subrayar que el grupo de los mudéjares antiguos no está del todo olvidado por Henri Lapeyre.16 Simplemente, el espacio relativamente limitado que les reserva está a sus ojos justificado por su escaso peso demográfico.
Del otro lado existen una serie de libros y artículos cuyos autores tienen lazos estrechos con el valle de Ricote. Varios de ellos han sido o son cronistas de pueblos de este valle: Luis Lisón Hernández, José David Templado Molina, Govert Westerveld. El primero publicó en 1992, en un número monográfico de la revista Areas, un artículo muy completo titulado «Mito y realidad en la expulsión de los mudéjares murcianos del valle de Ricote».17 En 2001, el segundo escribió un trabajo: «1613. Controversia e ineficacia de la expulsión mudéjar».18 Paralelamente, otros investigadores especialistas de la zona murciana iban en el mismo sentido. Juan González Castaño publicó en el mismo número de Areas un documento fundamental, el informe del dominico Fray Juan de Pereda «sobre los mudéjares murcianos en vísperas de la expulsión» escrito en 1612, que, Francisco Chacón Jiménez había ya analizado en 1982 en su trabajo: «El problema de la convivencia. Granadinos, mudéjares y cristianos viejos en el Reino de Murcia, 1609-1614», y que Govert Westerveld insertó una segunda vez en su libro, aparecido en 2007, lleno de datos cuyo título Miguel de Cervantes, Ana Félix y el morisco Ricote del Valle de Ricote esconde la historia, hasta hoy, más completa de los mudéjares antiguos del valle.19 Podemos lamentar que el autor haya empleado casi siempre, la palabra moriscos cuando habla de mudéjares antiguos.
Todos estos ejemplos subrayan la necesidad de ser definitivamente precisos en el vocabulario empleado. El estudio de los moriscos mudéjares antiguos ha sufrido de manera privilegiada por los investigadores, de un lado la veta cuantitativa que ponía el acento sobre los grupos más numerosos y dejaba en la sombra los pequeños núcleos, y de otro la especialización geográfica (aragoneses, valencianos, granadinos) que perjudicaba el examen de las categorías no definidas territorialmente. No es un azar si durante mucho tiempo los únicos historiadores que han prestado atención a los mudéjares antiguos pertenecen o bien según las pautas del paradigma geográfico a lo que podemos llamar el ámbito ricoteño, o bien, a lo contrario, a los pocos generalistas (Domínguez Ortiz, Lapeyre...) de la cuestión morisca. La mala difusión de la mayoría de los trabajos de los primeros, la limitada extensión de las páginas dedicadas por los segundos a los mudéjares antiguos no han permitido la admisión de estos mudéjares antiguos como categoría tan válida como las de los aragoneses, valencianos o granadinos.
La coincidencia de la publicación de los libros sobre los moriscos de la Mancha, el de Trevor J. Dadson ya citado, en 2007, y el de Francisco Javier Moreno Díaz del Campo en 2009 ha constituido un eslabón decisivo en el reconocimiento de la categoría.20 A pesar del vocabulario indeterminado empleado por el estudioso londinense, el contenido del volumen versa casi exclusivamente sobre los mudéjares antiguos mientras el historiador manchego hace, al principio de su obra, una presentación sintética de los moriscos antiguos y de los granadinos dedicando igual espacio a los dos grupos. La profusión de datos del primero está perfectamente aclarado con la clasificación rigurosa del segundo. Estas aportaciones han dado mucha luz a los mudéjares (o moriscos) antiguos de las cinco villas del Campo de Calatrava, (Aldea del Rey, Almagro, Bolaños de Calatrava y Daimiel, y por supuesto, Villarubia de los Ojos). Han contribuido a demostrar que los seis pueblos del Valle de Ricote (Villanueva del Segura, Ulea, Abarán, Ricote, Ojos y Blanca) no constituyen un caso aislado. La categoría de los mudéjares antiguos existió en el siglo XVI en muchas partes.
Detengámonos un momento más sobre el vocabulario. Hemos visto que no es en nada homogéneo: mudéjares (a secas) antiguos (a secas también), convertidos, mudéjares antiguos, moriscos antiguos, moriscos mudéjares antiguos o simplemente moriscos aparecen al hilo de la documentación. Propongo elegir la expresión mudéjares antiguos para definir genéricamente la categoría. Tiene la ventaja de ser suficientemente sencilla (más que la de moriscos mudéjares antiguos, de hecho la más exacta de todas), es recurrente bajo la pluma de las autoridades (más que la de moriscos antiguos), y es la utilizada en el documento de 1614 citado al principio de esta contribución. Permite, sobre todo, distinguir a sus miembros de sus convecinos los granadinos que son unos mudéjares recientes. Pero si es obligado ponerse de acuerdo sobre las palabras empleadas y de esta manera eliminar toda confusión, la gran variedad de expresiones no debe estar borrada. Cada una de ellas tiene sentido y el conjunto de ellas significa que detrás de un fenómeno único, el del mudejarismo antiguo, existen situaciones muy diferentes. Por eso, la conclusión obtenida por Trevor J. Dadson del ejemplo de los mudéjares antiguos de Villarrubia de los Ojos de un modelo de asimilación muy extensible a muchas comunidades moriscas de toda España, ni siquiera me parece aplicable de manera automática a todos los mudéjares antiguos. Hay que introducir muchos matices. La categoría no es uniforme lo que hace su estudio tan necesario como apasionante.