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LAS SOCIEDADES PATRIÓTICAS DEL LIBERALISMO EXALTADO AL LIBERALISMO DEMOCRÁTICO (1820-1854): UNA PRÁCTICA DE SOCIABILIDAD FORMAL LIBERAL
Jordi Roca Vernet Universitat Rovira i Virgili
INTRODUCCIÓN
Las sociedades patrióticas, entre 1820 y 1854, fueron espacios de sociabilidad formal en los que el liberalismo revolucionario se proyectó sobre una amplia base social más allá de la legalidad electoral del sistema político definida por las distintas constituciones. En estos espacios, el liberalismo revolucionario se democratizó al incorporar a la política al conjunto de la ciudadanía y al escenificar constantemente el ejercicio de la soberanía nacional a través de la multitudinaria presencia de ciudadanos. El liberalismo había convertido las sociedades patrióticas en lugares de representación de los sectores excluidos del sistema político liberal, como eran los extranjeros, las mujeres, los artesanos, los obreros, los jornaleros y los criados. Aunque el liderazgo político siempre estuvo en manos de las clases medias revolucionarias, las sociedades patrióticas se apropiaron de la representación popular, modulando algunas de sus demandas. La hipótesis de este trabajo es que la identidad política del liberalismo exaltado se configuró en estas sociedades a través de un triple proceso: la escenificación permanente de la revolución a través del ejercicio de la soberanía nacional o popular, la articulación de las distintas formas de movilización política legales e ilegales y la universalización de la condición de ciudadano, que contribuyó a incorporar a una minoría de mujeres y jornaleros a la política, facilitando así la identificación con el pueblo. Las sociedades patrióticas sirvieron al liberalismo exaltado para coaccionar a las autoridades liberales hasta que ambas se hicieron con el control formal de las instituciones liberales. El acoso contra las autoridades precedentes deslegitimó el sistema político, lo que favoreció la extensión de una cultura insurreccional entre las filas del liberalismo exaltado.
Después de la experiencia del Trienio Liberal (1820-1823), se produjo el declive del liberalismo exaltado, que tuvo que competir con nuevas identidades políticas como la progresista, la demócrata y la republicana. En los años treinta, cuarenta y cincuenta, el progresismo intentó utilizar las sociedades patrióticas para capitalizar el apoyo del conjunto de liberales revolucionarios fuera cual fuera su condición social. El liberalismo progresista no obtuvo el éxito del liberalismo exaltado, ya que los gobiernos progresistas, después de afianzarse en el poder, percibieron la amenaza que suponían estas sociedades para su estabilidad, por lo que en 1836, 1841 y 1854 promulgaron leyes que restringían las reuniones de las sociedades, lo que las obligó a cerrar. El liberalismo democrático abandonó aquel modelo de movilización del mundo popular y apostó por nuevas formas de sociabilidad. El fin del modelo de sociedades patrióticas que pervivió en Madrid hasta el Bienio Progresista (1854-1856) desapareció en Barcelona durante el Trienio Esparterista (1840-1843) como consecuencia de la desconfianza del liberalismo democrático y popular hacia el progresismo gubernamental. La experiencia del Trienio Esparterista fue determinante entre los colectivos obreros para buscar sus propios espacios de representación al margen del liberalismo progresista, aunque se establecieran entre ambos acciones políticas conjuntas. Mientras que el liberalismo exaltado había sembrado la semilla de la deslegitimación del sistema liberal, el progresismo había inoculado el virus de la desconfianza entre los liberales revolucionarios y los sectores populares.
La investigación se propone cinco objetivos para comprobar la hipótesis de estudio. En primer lugar, demostrar que las sociedades patrióticas fueron una forma de sociabilidad que se desarrolló más allá del Trienio Liberal. El segundo objetivo es analizar cómo estas sociedades fueron espacios socialmente permeables, lo que permitió que se establecieran relaciones entre distintos grupos sociales, ampliando la base social del liberalismo exaltado y posteriormente del progresista. El tercero es demostrar cómo las sociedades se convirtieron en plataformas electorales idóneas para radicalizar los regímenes liberales progresistas. En cuarto lugar, se trata de dirimir cómo estas sociedades cristalizaron como lugares de representación del ejercicio de la soberanía nacional en su derivada popular y si esto desacreditó las instituciones liberales. El último objetivo es observar cómo la distribución, arquitectura y decoración de estos espacios contribuyeron a articular una identidad del liberalismo exaltado basada en la concepción universalista de la ciudadanía, la identificación de la movilización de los ciudadanos con el ejercicio permanente de la soberanía nacional y la extensión de los espacios de representación política más allá de la cámara de diputados.
El trabajo aborda el estudio de la identidad política del liberalismo exaltado desde una perspectiva de análisis basada en la historia social y cultural de la política que se concentra en el estudio de las sociedades patrióticas. La ausencia de documentación sobre las sociedades patrióticas obliga a los historiadores a reconstruir sus actividades de forma indirecta. La prensa, las memorias y la correspondencia de algunos de sus miembros se han convertido en las principales fuentes primarias para conocer qué sucedía en su interior. Los datos e informaciones publicados en la prensa a menudo son fragmentarios, por lo que la reconstrucción de sus prácticas, funciones y discursos es incompleta por definición. El acceso parcial a las actividades de las sociedades supone un inconveniente evidente que se puede corregir integrando el estudio de las sociedades en su contexto político local. Este análisis tiene como punto de partida el estudio realizado sobre las sociedades patrióticas de Barcelona y la vertebración y ascensión al poder político local y provincial del movimiento liberal exaltado,1 con el fin de compararlo con otras investigaciones recientes sobre estas formas de sociabilidad y renovar la interpretación sobre el significado y la transcendencia que tuvieron las sociedades patrióticas en la formación del liberalismo democrático.
DEFINIR EL LIBERALISMO EXALTADO Y LAS SOCIEDADES PATRIÓTICAS
La historiografía española sobre el primer liberalismo ha llegado a un consenso tácito sobre la formación de dos identidades políticas liberales durante el Trienio Liberal: la moderada y la exaltada. Mientras que la primera se postuló como continuadora de las tesis del liberalismo doceañista, representado por los exdiputados que promovieron la Constitución de 1812 y por antiguos realistas ilustrados, la exaltada fue asociada a una nueva generación de liberales más transgresores y revolucionarios. La distinción y caracterización de ambas ha suscitado un sinfín de estudios. A continuación se recopilan escuetamente algunos de los trabajos más significativos aparecidos en las últimas décadas. La tesis clásica fue acuñada por Alberto Gil Novales, quien distinguió a los liberales exaltados de los moderados en función de la necesidad que tenían los primeros de desarrollar en un sentido revolucionario la Constitución de 1812 y su pretensión de buscar el apoyo popular para llevarlo a cabo,2 aunque puntualizara que después del fallido golpe de estado del 7 de julio de 1822 muchos moderados adoptaron formas exaltadas para evitar ser perseguidos. En esa misma línea interpretativa, Ramon Arnabat diferencia ideológicamente a moderados y exaltados en función de cuáles son sus sustentos sociales: mientras que los primeros buscan el apoyo en las viejas clases dominantes, los exaltados prefieren desarrollar y acelerar el proceso revolucionario en un «sentido más democrático» que los lleva a acercarse al poble menut3
La renovación historiográfica desde la nueva historia política ha revisado estas interpretaciones, como sugiere el trabajo de Irene Castells, quien analizó el liberalismo exaltado a la luz de la revisión interpretativa del jacobinismo francés y evidenció que el mundo exaltado «era un conglomerado político y social, lleno de fracturas y división».4 La tesis de Castells ha provocado la recuperación de investigaciones precedentes como las de Iris Zavala5 o Anna Maria Garcia Rovira,6 en las que construían subidentidades políticas vinculándolas a la diversidad ideológica de las sociedades secretas que convivían en el seno del liberalismo exaltado. Otros historiadores, como Ignacio Fernández Sarasola, han subrayado la diferenciación ideológica entre moderados y exaltados, apuntando que se basaba en una «distinta interpretación del articulado de la Constitución de 1812», y consideran que los exaltados estuvieron más cerca del «ideario jacobino y fueron más fieles a la dogmática originaria de la Constitución»,7 basada en un parlamentarismo monista que imitaba la Convención revolucionaria francesa.8 Jean Baptiste Busaall afirma que los exaltados promovieron una democratización del modelo gaditano aunque con una buena dosis de provocación y demagogia.9 Otros, como Marta Ruiz Jiménez, han definido el liberalismo exaltado por oposición al moderado, ya que tuvieron «la pretensión de convertirse en todo aquello que el liberalismo moderado no quiso o no se atrevió a realizar».10
La historiografía de los conceptos ha rastreado la génesis del término exaltado, ubicando su origen en la Guerra de la Independencia (1808-1814), en la que era sinónimo de jacobino, y atribuyendo su creación a la propaganda y publicística absolutista. Durante el Trienio Liberal la denominación de exaltados, según Juan Francisco Fuentes, permitió a los liberales distinguirse de los moderados en 1820 sin recurrir a la temida homologación al jacobinismo francés11 y asociándolo a «las connotaciones que el naciente romanticismo otorgaba a la exaltación en todos los órdenes». Fuentes también lo vincula al alto grado de emotividad que otorgaba el liberalismo radical a la revolución.12 La interpretación más estimulante ha sido la de Noelia González Adánez, quien establece la diferenciación entre moderados y exaltados en función del grado de activismo político: mientras que los primeros fomentaban la apatía de los ciudadanos, los segundos los instaban a participar directamente en política.13 La principal interpretación discursiva sobre las identidades exaltada y moderada ha sido formulada por María Cruz Romeo, quien considera que la división se produjo a raíz de la disolución del Ejército de la Isla y caracteriza a los exaltados como defensores permanentes de la voluntad del pueblo que se oponían a los poderes constituidos y al gobierno, apelando a la supremacía del legislativo.14 La reivindicación constante de la movilización del pueblo para incidir en los actos de gobierno, basándose en que era depositario de la soberanía, devino una de las características fundamentales del liberalismo exaltado.15 En esa misma línea interpretativa, Peyrou define discursivamente el liberalismo exaltado en función de su definición de ciudadanía «como un derecho natural definido por una intensa participación y vigilancia del poder».16 Finalmente, Fuentes reitera que la voz exaltado cayó en declive durante la regencia de Espartero a raíz de un doble proceso: primero, porque fue sustituida por la de progresista, desposeyéndola parcialmente del sentido romántico y democrático de exaltado, y, en segundo lugar, porque ganaron fuerza los términos demócrata y republicano, más próximos a un movimiento obrero que podía expresarse sin eufemismos.17 El éxito abrumador durante décadas del concepto de sociabilidad ha convertido en historiable su génesis de la mano de historiadores como Jordi Canal18 o Jean-Louis Guereña.19 Son muchos los estudios referentes a la sociabilidad que mencionan explícitamente la obra de M. Agulhon,20 lo que ha sugerido diversas revisiones del uso histórico del concepto, planteándose su viabilidad como categoría histórica. Durante más de tres décadas, el uso del concepto ha sido modificado para abordar nuevos campos de estudio, incorporando aspectos formales, centrados en la vida asociativa, y aspectos informales, vinculados a la vida cotidiana. Las sociedades y tertulias patrióticas han sido estudiadas a través del concepto sociabilidad, definido como «la aptitud de los hombres para relacionarse en colectivos más o menos estables, más o menos numerosos, y a las formas, ámbitos y manifestaciones de vida colectiva que se estructuran con este objeto».21 Estas sociedades han sido analizadas como formas de sociabilidad formal porque disponían de un lugar de reunión propio, estatutos que concretaban su organización y un número de socios que solo se podían unir o desligar de ellas dándose de alta o de baja, como apunta María Zozaya,22 quien insiste en que el deseo de pertenecer de manera voluntaria al entorno de un grupo de pares concreto es una de las denominadas afinidades electivas. Los recientes análisis de J. F. Fuentes23 sobre las sociedades patrióticas señalan la trascendencia que estas tuvieron, junto a la Milicia Nacional Voluntaria, en la incorporación de los sectores populares a la revolución liberal. En opinión de Manuel Morales,24 en la gradual ampliación de la base social de las formas de sociabilidad liberal que se produjo entre 1810 y 1868 es en donde deben buscarse los orígenes de la sociabilidad obrera posterior; sin descuidar, como apunta Fuentes, los elementos procedentes de la cultura popular del Antiguo Régimen que, junto a la notable aportación de la sociabilidad burguesa, conformaron la sociabilidad obrera.
De ahí que en este trabajo nos ocupemos de cómo estas sociedades articularon prácticas políticas y dinámicas relacionales que determinaron el significado del liberalismo exaltado, asociándolo a unas nuevas formas de acción y representación política. La construcción de redes sociopolíticas capaces de aunar a ciudadanos y posibilitar la formación de mayorías25 que determinaron el devenir político del régimen liberal seguirá el modelo expuesto para el caso argentino por Pilar González Bernaldo de Quirós,26 permitiendo la definición por contraposición de identidades políticas como eran la exaltada y moderada, según J. F. Fuentes.27 El estudio de las dinámicas relacionales y de las redes políticas en las que se integran los individuos en sociedad facilita la comprensión de cómo se formaron y reprodujeron las distintas identidades colectivas, como ha apuntado Joseba Louzao.28 El liberalismo exaltado fraguó sus redes sociopolíticas sobre la base de una interpretación universalista de la ciudadanía,29 una movilización permanente de los ciudadanos y la formación de espacios de máxima permeabilidad social, lo que lo diferenció sustancialmente del liberalismo moderado. La investigación que desarrollé sobre el primer liberalismo en Barcelona se fundamenta en este método de estudio30 en el que se contraponen distintas redes políticas y sociales. La formulación de la distinción entre redes y dinámicas relaciones de los agentes políticos resulta fundamental para comprender cómo se gestaron y consolidaron las identidades liberales y su proyección en las instituciones liberales, lo que deviene determinante para explicar los enfrentamientos políticos entre ambas identidades liberales.
La definición que A. Gil Novales31 propuso hace más de tres décadas sobre las sociedades patrióticas se articulaba en tres aspectos: la formación de los ciudadanos en el auténtico significado de la Constitución, la articulación de una opinión pública sobre los principales asuntos de la vida política española y la vigilancia permanente sobre los cargos políticos, ya fueran electos o no, para denunciar cualquier posible infracción de la legalidad constitucional. La mayoría de los estudios posteriores sobre las sociedades patrióticas, entre los cuales
cabe subrayar los de Juan Francisco Fuentes,32 Ramon Arnabat,33 José María García León34 u Óscar González García,35 no han modificado sustancialmente esta tesis, aunque han enfatizado la relevancia que tuvieron para la defensa del sistema político liberal.36 La interpretación de Gil Novales otorgaba a las sociedades patrióticas una doble faceta, pues por un lado eran entidades colaboradoras con el sistema político y por el otro eran opositoras a las instituciones liberales. Colaboraban con el sistema porque formaban a los ciudadanos en la política y moldeaban sus opiniones, y se oponían a las instituciones ya que se alzaban como espacios de representación que desautorizaban y ejercían de contrapoder ante las autoridades del régimen liberal. Gil Novales concluía aquella definición apuntando que las sociedades patrióticas eran clubes políticos que actuaban como cajas de resonancia de la vida política nacional, fundamentales en un país con un elevadísimo número de analfabetos,37 aunque les negaba toda capacidad representativa que les permitiera el ejercicio de la soberanía nacional y toda vinculación con los procedimientos juntistas. La principal debilidad de la interpretación de Gil Novales era una definición de las sociedades patrióticas extremadamente amplia, lo que ocasionaba problemas para su interpretación. Entre las sociedades estudiadas por Gil Novales había algunas que se reunían clandestinamente en cafés y otras que vertebraban un liberalismo moderado o de orden y, por lo tanto, no compartían funciones ni objetivos con las demás sociedades articuladoras del liberalismo exaltado.
Las primeras sociedades patrióticas surgidas después del éxito del pronunciamiento de Rafael de Riego en marzo de 1820 no se parecían demasiado a las que surgieron entre el verano y el otoño de 1822. Aunque fueran concebidas siguiendo los mismos principios, no desarrollaron las mismas funciones ni se dirigían al mismo público: si las primeras eran herederas de las academias ilustradas y de las sociedades económicas de amigos del país, las segundas se imaginaron como pequeñas asambleas políticas en las que el pueblo tomaba la palabra para ejercer la soberanía nacional. A pesar de las diferencias en los objetivos, funcionamiento y organización, ambas compartían el deseo de representar e instruir políticamente a los ciudadanos, garantizarles la igualdad ante la justicia y fiscalizar las instituciones para denunciar cualquier posible irregularidad.
DE ACADEMIAS A ASAMBLEAS
La Sociedad Patriótica Barcinonense de los Buenos Amigos recogió en su reglamento la necesidad de vigilar al gobierno y de formar políticamente a los ciudadanos.38 La sociedad imitaba en el funcionamiento y la organización a las academias ilustradas, y los socios, antes de subir a la tribuna de oradores, debían presentar por escrito el discurso que iban a pronunciar. Durante los nueve meses que estuvo abierta, creó una cátedra de Ideología y Constitución, al frente de la cual estaba Miguel García de la Madrid,39 quien difundía una interpretación moderada y ultracatólica de la norma gaditana, alejándose de las premisas más radicales y populares. La concurrencia a las sesiones de la sociedad no era demasiado numerosa y la mayoría de los asistentes eran los artífices del pronunciamiento barcelonés de marzo de 1820, algunos representantes de los sectores acomodados del liberalismo y los liberales perseguidos durante el Sexenio Absolutista (1814-1820). El liberalismo popular que engrosaba las filas del primer regimiento de la Milicia Nacional Voluntaria no participaba en las reuniones de la sociedad patriótica. La desconexión entre los sectores populares y dirigentes del liberalismo generó lecturas diferenciadas de la Constitución de 1812, lo que produjo un gradual alejamiento entre los postulados de unos y otros. La sociedad patriótica no puso demasiado empeño en captar la atención del liberalismo popular, a diferencia de lo que sucedería más adelante con sus sucesoras. Aun así, las autoridades tomaron algunas medidas para frenar el sesgo radical de la interpretación subversiva del liberalismo popular que se había difundido esencialmente entre los milicianos. Prueba de ello fue la apertura de la Academia Cívica, financiada por el Ayuntamiento con el objetivo de adoctrinar políticamente a más de medio millar de artesanos que conformaban el primer regimiento de la Milicia Nacional Voluntaria40 y desterrar así, en palabras de Joaquín Catalá, «de entre mis discípulos aquellas ideas exaltadas, que bajo de un celo indiscreto, pervierten el orden, y más bien sirven para destruir, que para edificar».41 Si la tarea de la sociedad patriótica Barcinonense era formar a los ciudadanos, la creación de la Academia Cívica demostraba que no habían conseguido penetrar en los sectores populares del liberalismo. Aunque las sociedades eran poco permeables socialmente, sí pretendían representar al conjunto de la ciudadanía, como lo corrobora que los socios de la Barcinonense se propusieran formar una sociedad que garantizara la igualdad de todos los ciudadanos ante la justicia, ya que eran habituales los abusos del poder judicial con los más débiles.42 Aquella vocación representativa también la manifestaba la sociedad patriótica madrileña que se reunía en el Café Lorencini y pretendía presionar al gobierno, como lo recogería años más tarde en sus memorias Antonio Alcalá Galiano, cuando escribía:
… todo pueblo no acostumbrado a la discusión templada y pacífica sólo quiere usarla como preliminar de actos dirigidos a ejercer el poder, los oradores del café Lorencini pretendieron ser no una reunión de individuos sueltos, sino un cuerpo deliberativo. Así es que enviaron diputaciones al Gobierno, pidiendo no menos que excluir del ministerio a uno de los que le componían, al ministro de la Guerra, marqués de Amarillas.43
El debate parlamentario que precedió a la reforma profundamente restrictiva de las sociedades patrióticas hizo patente cómo los líderes moderados asimilaron las sociedades a las juntas revolucionarias, otorgándoles capacidad política y representativa. Los moderados insistieron en que, una vez consolidado el cambio político, aquellas sociedades dejaban de ser necesarias, y las tacharon de cuerpos políticos que intermediaban entre los ciudadanos y la máxima representación de la soberanía nacional, las Cortes.44 Durante la primera legislatura del Trienio, los diputados moderados impulsaron una comisión para promover una ley que regulara el funcionamiento de las sociedades patrióticas. Nicolás Gareli, miembro de aquella comisión, argumentó contra las sociedades diciendo que su naturaleza era artificiosa, característica de situaciones revolucionarias o excepcionales, como también lo fueron las juntas provinciales, y, como estas, tenían que desaparecer con el triunfo del liberalismo. Juan Álvarez Guerra, otro de los miembros de la comisión, censuró las sociedades al considerarlas una forma de representación política, por lo que indefectiblemente se abría un conflicto entre la legalidad constitucional, las instituciones y la degeneración revolucionaria, las sociedades. Los moderados desacreditaron las sociedades patrióticas mencionando insistentemente la comparación con los clubes franceses y los mítines ingleses.45 Estas opiniones se difundieron ampliamente a través de los artículos publicados en la prensa y los opúsculos dedicados a las sociedades patrióticas, que las definían como espacios de representación en los que los ciudadanos coaccionaban a las autoridades «sin elección ni nombramiento alguno que les haga depositarios de la confianza de sus conciudadanos».46
La réplica inmediata vino de la mano de Francisco Martínez Marina, quien intentaba evitar que se legislara sobre las sociedades patrióticas, aduciendo que eran de origen español y, por lo tanto, podían ampararse en la pretérita legislación nacional de los siglos XIV y XV que garantizaba las reuniones de las hermandades.47 Los diputados exaltados añadieron dos argumentos para responder a los moderados: las mujeres y los artesanos podrían saldar en ellas su déficit de formación política, y las sociedades patrióticas forjarían la opinión de los ciudadanos ayudando a consolidar la revolución. A pesar de los esfuerzos de la minoría exaltada de la cámara, el decreto de sociedades patrióticas fue aprobado el 21 de octubre de 1820 y significó la desaparición de la mayoría de las sociedades, que solo reaparecieron cuando se adaptaron a las restricciones formuladas por la ley. A las Cortes llegaron centenares de peticiones de ciudadanos con el fin de conseguir una mayor claridad en las condiciones y el alcance de la ley de sociedades patrióticas para evitar la arbitrariedad con la que actuaban los jefes políticos en las provincias. A pesar de ello, todas las peticiones fueron desestimadas por la comisión y no llegó a reabrirse el debate parlamentario.
El Gobierno, durante la legislatura extraordinaria de 1821-1822, instó a las Cortes a debatir tres proyectos de ley que restringieran la libertad de expresión de los ciudadanos: la libertad de imprenta, el derecho de petición y las sociedades patrióticas. Los dos primeros fueron aprobados y el final de la legislatura impidió la sanción del último. Los ciudadanos, desencantados por los reiterados fracasos de reformar la ley de 21 de octubre y ante la amenaza de una legislación todavía más restrictiva, decidieron emprender una vía más pragmática y aprovechar todas las disposiciones legales para garantizar que no se cerraran las sociedades y se abrieran nuevas. El cambio de rumbo político de la cámara después del verano de 1822 supuso que en la legislatura de 1822-1823 fuera aprobada una nueva ley de sociedades patrióticas, el 1 de noviembre de 1822, que amplió su autonomía e incentivó la apertura de nuevas sociedades o tertulias patrióticas. A finales de 1821 y gradualmente, las sociedades patrióticas reabrieron sus puertas, y a lo largo del año siguiente se convirtieron en el espacio vertebrador de la identidad política del liberalismo exaltado, en el que confluían un liberalismo popular, marginado del sistema político, y el revolucionario, que insistía en desacreditar y presionar a las autoridades a través de distintas formas de movilización política. Después del golpe de estado del 7 de julio de 1822, el liberalismo gubernamental emprendió una deriva exaltada que facilitó un cambio en la ley de sociedades patrióticas para blindar su autonomía política, lo que hizo que surgieran decenas de ellas en toda España. Las nuevas sociedades tenían una clara vocación representativa del conjunto de la ciudadanía, más allá de los límites impuestos por la legalidad constitucional, por lo que en ellas también se reunían los excluidos de la condición de ciudadanos, como eran mujeres, jóvenes menores de veintiún años, extranjeros, criados o jornaleros, entre otros.
El acceso a la mayoría de las nuevas sociedades era gratuito y la cuota de socio era inferior a la suscripción de un periódico; además, en ciudades como Barcelona los oradores que subían a la tribuna a menudo pronunciaban sus discursos en catalán para enfatizar que se dirigían a los estratos más populares de la ciudadanía, aunque estos conocieran la lengua castellana. El catalán fue la lengua del liberalismo popular y reinó en la oralidad de los revolucionarios catalanes, así declamaron discursos y cantaron himnos, y hubo incluso una versión en catalán del famoso Trágala.48 Generalmente, los periódicos no reproducían las peroratas en catalán pronunciadas desde las tribunas de la tertulia patriótica de Barcelona y solo copiaban bandos, arengas o discursos que las autoridades dirigían a los sectores populares, especialmente los de las zonas más rurales. Eran pocos los periódicos que incluían secciones fijas escritas en catalán. Uno de ellos fue el bisemanario barcelonés La Voz del Pueblo, publicado en 1822, cuya primera página la dedicaba a explicar los artículos de la Constitución de 1812 en lengua provincial,49 como decían los redactores del Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona:
Mientras la ilustración a la sombra de las instituciones liberales no se extienda entre las clases llamadas ínfimas, especialmente entre los labradores, será siempre preciso acudir, para darse a entender a nuestro idioma vulgar, y no dudamos que este discurso impreso y difundido por las poblaciones pequeñas daría mejores resultados que pronunciado en una tribuna de sociedad patriótica erigida en una población industriosa y grande; y por lo mismo más ilustrada y conocedora de la lengua nacional.50
Excepcionalmente, mujeres, extranjeros, artesanos o jornaleros subieron a las tribunas de las sociedades o tertulias, aunque fue más habitual que los oradores se hicieran eco de las demandas de estos colectivos presentando soluciones al desempleo, a la subida de precios de los productos de primera necesidad o al contrabando. Los oradores propusieron la creación de un fondo de beneficencia para ayudar a los damnificados de la crisis económica, la formación de una sociedad para evitar los abusos del sistema judicial, la suscripción popular para financiar los gastos de la Milicia Nacional Voluntaria, la contratación de obras públicas para emplear a jóvenes y jornaleros desocupados, la imposición de un máximo en los precios de los productos básicos de consumo51 y la adopción de todo tipo de medidas contra el contrabando. Todo ello reforzó la convicción entre los asistentes a las tertulias de que una de sus funciones era la de dar voz a los excluidos de las instituciones liberales que tampoco tenían la capacidad para influir sobre ellas. Las sociedades patrióticas, a finales de 1822, en particular la Tertulia Patriótica de Lacy en Barcelona y la Landabarunia de Madrid, celebraban sus sesiones en antiguos conventos desamortizados que administraban temporalmente los ayuntamientos. La iglesia u otras dependencias de los conventos eran grandes espacios que facilitaban una concurrencia masiva de ciudadanos, que en ocasiones superaba el millar. En Barcelona, centenares de milicianos del primer regimiento se agolpaban en los lugares reservados al público y los menos en el de los socios, insuflando popularidad a las reuniones de la Tertulia Patriótica de Lacy, en las que se amontonaban ciudadanos de distintos orígenes sociales.52 La diversidad social, junto con la representatividad política, fueron los dos elementos substanciales para la conformación de la identidad política del liberalismo exaltado, basada en la universalización de la condición de ciudadano, la movilización constante del pueblo, la identificación permanente con este y la recreación del ejercicio de la soberanía nacional asimilado a la acción política del ciudadano.53
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