Kitabı oku: «Rousseau: música y lenguaje», sayfa 6
¿Cuál es el vínculo originario entre lo sígnico y lo político? Tal vínculo existe desde el momento en que Rousseau puede afirmar que «hay lenguas favorables a la libertad», y caracterizar esa disposición a la libertad por la musicalidad de esas lenguas: «Son lenguas sonoras, prosódicas, armoniosas, cuyo discurso se distingue desde muy lejos».[26]La musicalidad de la lengua –recordémoslo– fundaba su valor persuasivo, su poder de convicción, y así articulaba música y lenguaje. Aunque Rousseau diferenciaba esa capacidad retórica del poder demostrativo meramente racional, distingue ahora, con igual fuerza, la capacidad de persuadir del poder de adoctrinar. «Nuestros predicadores [se refiere a los que hablan lenguas no sonoras ni convincentes] se atormentan, sudan en los templos sin que se sepa nada de lo que han dicho. (...) Entre los antiguos, uno se hacía fácilmente entender por el pueblo en la plaza pública».[27]No es sólo porque la sonoridad de la lengua antigua haga fácil lo que para el que habla una lengua sorda es duro y fatigoso; se trata de la diferencia entre el templo y la plaza pública: en el primero se quiere impartir doctrina; en la segunda se trata de comunicarse y de decidir conjuntamente. La lengua que convence es el instrumento adecuado para la formación de la voluntad general, la soberanía de la que trata el Contrato social. Starobinski ve el vínculo entre lenguaje y política ya trazado en el Discurso de la desigualdad, en el que Rousseau habla del tránsito del «grito de la naturaleza», apropiado en situación de peligro, al lenguaje de la comunicación «en el curso ordinario de la vida», de este modo: «Se marca aquí todo lo posible el contraste entre un prelenguaje pasivo y pasional (el grito arrancado) y una palabra perfeccionada que manifiesta su poder en el acto oratorio, es decir, el acto político por antonomasia (persuadir a hombres reunidos)».[28]En el Ensayo Rousseau sostiene, a mi juicio, una posición más explícitamente política; no menciona el Contrato porque da a la relación de las lenguas con los gobiernos un tratamiento meramente esquemático; pero no tanto como para no llegar a realizar dos afirmaciones de la mayor importancia; la primera, de principios; la segunda, un diagnóstico del que aún nos resulta difícil no darnos por aludidos. El vínculo normativo entre lengua y poder dice: «toda lengua con la que no resulta posible hacerse entender por el pueblo reunido es una lengua servil».[29]La soberanía que funda el contrato exige, por tanto, una lengua «favorable a la libertad», esto es, una lengua sonora y armoniosa, a la vez que comunicativa en condiciones de libertad. De acuerdo con tal imagen normativa, el diagnóstico de la situación presente de la relación entre música, lengua y poder afecta negativamente al sujeto, que hemos señalado como instancia unitaria: «Las sociedades han asumido su forma última: ya no se cambia nada si no es con el cañón y los escudos. (...) No es preciso reunir a nadie para eso: al contrario, hay que tener dispersos a los sujetos; ésa es la primera máxima de la política moderna».[30]La política dispersa a un sujeto de otro, no sólo en sentido empírico; también dispersa en cada uno al sujeto de la pasión del sujeto de la libertad; por eso el esfuerzo teórico de Rousseau ha consistido en articularlos.
La vinculación de la música al ser del sujeto, a la estructura de sus pasiones, se justifica por su naturaleza esencialmente temporal. El dibujo y la pintura suponen el espacio; la música, la sucesión en el tiempo. Por eso, afirma Rousseau: «La pintura está más cerca de la naturaleza y (...) la música depende más del arte humano».[31]Ello hace que la operación mimética de la música sea diferente de la del dibujo; éste representa objetos espaciales, aquélla, la configuración de las vivencias en el tiempo. El dibujo no puede representar lo imperceptible, en tanto que la música puede expresar la soledad y, al hacerlo, nos hace saber del otro. «El arte del músico consiste en sustituir la imagen imperceptible del objeto por la de los movimientos que su presencia excita en el corazón del contemplador».[32]Por ello, la forma en que realiza su imitación es diferente a la de la representación: la música «no representará directamente estas cosas, sino que excitará en el alma los mismos sentimientos que experimentamos al verlas».[33]
La música es un sistema de signos imitativo, pero no representativo. ¿De dónde obtiene entonces la música la ley de la sucesión, la que le hace ordenar los sonidos discursivamente? También en esto la materia de los signos musicales difiere de la materia de la pintura; para Rousseau, «las propiedades de los colores no consisten en relaciones»,[34]esto es, el rojo es idéntico a sí mismo y diferente del amarillo de un modo que no se da en la identidad y diferencia entre sonidos musicales. Los sonidos significan porque forman un sistema, una estructura de relaciones recíprocas: «Un sonido no tiene por sí mismo ningún carácter absoluto que lo haga reconocible. (...) En el sistema armónico, un sonido cualquiera tampoco es nada por naturaleza: no es ni tónica ni dominante, ni armónico ni fundamental, porque todas esas propiedades no son más que relaciones, y al poder variar todo el sistema del grave al agudo, cada sonido cambia su orden y su lugar en el sistema, según éste cambie de grado».[35]La música es, por tanto, un sistema no representativo pero sí significativo. En virtud de ese significado que lo vincula a la comunicación interpersonal encuentra su punto de unidad en el sujeto de las pasiones, que habrá de operar coordinadamente con las otras manifestaciones del sujeto simbólico: la persuasión y la verdad. El sistema de los signos es y ha de ser unitario; por ello, porque tiene su propio criterio de validez, la teoría de la música no es ningún añadido estrambótico en el despliegue del Ensayo sobre el origen del lenguaje.
Hasta ahora nos han ocupado los signos como sistema, cabe decir como estructura. Pero Rousseau, aquí como en la antropología, suscita el problema de la génesis, la pregunta por el origen y una cierta consideración conjetural acerca de la evolución histórica tanto del hombre como del lenguaje y, en particular, de la música. También aquí me distanciaré de Philonenko, que efectúa una descalificación radical de la historia conjetural del lenguaje propuesta por Rousseau.
Para Philonenko, la importancia del Ensayo depende estrictamente de la enorme estatura intelectual de Rousseau, que, si no hubiera escrito otra cosa, sería un perfecto desconocido. Tal posición se justifica por el modo en que la cuestión genética se disuelve en los grandes contemporáneos que abordan filosóficamente el lenguaje (alude a Kant y Humboldt, de forma especial), y de la pauta para tomar distancias respecto a algunas lecturas contemporáneas como la realizada por Derrida. Veamos sintéticamente su argumentación. En el caso de Herder, resalta la afirmación de que en el Ensayo «Rousseau no dice nada nuevo por relación al discurso de 1753». Sin necesidad de realizar un estudio comparativo entre ambos textos puede verse que la afirmación de Philonenko, por tajante, deja fuera dos flecos: la teoría de la música, que no aparece en el Discurso de 1753, y la relevancia de la teoría del lenguaje para una teoría filosófica del paso de la naturaleza a la cultura. El primer aspecto es directamente dejado de lado por Philonenko. En cuanto al segundo, desvaloriza la contribución de Rousseau al considerar que no añade nada a lo ya dicho por Maupertius en sus Réflexions philosophiques sur l’origine des langues et la signification des mots, aun reconociendo que la teoría genética del lenguaje conducirá a Herder a una crítica de la filosofía tal que permitirá sustituir el procedimiento de la Crítica de la razón pura por una metacrítica.
Para Philonenko el camino genealógico fue definitivamente clausurado, en pri mer lugar por Kant, al aceptar como un dato inicial de su historia conjetural que el primer .hombre podía hablar, y, en segundo lugar, por Humboldt, que abrió el nuevo camino de la lingüística hasta hoy partiendo del supuesto de que el lenguaje constituye una totalidad siempre dada, con total independencia de su historia. Tanto el camino metacrítico como el camino genealógico estarían así cerrados para una indagación actual del lenguaje; ambos constituyen, para Philonenko, meras curiosidades historiográficas de otra época.[36]Pero un juicio tal supone una seguridad dogmática en una supuestamente unitaria ciencia actual del lenguaje que cierra los ojos a la pluralidad de las filosofías del lenguaje habidas en el siglo XX –y no necesariamente en la línea de Humboldt–, aunque sin duda hayan transitado en mayor medida el camino metacrítico que el de una historia conjetural del lenguaje. Para Rousseau, sin embargo, una y otra vía son inseparables. Veremos con qué resultados para el caso de la música.
La pregunta por la génesis de la música, como la pregunta por el origen del lenguaje, son elementos de la indagación más general por el origen del hombre, esto es, por el tránsito de la naturaleza a la cultura. Es, por tanto, una pregunta guiada por el interés teórico por el lugar que cabe asignar al uso de los signos en la realidad humana. Es, por tanto, parte esencial de la semiótica en su conexión con la antropología.
La misma idea de trazar una historia conjetural sobre los orígenes y la evolución del hombre da pie al escrito que menciona Philonenko, en el que Kant recurre explícitamente a la obra de Rousseau (los dos Discursos, el Emilio y el Contrato) para intentar anticipar lo que sería un estado de cultura que resultara armónico con la naturaleza humana. La pregunta por el origen reúne, por tanto, dos intereses de la razón: por una parte, el interés teórico por un saber evolutivo de la especie humana, esto es, por un saber histórico; por otra, un interés crítico que permite determinar qué rasgos en la cultura y en la sociedad son deseables, por su coherencia con el verdadero ser del hombre, y qué otros rasgos son indeseables. De acuerdo con esos dos intereses de la razón hemos de entender también la historia conjetural que practica Rousseau.
Del mismo modo que en la historia hipotética del hombre se parte de un supuesto punto cero, el estado de naturaleza, que representa el equilibrio antes de su inevitable ruptura, la historia de los signos empieza en ese momento –tal vez más lógico que histórico, en el que la melodía precede al lenguaje, el canto al discurso. El grado cero de la música es, para Rousseau, el grado cero de los signos. En ese supuesto momento inicial de gestación «la lengua se hizo al mismo tiempo melodiosa y cantarina, como la música, en vez de ser un arte particular, fue una de las partes de la gramática y... finalmente, a cualquiera que no conociese sus reglas se le consideraba como que no conocía la lengua».[37]
En ese estado la melodía se caracteriza por conjugar los tiempos y los tonos o, dicho en otros términos, el acento y el ritmo. Acento y ritmo son característicos del lenguaje de los versos, y juntos conspiran para producir el placer del oído y, más importante, «ese otro placer más vivo que llega hasta el corazón».[38]La correlación entre música y palabra es completa tanto en su materialidad como en su función. «Los símbolos agudos o graves representan los acentos análogos en el discurso, las breves y las largas las cantidades análogas en la prosodia, la medida igual y constante el ritmo y los pies de los versos, los suaves y los fuertes, la voz remisa o vehemente del orador».[39]La música es la mímesis del momento no semántico-referencial de la poesía y, a la vez que con ésta, se relaciona con el arte del orador. Hay que ver en la retórica, como arte de la producción de pasiones y actitudes en el oyente efectuadas por la modalidad discursiva del orador, una reserva de conceptos aplicables, tal vez, a la teoría de la música, en tanto ésta se define también como discurso de signos que mueve las pasiones. Poesía y retórica son compartibles como teoría de los signos verbales y musicales, siempre que entendamos que sus respectivas formas de imitación son diferentes, como ya hemos tenido ocasión de ver.
Poco importa para la historia conjetural de la música la contraposición entre culturas del norte, movidas por la necesidad, y culturas del sur, movidas por la pasión y guiadas por el deseo, que dan lugar a dos teorías sobre la génesis del lenguaje verbal. En el caso de la música, la imagen de los griegos arcaicos como modelo ideal del grado cero nos coloca ante una única línea evolutiva; las culturas del norte, con sus lenguas amelódicas, sólo irrumpirán en el momento de la catástrofe.
Pero el primer movimiento de lo histórico es hacia una especialización y un incremento de complejidad que separa el lenguaje verbal del lenguaje musical; y, para decirlo con Rousseau, «a medida que se perfeccionaban las reglas de la imitación, se debilitó la lengua imitativa».[40]El perfeccionamiento de la lengua debilitó la melodía y produjo, en suma, la especialización que hace de las palabras «el arte de transmitir las ideas», y de la melodía «el arte de transmitir los sentimientos».[41]Así, el movimiento evolutivo es progresivo en su complejidad y regresivo en lo que se refiere a su capacidad de afectar al hombre uno y total; dicho con Rousseau, «por cultivar el arte de convencer se perdió el de conmover».[42]
El segundo momento es aquél en que «los desarrollos de la razón tornaron la lengua artificial, más fría y menos acentuada. La lógica sucedió gradualmente a la elocuencia, el tranquilo razonamiento al ardor del entusiasmo y a fuerza de aprender a pensar se aprendió a no sentir».[43]Lo que conllevaba el momento anexo: «La música se volvió más independiente de las palabras».[44]Esa independencia de la música no produce en ella avances sino retrocesos, especialmente el que supone la pérdida de fuerza y ardor para cantar la libertad y el heroísmo, que supone el establecimiento del esclavismo; y el hecho de que textualmente «el latín, lengua más sorda y menos musical, perjudicó a la música al adoptarla».[45]
Un tercer estadio evolutivo viene dado por lo que Rousseau llama «la catástrofe que había de destruir todos los progresos del espíritu humano», la invasión de los bárbaros, que afectó destructivamente a las ciencias, a las artes y al lenguaje como instrumento de ambas. ¿Cómo quedó afectada la música? «Su voz dura y desprovista de acento era ruidosa sin ser armoniosa»,[46]lo que rompía la posibilidad misma del canto como base de la melodía que estuvo en la génesis del momento griego. Rousseau añade: «La articulación penosa y los sonidos reforzados concurrieron igualmente a expulsar de la melodía todo sentimiento de medida y de ritmo»,[47]lo que sólo dejaba camino a un tipo de canto que necesitaba buscar la ayuda de las consonancias; «el azar hizo que varias voces, al arrastrar sin cesar al unísono sonidos de una duración ilimitada, encontraran de forma natural algunos acordes (...) y así comenzó la práctica del discanto y del contrapunto».[48]Toda una nueva evolución que conduce a un presente problemático, que Rousseau caracterizó de forma polémica en la Carta sobre la música francesa y en el Examen de dos principios expuestos por el Sr. Rameau en su folleto titulado «Errores sobre la música en la Enciclopedia». Minimizamos aquí estos aspectos polémicos para centrar la reflexión en la dimensión crítica que la historia conjetural proyecta sobre el presente en el que Rousseau piensa y compone.
Pasar, en un cuarto estadio, a un diagnóstico contemporáneo, que nos indique cómo podemos recuperar la relación con la expresión armónica, con la música como signo de las pasiones, propia de una nueva «música imitativa», es más una cuestión de estructura que de historia. El análisis de Rousseau, no obstante, y la interpretación de Philonenko exigen abordar también la cuestión genética que se despliega en la historia de una degradación con la que hemos de romper.
No está interesado Rousseau, a pesar de que su perspectiva sea tanto la de un teó rico de la música como la de un compositor, en los tecnicismos propios de algunos tratadistas contemporáneos; como afirma, «el más infatigable lector no soportaría la verborrea de ocho o diez grandes capítulos de Jean de Muris (supuesto autor del Speculum musicae) para saber si, en el intervalo de la octava cortada en dos consonancias, es la quinta o la cuarta la que debe ser grave».[49]Lo que está en juego es la capacidad de remontar una sustitución, una falsa sustitución, operada por la armonía para compensar, hipotéticamente, el abandono de la verdadera melodía, propia de la música imitativa. La armonía ha intentado compensar los efectos negativos de la desaparición de una melodía que imitara genuinamente el ritmo y la tonalidad de un habla poética; la historia de esa compensación que ha llegado a nosotros es también la génesis de la degradación en la que nos encontramos: «Habiendo adoptado esta progresión el nombre de melodía, no se pudieron desconocer en efecto en esta supuesta melodía los rasgos de la madre que la hizo nacer, y al haberse vuelto de este modo nuestro sistema musical puramente armónico, no resulta sorprendente que la melodía se haya resentido y que la música haya perdido para nosotros una gran parte de la energía que tuvo en otro tiempo».[50]
El uso de la metáfora de la madre para permitir una comparación entre melodía originaria y «supuesta melodía» delata la pertenencia de la primera al estado de naturaleza como momento originario en el que se puede confundir la idea de génesis con la de estructura. Desde el punto de vista de la génesis, el momento cero del que parte la teoría de la música es, lo hemos visto, aquél en que concuerdan la palabra como «arte de transmitir las ideas» con la melodía como «arte de transmitir los sentimientos», y hemos de situarlo históricamente en la Grecia de Homero y de Eurípides. En esta historia conjetural de la música, Rousseau es decididamente más concreto al señalar un punto de partida que, en la correspondiente historia de la humanidad, comenzó cuando un hombre dijo «esto es mío», pero cuyo momento anterior es designado como un estado de naturaleza, que tal vez no existió nunca, porque es sólo un momento estructural: Derrida lo ha señalado como la noción de un supuesto equilibrio entre el movimiento del deseo, que trasciende la naturaleza como dato y como instinto, y la consiguiente conciencia de esa ruptura, que lleva a restablecer, de algún modo, en el medio de la cultura, aquel equilibrio cuya ruptura la hace posible.[51]
La mayor concreción histórica es, sin embargo, más aparente que real. De la historia conjetural en Rousseau se puede decir que es más hipotética –esto es, conceptual– que narrativa; y que marca una evolución degenerativa, o regresiva, de alejamiento nega tivo, en todo caso, de los orígenes, distancia que está llamada a provocar una corrección del rumbo y que actúa, en consecuencia, como una instancia crítica. No es difícil encontrar en ella un parentesco de familia con la genealogía de la moral nietzschea na, parecido que se hace más visible en la crítica del progreso de las ciencias y las artes por su complicidad con las cadenas del poder. Ello no obstante, Nietzsche no tuvo jamás a Rousseau como un antecedente, sino como exponente de las fuerzas reactivas que la genealogía había de denunciar. En cierto modo, se comprende esa posición si adoptamos la posición de lectura de Starobinski: la fenomenología del mal en Rousseau es, al mismo tiempo, la búsqueda del remedio; en el caso de la música: «una vez rota la unidad, música y palabras vienen a ser, degenerando ambas, extrañas mutuamente».[52]Sin embargo, esa ruptura, tan imprescindible para que haya música como para que haya hombre, apunta a una historia de reconciliación: «a pesar de lo que se pinta como caída definitiva en dispersión moral y servidumbre civil, la convicción personal de Rousseau mantiene una exigencias que son otros tantos llamamientos a buscar reparación, a hacer de lenguaje y música, tal como han venido a ser nuevamente, medios de reunir a los hombres, en otro tiempo, en otro lugar, aunque sea en lo imaginario».[53]
Pero no es fundamentalmente como historia como funciona la instancia crítica de Rousseau. Basta con leerlo en su estructura conceptual para marcar la distancia crítica: el estado de naturaleza o la situación originaria constituyen un hipotético estado de equilibrio entre la naturaleza circundante y la naturaleza del hombre –naturaleza dentro de la naturaleza– que éste rompe al no operar de un modo mecánico-instintivo, sino semiótico y desiderativo. La instancia crítica tiende –paradoja constitutiva– a restablecer un equilibrio entre lo que deseamos y lo que podemos que, no obstante, es imposible como equilibrio «natural». No hay retorno al origen. Como mucho, Kant lo expresó con claridad, la aspiración a que el estado de sociedad y de cultura sea para el hombre una «segunda naturaleza», no obligatoriamente enfrentada a la primera, sino potencialmente armonizable con ella. Pero ha de ser una armonía que elabore el hilo originario de la melodía. El problema crítico, por tanto, es el modo de responder a la pregunta por el modo de reducir esa brecha entre primera y segunda naturaleza, entre naturaleza y sociedad, entre la primera música imitativa y la recuperación actual de la función de la melodía.
La unidad que se propone es una noción estructural que delimita la posición relativa de los signos y las facultades; y por eso puede actuar como instancia crítica y puede producir un cambio de la situación presente, porque no implica un retroceso en la historia, sino un cambio en la lógica de la estructura. No hay retorno posible ni deseable a un momento inicial en el que las reglas de imitación musical eran menos perfectas; o a un momento tal que suponga la renuncia a los desarrollos de la razón y de la lógica; todos estos desarrollos son constituyentes para el ser humano que trata de superar la situación de escisión.
De hecho, lo que en la narración de Rousseau opera como un acontecimiento, con sentido de «catástrofe», no es la emergencia del pensamiento racional, sino la entrada de los bárbaros en una Europa que «perdió a la vez sus ciencias, sus artes y el instrumento universal de unas y otras, es decir, la lengua armoniosa perfeccionada».[54]Ante esta catástrofe, Rousseau no vacila en hablar de la «destrucción de todos los progresos
del espíritu humano».[55]Es curioso que, hasta ese momento, el progreso del razonar iba en detrimento del convencer, las ideas en detrimento de los sentimientos, el lenguaje abstracto en contra del lenguaje melódico, en un movimiento internamente contradictorio que hubiera sido simplificador valorar como progreso –recuérdese la idea central de primer Discurso–. Rousseau se convierte en el primero en denunciar el carácter dialéctico de la Ilustración; y, sin embargo, los bárbaros, como acontecimiento, cambian la valoración de ésta, que pasa a ser un movimiento que se ha de corregir, pero al que no es posible renunciar. Su peor efecto es el que tiene sobre la melodía el modo de hablar de «aquellos hombres toscos que había engendrado el norte».[56]No entraré a considerar la oposición que Rousseau ha establecido entre el norte y el sur, bárbaro y griego, hombres de la necesidad y hombres del deseo. Establecen dos líneas de humanidad en una oposición difícil de articular.
Pero el efecto sobre la música es claro: el intento de superar esa catástrofe ha hecho comenzar «la práctica del discanto y del contrapunto». La escisión entre ambas formas de humanidad, la voluntad, más bien, de salir de ella es la que exige un cambio radical de dirección en el presente; un presente en el que, Rousseau dice, «ha sido preciso acercar [la música] a la lengua gramatical de la que extrae su primer ser».[57]
No trata Rousseau, tras su diagnóstico crítico de la actualidad de la música francesa y del papel que a la armonía otorga Rameau, de restituir una situación originaria; trata de componer, por el arte, la articulación unitaria de lenguaje y música que corresponde a la constitución de un hombre ya no escindido. Se trata de superar por el arte los efectos de una escisión que fue estructuralmente inevitable; y esa reconstrucción deliberada tiene uno de sus ejemplos destacados en la ópera, que en el Diccionario caracteriza como «espectáculo dramático y lírico donde el compositor se esfuerza por reunir todos los encantos de las Bellas Artes en la representación de una acción apasionada (...)».[58]La operación es artística y consiste en reconducir la multiplicidad de las artes a la unidad de la acción, que se convierte en una suerte de síntesis artística. Rousseau no propone volver al estadio supuestamente originario de la música griega, sino crear una forma de articulación nueva que supere el carácter escindido de la experiencia humana de los signos. Rousseau no habla sólo desde la teoría; en Confesiones VIII evoca el estreno en Fontainebleau de su Devin du village como un momento cumbre de reconciliación consigo mismo; pero la teoría de la ópera da una forma rigurosa a ese sentimiento de unidad de lo diverso: «las partes constitutivas de una ópera son el poema, la música y la decoración. Mediante la poesía se habla al espíritu, por la música al oído, por la apariencia escénica a los ojos, y el todo debe reunirse para conmover al corazón y llevarle a la vez una misma impresión mediante diversos órganos».[59]
Ha sido preciso concordar las «modulaciones de la voz» con «las inflexiones diversas que las pasiones dan a la voz hablante», para dar a la melodía «una nueva existencia y nuevas fuerzas».[60]Pero es en las regiones frías, hechas más para el saber que para la pasión, donde la armonía ha conservado la prioridad sobre la melodía. Para someter a crítica ese estado de cosas nos propone Rousseau que «tratemos ahora de remontarnos a la esencia de las cosas».[61]Es cuestión de esencia el remontar una historia negativa, cuestión de estructura oponerse a los efectos de una determinada génesis.
La cuestión que, para Rousseau, exige que vayamos a la esencia de las cosas es la que suscita el sensualismo fisicalista cuando quiere ver la música como una cuestión de acordes, de sonidos, en última instancia, de sensaciones. La música no puede reducirse a sonidos, como el impacto de la pintura no queda explicado por la física de los colores. «¿Qué relación puede percibir la razón entre estas vibraciones más o menos concordantes y esas emociones del alma que a veces la lanzan, según el gusto del compositor, hacia los arrebatos de las pasiones más opuestas?».[62]Lo que Rousseau plantea no es la relación entre el nivel físico y el nivel moral; lo que esclarece es el carácter unitario de esas dos instancias para explicarnos la música. Lévi-Strauss ha colocado este cambio de perspectiva que, a su juicio, proclama el fin del cogito cartesiano, en la base misma de la fundación de las ciencias humanas y de la moral que, según él, Rousseau permite: «La música [dice Lévi-Strauss] es un sistema abstracto de oposiciones y relaciones y de alteraciones de modos de la extensión cuya ejecución engendra dos consecuencias: primero, la inversión de la relación entre el yo y el otro, puesto que cuando yo oigo la música me escucho a través de ella; y luego una inversión de la relación entre alma y cuerpo, por medio de la cual la música se vive en mí».[63]Ese movimiento más allá del paradigma de la escisión cuerpo/alma, y también sujeto/objeto, permite plan tear la pregunta por la música en el nivel teórico y científico equivalente al de las otras ciencias humanas que Rousseau instituye, entre las que Lévi-Strauss destaca la etnología. Señala también la dirección de una moral en la que sólo porque escucho al otro, me puedo escuchar a mí en él.
El salto de perspectiva que la anotación de Lévi-Strauss, breve pero lúcidamente, introduce es necesario para captar la relevancia de ese texto de Rousseau tan frecuentemente subestimado, incluso por magníficos comentaristas. Si retomamos ahora su pregunta por la relación entre las vibraciones de los sonidos y las pasiones, podemos entender mejor que Rousseau minimice incluso la polémica de prioridad entre armonía y melodía; en efecto afirma: «No es que la melodía a su vez posea esta causa en sí misma, sino que la extrae de los efectos morales de los que ella es la imagen».[64]Nada, ni vibración ni pasión, es excluido del fenómeno total que es la música para el compositor y para el oyente; tampoco la armonía ha de quedar excluida; tiene, más bien, que ocupar su lugar y sirve «(...) para hacer más perceptible ese piano-forte que es el alma de la melodía así como del discurso que ella imita».[65]Armonía, melodía, discurso son elementos de esa estructura única que permite la experiencia musical. Derrida tiene razón al ver aquí una nueva articulación de la metafísica de la presencia; metafísica que, según su análisis, comparte Lévi-Strauss con Rousseau: «El ideal que subtiende en profundidad esta filosofía de la escritura [se refiere a la valoración de la escritura como violencia] es entonces la imagen de una comunidad inmediatamente presente consigo misma, sin diferencia, comunidad del habla en la que todos los miembros están al alcance de la alocución, es un ideal presente en el Ensayo de Rousseau y en la Antropología estructural».[66]Como más adelante reconoce, «no hay ética sin presencia del otro pero también y, por consecuencia, sin ausencia, disimulo, robo, diferencia, escritura. La archi-escritura es el origen de la moralidad así como de la inmoralidad».[67]La observación puede ser justa en la detección de supuestos de Lévi-Strauss como de Rousseau. Es posible pensar que la opción por la voz y la proximidad oculten el lugar de la escritura y de la diferencia, y que esa crítica nos permita situarnos en un más allá de la autenticidad. Pero, de hecho, la enorme precisión de sus análisis conceptuales, y el rigor de toda la segunda parte de De la gramatología, dedicada, como se sabe al Ensayo de Rousseau, no excede jamás el marco de esta toma de posición general en Derrida, casi previsible al formular la pregunta retórica: «¿Acaso no se trata de la pertenencia común del proyecto de Rousseau y de la lingüística moderna a un sistema determinado y finito de posibilidades conceptuales, a un lenguaje común, a una reserva de oposiciones de signos (significantes/conceptos) que, en principio, no es sino el fondo más antiguo de la metafísica occidental?».[68]
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