Kitabı oku: «Rousseau: música y lenguaje», sayfa 4
La Lettre sur la musique française, importante en la medida en que muestra el pensamiento de Rousseau en pleno vuelo, no deja de ser un escrito polémico, estrechamente ligado a las circunstancias de su composición en plena Querelle des Bouffons. Otros dos escritos permiten asir este pensamiento en el momento de su madurez. El primero fue conocido por los contemporáneos de Rousseau: es el artículo «Opéra» del Dictionnaire de musique, publicado en 1767. El otro, póstumo, no parece haber sacudido casi los espíritus antes de su redescubrimiento a finales de los años sesenta: se trata del Essai sur l’origine des langues. Cada uno ocupa un campo diferente: el Essai, proponiendo una teoría de la historia que vincula la degeneración de la lengua a la de la política; el artículo «Opéra», presentando una historia esquemática de la ópera italiana que cuenta sus orígenes y su perfeccionamiento. En el Essai, Rousseau asigna al lenguaje dos orígenes diferentes, uno en el norte y otro en el sur; el primero está ligado a la necesidad y el segundo al placer. En el norte, la gente se reúne para ayudarse mutuamente; en el sur, es la necesidad de agua lo que los reúne alrededor de los pozos, donde los chicos y las chicas experimentarán una emoción nueva. Pero este doble origen es de algún modo teleológico: prepara el camino a una historia sumaria de Europa, en la que las lenguas del sur serán eliminadas con las invasiones bárbaras y la caída del Imperio romano. Al final del Essai, Rousseau dirá de estas lenguas del sur –«sonoras, prosódicas, armoniosas, cuyo discurso se distingue desde muy lejos», y en adelante mudas– que son favorables a la libertad. En la actualidad todo se arregla con los cañones y los escudos; la lengua sólo sirve para decir «dad dinero».[7]En el Essai, no se dice ni una palabra sobre la ópera. La historia que cuenta Rousseau es la de una degeneración y no la de un renacimiento. Por eso el penúltimo capítulo se titula «Cómo degeneró la música» y el último levantará el acta política desengañada que acabamos de evocar. En el artículo «Opéra», en cambio, el cuadro es puramente musical: Rousseau cuenta una historia ideal de la ópera italiana desde sus comienzos, dando pocas precisiones y pocos nombres, pero asignando a los dos poetas, Zeno y Metastasio, un papel que manifiestamente se asemeja al de Corneille y Racine en la historia del teatro francés. La ópera italiana ha alcanzado la perfección; en adelante todo consistirá en mantenerla en su estado actual.
Después de esta breve ojeada a algunos escritos de Rousseau sobre la música, podemos intentar enumerar algunas características de su enfoque. La primera es la originalidad. Ciertamente, cuanto más leemos los escritos de sus contemporáneos, más vemos que las ideas de Rousseau nacen en un terreno fértil; no se pueden comprender sus tesis sin situarlas en relación con Condillac y con Diderot en particular. Sin embargo, el término originalidad está justificado, pues en el combate contra Rameau, Rousseau está, al menos al principio, aislado. Solo, pone en cuestión un edificio construido a lo largo de un período de treinta años por un gran genio musical, y arrastrará a otros, especialmente a D’Alembert, a seguirlo. Rameau había conocido otras polémicas, y sobre todo la hostilidad de los lulistas al principio de su carrera lírica, pero pese a algunos solapamientos entre las dos querellas, Rousseau es el primero en construir un argumento que a la vez relega a una posición secundaria la teoría armónica de su adversario y descarta la obra lírica pretextando las malas teorías en que se fundamenta. La segunda característica es la amplitud. A partir de un análisis hostil de la teoría armónica de Rameau, así pues de un asunto a priori estrecho y técnico, Rousseau, lejos de limitarse a una crítica de la ópera francesa, avanzará hacia una teoría de la historia que englobe el origen de las lenguas, la superioridad de los griegos y los efectos nefastos (y duraderos) de las invasiones bárbaras. Escribe una historia filosófica de la música en línea con la más grande tradición del siglo XVIII. La tercera característica es la eficacia: si la Querelle des Bouffons propina un serio golpe a la tragedia lírica francesa, es en parte porque Rousseau ha sabido teorizar una preferencia que se había mantenido hasta ese momento en el nivel del gusto. Rameau sufre un claro eclipse al final de su vida, y algunos años más tarde resulta interesante observar como Gluck hace pública su adhesión a los principios de la teoría musical de Rousseau antes de llegar a París. La reforma gluckiana renovará la tragedia lírica, pero enterrará al mismo tiempo la ópera de Lulli y de Rameau. Nada mejor que citar a Catherine Kintzler a propósito de Rousseau:
Para plantar cara al bloque que representaba el clasicismo estético enraizado sólidamente en el terreno de una gran filosofía, era preciso oponerle una concepción distinta de la naturaleza, una manera distinta de alcanzar la verdad, una teo ría distinta del espectáculo, una manera distinta de pensar las relaciones entre la música y el lenguaje. Rousseau poseía los medios; él también podía basarse en una ontología, en una gran filosofía: la suya. También lo hizo con la mayor consecuencia y la mayor penetración.[8]
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La crítica rousseauniana de los cincuenta últimos años está dominada por la gran figura de Jean Starobinski, que concede, con el paso del tiempo, un lugar cada vez más importante a la música en sus estudios del autor al que vuelve incansablemente. Pensemos en la presencia del artículo «Opéra», y en la del melodrama Pygmalion, en su último libro, Les Enchanteresses (2005), pero también en un destacable estudio publicado en Italia en 1998, «Rousseau et l’expression musicale».[9]Desde la primera edición de Jean-Jacques Rousseau, la transparence et l’obstacle, J. Starobinski ha definido una cierta manera de abordar a Rousseau, al escribir: «Con razón o sin ella, Rousseau no ha aceptado separar su pensamiento y su individualidad, sus teorías y su destino personal. Hay que tomarle tal y como se nos da, en esta confusión de la existencia y de la idea».[10]Y vemos dibujarse una nítida continuidad al leer en Les Enchanteresses, obra publicada más de cuarenta años después, que Rousseau «casi siempre se ocupó de perfilarse a sí mismo detrás de las figuras y los discursos que elaboraba».[11]Pensamiento e individualidad, discurso y perfil de sí, serían pues difícilmente discernibles: el prestigio de Jean Starobinski es tal que esta convicción, que influye en toda su obra rousseauniana, es ampliamente admitida y compartida. Resulta evidente que una teoría de la música en la que la pareja expresión/afectividad se halla presente por todos lados se integre fácilmente en esta aproximación a Rousseau. Así, en Les Enchanteresses, J. Starobinski evoca la representación del Devin du village ante la corte en Fontainebleau, tal como es narrada en Les Confessions, afirmando que «Rousseau se dirige a sí mismo un cumplido amoroso: él estaba presente en la “música hechicera” que recibía tal elogio».[12]
No obstante, la aproximación de J. Starobinski no concita la unanimidad. Frente a él (no se puede decir que «contra él» en la mayoría de los casos) se dirige un grupo de críticas y de filósofos que estiman que el rigor intelectual de un sistema de pensamiento claramente presentado como tal por Rousseau mismo no está plenamente reconocido hasta que se sustrae del análisis la personalidad de su autor. No sería preciso (según ellos) poner en el mismo plano, por ejemplo, los escritos filosóficos y las obras autobiográficas, ni pasar sin precaución de una categoría de escritos a la otra. Ahora bien, el tipo de lectura filosófica así defendido tiene una incidencia directa sobre la cuestión de la centralidad de la música, y por esta razón merece que nos detengamos en él. Los tres autores cuyo tratamiento evoco son el americano Roger Masters y los dos franceses Victor Goldschmidt y Tzvetan Todorov. Cada uno a su manera, realiza un estudio sobre Rousseau que sitúa en el centro de sus preocupaciones un sistema de pensamiento. En 1968, Masters declaraba que incluso si la filosofía de Rousseau fue el producto de sus problemas psicológicos, estos problemas no podrían explicar una obra como el Second Discours o el Contrat social.[13]Masters ha recurrido a los escritos más personales únicamente por la luz que arrojan sobre la estructura del conjunto: así, recordará de las Cartas a Malesherbes que los dos discursos y «el tratado de la educación» son, según el autor, «los tres principales de [sus] escritos», y organizará su estudio en consecuencia. En 1985, T. Todorov prestará mucha más atención a los escritos autobiográficos, pues según él Rousseau establece tres vías para el hombre –como ciudadano, como individuo solitario, como individuo moral– y es principalmente en esos escritos donde se halla presente la vía de la soledad. Esto no impide que la elección de la individualidad moral (que corresponde en lo esencial al Emile) sea la única recomendada sin reservas; la elección de la soledad no conduce a la felicidad, y Rousseau no la aconseja.[14]En este sentido, la valoración de lo autobiográfico en Todorov es sólo provisional. Y V. Goldschmidt, a quien T. Todorov rinde homenaje, rozará a veces un tono más polémico en su voluntad de salvaguardar y de poner en valor un conjunto de obras filosóficas que para él son de una rigurosa coherencia intelectual: si bien no hay siempre «acuerdo al pie de la letra», la crítica encuentra en dichas obras lo que él llama una concordancia fundamental de este pensamiento consigo mismo que excluye toda obligación de recurrir al dominio personal para llegar a situar o a comprender las ideas de Rousseau.[15]
De este modo, se pone (o se vuelve a poner) en su sitio una lectura de Rousseau en la que la música aspirará manifiestamente a ocupar una posición central. El argumento de los tres autores es similar: nos recuerdan desde el principio que Rousseau afirma haber elaborado un sistema de pensamiento coherente, y se apoyan a continuación en las obras nombradas por Rousseau para mostrar en qué consiste esta coherencia. Su trabajo puede ayudar al lector en su propia reflexión filosófica: Tzvetan Todorov llega a decir que su objetivo en Frêle bonheur, admirable librito que consagra a Rousseau, es menos filosófico o literario que práctico. Pero la aproximación tiene como consecuencia implícita disminuir el lugar de todo aquello que no entra en el sistema: Les Confessions y los otros escritos autobiográficos tienen tendencia (salvo en el caso de Todorov) a convertirse en una fuente de información, sin mucho más, y los escritos sobre la música pueden todo lo más esclarecer algunos recovecos del paso de la naturalidad a la sociabilidad, proveer algunas notas a pie de página para apuntalar una propuesta concerniente a los dos Discours o al Emile. Y si el Contrat social es siempre el primer escrito en ser convocado cuando se pretende ampliar el canon más allá de las tres obras designadas por Rousseau en las cartas a Malesherbes, la Lettre à d’Alembert puede también ser convocada para reforzar un argumento. Sin embargo, la Lettre à d’Alembert denuncia los espectáculos, y si bien Rousseau, sin duda conscientemente, evita en ella toda mención a la ópera, su denuncia del teatro debe lógicamente aplicarse a este arte.
El célebre parágrafo que denuncia «el talento de los comediantes» podría servir tanto para condenar a los cantantes napolitanos como a los actores de la Comedia francesa, y el maravilloso análisis de Berenice, donde Rousseau muestra que el oyente es seducido por la pasión incluso cuando los personajes realizan una elección prudente y racional, es tan pertinente para la ópera como para la escena trágica.
Se desemboca así, en estos tres autores, en una concepción de Rousseau que nos resulta familiar. Se trata de un filósofo moral, aquél de entre los modernos que mejor captó y trató la tensión entre un individualismo creciente y las obligaciones de la sociedad. Esta filosofía se desprende sobre un fondo sombrío de la vida del individuo histórico Jean-Jacques Rousseau, que relata las desgracias de un destino excepcional en las Confessions y en otros textos. Sin embargo, lo esencial de su aportación intelectual estaría en los Discursos y el Emile, obras a las que a menudo se añade el Contrat social. Claro que podemos responder que aquéllos que han roto con esta tradición (Jean Starobinski, pero antes que él Marcel Raymond y después de él Jacques Derrida) lo han hecho precisamente porque la barrera tendida (para ser someramente elevada a veces en una frase rápida) entre la obra y las circunstancias vitales de su autor parecía injustificable y permitía una coherencia en la lectura al precio de una exclusión demasiado masiva. Sería preferible entonces un proyecto crítico más arriesgado, menos seguro de ser saldado con éxito, que pusiese en relación los textos en primera persona y los otros. Esta respuesta me parece justificada, pero el regreso de las lecturas puramente filosóficas después de Starobinski es el signo de una necesidad sentida y, hay que reconocerlo, en el caso de las críticas que he citado, el fruto de un trabajo intelectual de alta calidad.
Evoquemos también una dificultad muy diferente. Después de la finalización de la edición de Rousseau en la Bibliothèque de la Pléiade (1995), el lector en lengua francesa tiene acceso a lo esencial de los escritos de Rousseau sobre la música. Recordemos el estatus de algunos de estos textos. La Lettre sur la musique française, publicada en 1753, y el Dictionnaire de musique, publicado en 1767, son bien conocidos por los contemporáneos de Rousseau. Los artículos para la Encyclopédie aparecen durante un largo período, lo que disipa su impacto: a partir de la letra H, son publicados en 1765, más de quince años después de su redacción. El Essai sur l’origine des langues es redactado durante un largo período comprendido entre el año 1750 y principios de la década siguiente –este ritmo está dictado por imperativos que nos siguen siendo en parte desconocidos– y publicado póstumamente en 1781. El Examen de deux principes avancés par M. Rameau también es publicado póstumamente en 1781. Y el muy importante fragmento Origine de la mélodie ha permanecido desconocido hasta su publicación simultanea en Francia e Inglaterra en 1974.[16]
¿Qué conclusión cabe sacar de esta evocación de hechos y de fechas? Principalmente que la publicación de los escritos sobre la música está rodeada de dudas y de vacilaciones. Sólo la muy polémica Lettre sur la musique française parece escapar a ellas. Ya he recordado que Rousseau insiste sobre el poco tiempo a su disposición para la Encyclopédie; en el prefacio del Dictionnaire de musique vuelve sobre el mismo asunto para decir que esta última obra se resiente de la demasiado vacilante concepción de los artículos de 1748-49.[17]En cuanto al Essai sur l’origine des langues, obra a nuestros ojos capital, una carta a Malesherbes revela vacilaciones que no parecen corresponder únicamente a fórmulas de modestia. Rousseau quiere responder a Rameau, que le había atacado en varios panfletos, pero a través de una respuesta indirecta, sin duda para no dar a esta crítica una importancia que a los ojos de Rousseau no merecía.[18]El Essai será preparado para la publicación, pero pese a la cortés reacción (aunque poco calurosa) de Malesherbes permanecerá inédito, como si para Rousseau fuese demasiado el producto de una polémica a la que quiere poner fin, y estuviese en exceso ligado a un adversario al que finalmente no respeta. Podemos pensar que Rousseau subestima gravemente su Essai, pero la historia de este escrito constituye, no obstante, una útil llamada de atención de que otorgamos a ciertos escritos de Rousseau sobre música una importancia de la que él mismo no parece querer investirlos.
Un último elemento que yo avanzaría contra la noción de una centralidad de los escritos sobre la música (y que está directamente vinculada a las observaciones precedentes): estos escritos consignan las reacciones de Rousseau durante controversias que ya no nos conciernen. La conclusión de la Lettre sur la musique française, en la que Rousseau declara que «los franceses no tienen música ni pueden tenerla», que escandalizó a sus contemporáneos, nos parece simplemente desprovista de sentido.[19]La diferencia entre los acordes «completos» de Rameau y los acordes aligerados de los italianos da pie en la actualidad a la constatación de la existencia de dos estilos, y no es en modo alguno reveladora, como lo era en Rousseau, de una equivocación del compositor francés concerniente a la verdadera naturaleza de la música. La historia del arte lírico tal y como es contada en el artículo «Opéra» del Dictionnaire de musique es a la vez mítica e ideológica; tiene pocas cosas en común con la verdadera historia del género desde Monteverdi. Por lo demás, el redescubrimiento moderno de la ópera francesa de la edad clásica, sea ésta la de Lulli o la de Rameau, la admiración que esta ópera provoca en muchos de nosotros, nos deja perplejos frente a la violencia de las críticas de Rousseau. La Serva padrona es una pequeña obra maestra, pero ¿cómo se puede juzgar que todos los intermedios napolitanos son por su carácter mismo superiores a Hippolyte et Aricie? Es cierto que toda lectura de los historiadores o de los filósofos del pasado corre el peligro de necesitar una especie de suspensión de los criterios de juicio modernos en relación con ciertos puntos, ésta puede constituir condición de acceso a un autor antiguo. Compárese, con todo, el lugar de Rousseau en la filosofía política, donde nunca ha cesado de alimentar debates en los que se puede convocar a los más grandes nombres, y el que ocupa en música: la diferencia habla por sí sola. En última instancia, ¿no es Le Devin du village antes que cualquier escrito teórico o partidista el que inscribe a Rousseau en la historia de este arte? Le Devin causó sensación en 1753, y conocerá otro momento de gloria en 1777, cuando sea interpretado como intermedio con las óperas de Gluck. Ésta es la representación simbólica de una realidad importante, a saber, que Rousseau abre el camino a Gluck en Francia y por una paradoja inesperada permite así la renovación de la tragedia lírica francesa. Pero el final del trayecto de Le Devin sobreviene en 1829; a partir de esta fecha (y acaso incluso antes), la ópera de Rousseau será una curiosidad histórica.
Podría acusárseme de forzar el trazo en lo que precede; es verdad que algunas de las cuestiones abordadas merecen una aproximación más matizada (a la cual, por lo demás, yo no renuncio). Sin embargo, podemos ver bien que la centralidad de la música en Rousseau no resulta evidente por sí sola, y ello por múltiples razones. Durante mucho tiempo se ha leído a Rousseau sin tener en cuenta la música, y en una cierta reacción contra la lectura fenomenológica del escritor, un sistema de pensamiento, una doctrina como la llama T. Todorov, es a veces una nueva puesta en valor en la que la música no tiene sitio. En otro orden de ideas, hemos subrayado las vacilaciones de Rousseau mismo en ese dominio: no se ha publicado todo, lejos de ello, y se puede adivinar en la voluntad de evitar una polémica estéril con Rameau la convicción de que un intercambio tal podría distraer, que el lector correría el riesgo de equivocarse sobre las preocupaciones fundamentales de un hombre que se veía a sí mismo como un filósofo y quizá como un preceptor del género humano. Finalmente, la disputa entre música francesa y música italiana que atraviesa el siglo XVIII queda muy lejos de nosotros; no podemos dejar de lado a Rameau como Rousseau ha querido hacer, lo escuchamos con placer. Todo incita, pues, no a renunciar a la reflexión sobre la centralidad de la música en Rousseau, sino a relanzarla sobre otras bases, evitando toda simplificación.
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Tomemos como punto de partida de una segunda aproximación a la cuestión los capítulos XVIII y XIX del Essai sur l’origine des langues. El capítulo XIX presenta el interés (casi podemos afirmarlo con certeza en la actualidad) de haber sido suprimido del Discours sur l’origine de l’inégalité. Podrá servir, por tanto, de pasarela, solo o con otros textos, entre la reflexión de Rousseau sobre el origen de las sociedades y la historia de la música. Estos capítulos son, en parte, técnicos: en ellos se trata mucho de los intervalos practicados por los griegos y de los de la música moderna, pero nos transportan al corazón de las ideas de Rousseau sobre el lenguaje. Al principio del Essai, Rousseau toma claramente posición sobre el origen de las lenguas:
(...) para conmover un corazón joven, para repeler a un agresor injusto, la naturaleza dicta acentos, gritos, quejidos: he ahí las más antiguas palabras inventadas, y he ahí por qué las primeras lenguas fueron melodiosas y apasionadas antes de ser simples y metódicas (capítulo II).
Así que la lengua no es una nomenclatura sino una llamada, y es precisamente por esta razón por la que la música, lejos de ser exterior al lenguaje, está inscrita en él, al menos como una potencialidad, desde el principio: ésta no es una transformación del lenguaje, sino más bien una revelación de su primera vocación.
Persuadido de que el sistema armónico europeo sólo es un accidente nefasto de la historia, Rousseau ha buscado siempre con perseverancia en la música exótica la prueba de que puede existir una música absolutamente independiente de los principios armónicos: vuelve sobre esta cuestión en el capítulo XVIII del Essai, al evocar (no por primera vez) «los cantos de los salvajes de América». Nosotros damos nombres falsos a aquello que no podemos anotar, cuando se trata de inflexiones correspondientes a esta vocación efectiva de la lengua que hace mucho que hemos perdido de vista. Pero el caso que retiene más extensamente su atención es el de los griegos –bastante más complejo–, entre los que no cabe duda de que existe un sistema musical. Los partidarios de la armonía lo aproximan arbitrariamente al sistema diatónico moderno: Rousseau se esfuerza, sin embargo, en mostrar que ese sistema posee recursos afectivos bastante más importantes. La música griega estaría cercana a esa primera musicalidad de la voz que una formalización excesiva ha matado después en Europa. Pero si la música de los salvajes, fuertemente valorada por Rousseau, corresponde a un grado cero de la armonía (puesto que resulta completamente desconocida por ellos), la música griega conoce una evolución que anuncia ya los defectos de la música moderna. Rousseau escribe al principio del capítulo XIX del Essai (sin además proporcionar la menor indicación cronológica):
A medida que la lengua se perfeccionaba, la melodía, al imponerse nuevas reglas, fue perdiendo poco a poco su antigua energía, y la finura de las inflexiones fue sustituida por el cálculo de los intervalos.
Por un lado es posible alinear melodía, energía e inflexiones; por el otro, reglas, cálculo e intervalos. El perfeccionamiento de la lengua consiste en una transición progresiva de la primera serie de términos a la segunda serie, por tanto, en un debilitamiento constante de la energía. Esta evolución tendrá consecuencias para la lengua misma; cuando Rousseau las evoca, el verbo perfeccionar reaparece: «el estudio de la filosofía y el progreso del razonamiento, éstos despojaron la lengua del tono vivo y apasionado que la había hecho tan melodiosa en un primer momento». Y esta pérdida propia de la lengua confirmará y apresurará el movimiento de la música hacia un sistema fundado sobre el cálculo y sobre la aplicación de un conjunto de reglas.
Ahora bien, el lector del Discours sur l’origine de l’inégalité no se halla aquí en un territorio desconocido. Para bien o para mal, la perfectibilidad está en el origen de todos los progresos de la humanidad: el término perfectibilidad y el verbo perfeccionar/perfeccionarse (tomados conjuntamente) aparecen más de quince veces en el Discours: «Sería triste para nosotros –escribe Rousseau– vernos forzados a convenir que esta facultad distintiva, y casi ilimitada, es la fuente de todas las desgracias del hombre».[20]Puede decirse que el Essai transporta el esquema general del Discours sobre la cuestión precisa de la evolución de la lengua. Además, el pasaje sobre el origen de las lenguas del Discours, pese a un tener contexto y una retórica muy diferentes, no es incompatible con el Essai: en el Discours, las inflexiones de la voz también son anteriores y ceden su lugar después a las articulaciones.[21]Al señalar estos paralelismos, concedemos de buen grado la prioridad al Discours: las fechas aproximadas de su redacción son conocidas, su ubicación en el corpus rousseauniano está asegurada. Sobre todo, la perfectibilidad, con sus efectos siempre dobles, se halla en el corazón del dispositivo intelectual del Discours; ésta es la principal herramienta de la teoría de la historia que Rousseau avanza, y parece razonable ver el empleo de la noción de perfeccionamiento en el Essai como una suerte de derivación suya. Por lo tanto, cuando nos remontamos a los principios de la reflexión histórica de Rousseau, vemos que su pensamiento está estructurado por una interrogación repetida de la historia de la música.
En Rousseau la crítica de la música francesa es una crítica por oposición, y esta oposición tiene dos polos. Se compara la música francesa con la de Italia (particularmente en la Lettre sur la musique française) y con la de los griegos (particularmente en el Essai sur l’origine des langues). Ahora bien, mientras la comparación con Italia, siendo en lo esencial contemporánea, da pie a un juicio principalmente estético, la de la Antigüedad griega obliga a un tratamiento más complejo. Los conocimientos son fragmentarios, la desviación respecto de la música moderna es inmensa; algunos eruditos del siglo XVIII, en especial Burette, habían realizado un juicio negativo sobre la música antigua. Resulta bien visible en el Essai que Rousseau acabará por tomar una posición muy clara sobre el valor de esa música, pero es interesante remontarse al artículo «Musique» de la Encyclopédie para verle tomar contacto con la cuestión, en una época en la que su pensamiento está aún en formación. Una gran parte de este artículo es adaptación del de Chambers; Rousseau elige hablar con su propia voz precisamente sobre la música de los antiguos, y en un gesto característico declara que el juicio negativo habitualmente vertido sobre esta música debería ser examinado, afirmando incluso (lo cual es aún más característico) que él no puede acometer este examen: se contentará con una comparación, que estará basada en la explicación que «nuestros autores» han dado.[22]
Estos veinte parágrafos son en mi opinión el lugar en el que se ve más claramente el combate intelectual de Rousseau, que lucha con la complejidad de una evolución histórica, en lo bueno y en lo malo, cuyo sentido desea desentrañar, sin dominar aún claramente la herramienta que constituirá la perfectibilidad para explicar este doble movimiento. No es menos verdad que el movimiento global que describe parece llevar la música hacia una perfección puramente técnica, que la palabra perfección es empleada para admitir un sentido negativo, y que las superioridades que reconoce a la música moderna tienen por objeto a menudo, acaso siempre, resituar a cada superioridad en un contexto que la priva de todo verdadero valor. De este modo, Rousseau es categórico sobre los instrumentos: los de los antiguos «estaban lejos de la perfección de los nuestros» pero, tras haber descrito su rusticidad, el parágrafo concluye evocando la «divina poesía» de los griegos, y denunciando una música moderna en la que las partes cantadas corren el riesgo de no servir «más que de acompañamiento a la sinfonía». Del mismo modo, si el pensamiento de Rousseau sobre la armonía no ha alcanzado aún su desenlace, la ventaja que concede a la música moderna el hecho de sus prácticas armónicas es seguidamente puesta en cuestión cuando denuncia el «fracaso» y la «confusión» de los acompañamientos. Rousseau no retrocede además ante discusiones técnicas, sugiriendo principalmente que los numerosos tonos de la música moderna no aumentan verdaderamente la expresividad musical, ya que cada tono reproduce el mismo encadenamiento de intervalos. Pero más que multiplicar los ejemplos, citemos su conclusión, que nos muestra un pensamiento ya bien avanzado hacia la articulación de esas relaciones entre las adquisiciones y las pérdidas que caracterizan el movimiento de la historia:
¿Qué quiero concluir de todo esto?, ¿que la música antigua era más perfecta que la nuestra? De ningún modo. Creo, por el contrario, que la nuestra es sin comparación más erudita y más agradable; pero creo que la de los griegos era más expresiva y más enérgica. La nuestra es más conforme a la naturaleza del canto: la suya se aproximaba más a la declamación; ellos sólo pretendían conmover el alma, y nosotros no queremos más que complacer al oído. En una palabra, el abuso que hacemos de nuestra música no procede de su riqueza; y es posible que sin los límites en los que la imperfección de la de los griegos la tenía encerrada, no hubiera producido todos los efectos maravillosos que tenemos nosotros en compensación.[23]
Rousseau se expresa con una prudencia cuyas razones desconocemos plenamente: es preciso descifrar algunos elementos del pasaje. Si la música moderna es «más conforme a la naturaleza del canto», es porque está dominada por las leyes de la armonía; si la música antigua «se aproxima más a la declamación», es porque se nutría de los recursos afectivos de la palabra. El sentido de esta comparación es buscar en ella aquello que la amplifica: la primera de estas músicas sabe cómo conmover el alma, y no es la música francesa moderna. Y se ve así cómo el adjetivo perfecta, empleado en la primera frase, está vaciado de su sentido por una serie de transposiciones discretas, ya que la imperfección de la música griega constituye su mayor fuerza.