Kitabı oku: «El último tren», sayfa 2

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Quince años antes…

Elisa Mendizábal contemplaba el horizonte marino. El ventanal del living ofrecía un panorama generoso. A su vez, separaba la cabaña del terraplén cortado a pique tan solo a unos treinta metros en dirección al mar.

Bebía de a pequeños sorbos el café servido en su taza predilecta. La conservaba desde la primera infancia, cuando intentaba huir de un padrastro abusador desbordado por el cariño que sentía hacia ella. Las ausencias de su madre, afectada en carácter de enfermera al servicio de guardia hospitalario, coincidían con los arrebatos de aquel hombre de gruesa figura y brazos fuertes. A veces lograba encerrarse en el cuarto, aferrada de esa taza de colores infantiles que oficiaba de amuleto de la buena suerte. En otras ocasiones no la acompañaba el despliegue de sus piernas y terminaba con el cuerpo sudoroso del padrastro sobre el suyo. En esos momentos, la taza descansaba boca abajo sobre la alfombra. A Elisa le gustaban las tardes soleadas. A pesar de la soledad experimentada en esas costas lejanas, la motivaban a realizar la ceremonia que cultivaba desde hacía años.

Recordaba la primera vez. Fue al día siguiente de la partida de Ricardo, cuando los golpes que le propinara la noche anterior mantuvieran inflamado su rostro de mujer violada. Era el final de un largo camino poblado de miserias y vínculos enfermos. El hombre hizo las valijas y se llevó a su hijo. El pequeño solía contemplar las escenas desde el umbral de la puerta. Todavía no sabía hablar. Los ojitos brillaban de manera extraña, en tanto la experiencia ingresaba como recuerdo indeleble a la zona oscura de la memoria.

A partir de allí, la soledad fue su compañera.

Un año después Ricardo regresó. Necesitaba desesperadamente su cuerpo y así se lo hizo saber. La relación se estabilizó en una zona intermedia. Decidieron ser amigos, libres de convivencias. En tanto, los años fueron pasando. El pequeño, durante las vacaciones de verano, solía permanecer en la cabaña con su madre. El padre lo retiraba a principios de marzo con el inicio de clases.

Elisa se había acostumbrado a la situación. Estar sola le permitía dedicarse plenamente al oficio del cual vivía: las artesanías. Era toda una artista consagrada en el ambiente de los coleccionistas. Sin embargo y a pesar de la belleza de su figura, ninguno de esos hombres de buena billetera se atrevía a transponer la relación profesional. Algo había en ella que ponía nervioso al sexo opuesto. El germen de la locura brillaba en el fondo de sus pupilas. Le temían.

Observó su reloj. Era la hora. No podía ser impuntual en la ceremonia. Nunca lo había sido. En días soleados o con lluvias tempestuosas no dejaba de cumplir con aquella liturgia. Las sirenas, como bien lo cuenta Ulises en su bitácora de retorno, le deben al océano sus ritos paganos.

Se puso de pie y abandonó la cabaña. Llevaba ropa ligera, buena para la ocasión. En otras oportunidades debió hacerlo ataviada con pesados sacos de lana. Ahora prefería usar remeras y pantalones, sin ropa interior. De esta manera, el trámite resultaba práctico. Caminó durante quince minutos por la playa hasta llegar al lugar indicado. Trepó con agilidad las laderas de piedras erosionadas por las olas. El murmullo continuo del mar se escuchaba como un rugido de fondo. La playa se veía desierta, circunstancia que no aportaba beneficio ni perjuicio para su cometido.

Una balsa pesquera adornaba el paisaje marino. Los dos ocupantes dejaron por un momento sus enseres de lado y de mantuvieron en equilibrio parados en la embarcación. Contemplaban el espectáculo que gratuitamente se ofrecía a sus ojos. Esos hombres estaban enterados de la liturgia que el atardecer precipitaba en la bahía y no deseaban perderse el evento. La pesca, en esos momentos, resultaba tan solo una excusa.

El cuerpo desnudo de aquella mujer brilló durante unos instantes al sol, majestuosamente parada en el pétreo pedestal. Luego, su imagen desaparecía como delicada sirena al tiempo de internarse en las aguas.

CAPÍTULO DOS

1

1935…

Durante la década del treinta, Victoria Larreta Bosch llegó a ser famosa a través de sus poesías románticas.

Nieta de don Cipriano Larreta Bosch, coronel del general Roca durante la campaña al desierto, gozaba de la fortuna adquirida por el ilustre militar en sus correrías cortando orejas por el sur del país. Esto le proporcionaba la suficiente atención por parte de la nobleza porteña, emergente en los inicios de siglo. Sus miembros eran cultores obligados de inclinaciones artísticas merced a la necesidad de diferenciarse en la escala social.

Victoria había sido criada en una familia donde el espíritu castrense gobernaba por sobre las pretensiones libertinas provenientes de la cultura europea. Su padre, el capitán de Patricios don Gumersindo Larreta Bosch, fallecido tras oscuras circunstancias que lo condujeron a un suicidio ignominioso, dirigía la disciplina familiar con puño de acero. Don Gumersindo estaba casado con Lucrecia Rodríguez Mendoza. Ella era hija de un importador de insumos dedicado a la industria de los ferrocarriles y representante excelso de capitales ingleses.

El matrimonio seguía los convencionalismos de la época. Se había realizado por acuerdo de clases altas. En esos años de finales del siglo diecinueve, tanto los militares de alto rango como los obispos de la iglesia católica representaban oficios deseados en el seno familiar de los empresarios encumbrados. Ellos podían poseer fortuna personal, pero se encontraban ávidos de consolidar su posición mediante la protección política de los poderes de turno.

Toda familia noble se ufanaba de tener un hijo en el liceo castrense y otro en el seminario religioso.

Debido a la destacada actuación del abuelo coronel en la matanza de indígenas, la familia pudo apropiarse de suficiente tierra en el sur de la provincia de Buenos Aires. El militar se transformó en un personaje importante de la alta sociedad porteña. Incluso un pueblo próximo a los pagos de Mar Chiquita llevaba su nombre.

Victoria arribó al mundo en el ocaso de la vida de don Gumersindo. A pesar de las influencias que ha tenido el apellido Larreta Bosch en las artes y la política del país, las malas lenguas se encargaron de contar circunstancias especiales en el nacimiento de la niña. Debido a los alcances de estos rumores, se hizo necesario enterrarlos en los calabozos del secreto familiar. Sin embargo y como sucede con estas cosas, no pudieron ser reprimidos por completo. De esta forma, la propia Victoria tuvo acceso a los mismos. Este conocimiento revelado sobre su nacimiento le provocó gran conmoción en los años juveniles. A consecuencia de ello se enraizó en su alma un odio compulsivo hacia las prácticas sexuales con el género masculino. La abstinencia siempre rinde dividendos en los corazones débiles.

Aquellas historias daban cuenta del sufrimiento de doña Lucrecia debido a las recurrentes ausencias del capitán, afectado a los asuntos militares. Era una joven mujer con todo el ímpetu hormonal típico de la edad adolescente. Tenía treinta años menos que su marido y portaba en las espaldas la historia de gloria del ilustre apellido castrense.

Así fue como conoció al doctor Esteban Randazo, reconocido facultativo de la época en que habían cursado juntos estudios en Londres. Entre ellos se estableció una relación secreta sostenida por más de diez años, truncada por un trágico episodio donde perdiera la vida el catedrático a manos de personajes embozados que se dieron a la fuga luego de perpetrar su crimen.

Esas mismas lenguas se encargaron de diseminar a los cuatro vientos las flagrantes semejanzas de la niña con respecto a las facciones del doctor. En su momento el escándalo social, a duras penas contenido por la fama del legendario guerrero del Sur, obligó a doña Lucrecia a recluirse en los campos de Mar Chiquita, alejada de don Gumersindo y del núcleo social que le brindara contención. Allí pasaría Victoria gran parte de su infancia.

Cuando la niña cumplía sus quince años de edad, el capitán Larreta Bosch se despidió del mundo disparándose un balazo en la sien. El arma era una reliquia que conservara de las correrías de su progenitor contra los aborígenes en épocas de la conquista. De esta manera Victoria quedó a merced del mundo. La acompañaba una madre con tendencias depresivas y la fortuna que le permitía acceder con sus poemas en los círculos influyentes de la nobleza de esos tiempos.

Su fobia por el sexo opuesto rápidamente se propagó a través de aquellos círculos de relaciones. Los varones solteros mantenían coloquios superficiales con la joven de apellido legendario. Tal vez, impelidos por algún temor interno, decidían ser cautos a la hora de realizar mayores aproximaciones. Esta circunstancia divertía a la muchacha. La hacía sentirse ubicada por sobre las otras damas, quienes no cejaban en su empeño de perder la virginidad antes de los dieciocho años.

Entre esas fogosas camaradas de tertulias estaba Verónica Saavedra Smith, la hija libertina del ex embajador argentino en Francia. Debido a los continuos viajes de su padre por el viejo continente, la joven quedaba bajo los cuidados de una tía solterona afectada de cuanta enfermedad diera vuelta por los barrios. De esta manera, Verónica contaba con la suficiente libertad como para no perderse fiesta alguna, sesiones de opio en mansiones de lujo y todo muchacho que quisiera compartir alcoba con ella.

Así la conoció Victoria, en la plenitud de sus experiencias vitales. Al principio fue una relación convencional entre dos amigas muy diferentes en sus concepciones existenciales. A pesar del desapego que ella sentía por el abuelo coronel, los años de la infancia vividos bajo el yugo de un código severo habían hecho mella en su mundo interno. Generaron los barrotes necesarios para aprisionar el grito de libertad fluyendo en los pasillos de su alma desde territorios ancestrales.

Verónica tenía un hermano. Don Rodrigo Saavedra Smith. Abogado de profesión e introvertido hasta la médula, era persona de modales reservados. A sus treinta y cinco años de edad no se le conocía mujer alguna. Esta circunstancia atrajo la atención de Victoria. Donde las demás jóvenes veían un fósil detestable para sus intenciones hormonales, ella contemplaba un hombre desprovisto de intensiones pasionales. Estos atributos transformaban a don Rodrigo en un personaje interesante a sus ojos.

La relación con Verónica comenzó a estrecharse.

—Mañana, nuestro buen amigo Juanito Sánchez brinda un ágape en su quinta de San Isidro. También estás invitada, Vicky…

—Pero yo no lo conozco.

—Eso no tiene importancia, querida. Mi mejor amiga no puede dejar de asistir a tan selecta reunión. Estarán los personajes más divertidos de la noche. No te lo podés perder.

—No sé, Verónica, no sé… Sabés que no me gustan esas reuniones libertinas. Yo… no me permito ciertas… cuestiones.

—Estarán los mejores jóvenes de la “vida color de rosa” —insistía la muchacha, intentando presionar a su protegida para deponer una actitud que consideraba anacrónica según su peculiar punto de vista—. Yo vi cómo te observaba Paquito Álvarez Canedo los otros días, en casa de tía Emilia. El muchacho no te quitaba los ojos de encima. También concurrirá a la fiesta. Es un buen partido, Vicky…

Victoria sabía de lo que hablaba su amiga. No le caía bien el personaje. Paquito era hijo de un importante comerciante en el rubro de la importación de seda italiana, codiciada por los diseñadores de ropa para la alta sociedad. El muchacho contaba con veintidós años de edad y gustaba presumir tanto de su estampa varonil como de la fortuna paterna. Sin embargo, no representaba su figura el principal patrimonio en su acervo personal. La presencia del joven engreído, demacrada en extremo a pasar de los continuos baños de sol recomendados por el médico, se veía siempre desgarbada en las diferentes poses que intentaba realizar para mejorarla. Los cabellos de color castaño eran grasosos y difíciles de congraciarse con peine alguno. La boca, ancha y continuamente entreabierta, se ubicaba en un territorio poblado por el acné más rebelde. Ajeno a su apariencia, Paquito hacía alarde de su condición de muchacho acomodado. Trataba despóticamente a la servidumbre y a cuanta persona que considerara de inferior status social. Tenía pocos amigos. Todos permanecían a su lado en el afán de disfrutar las mieles de una cuantiosa fortuna.

Las mujeres no lo tomaban en serio. Se reían de sus desplantes y de las ocurrencias infantiles que utilizaba intentando proceder en sus conquistas. Algunas damas le seguían el juego, tal vez motivadas por su herencia. Abandonaban rápidamente la aventura en cuanto descubrían la superficialidad del pobre muchacho.

—Todavía no he decidido enamorarme, Verónica. Cuando eso suceda, serás la primera en saberlo.

—Querida Vicky… El amor no es algo que pueda plantearse desde las decisiones personales. Tampoco ayuda la fuerza de voluntad. Cuando sucede, sucede. Así de simple. Y Paquito es un gran partido. Tiene buena billetera y un terrible aspecto como para no tomarlo en serio en el rol de amante y esposo.

—¡Ah, Verónica...! Siempre pensando en la conveniencia de tus acciones…

—El único principio que vale la pena respetar, ¿no te parece? No te cuesta nada seguirle el juego a Paquito. El padre es buena persona y trata de “colocar” a su hijo contra viento y marea. Si querés, puedo ayudarte mañana en la fiesta y trabajar para lograr una buena relación con este tonto. El muchacho anduvo un tiempo atrás mío. Es persistente, no lo voy a negar, pero le hice llegar cierta información referente a los encuentros privados que realizamos con el club de transgresores y el pichoncito por poco sale corriendo…

—Ni siquiera a mí me has confiado tus andanzas en ese círculo selecto.

—Un secreto es un secreto, pequeña amiga, y todos los miembros hemos hecho un pacto de silencio. Algún día, cuando te inscribas como socia honoraria, podrás conocer en carne propia los beneficios de tan digna secta clandestina.

—Descuida. No estoy tan apurada como para tramitar la solicitud de inscripción. Lo que me sorprende es la tibieza de tu padre para con tus aventuras…

Verónica sonrió con cierto aire de suficiencia. Un gesto que le era característico. Cuando lo hacía, su rostro embellecía enormemente.

—Mi padre, querida, se encuentra muy ocupado persiguiendo por Europa al amor de su vida. Una condesa húngara que lo tiene a mal traer. Confía plenamente en tía Fernanda, su bondadosa hermana y mi tutora en su ausencia. La pobre tiene más años de hipocondríaca que los asignados en su calendario personal. Sin embargo, me cuido de no enlodar el apellido paterno. Un escándalo de alcoba perjudicaría enormemente a papá en su cometido de escalar posiciones en la cama de la condesa. No me interesa transformarme en la causa de sus desdichas. Lo amo demasiado como para meterlo en problemas.

Hicieron unos segundos de silencio. Verónica realizó la pregunta obligada:

—¿Extrañás mucho a tu padre, Vicky?

La joven hizo un gesto de contrariedad. No le gustaba hablar del asunto. Tal vez aún no tenía concluido el duelo de su muerte. O simplemente, pretendía esconder la memoria del progenitor en algún compartimiento aislado de su memoria selectiva.

—Tengo recuerdos vagos de él. Nuestra familia nunca fue el ideal de un grupo unido. Tampoco seguimos los preceptos cristianos, el amor por el prójimo y esas cosas. Mi madre… Bueno, ya sabés lo que se dice de ella…

—Nada de lo que no abunda en la sociedad, querida amiga. Digo, si te referías al asunto con aquel distinguido doctor…

—Me cuesta tratar esos temas con la soltura que vos lo hacés. A mí… Me importa la opinión de los demás.

—Esa es una de tus limitaciones, pequeña. No te preocupes, juntas las vamos a superar. Pero contame un poco más de tu padre. Tengo entendido que fue un personaje importante en su momento. Le endilgaban fama de importante masón…

—Desconozco su vida privada, Verónica. Creo que nadie ha llegado a conocerla. Era una persona muy reservada y se cuidaba de comentar en casa sus reuniones nocturnas. En el ejército no ha tenido una gran carrera, el pobre. La sombra del abuelo, el prócer de la campaña al desierto, lo persiguió durante sus años de servicio. De todas maneras no sé por qué ha cosechado más enemigos que amigos en la fuerza. Algo ha escondido en estos años, indudablemente. A pesar de su performance mediocre entre los compañeros de armas, fuera de ese terreno le ha ido muy bien. Nadie desconoce sus relaciones con ministros, embajadores y obispos encumbrados de la Iglesia. En ese aspecto ha sido próspera su gestión. Sin embargo, poco puedo decirte de sus sentimientos para conmigo… Mi padre, querida Vero, ha sido un desconocido en todos estos años… Un misterio que no he logrado develar…

Algunas lágrimas recorrían las mejillas de Victoria. Verónica, a pesar de su frivolidad, era mujer de nobles sentimientos. Acarició los cabellos de su amiga con ternura en tanto hablaba:

—Mañana, querida amiga, vendrás a la fiesta de Juanito Sánchez. No se habla más del asunto. La única manera de luchar contra los fantasmas del pasado es transformase en un irreverente…

2

[ ]

Mi relación con los objetos siempre resultó extraña. Esta confidencia, querida Alicia, representa uno de los más preciados tesoros de mi alma. Ha llegado el momento de develar sus secretos…

La realidad molecular escapa de nuestros sentidos superficiales. Ellos resultan transparentes a la intencionalidad subyacente tras la tangible existencia de los cuerpos, quienes conforman el universo emergente a nuestro alrededor. Existe una esencialidad en cada objeto perteneciente al campo perceptual de nuestra aprehensión del espacio-tiempo.

Desde un punto de vista filosófico, el fundamento de esta observación descansa en la convergencia de conceptos como “destino” y la experiencia personal de la consciencia. Parte de la historia del contexto que nos acompaña en el decurso de nuestras acciones, se encuentra encerrada en lo secreto de la realidad molecular de los objetos que nos rodean. Cuando la conexión interna se precipita, situación que debo confesar dentro de los fenómenos aleatorios en mi vida, el simple contacto con alguno de esos compañeros de viaje me permite acceder a un plano particular de conocimiento premonitorio sobre los eventos circundantes.

La pantalla mental trastoca imágenes en mi mente. La copa de coñac resulta buena fuente de información desde su esencia etílica. El muchacho, con mi rostro reflejado en el espejo de un pasado indeleble, contemplaba entonces la silueta de una prostituta sentándose a su lado, en aquella mesa de un bar perdido en los suburbios de una proto-consciencia.

La dama paseaba su figura, con el flácido cuerpo de mujer usada y una sonrisa de medusa dibujada en aquel rostro pintado. Contemplé la escena desde la descentralización de quien logra desinstalarse de su realidad corporal. Yo conocía el jueguito. Sentí terribles deseos de arrojarme sobre ella y golpearla con toda mi brutalidad. Arrancarle el corazón de su pecho para exhibirlo como fétido trofeo ante los ojos del mundo. Luego, terminar por arrojarlo en el cesto de basura más próximo. Sin embargo, otra mirada se posaba sobre el perfil derecho de mi rostro. El calor quemaba la piel con el salvajismo de los deseos viscerales. Sus pretensiones resultaban evidentes. Aquellos ojos me desnudaban con total impunidad, más allá de la quietud que gobernaba mis acciones.

Era mi gatita. La más juguetona. La mejor de todas. La más prostituta y la única capaz de brindarme aquella marihuana necesaria para calmar mis urgencias existenciales. Gatita mimosa y acabada…

De pequeño, en la tranquilidad de los acantilados, había aprendido a cabalgar en el campo. El vértigo del galope de aquella yegua nerviosa acariciaba mi rostro transformado en ráfagas de viento. Ahora, mis cabalgatas eran otras. La verde hierba trastocaba su paisaje en una nube de tonalidades grises. Solo tu rostro mantenía las proporciones coherentes de la realidad, querida Alicia.

Y de nuevo tu imagen se precipita en el cuarto amarillo, con la sonrisa dibujada en los labios gruesos, la túnica de seda cayendo libremente en los costados de un lecho crujiente y los pechos ovalados calmando mi sed…

Bruno es un nombre de muñeco dijiste, en tanto despojabas de tu cuerpo la túnica transparente.

El rostro aparecía inocente, mezclado con la bruma de aquel local cuya atmósfera asfixiaba toda posibilidad de comprensión secuenciada. Las paredes del cuarto amarillo temblaban hasta trastocarse en otras viciadas de lánguido aliento. En mi mano, la copa de coñac comunicaba la pulsión del deseo flotando en el ambiente. Intentaba instalarse en el cuerpo de otra víctima del submundo de los sentidos.

Es preferible cualquier nombre a la ausencia de uno contesté, mientras acomodaba mi humanidad en ese duro lecho del siglo pasado.

Un perfume de aroma suave flotaba en el ambiente. En esos momentos, no podía asegurar que la fuente de origen fuese tu cuerpo. Estar en tu presencia desconectaba la sensación de realidad que producen los efectos ópticos sobre los receptores neuronales. Una parte de mi campo de observación percibía tu forma palpitando entre sábanas de apagados colores. La otra superficie visual intentaba descifrar las oscuras siluetas sentadas en las mesas de ese cabaret de bajo perfil. La bifurcación de los sentidos es un efecto residual de la transgresión a la cordura.

Una vez desnuda, te deslizaste en el lecho hasta quedar a mi lado. Ambos contemplamos la serena quietud del cielorraso. Con voz que parecía provenir de tierras lejanas, afirmaste:

Siempre quise tener un hijo para poder elegir un nombre…

¿Y cómo lo llamarías...? pregunté distraído, mientras sentía tu calor invadiendo lentamente la cama.

No respondiste. Al menos, eso entendí yo. En esos tiempos estaba convencido que una pregunta no se responde con otra pregunta:

¿Te gustaría tener un hijo...?

Tuve la sensación de recibir un golpe demoledor en pleno rostro. La alarma interna se encendió dentro de mí. Porque uno nunca sabe lo que es capaz de realizar una mujer en el ocaso de su plenitud. Empero, en ese momento tu risa me hizo sentir insignificante, incapaz de oponerme a los designios de un destino que entonces, como ahora, consideraba inexorable.

No seas tonto dijiste, divertida—. Tan solo se trataba de una pregunta. Puedo imaginar a tu madre rompiéndote los huesos, si un día te aparecieras con el paquete bajo el brazo.

De nuevo tu risa, egoísta, sin medir consecuencias. Me sentí incómodo; un pobre niño jugueteando con muñecas usadas. Porque todas han sido de segunda mano, querida Alicia. Mi gatita sonriendo en la otra esfera de realidad, vos misma, hasta mi propia madre cuya figura desnuda contemplo en lo alto de aquellas piedras acariciadas por las olas del mar…

No estoy de humor para esta clase de bromas intenté defenderme.

Y continuaste riendo hasta el delirio, en tanto me preguntaba por qué estábamos los dos allí, tendidos y desnudos en ese lecho. Inexplicablemente, digo, sin tocarnos. Observando con fascinación la pálida mancha de humedad que poco a poco aumentaba su presencia en el cielorraso.

Las paredes de aquella realidad, querida Alicia, ya no eran las del cuarto amarillo que durante tantas tardes cobijara tus ausencias y mis miedos. Se transformaban en los muros agrietados de este espacio-tiempo donde la historia, nuestra historia, simplemente se convierte en un recuerdo líquido.

Sí, mi amor. Creo que siempre fuiste más fuerte que yo bajo esas circunstancias, donde el niño desvalido extraviado en este mundo interno intentaba caminar sobre las aguas de un océano furioso. Incluso aquella tarde, cuando me contaste lo del embarazo y las agujas de la anciana te separaron el alma del cuerpo.

La habitación era tan pálida y amarilla como la que ahora contempla mi media esfera de consciencia. Tan densa su atmósfera, similar a la del local de las gatitas o el color del coñac en el fondo de la copa que desaparece entre mis manos…

El abismo de tu figura y un vientre latiendo.

Aprendiz de hombre y navegante de mis veinte años, no pude elegir entre aquellos dos mundos. Como todo perdedor, me quedé tan solo con tu cuerpo muerto. A pesar del deseo de instalarme en esa sucia dependencia con el suelo salpicado por gasas teñidas de rojo sangre, las imágenes se desdibujan a merced de una mirada candente. Un campo de inducción repleto de intenciones. Las de una prostituta.

Minutos después, en la habitación trasera del local saturado por el humo de marihuana, todo era sensación de soledad. Sin embargo, aquella respiración de la gatita tendida a mi lado me indicaba un camino. Palpitaba cíclicamente en el otro extremo de un túnel oscuro y profundo.

Humo de ausencia. Bruma gris de inconsistencia sensoria. El recuerdo de ese muchacho en las garras de tres prostitutas tan solo representaba eso. “Nada más que un recuerdo…”

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