Kitabı oku: «Gaviotas a lo lejos», sayfa 4
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La playa se mostraba apacible y digna de disfrutarse en soledad. Aquellas gaviotas se desplazaban extendiendo sus alas en dirección de un horizonte que se mostraba lejano, curvo, donde la arena se perdía sin solución de continuidad. Una brisa suave provenía de esa dirección. Se podía intuir la presencia de un vasto océano más allá de la línea que unía la playa de arenas blancas con un cielo de color azul, intenso, vivo. Sin embargo, las aves parecían mantener la misma posición a pesar del movimiento de sus alas. De todas formas, resultaba difícil percibir el desplazamiento real a partir de la distancia que lo separaba de ellas. Sin lugar a dudas, los pájaros avanzaban, pese a mantenerse dentro de las mismas coordenadas con respecto al horizonte.
Le agradaba contemplarlas incluso con aquel detalle, pequeño en relación con la existencia del mismo escenario que se veía tan real como su propio cuerpo. La mente suele realizar proezas formidables. Es la dueña de todas las metáforas en nuestras vidas y también de cada una de las prisiones del alma…
El bosquecito esperando a sus espaldas, las arenas que lo rodeaban siguiendo los cuatro puntos cardinales, las gaviotas volando a lo lejos y ese cielo de cuento de hadas…
Recordó un poema que había escrito en cierta oportunidad. Lo había dedicado a Florencia, en sus épocas de juventud, cuando el amor platónico aún tenía sentido en su vida. Todo era parte del mismo paisaje, incluso aquella celda pestilente donde su cuerpo sangraba y la muerte no se dignaba a hacer acto de presencia. Resultaban extraños esos recuerdos. No sentía nada por sus torturadores ni por la injusta detención a la que se veía sometido por persecución política. Simplemente lo embargaba un agradable vacío interior…
Extrañaba a sus mujeres, por distintas circunstancias, por supuesto, dado que jamás había sido bígamo en su vida.
Florencia era su gran amor. Los carceleros se encargaron de sustraerle una fotografía de ella que guardaba escondida dentro de la almohada. Poco a poco, en aquella prisión inhumana, la niña de su primera infancia se había transformado en la mujer de sus sueños.
Distinto era el caso de Juanita, La Patro. Ella lo había cuidado cuando se encontraba transitando el momento más vulnerable de su vida, odiado por la casta social que otrora había admirado la obra del joven poeta caribeño, con ambos progenitores muertos en distintas circunstancias y perseguido por el contenido de su literatura.
Juanita logró rescatarlo en el último minuto. Los tres meses pasados en el campamento de La Patro fueron suficientes para resarcir su espíritu rebelde. En esas noches calurosas donde las alimañas se las ingeniaban para acechar los cuerpos con picaduras molestas, alguna harmónica clandestina dibujaba tristes melodías en el ambiente.
El portal que lo conectaba con el territorio más allá de las metáforas mentales se abrió y el torrente de creatividad comenzó a fluir de manera tempestuoso en medio de la selva.
Fueron semanas de trabajo febril en el papel rústico que los guerrilleros le suministraban.
—Es lo que se consigue, don Pablo. Disculpe usted la grosería —decían con sumo respeto.
Aquella gente lo trataba bien. Consideraban importante su obra revolucionaria y la fama lograda en el mundo de habla hispana. Sabía que lo veían como personaje extraño en medio del fragor popular. Después de todo, el joven provenía de la clase acomodada de San Andrés y era el hijo de uno de los líderes fallecidos de las milicias gregorianas. Sin embargo, todos los recelos fueron dejados de lado cuando ese grupo de campesinos, analfabetos en su mayoría, conocieron a “don Pablo”, como ellos mismos comenzaron a llamarlo.
A partir del transcurso de los meses la idolatría popular por el poeta fue creciendo en las tierras aledañas a la capital. Además, había un ingrediente que fortalecía ese respeto: Juanita se enamoró de su protegido. Todos sabían lo que aquello significaba. El carácter fuerte de La Patro obedecía a su genética indígena mezclada con alemanes colonizadores. Ella podía mostrarse despiadada a la hora de interrogar a un prisionero o cortarle la garganta a un soldado gregoriano, como a su vez fogosa y amante primitiva en la cama.
Cerró los ojos y se tendió en la arena. A pesar del sol resplandeciente animando una tarde que eternizaba su presencia, sintió el lecho apropiado para distenderse. Como si fueran flashes de imágenes robadas al álbum de la memoria, los recuerdos insistieron en recrear escenas que exigían un lugar en su historia personal.
9
Padre era persona de hábitos sostenidos, principalmente en lo referido a los horarios. Partía a la mañana cuando el reloj del living indicaba las siete en punto. Lo recuerdo pues un pajarito de plumas tiesas asomaba su endeble figura en tanto la estridente música anunciaba la hora. Regresaba de sus importantes funciones en el Ministerio de Defensa a las seis de la tarde. Madre lo esperaba con la mejor de las sonrisas y una copa de licor en la mesa de la sala. Lo besaba ligeramente en la comisura de los labios y se sentaba a su lado para atenderlo en el curso de la conversación cuyos temas él mismo imponía.
Aquella obsesión de padre le permitía a madre desarrollar su vida paralela. Las visitas de tío Jorge poco a poco iban incrementando su frecuencia. Asomado a la baranda de la escalera los podía ver allí, en la sala, disfrutando de su relación clandestina. El perpetrador permanecía sentado en el mismo sillón donde horas más tarde, a las seis y cinco minutos exactamente, padre hablaba de su vida cotidiana, insulsa para quien lo escuchara, en tanto bebía mecánicamente el licor. En ambas situaciones madre se mostraba feliz. Dibujaba en su rostro una sonrisa ancha y serena y en los ojos aparecía aquella sonrisa que me cautivara desde pequeño.
Aquél era uno de mis primeros recuerdos de la infancia, cuando me entregaba confiado a sus brazos y disfrutaba plenamente sus abrazos, el roce con su piel, el perfume a savia natural que emanaba de su cuerpo luego del baño que tomaba por las tardes, cuando esperaba a padre en su puesto de trabajo cual si fuera una geisha instalada en la casa de té.
Mi lugar en esos momentos era el cuarto. Quedaba virtualmente encerrado en él por espacio de una hora. A veces, hora y media. Escuchaba los sonidos apagados provenientes de la habitación contigua y utilizaba mi poder mental para trasladarme hasta ese territorio prohibido donde tío Jorge y madre fornicaban como dos animales en celo. Mantenía mi proyección psíquica al lado del lecho que en las noches sería usado por padre con fines similares.
Tío Jorge no me interesaba demasiado. Siempre lo consideré persona peligrosa y execrable. Tenía sospechas de su oscura actividad y de los males que le producía a la gente perseguida por el régimen, pero en esos tiempos mi mundo infantil apuntaba de manera directa a madre. Ella me había sostenido en sus brazos desde pequeño. A través del contacto con su cuerpo aprendí lo que significa para un hombre estar a merced de una mujer, sentir su calor penetrando mi piel, cerrar los ojos y escuchar su respiración acompasada próxima, muy próxima; percibir la densidad de aquellos senos apretados contra mi pecho, los mismos que observaba detenidamente cuando ella salía del baño envuelta en alguna de sus batas de geisha…
Vuelvo a repetir. No era tío Jorge quien me interesaba al contemplar la difusa escena durante mi fatigosa proyección mental. El centro de atención era, por supuesto, ella. Y allí comprendía que madre era mala persona. La veía gemir bajo el cuerpo musculoso de mi tío, entrecerrar los ojos y abrir sensualmente los labios para emitir suspiros y aullidos entrecortados, moverse rítmicamente bajo el impulso del orgasmo en evidente muestra del placer que recorría su territorio… Entonces, tieso en mi lugar como una estatua de jardín, algunas lágrimas comenzaban a correr por mis mejillas.
Ella era mala, traicionera y egoísta. Su bata de seda permanecía tirada sobre la alfombra, vacía, inexpresiva, a la espera de la conclusión de ese rito sexual que se prolongaba por espacio de una hora. Y sin embargo, a pesar de su actitud perversa para conmigo, yo la amaba…No podía dejar de hacerlo. Sentía que le pertenecía, a pesar de no suceder la situación complementaria. Resultaba evidente que madre no era prenda de nadie o, tal vez, se pertenecía a ella misma, quizás al mundo, en lo que a su cuerpo concernía.
Después de todo, así son las geishas, ¿no es verdad? Es la actitud que uno ha ido asimilando a partir de la difusión de su profesión, mantenida en el más oscuro de los misterios durante siglos y pincelada con un halo de filosofía existencial. Las sacerdotisas atienden al hombre desde una postura de esclavitud… En mis épocas infantes no entendía el corazón de aquel servicio.
Una hora más tarde, me encontraba parado en medio de la sala. Tío Jorge y madre me observaban sonrientes a unos pocos metros de distancia. Ambos me miraban de manera solícita, tal vez con el sentimiento de culpa a flor de piel.
—Saluda al tío, Pablito, que se marcha de regreso a su trabajo.
Una de esas tardes, no recuerdo bien el día pero en la memoria me ha quedado el sol cálido del estío dibujado en un cielo limpio, en tanto contemplaba la escena de alcoba con el dolor de quien se siente traicionado, una alarma interna se disparó en mi cabeza. Lo sentí como un campanazo de fuertes proporciones sacudiéndome el sistema nervioso.
La respiración se me paralizó por algunos segundos. Regresé a mi cuerpo ubicado en la habitación contigua de manera instantánea, con un sobresalto. Abrí los ojos desmesuradamente. El sudor frío me empapaba la frente y caía groseramente sobre mi nariz, goteando. Una profunda angustia se había instalado en mi alma. Sabía que algo terrible estaba a punto de suceder. Observé el reloj de pared que hacía un par de semanas Jacinto instalara en el cuarto.
—Con esto podrá medir mejor las métricas de sus versos, señorito Pablo —dijo una vez finalizada la faena.
En realidad nunca he comprendido bien el alcance de aquellas palabras, pero el reloj me inspiró mayor confianza en mi trabajo sin conocer realmente la causa de ello. Tal vez la frase de Jacinto simplemente resultó lo suficientemente tranquilizadora.
Las agujas indicaban las cinco y cuarto, hora que jamás olvidaré por el resto de mis días. Corrí desesperado en dirección de la ventana que daba al jardín de entrada. No resultaba necesario observar el paisaje, dado que mi precognición me indicaba los sucesos que estaban a punto de suceder.
El automóvil de padre se estacionaba en esos momentos a un costado de la casa. Los guardias que custodiaban la entrada lo saludaron como lo hacían siempre a pesar de lo insólito de la hora. Me pareció que uno de los soldados pronunciaba unas palabras en voz baja a su compañero. Se veía en esos rostros expresiones de preocupación. Afuera, apostado en la calle, esperaba el vehículo de tío Jorge con sus ocupantes dentro de la cabina. A través del vidrio delantero podía percibirse claramente al uniformado que lo acompañaba en el periplo hasta la casa de su amante.
Vi la figura de padre descender del automóvil y observar durante algunos segundos al otro vehículo apostado en la calle. En la lejanía no podía apreciar el tenor de su mirada, pero sí intuirla desde mi difuso poder inductivo. Ningún sentimiento noble destilaba mi corazón en esos momentos. Hizo un gesto vago en dirección de los guardias, quienes respondieron afirmativamente con sus cabezas en actitud resignada. Luego, acomodando su gorra con rápido movimiento de la mano derecha, emprendió con paso firme el camino que lo llevaba hasta la mansión. Pude contemplar el bamboleo de su arma reglamentaria en la cartuchera que pendía de la cintura. Otro escalofrío recorrió mi cuerpo. En ese día la inocencia tenía la muerte asegurada.
Abrió los ojos lentamente al regresar de aquellos espacios internos. La pantalla mental otra vez estaba en blanco. A veces, cuando la sensación de peligro satura los niveles perceptivos en un estadio virtual actúan los mecanismos de defensa y la conciencia regresa a la realidad de mayor densidad. El cielo limpio de fuertes tonalidades azules le pareció familiar. Mucho más tranquilo que el ajado cielorraso de la prisión donde su cuerpo molecular permanecía de costado en el camastro, incapaz de realizar movimiento alguno sin aquel dolor que se había convertido en un persistente estado muscular.
Volvió a sentarse sobre la arena blanca. La tocó con los dedos dejando que los delicados corpúsculos se deslizaran a través de ellos y sintiendo el placer de esa suavidad impregnada en el tacto. A lo lejos, próximas al horizonte, las gaviotas continuaban con su vuelo insistente buscando un mar que se resistía a manifestarse. Otra vez calculó que debían encontrarse en la misma posición relativa a la línea curva donde la playa era devorada por el paisaje, pero a su vez el movimiento de los pájaros resultaba harto evidente.
El sol iluminaba con sus poderosos rayos sin producir sensación de ahogo. El perfume del salitre marino se impregnaba con mayor intensidad. Se incorporó y comenzó a caminar en dirección de los pájaros. El bosquecito a sus espaldas empezó a empequeñecerse. No le prestó demasiada atención al detalle. La playa ofrecía suficiente misticismo como para dejar de lado las precauciones originales. La idea de darse un baño en aguas cristalinas lo subyugaba. Aún podía sentir en el cuerpo las heridas producidas por los golpes de los guardias y las zonas donde ellos hicieran correr la corriente eléctrica. La sal limpiaría esos malos recuerdos.
De repente, detuvo la marcha. Aguzó la mirada intentando separar la visión de la realidad y el espejismo en aquellos niveles internos de su psiquis. A unos doscientos metros de distancia, o quizás más, podía percibir otra forma humana parada dentro de su propia proyección. Se trataba de un hombre. Las ropas blancas que vestía camuflaban su presencia en el territorio arenoso. El extraño, detenido en ese espacio–tiempo, lo miraba con insistencia.
10
Enero de 2005. Un campamento ubicado en algún lugar de la jungla circundante a San Andrés.
Juanita Giménez observó su rostro reflejado en el vetusto espejo ubicado en su carpa personal. Un par de arrugas nuevas habían aparecido en el transcurso de los últimos meses. A sus cincuenta y siete años de edad seguía teniendo la figura atractiva de una morena perteneciente a las tierras del norte, donde el obraje tabacalero dominaba el paisaje desde tiempo inmemorial.
“La jungla conserva a las hembras que le pertenecen”, pensó divertida. Los ojos color café de la imagen, grandes y brillosos, se clavaron en los suyos permitiéndole explorar los confines de su propia alma.
Con ambas manos comenzó a acariciarse el cuello, aún fresco y elástico como en los buenos tiempos cuando trabajaba en la plantación junto a su familia. Los dedos fueron bajando hasta adentrarse en el cuello amplio de la remera de campaña que solía usar.
Los senos se mostraban firmes al tacto, pletóricos como toda dama oriunda de Santo Tomás, ciudad famosa por el ardor de la caña y la belleza telúrica de sus mujeres. A Pedro le gustaba toquetearlos al paso en tanto realizaban la cosecha.
—Hoy está divina, Juanita. Cuando volvamos al rancho nos damos un buen revolcón en la cama, ¿eh?
Podía recordar su rostro redondo, cetrino y normalmente mal rasurado. Se habían casado muy jóvenes. Ella tenía dieciséis años y él veinte.
—No sea cosa que venga uno de esos blanquitos del sur y me la lleve a usted para la gran ciudad. Mejor nos casamos, princesita, y aseguramos el territorio, ¿no le parece?…
—No seas tonto —decía ella sin poder evitar el rubor en las mejillas—. Y deja de andar toqueteando, mierda, que la gente nos está mirando y se ríen…
—Mejor, Juanita, mejor. Estos tipos pagarían fortuna por pasar media horita con mi mujercita en sus camas. O simplemente, poder mirar las hermosas formas de sus pechos… ¡Si hasta a veces se me ocurre ponerle tarifa al asunto! Unos pesos de más no nos vendrían mal, ¿no le parece, hermosura?
—No digas idioteces —respondió en voz baja mirando hacia el suelo cubierto de hojas de tabaco.
Sabía que Pedro tenía razón. A los doce años comenzó a desarrollar sus atributos físicos y todos los lugareños, sin distinción de edad, quedaron prendados de aquella muchacha de contextura atlética y cuerpo exuberante. Sin embargo, Juanita era de cuidar mucho su sexualidad. Como el resto de las jóvenes de Santo Tomás, perdió la virginidad a temprana edad. A los trece años no quedaba joven en el pueblo que no hubiera pasado por su experiencia iniciática. A ella le tocó ser desflorada a los trece años por un tío sesentón que vivía en su propia casa, junto a otras diez personas. La familia aglutinante era común entre aquella gente. Esto aseguraba a las niñas perder la virginidad con los propios parientes, situación que era bien vista por los padres.
—Evita el trauma original de hacerlo por primera vez con un desconocido —decían los parroquianos apostados en los bares donde pasaban los atardeceres bebiendo caña y ginebra.
El momento llegó a la hora de la siesta, como solía suceder en esas lides. El tío, luego de haberse bebido media botella de caña y esperado pacientemente la siesta del resto de los habitantes del rancho, se aproximó a la inocente Juanita para decirle con la mejor de las sonrisas:
—Ven, niña. Vamos al galponcito. Quiero mostrarte algo.
La muchacha se encogió de hombros. En realidad, desde hacía unas semanas estaba esperando el desenlace. Los comentarios a medias palabras de sus mayores hablaban al respecto. Y ella misma ya no soportaba más una virginidad que la dejaba a la vera del camino emprendido por todas sus amigas. Obedeció mansamente al hombre de robusta figura y lentos movimientos. El tío Samuel le caía bien a pesar de su tendencia natural hacia el alcoholismo. Se trataba de una decisión familiar. Esta circunstancia la tranquilizaba.
—Vamos a hacerlo aquí —dijo Samuel con sonrisa paternal.
Una vez ubicados dentro del galponcito, el hombre señaló un rincón. El recinto estaba atestado de trastos viejos, herramientas oxidadas y diversos enseres que habían perdido su uso natural. Ella se recostó sobre una alfombra. El tío la había preparado en la mañana buscando facilitar su noble trabajo. Apenas iniciada la faena, Samuel preguntó:
—¿Está bien así, niña? ¿Duele mucho?
—No… no —respondió la joven jadeando.
Al cabo de unos minutos el dolor se transformó en placer y todo se desenvolvió dentro de los parámetros esperados.
—Aquí tienes, niña —dijo el hombre al finalizar su cometido.
Le tendió una gaza de tela delicada y limpia. Juanita pudo contener de esta manera la sangre que se escurría entre sus piernas. Conocía el detalle. Sus amigas le habían pronosticado el evento.
—No te preocupes por la sangría —comentaron ellas con rostro serio y experimentado—. Eso ocurre sólo la primera vez. Es como un bautismo para entrar en la nueva vida…
Las semanas pasaron y Juanita sintió el deseo de repetir las acciones desarrolladas en el galponcito. Durante tres meses el tío Samuel se dignó a ser compañero fiel de aquellas aventuras. Lo hacían dos o tres veces por semana. En algunas tardes y cuando el alcohol se lo permitía al buen hombre, repetían la impronta hasta que la noche instalaba sus dominios. En la casa los demás habitantes estaban al tanto de estos encuentros.
—Es la sed inicial —decía el padre en las sobremesas, cuando los practicantes se encontraban en el galpón—. Ya se va a calmar la niña. Las calenturas son típicas en la juventud y es bueno tener el apoyo de la familia. Los extraños se aprovechan de las circunstancias. Eso es malo. Samuel es hombre bueno. Estas cuestiones refuerzan el espíritu.
Las palabras del progenitor resultaron premonitorias. Pasado el tiempo de las “calenturas típicas” el deseo de la niña mermó considerablemente. El aliento alcohólico que el buen tío venteaba en los momentos culminantes de la faena y la diferencia de edad tranquilizaron las energías de la niña.
Samuel aceptó, no sin resignación, el final del contrato y dedicó los últimos tres años de su vida a mejorar su cultura etílica. Falleció una noche de verano en tanto dormía el sueño forzado. Con la mano derecha seguía sosteniendo la botella de caña vacía.
Juanita cuidó su cuerpo durante algún tiempo. Alternó con un par de muchachos compañeros del obraje tabacalero, simplemente para evitar los comentarios de muchacha difícil que comenzaban a circular en el pueblo. Santo Tomás, como todo caserío provinciano en Costa Paraíso, tenía grandes tendencias de estigmatizar a sus propios habitantes. Algunas de sus amigas se vieron forzadas a abandonar la cuna natal producto de ese chismerío implacable.
Sabía ella que no tenía gran oportunidad de supervivencia como lugareña soltera y de buena presencia. Entonces, apareció Pedro en su vida. Desenfadado y con grandes actitudes histriónicas, el campesino descollaba sobre el resto por su postura risueña y la frase pícara. Una tarde la esperó a la vuelta de su casa y le entregó un colorido ramo de flores con gesto ampuloso, en tanto decía:
—Si me permite, hermosa doncella, este caballero sería un hombre feliz si pudiera acompañarla una tarde a una caminata en la alameda…
Rápidamente Juanita se enamoró de un personaje tan especial. La boda se realizó en el invierno, a pesar de las recomendaciones insistentes por parte de la futura suegra. En ese tiempo contaba con dieciséis años.
—Mejor, princesita —decía Pedro con la sonrisa pícara—. Las noches de invierno son especiales para hacer “cucharita” —y mientras hablaba palpaba las nalgas prominentes de su “negrita”.
Ambos trabajaban en la cosecha de tabaco allende los campos que rodeaban Santo Tomás. A los dos años vino al mundo Juanito, quien a la postre sería el único hijo del matrimonio. A pesar de su nueva condición materna, los campesinos solteros continuaban cortejando a Juanita. En ciertas ocasiones, algunos de ellos “empinaban el codo” más de la cuenta e intentaban manosear aquellas partes que veían a diario con ojos libidinosos. Pedro, gentil hombre y de sonrisa fácil, también poseía un carácter difícil cuando se trataba de invocar las reglas del respeto. Sus puños eran certeros y dejaban rastros de sangre al entrar en acción.
De esta manera, viviendo en aquel rancho que el hombre había construido con sus propias manos, Juanita junto a su pequeña familia disfrutó de esos años, a pesar de estar signados por la pobreza. Esta situación resultaba común en el ambiente pueblerino. La hambruna a su vez se alternaba con la típica alegría de la gente sencilla.
Sin embargo, el destino tenía preparado otros territorios para esa mujer de espíritu simple e indómito. Llegaron los tiempos donde los excesos de la fuerza gregoriana comenzaron a producir reacciones entre los pobladores de Santo Tomás. Las violaciones ejecutadas por los soldados de la guardia urbana, un grupo de élite a las órdenes del intendente, resultaban frecuentes e insultaban el tranquilo acontecer de aquellos campesinos. No había forma de realizar denuncia alguna por los excesos. La policía se mostraba complaciente con esos borrachos uniformados y dilataba toda acción investigadora.
Una noche, Pedro regresó del obraje tabacalero cuando el sol comenzaba a esconderse detrás del horizonte. Se lo veía cansado. Juanita, como era costumbre, le sirvió una copa de caña.
—¿Estás cansado, Pedro? Esta noche te convendría acostarte temprano. Hoy vino don Luis y dijo que mañana te pasa a buscar al alba para ir a las plantaciones del norte.
—Sí, sí. Ayer me habló sobre ese viaje.
—Dice que allí pagan bien el día. Me comentó que podrían permanecer una semana levantando la cosecha. Mi hermana Asunción a lo mejor se viene para hacerme compañía. Le gusta leerle cuentos al niño.
Pedro giró la cabeza en dirección del camastro donde un muchacho de cinco años dormía profundamente.
—¿Y cómo anda el pendejo, eh? Los otros días lo bañé en la tina del galponcito. ¡El desgraciado promete ser pijudo como el padre, carajo!…
—Baja la voz, tonto. Además, no hagas alarde que no es para tanto.
—¿Así que esas tenemos, eh? —comentó Pedro mostrando nuevamente su sonrisa pícara. A pesar del cansancio reflejado en esas ojeras de color oscuro, apareció el brillo felino en sus ojos—. Vamos a probar “el calibre”, entonces, y así nos sacamos las dudas.
—¡Despacio, tonto! Juanito duerme…
Ella sabía que el comentario no detendría sus intenciones y tampoco tenía deseos de que sucediera eso. Emitió una risita cuando Pedro se levantó abruptamente de su silla para atraparla entre sus brazos y comenzar a besarla salvajemente.
De repente, la puerta de calle se abrió con extrema violencia. El ruido de la madera al quebrarse detuvo las efusivas acciones de la pareja.
—¿Qué mierda…? —comenzó a decir el dueño de casa mientras giraba el torso en dirección a la entrada del rancho.
Cuatro personas aparecieron de la nada. Eran hombres uniformados portando armas de grueso calibre. Todos tenían los cabellos rapados al buen estilo militar y demostraban con sus posturas poseer un fuerte estado etílico. Uno de ellos parecía tener la voz cantante. Carraspeaba antes de hablar. Echó un escupitajo en el piso y luego dijo, con voz autoritaria:
—¡A ver, campesino de mierda, ya es hora de compartir ese bombón que tienes con los héroes que liberamos este país!…
Los tres acompañantes miraban con ojos vidriosos a Juanita revelando sus verdaderas intenciones. Uno de ellos, de alta estatura y hombros anchos, había comenzado a desbotonarse la bragueta.
—¡Hijos de puta, van a tener que pasar por arriba de mi cadáver! —gritó Pedro con actitud salvaje.
Empujó a su esposa a un lado y se precipitó sobre la pequeña mesada para asir la cuchilla de trozar carne. El soldado de la bragueta abierta apuntó con su fusil en dirección al dueño de casa. Su rostro denotaba extrema tensión. El sudor recorría su frente y tenía los labios apretados. Al momento de escucharse la detonación una figura diminuta cruzó por delante del cañón aferrándose desesperadamente a las piernas de Pedro. La bala explotó sobre la espalda de Juanito, salpicando de sangre el entorno. El cuerpo del niño cayó hacia adelante hasta ubicarse debajo de la mesa en una postura desmembrada. Durante algunos segundos se hizo silencio como si el tiempo mecanizado hubiera detenido sus engranajes. Luego se escuchó el grito de Juanita, desgarrador:
—¡Mi niño!… ¡Mi niño!…
La mujer se arrojó debajo de la mesa para abrazar el cadáver ensangrentado y todavía caliente de su vástago. Sollozaba y gritaba a la vez, manchando el vestido con la sangre que manaba de Juanito.
Con el rostro iluminado por una furia indescriptible, Pedro emprendió la carrera contra los uniformados con la cuchilla por delante.
—¡No, asesinos, hijos de puta, con Juanito no!…
Los cuatro soldados dispararon a la vez. El estruendo fue tremendo. Un humo gris saturó el ambiente del rancho. El pecho de Pedro pareció estallar ante el impacto de las balas. Se mantuvo en pie durante una fracción de segundo que pareció una eternidad. La sangre salpicó profusamente en todas las direcciones y finalmente el cuerpo de Pedro, campesino de risa fácil y frases pícaras, cayó tres metros más allá de donde se perpetrara el crimen, rebotando contra una de las paredes.
Juanita dejó de sollozar. Apoyó el cadáver de su hijo en el piso y permaneció sentada en su lugar. Observaba la figura del esposo despatarrado a la distancia. Sus ojos color café se cubrieron de una película opaca y gélida que perduraría durante las próximas décadas.
Los soldados mantuvieron la posición unos instantes, contemplando el desastre que ellos mismos habían perpetrado. El líder extrajo de entre sus ropas una botella de caña a medio consumir y echó un trago largo, cerrando los ojos debido al ardor en la garganta. Luego le pasó la bebida a sus compañeros. Ellos apuraron el contenido con actitud salvaje. Los cuatro miraron a Juanita. La muchacha los contemplaba desde la pasividad de su estado psíquico.
—¿Qué esperamos? —preguntó balbuceando el hombre corpulento.
—Procedamos —dijo el líder con extraño brillo en la mirada—. Tranquilos. Tenemos toda la noche.
—Sí. Dicen que esta campesina es el mejor trofeo de la zona.
—Vamos a probarlo. Pero de manera ordenada. Vuelvo a repetir. Muchachos, tenemos toda la noche.
A pesar de las indicaciones, los cuatro se abalanzaron como perros en celo sobre Juanita. Ella no se resistió. Sentía que su cuerpo ya no le pertenecía. Esos salvajes podían hacer lo que desearan con él. Se mostraría pasiva frente a sus embates.
Tal como sentenciara el líder de los perpetradores, abusaron de Juanita durante toda la noche en las múltiples formas que el lado oscuro del alma humana puede pergeñar.
Al promediar la faena abundaba sangre en las partes íntimas de la víctima. Esto preocupó a los violadores y le permitieron a la mujer un descanso de media hora. Luego continuaron con sus salvajes apetencias hasta quedar extenuados. El día comenzaba a mostrar su aspecto diurno.
—¿Qué hacemos? —preguntó el fortachón—. ¿La matamos también?
—Tiene un culo delicioso —dijo otro, bebiendo de una botella recién empezada—. Yo quiero echarme otro por atrás, pero ya no se me para…
—Es cierto. Esta mujer no merece morir. Mejor la llevamos al destacamento, la bañamos, le damos de comer y a la tarde podemos disfrutar de otra fiestita.
El líder tomó a Juanita entre sus brazos y la dio vuelta. Ella estaba desnuda. Como lo había hecho toda la noche, se mostraba dócil ante las ocurrencias de sus captores. El hombre intentó penetrarla por detrás, obedeciendo a impulsos desatados por los comentarios de sus soldados. Le costó perpetrar sus apetencias. Él también pagaba peaje por la promiscuidad y la ingesta etílica. Sin embargo, en el cuarto movimiento logró su cometido. Se escuchó el típico sonido de un cuero desgarrado. Haciendo caso omiso a la impronta el oficial comenzó a realizar bruscos movimientos. Golpeaba su pelvis contra las nalgas de la mujer. Una y otra vez. Una y otra vez, siguiendo esa cinética compulsiva.