Kitabı oku: «Gaviotas a lo lejos», sayfa 5
Las gotas de sangre cayeron sobre el piso, situación que exacerbó aún más al violador. Su respiración se escuchaba jadeante.
Juanita había perdido sensibilidad en las zonas íntimas. Su esfínter se mostraba laxo e indoloro. La grieta abierta por aquella acción era una más dentro de las penurias sufridas durante toda la noche. En las últimas dos horas había percibido un cierto placer a pesar de la violencia desatada en esas violaciones. El único objetivo anidado en su mente era sobrevivir. Sobrevivir y vengarse…
El hombre se tomó su tiempo. Una vez finalizado el último coito, tomó asiento al lado de la mujer, jadeando y cerrando los ojos. Los otros tres uniformados no estaban en mejores condiciones. El exceso sexual y las botellas de caña comenzaban a pasarles factura.
—Y bueno, jefe, si usted pudo hacerlo yo también lo voy a intentar. Esta campesina tiene buen aguante. Nunca vi nada igual…
—Dale. Cójansela una vez más ustedes y después la matamos —dijo el oficial, exhausto.
—Sus pedidos son órdenes, señor —respondió el soldado corpulento.
Como pudo, el hombre se arrastró en dirección a Juanita. Ella era consciente de lo que sucedía, como lo había estado durante toda la noche. Sabía que en algún momento tendría su oportunidad. Cuando el corpachón, con el miembro apenas erecto entre sus manos se acercó a Juanita, los movimientos de aquella campesina dócil y entregada a su destino fueron por demás rápidos y eficientes. Tomó el arma que pendía del cinturón del soldado. Sabía que no se había disparado durante la refriega. En dos segundos, ante la conmoción producida por sus acciones, verificó que el seguro no estuviera puesto y disparó sobre el hombre. El estruendo rompió la monotonía del amanecer.
Luego, apuntó a cada uno de sus violadores y apretó el gatillo con la frialdad de un sicario que no tiene nada para perder. Aquellos soldados murieron con el miembro entre sus manos, erectos, como todo centinela que se digna a cumplir con su guardia. Los cuatro cuerpos permanecieron tirados en el piso hasta que el alba estableció sus dominios. El charco de sangre crecía lentamente.
Juanita se levantó luego de veinte minutos. Las partes íntimas comenzaban a dolerle. Las violaciones continuas precipitaban sus consecuencias en el plano molecular. Sentía un fuego consumidor en las zonas erógenas. Llenó una batea de lavar la ropa con agua oriunda del pozo y tomó asiento en ella. El fresco reparador en las zonas lesionadas no se hizo rogar. Seis cadáveres permanecían en sus lugares en tanto ella cerraba los ojos y relajaba los músculos.
Sabía que aquellos cuerpos ya no pertenecían a Pedro y a Juanito. Eran las envolturas de las almas que transitaron durante un tiempo en esta tierra. También los de sus perpetradores, quienes seguramente ya ardían en el infierno.
A la mañana don Luis se atrevió a ingresar al rancho. El hombre contempló la escena con una mezcla de asombro y terror. A sus veinte años de edad Juanita sentía que ella también había muerto esa noche en la cabaña. La Patrona, parada con un fusil en el hombro, esperaba a don Luis mostrando la gélida mirada que jamás abandonaría su rostro…
11
Juanita regresó del viaje impuesto por el espejo. Era cierto. A sus años todavía mantenía una estampa apetecible para los hombres. Sin embargo, la experiencia vivida aquella noche en el ranchito treinta años atrás dejó sus huellas en el espíritu de la combativa mujer. Por una parte, su personalidad se endureció lo suficiente como para transformarse en líder de la guerrilla campesina alzada en armas contra el gobierno gregoriano encabezado por el general Atilio Fulgencio.
Emergió la figura de La Patro, respetada por todos los habitantes de los territorios aledaños a la capital, incluyendo a los propios soldados del coronel Mauricio Cabral. El hombre no cejaba en realizar sus persecuciones por la campiña de San Andrés. Ellos le temían cual si se tratase de un fantasma proveniente del mismo infierno.
Se urdían historias increíbles sobre el accionar de La Patro y su crueldad al tiempo de combatir a los seguidores del gobierno. Con el paso de los años se transformó en el enemigo público número uno del régimen.
Otra cuestión fue su vida sentimental. Masacrada su familia aquella noche, se estableció un muro impenetrable alrededor de su corazón. Apaciguaba el deseo sexual esporádicamente acostándose con alguno de sus subalternos. Ellos realizaban estas acciones como si se tratara de una obediencia debida de estricto corte militar. En la refriega no se atrevían siquiera a mirarla a los ojos. Terminaban el servicio y se marchaban sin decir palabras, con el torso encorvado y el rostro serio.
Juanita los escogía según la valentía demostrada en las batallas o, simplemente, por propio capricho. De esta forma, apaciguaba el deseo natural de la tropa dados los meses de permanencia en la selva. A la vez, instalaba una especie de premio mayor para mantener en alza sus espíritus combativos. Por supuesto, la situación había cambiado con el arribo al campamento de don Pablo Gutiérrez. Las acciones de su liberación de la prisión de Alcázar, un caserío militarizado por las fuerzas regulares, se convirtieron en emblema de la lucha. El escritor era personaje famoso entre los intelectuales de Costa Paraíso y los países latinos aledaños. Algunos de sus libros daban vuelta por Francia e Inglaterra. Lentamente comenzaba a construirse una leyenda a su alrededor. El poeta caribeño se transformó entonces en “el poeta del pueblo”, tal como lo había sido Antonio Machado en Andalucía.
Al principio el hombre le pareció a Juanita un tanto afeminado. Ella estaba acostumbrada al campesino de la selva, a sus modales groseros y densos olores. Al cabo de un par de semanas terminó plenamente enamorada. Lo veía escribir frenéticamente en el campamento. Permanecía gran parte del día sentado en el tronco que los propios insurrectos cortaban y preparaban para ofrecérselo a “don Pablo”, a quien reverenciaban.
El muro construido alrededor de su corazón esa noche en el ranchito de Pedro, cayó estrepitosamente ante el firme sentimiento que la invadió al compartir su lecho con el poeta.
—Patro… —la voz en la entrada de la carpa se mostró dubitativa. Nunca se sabía el humor que la líder podía mostrar—. Ha llegado Alfonso. Usted me dijo que…
—Está bien —respondió la mujer con sesgo autoritario.
El recuerdo de don Pablo precipitaba el deseo de escapar de tantas privaciones, tanta lucha y tanta sangre. Salió de la carpa irguiendo su figura. Era más alta que el resto de los combatientes. Ellos no se atrevían a sostenerle la mirada. Tampoco lo hizo Jean Paul, quien permanecía parado en actitud sumisa y esperando instrucciones.
El hombre era delgado y de baja estatura. Respondía al patrón genético del campesinado del norte. En una reunión social podría pasar por mendigo, o a lo sumo como miembro de la servidumbre. Sin embargo, aquel guerrillero era el más sanguinario dentro del pequeño ejército que respondía a Juanita. Junto a Mandinga, su hermano menor impostado por la propia líder, se había convertido en experto torturador y verdugo de los prisioneros que solían secuestrar en las refriegas.
A Jean Paul en particular le gustaba cortar cabezas. Disfrutaba morbosamente al desgarrar aquellos cuellos con su cuchillo de doble filo, famoso en toda la comarca. Mandinga, de porte lugareño, delgado como su hermano pero de movimientos atléticos y felinos, era persona de pocas palabras. A pesar de los años, la piel en su rostro no se arrugaba. Pronunciaba tan sólo monosílabos. Juanita lo había escogido como su sicario personal. Lo consideraba un hijo y por ello le encomendaba las misiones especiales. Era su brazo ejecutor a la distancia.
—¿Dónde está? —preguntó ella secamente.
—Espera en la entrada de la celda, jefa. Usted me pidió que lo llevara allí.
—Muy bien. Vamos.
Caminaron alejándose de la luz mortecina que alumbraba la entrada de la carpa de Juanita. Se perdieron en la noche selvática. La luna y las estrellas eran suficiente candela para quien conocía palmo a palmo el territorio.
La Patro llevaba el arma pendiendo de la cintura. Se trataba de un revólver de grosera munición. También portaba una cuchilla de grandes proporciones, con ella había decapitado a varios de sus enemigos. Uno de ellos fue el general Ildefonso, hermanastro del Presidente, encargado en su tiempo de comandar la lucha frente a los “contras” en la jungla montañosa. Eso le valió el título de enemigo público número uno.
Veinte minutos después arribaron a la precaria construcción de la cárcel del campamento. Debido a su vida nómade, realizaban las viviendas rurales con troncos del lugar. Aquellos hombres eran expertos en las faenas campestres, criados en los obrajes tabacaleros y hábiles para la manipulación de todo elemento cortante. Un centinela cuidaba la puerta de entrada. Alfonso se encontraba parado a su lado, fumando uno de los habituales habanos del norte. Ambos endurecieron la postura en presencia de La Patro.
—Te dije que nada de cigarros en el campamento —recriminó Juanita con dura voz.
Alfonso apagó la punta del habano y lo guardó en un bolsillo del pantalón.
—Disculpe, señora. Es que… tanta soledad…
—Ahora nos vamos a poner sentimentales, ¿eh?
La mujer suavizó su expresión. Comprendía lo que el subalterno intentaba decir. A ella le pasaba lo mismo cuando contemplaba en la intimidad la foto de don Pablo, única reliquia que le había quedado luego de su partida al exilio en París.
—¿Sabes por qué estás acá? —preguntó, mirándolo a los ojos. Ella lo consideraba el más inteligente del grupo. Por eso lo había elegido compañero de lecho.
—No —respondió Alfonso, intentando ser cauto en el tono de la voz. Una negativa delante de La Patro podía traer severas consecuencias.
Juanita dirigió un vistazo al centinela en tanto le decía:
—Abre la puerta y permanece alerta. No quiero escaramuzas con este hijo de puta.
El guardia obedeció la orden. Luego cargó con una bala la recámara de su fusil y mantuvo el cañón en posición horizontal. La líder hizo un gesto a los hombres e ingresó a la prisión, seguida de Jean Paul y Alfonso. El centinela se mantuvo franqueando la entrada en posición amenazante.
La luz en el interior del precario recinto era escueta. La generaba una lámpara de aceite que ardía tenuemente apoyada en una mesita de madera. El prisionero se hallaba tirado sobre un colchón carcomido por las polillas y los jejenes.
El doctor Albert Smith era persona de unos sesenta años, corpulento y de largos brazos. Su procedencia norteamericana resultaba evidente dado el color del cabello, rubio y ensortijado, y la tez rosada de sus facciones. Los ojos celestes y los labios delgados completaban el panorama.
Al observar a sus captores ingresando en el pequeño recinto, supo que algo no estaba bien. Hacía cinco días que lo habían secuestrado de su domicilio en San Andrés. Vivía en uno de los barrios ocupados por funcionarios públicos y empresarios extranjeros que colaboraban con el régimen. Su condición de agregado cultural de la Embajada de los Estados Unidos no lo beneficiaba en esos momentos. Sabía que aquella célula subversiva sospechaba de su trabajo clandestino en conjunto con la fuerza gregoriana. El imperio del norte fustigaba públicamente al régimen instalado en Costa Paraíso, pero en las sombras establecía una red de negocios con sus autoridades. Albert era valioso manipulando información militar por detrás de sus funciones diplomáticas. Todavía no tenía en claro el objetivo de su secuestro. Tal vez fuera el pedido de rescate o la obtención de información clasificada. Hasta ese momento lo habían torturado sin finalidad alguna.
El guerrillero de baja estatura parado a la derecha de la mujer había demostrado gran sadismo al aplicarle técnicas no convencionales de tortura. Parecía disfrutar a pleno su trabajo. Albert era resistente. Su pasado militar le permitía afrontar los malos tratos con cierta dignidad. En esos momentos presentaba la cara magullada y el traje blanco manchado de sangre. Sus gafas, redondas y de una buena cantidad de dioptrías, tenían el armazón doblado y uno de los vidrios quebrado. A veces las retiraban antes de proceder con las acciones.
El agregado cultural abrió la boca. Mostraba dos dientes faltantes, los labios hinchados y tumefactos.
—Señora… —habló con voz débil—. Por favor. Necesito beber agua…
Jean Paul caminó un par de pasos y le asestó un golpe en el rostro. El hombre cayó pesadamente hacia atrás. Luego, arrastrándose a duras penas en el colchón que también mostraba rastros de sangre, se volvió a sentar.
—No hables en presencia de La Patro, rata inmunda —dijo Jean Paul, masticando las palabras con odio.
—Necesitamos conocer sus contactos —habló Juanita con autoridad—. Si no confiesa, lo torturaremos hasta morir.
—¿Mis contactos?… Soy un funcionario de la embajada. Yo no…
El guerrillero esta vez utilizó su pierna derecha. Asestó una violenta patada sobre el prisionero. El rostro de Albert comenzó a sangrar profusamente. Otro diente saltó de su boca para caer a un costado, envuelto en un escupitajo de tonalidades rojizas.
—Sabemos que trabaja clandestinamente con el gobierno de Fulgencio —volvió a hablar Juanita. El rostro de la líder se veía serio, imperturbable, sádico.
—Mire, señora… —la voz de Albert se escuchaba débil—. Yo no sé de lo que usted habla…
Jean Paul se apropió de una bolsa de plástico que colgaba de un perchero adosado a la pared. Con movimientos bruscos enderezó el torso del prisionero y le colocó la bolsa en la cabeza. Asiendo el extremo de la capucha por detrás lo ajustó con sus manos para ceñirlo fuertemente. Albert comenzó a contornearse debido a la sensación de ahogo. Su rostro, deformado por la opacidad del plástico, se veía desesperado: los ojos extremadamente abiertos, la boca realizando movimientos compulsivos en la búsqueda de aire, las mejillas y nariz pegadas a la bolsa, palpitando con el intento respiratorio.
—Hijo de puta… —le decía Jean Paul hablándole al oído—. Vas a responderle a La Patro…
Cuando el hombre daba señales de sufrir un desmayo, Juanita hizo un gesto al subalterno. El guerrillero aflojó la presión sobre la capucha y volvió a patearlo. Albert cayó de espaldas y comenzó a luchar contra la bolsa. No le resultaba fácil la maniobra. El plástico se había adherido a su cabeza. El americano tosía con vehemencia y movía la corpulenta figura de un lado al otro. Finalmente, el colapso sobrevino. Detuvo sus convulsiones espasmódicas hasta yacer con los ojos cerrados.
Jean Paul le quitó la bolsa de un tirón. Juanita miró de soslayo a Alfonso, quien permaneció durante todo el incidente a un paso detrás de la jefa.
—Revísalo —ordenó ella.
Alfonso se inclinó sobre el cuerpo del agregado cultural. Posó dos dedos sobre el cuello del hombre y al cabo de unos segundos volvió a erguirse.
—Está vivo —dijo lacónicamente—. Sólo es un desmayo.
—Muy bien. Jean Paul, despiértalo.
El aludido tomó un balde con agua ubicado debajo de la mesa. Arrojó el contenido sobre la cabeza del prisionero. Albert abrió los ojos lentamente. Su rostro evidenciaba el peor de los pánicos. El torturador lo obligó a sentarse, apoyándole la espalda contra la pared húmeda. Lo pateó un par de veces en las piernas.
—¡Vamos, rata, despierta!…
El hombre abrió los ojos. Con ambas manos se tomaba el cuello, compulsivamente. La sensación de ahogo aún dejaba registro en su garganta.
—Esto es simple, señor Smith —volvió a hablar Juanita—. Nos dice los nombres de sus contactos con el gobierno y le aseguro que en veinticuatro horas regresa al hogar con su querida familia. Imagínese la preocupación de su esposa sin saber quién ha de pagar la tarjeta de crédito este mes o la de su hija, que ya no cuenta con el dinero para comprar droga en los suburbios de San Andrés. O Rosaura, su pobre amante, la cantante de cabaret, esperándolo como lo hace todos los viernes a la noche en el Macondo para luego dirigirse a la casa que usted mismo le ha comprado en la ciudad. No queremos que se pierda la dulce vida que nuestro gobierno corrupto le ofrece en Costa Paraíso. Hable, señor Smith, y evitemos este pequeño inconveniente.
Albert se removió intranquilo en su precaria postura. Un hilo de sangre cayó de sus labios deslizándose por el mentón hasta gotear rumbo al piso. La vista se le comenzaba a nublar. Habló con voz débil, quejosa, suplicante:
—Señora… Yo… no sé nada…
El puño de Jean Paul se estrelló repetidas veces sobre su rostro, que ya comenzaba a parecer una masa sanguinolenta. El interrogatorio se prolongó quince minutos más. Con las facciones deformadas y otros dos dientes en el piso, Albert volvió a desmayarse luego de una nueva imposición de bolsa.
—No hablará —sentenció Juanita, encogiéndose de hombros.
Giró la cabeza hasta mirar a Alfonso, quien había mantenido silencio durante la sesión.
—Es por esta circunstancia que te mandé a buscar.
—Patro —comenzó a decir el guerrillero intentando ser cuidadoso con las palabras—. Usted sabe, yo no soy muy bueno para la tortura. Tal vez Jean Paul pueda…
—No seas tonto —respondió Juanita haciendo un gesto divertido—. No es eso lo que necesito de ti. Cuando despunte el alba quiero que lo lleves al campamento del Chato. Él sabrá qué hacer con este hijo de puta.
—¿Las tierras del Chato? Pero, Patro, debemos cruzar el lodazal. Allí, las tropas de Cabral son fuertes.
Juanita endureció la mirada. Sabía que la misión encomendada a su actual compañero de lecho tenía sus riesgos, pero no podía darse el lujo de mostrar fisuras en sus decisiones.
—Sabrás resolver el problema.
Luego observó al prisionero que yacía despatarrado en el piso, en medio de un charco de sangre.
—Si la rata intenta escapar, no dudes en degollarlo —sentenció—. Al Chato no le va a gustar eso, pero nadie se le escapa a La Patro y sigue con vida. Te llevarás a Mandinga. No habla mucho. Será una buena compañía.
Alfonso asintió en silencio con movimientos sumisos de cabeza. Sabía el significado de la última frase. La Patro ponía en juego la carta de su sicario personal. Si algo fallaba en la misión, Mandinga se encargaría de asesinar al prisionero y también a él mismo. Nunca dejaba cabos sueltos. Era su especialidad.
La voz de Juanita se suavizó de repente. Ella conocía el tenor de las instrucciones impartidas a su protegido, pero no tenía otra salida más que realizar aquel movimiento. El Chato esperaba el recado. Era poderoso en su territorio y no podía fallarle.
—Ahora vamos a mi carpa —dijo en tono conciliador—. Todavía faltan unas horas para el amanecer…
Alfonso suspiró por lo bajo. Por lo menos, si ésa era la última misión que le tocaba cubrir, aquella noche disfrutaría el cuerpo deseado de Juanita. Sabía que, dadas las circunstancias, ella se mostraría solícita.
12
Enero de 1965, mansión de don Amílcar bravo en Santa Elisa.
Pablo se sintió desbordado por la situación. El bosquecito ofrecía lugares reparadores para las parejas que incursionaban por sus dominios. A pesar de no ser posible la visión directa, dificultada por la espesura de la vegetación, los murmullos y suspiros reprimidos flotaban en el ambiente conformando una atmósfera libidinosa. Esta circunstancia excitaba los sentidos de los concurrentes.
Florencia sonreía, divertida por la situación. Ambos estaban sentados sobre el colchón de hierba que se ofrecía como lecho natural a las parejas clandestinas que lo frecuentaban. Las estrellas brillaban en lo alto. Era una noche espléndida en San Andrés. A lo lejos se escuchaba la música y los murmullos apagados de los invitados a la fiesta. La sobremesa duraría hasta los primeros reflejos del alba.
Florencia sostenía la botella de champagne que había sustraído minutos antes de una de las mesas. Bebió un trago con ademán masculino y luego le ofreció a su amigo de la infancia. Ella poseía gran resistencia etílica. Solía decir que la había heredado de su padre. Aquél era un detalle importante para su próxima estancia en París, donde la esperaban veladas dulces todas las noches. Francis Duclau le había hablado sobre el particular. Se trataba de un diplomático muy relacionado en las altas esferas sociales.
—¿Qué te parece, querido? Jamás hubieras imaginado estar sentado aquí, en el bosquecito de los amantes. Y conmigo, para colmo de males.
El muchacho tomó un trago breve del exquisito brebaje. Su tolerancia al alcohol era débil. Los amigos del círculo de escritores se burlaban de esa situación. Durante la adolescencia, en más de una ocasión debieron regresarlo a su casa en condiciones precarias. Por suerte, el bueno de Jacinto se encargaba de llevarlo a su cuarto. Lo desnudaba cuidadosamente, cubriéndolo luego con las cobijas.
—Duerma, señorito Pablo —decía en voz baja, sabiendo que el joven no podía escucharlo—. Mañana volverá a escribir sus hermosos versos.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó, balbuceando las palabras—. No recuerdo cómo llegamos…
Florencia echó una risita. Ella también se mostraba alterada por el dulce brebaje. A poca distancia se escuchaban a través de la vegetación profundos suspiros y jadeos.
—Hablemos mejor en voz baja —dijo ella—. Hay parejas a nuestro alrededor que están realizando su… “trabajito”…
A pesar del mareo que sentía, Pablo se ruborizó con el comentario de su amiga. A los diecisiete años de edad la buena de Clorinda, que en paz descanse, se había encargado de mantenerlo virgen. Tampoco ayudaba su actitud timorata. Las relaciones que sus amigos pretendían tejerle con el sexo opuesto fracasaban merced a esa postura.
—No sé por qué estamos aquí —dijo, devolviéndole la botella a su compañera—. Deberíamos volver a la fiesta. Nos estarán buscando.
—¿Buscando?…
La joven volvió a reír de buena gana. Echó otro trago sin miramientos. Un delgado hilo de líquido se resbaló por su barbilla. Pablo observó el detalle y volvió a sentirse avergonzado.
—No seas tonto, querido. Aquellas personas están disfrutando con sus conversaciones y la buena música. A nadie se le ocurrirá pensar en nosotros.
—¿Y… ese francés autoritario?
—¿Quién?
—El primo de tu padre… Ése que… te mira de manera especial…
—¡Ah, Francis! Pobre Francis. Le gusto desde que era pequeña. La diferencia de edad lo cohíbe. ¡Cómo si eso fuera una traba en la relación entre un hombre y una mujer!…
—No te entiendo. Hablas como si ese… francés… te gustara.
—En realidad, no me disgusta.
—Yo creía que… No sé… Después de todo, es el primo de tu padre.
—De niña lo veía como una especie de noble caballero. Toda esa postura de hombre arrogante, seguro en cada uno de sus movimientos. Ese garbo superior al caminar…
—Entonces, ya de pequeña te gustaba.
—¡No seas ridículo, Pablito!… Una mujer, sin distinción de edad, siempre está mirando detalles en un hombre. Estoy hablando de esas cosas y no de meterme en su cama. De todas formas, no creo que algo tan liberal me repugne.
El poeta no daba crédito a lo que escuchaba. Su amor platónico por aquella muchacha era puro e inocente desde que tenía uso de razón. Ella siempre le había parecido un tanto zafada, pero lo atribuía a una forma divertida de ver la vida. Ahora, habiendo bebido ambos de aquel brebaje embriagador, podía observar con mayor profundidad el alma de su amiga. Y el paisaje que contemplaba no era de su agrado.
—Eso quiere decir que… no tendrías empacho en arrastrarte hasta su cama, a pesar de la diferencia de edad. Como si fueras una… ¡Prostituta!…
A Florencia le divertía la situación. Provocarle celos al poeta era uno de sus deportes preferidos. Lo había sido desde la infancia, cuando se floreaba con el resto de los chicos del círculo íntimo simplemente para mirarle el rostro ruborizado y aquella expresión montada en cólera.
—No estoy tan apurada, si eso es lo que te preocupa. Simplemente digo que las mujeres nos resguardamos el derecho de elegir al hombre con quien tener relaciones. Escucha a tu alrededor… Detrás de esos arbustos hay muchas damas que hicieron esa elección.
—Pero… insisto. No sé qué hacemos nosotros aquí, en el bosquecito.
—Bueno… Estamos bebiendo, ¿no es así?
—Podríamos hacerlo en la fiesta, junto a los demás.
—Vamos, amiguito mío, vamos… Ya no somos los niños de ayer. Tus versos comienzan a dar vuelta por toda Costa Paraíso y yo estoy planificando un largo viaje por Europa. Me parece que tenemos nuestro derecho al festejo.
Pablo se encogió de hombros. Resultaba difícil imponer algún criterio frente a su amiga. El espíritu indómito y liberal de la muchacha no admitía opinión en contra de sus argumentos. De todas formas, ese detalle de su personalidad era uno de los atributos que más lo atraía. Estaba perdidamente enamorado de la joven. Sus poemas apuntaban hacia ella, pero no se atrevía a comunicárselo personalmente. Sin embargo, Florencia conocía los secretos de su corazón. Tenía la potestad de iluminar las zonas oscuras y observar con pormenorizada atención los dolorosos sentimientos de su amigo. No era ajena a los mismos ni tampoco le resultaban indiferentes.
Tomó la mano de Pablo suavemente. Dejó la botella sobre la hierba, cuidando de no derramar el líquido.
—No te sientas cohibido por estar aquí conmigo. Después de todo, nuestras almas son amigas. Desde pequeños… Desde siempre.
La muchacha sabía que aquélla era la última oportunidad que tendrían en mucho tiempo, años tal vez, para disfrutar de una intimidad compartida. Ella tenía el don de la visión a futuro y a su vez gustaba jugar en su mente con las distintas posibilidades que el destino ofrece a los viajeros del tiempo. Pablo ocupaba un lugar importante en su vida. No era el centro de gravedad de su cinética cotidiana, pero se sentía responsable por aquel compañero de la primera infancia. No podía abandonarlo antes de emprender su viaje sin dejarle un regalo que atesorara durante un buen tiempo.
—Ven —dijo con voz delicada—. A pesar de los susurros que están dando vuelta podemos estar juntos.
El joven poeta se dejó manipular. En realidad, era lo que estaba esperando durante todos esos años. Ella lo tomó suavemente entre sus brazos, como se abraza a un niño que se ama verdaderamente, una mezcla de compasión y protección la embargaba. Pablo la dejó hacer. Su cuerpo temblaba como una hojarasca a merced del viento. Desconocía por completo aquellas lides, mucho más la impronta de aproximación entre amantes inexpertos.
Florencia lo besó dulcemente. Sus labios buscaron el contacto con la delicadeza del amor puro, siguiendo la inocencia del sentimiento que los uniera desde niños. El poeta cerró los ojos. Fue un movimiento instintivo de protección que a su vez le permitía disfrutar plenamente de una instancia tan esperada. Ella fue más allá del beso convencional y comenzó a jugar con su lengua sensualmente. La experiencia cautivó a Pablo. Abrió un poco los párpados. Lo suficiente como para generar una especie de bruma frente a la imagen de Florencia. El efecto lo transportaba a un territorio de ensueño. No se trataba de una proyección mental como a las que estaba acostumbrado en sus viajes metafísicos. Tampoco era un sueño incentivado por la ilusión que ahora se precipitaba en su mundo. Aquélla era una experiencia real, tan real como lo indicaba el contacto con los labios de su amada, o la presión de esos senos contra su pecho.
Con gran suavidad ella comenzó a acariciarle la entrepierna. Pablo sintió la dureza de la situación y de repente un poderoso sentimiento de vergüenza se apoderó de su alma.
Con movimiento compulsivo se apartó de la muchacha. Mantuvo los ojos esquivos contemplando la hierba. No se atrevía a mirarla en forma directa. El rubor en su rostro se intensificó a los pocos segundos.
—¿Qué pasa, Pablo? —preguntó Florencia, al principio sorprendida y luego divertida.
—Yo, no…
—Habla, vamos. Estábamos en lo mejor del momento.
—Ya lo sé. Es que yo… no… no puedo.
La joven lo observó. Tuvo la sensación de necesitar descargarse con una risotada, pero aquel rostro pleno de rubor y mirada esquiva la conmovió.
—Está bien. Ven. No te voy a tocar de esa… manera. Tan sólo quiero abrazarte.
Lo tomó jalándolo suavemente hacia sí. Al principio el escritor se resistió. Luego se dejó llevar y terminó en los brazos de Florencia, como cuando pequeño Clorinda lo estrechaba en su seno y le devolvía la sensación que todo poeta lleva a lo largo de su vida: la metáfora original, el útero materno.
—Pablo Gutiérrez —murmuró ella con expresión cálida—. El joven poeta del Caribe… Mi caballero andante…
La muchacha cerró los ojos. Por vez primera percibió un sentimiento diferente en la relación con su amigo, algo que iba más allá de la protección o la compasión, una sensación de profundidad desconocida por ella hasta ese momento.
Permanecieron durante largo rato abrazados bajo el firmamento de una noche estival, rodeados de murmullos y suspiros provenientes de espacios invisibles. De vez en cuando, acariciando suavemente los cabellos de Pablo, Florencia repetía en voz baja:
—Mi caballero andante…
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