Kitabı oku: «Lo que el 20 se llevó», sayfa 2

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Una “manzanita”

Yael Weiss

Yael Weiss (Ciudad de México, 1977) es escritora y conductora del programa de televisión Mextranjeros, junto con Ixchel Cisneros en tv unam. También es editora digital de la Revista de la Universidad de México, coautora de la antología Constelación de poetas francófonas de cinco continentes. Diez siglos de relatos (2010) y autora del libro de relatos Hematoma (2019).

El 2020 se llevó mi autenticidad. Hacia el final del año me quedaba muy poco de la antigua confianza para decir lo que pienso y relatar lo que hago. Es decir que ahora disfrazo mis verdaderos sentimientos para que no me arrastren ante el tribunal ético de una población aterrada.

En diciembre busqué a mi amiga Sandra porque no la había visto desde el inicio de la Jornada Nacional de Sana Distancia. La cuarentena nos había separado de la gente querida como lo hacen las guerras.

—¿Te estás cuidando? —me preguntó Sandra al teléfono. Traté en vano de encontrar alguna pista en la entonación de su voz.

—¡Obviamente! —respondí.

A esta altura de la conversación aún no era posible sincerarse, había que navegar con precaución. No estaba mintiendo, pero tampoco sabía si teníamos el mismo concepto de lo que significa “cuidarse” y preferí dejarlo en lo vago. Si se refería a quitarme la ropa y bañarme cada vez que entro a mi casa, o desinfectar con Lysol las bolsas del súper, no me estaba cuidando tanto. Para los puristas que han tomado las tribunas públicas, era seguro que yo no estaba haciendo lo suficiente.

—Pero estás yendo a grabar tu programa de tele, ¿no? —preguntó de nuevo Sandra con un tono alegre, como si no le importara.

Comprendí de inmediato que sí importaba.

—Sí, una vez por semana. Pero hay protocolos de sanidad muy estrictos —le aclaré.

Tampoco era mentira. A la entrada de la televisora un vigilante medía la temperatura sobre las manos —porque corría la voz de que hacerlo sobre la frente te dejaba turulo—, el cubrebocas era obligatorio y la ocupación del edificio estaba al 20 por ciento. Eso no cambiaba la cantidad de técnicos necesarios dentro del estudio ni que el virus se veía inocuo bajo la cara de un colega querido. Nos abrazábamos al estilo Covid-19, o sea: con el codo, pero cuando un amigo del canal perdía a su madre o tenía un problema, nos encerrábamos en alguna oficina para darnos un beso en la mejilla y un largo abrazo de los de verdad.

En el sótano de la televisora existe un diminuto camerino sin ventilación donde sin falta me espera Yvette. Se trata de una mujer pequeña, muy platicadora, que se protege del virus con careta así que puede verse a detalle su boca bien delineada con bilé. Me quito el cubrebocas y dejo que me ponga todo el maquillaje que ella quiera. Me han recomendado bajar un poco la cantidad de pintura, pero disfruto demasiado cómo Yvette dibuja con pinceles otra cara sobre mi cara original. Me olvido de mí misma y de mi estrés mientras escucho con atención a esta chica de 26 años que se dice de derecha y católica pero muestra escotes atrevidísimos. No es su única contradicción, pero como es malhumorada me da confianza. Me entrego muy fácilmente a la autenticidad del gruñón.

A causa de la discrepancia entre lo que ella cree correcto y lo que hacen los demás, ha librado numerosas batallas callejeras a lo largo de la pandemia. Su más reciente trifulca sucedió en el súper. Iba con su novio, lo cual estaba prohibido, pero me explicó que circulaban por diferentes pasillos y así salían más rápido de aquel lugar de contagio. Alrededor del mes de septiembre, en el Superama de la colonia vecina —pues en la suya eran más estrictos— se topó adentro de la tienda con una familia de madre, padre, dos niños y una abuela que se movían en manada. En el pasillo de los cereales el señor se atrevió a mover el carrito de Yvette que estorbaba y ella, harta de esta gentuza altamente contagiosa, le gritó que debería ponerse desinfectante antes de tocar lo ajeno. Se hicieron de palabras hasta que un agente de seguridad los sacó a todos por incumplir las reglas.

Otra de las obsesiones de Yvette consistía en desenmascarar a los portadores de Covid-19 en la televisora. Su camerino, aun si escondido, se encontraba cerca de los baños de empleados, así que podía escuchar los tosidos, los mocos y las respiraciones agitadas. Tenía el oído fino. No necesitaba ver quién entraba o salía, reconocía por el solo sonido de las pisadas a cada persona que circulaba por el pasillo. Hacia el mes de junio la esposa de un conductor había dado positivo a Covid-19. Sin embargo, el siniestro personaje siguió con su programa sin decir nada, poniendo a los empleados en riesgo mortal. Yvette se enteró por otro lado y lideró un paro hasta que el señalado comprobara con un test de los caros que estaba libre del virus. Como resultó que estaba infectado, quienes lo habían maquillado, grabado y saludado se fueron de cuarentena y la televisora quedó aún más desierta por dos semanas.

No comenté estos aconteceres del trabajo en la llamada decembrina con Sandra. Más por dar verosimilitud a la conversación que por una verdadera inquietud le pregunté si ella también se cuidaba.

—Muchísimo. No he salido de mi casa ni he visto a nadie –declaró.

Por supuesto que no le creí. Lo interpreté como que no había visto a casi nadie y casi no había salido, o que veía a menos gente y salía menos que antes de la pandemia.

Quedamos en ir a caminar al bosque, al aire libre, y respetar entre nosotras el protocolo de sana distancia. Debíamos vernos a la mañana siguiente en la entrada de un Parque del Ajusco adonde yo llegaría en mi coche y ella en el suyo.

Colgué con una sensación curiosa porque Sandra era una de las personas más metodistas con que me había cruzado en la vida, es decir que se metía cualquier sustancia que le pusieran frente a la boca o la nariz sin detenerse a meditar en la muerte por sobredosis. La he visto irse a moteles con desconocidos y sé que practica sexo sin condón cuando está borracha. En esta pandemia, sin embargo, se ha vuelto temerosa con su salud. Se negó, por ejemplo, a ver a una amiga en común porque se enteró que el novio de ella no se cuidaba “bien”. Me encabronaba porque me había sucedido una desventura similar unos meses atrás. Estábamos en semáforo naranja y planeábamos celebrar un cumpleaños entre cinco personas, con las precauciones en boga. En el chat de preparación del festejo mi novio se puso bromista y declaró que jamás usaba cubrebocas. No hubo manera de desmentir y quedamos excluidos los dos.

Después de que colgué con Sandra entró una llamada de mi madre. Suspiré y respondí. He tratado de estar más disponible para mis padres. De todas formas la vida se ha vuelto más lenta.

—¡Hola ma! ¿dónde andas?

—En la casa ¿y tú?

—En la casa también.

No sé por qué ahora nos preguntábamos eso en vez de “cómo estás”. Mi madre quería revisar conmigo una vez más su plan de fuga. Sus nietos vivían del otro lado del Atlántico y para ella la existencia no valía la pena si no los veía crecer, así que estaba dispuesta a enfrentar los peligros. Yo prefería la actitud de mi padre, estoicamente encerrado en su departamento donde no dejaba entrar a nadie y quien jamás tomaría un avión en estas circunstancias. Tenía la suerte de contar con el carácter adecuado, el que hoy se considera heroico, uno donde se mezclaban el miedo, la misantropía y la resignación.

A ambos, madre y padre, los dejaba ser. Nada me indignaba tanto como la crueldad con que algunos de mis contemporáneos tenían a sus viejos encerrados bajo un régimen de vigilancia y terror. Les hacían las compras, iban a la farmacia en su lugar, paseaban al perro, tomaban sus riesgos pero también el aire y el sol que les correspondían. En nombre del amor les quitaban incluso el derecho a decidir por sí mismos.

Para su evasión, la estrategia principal de mi madre consistía en la compra de dos boletos separados, uno de México a Canadá y otro de Canadá a Francia, donde es ciudadana por parte de su familia materna. El problema era que nació en México y jamás tuvo una dirección postal en ese país.

—En Canadá les demostraré que solamente estoy de escala. Y en París les diré que sólo vengo de Canadá, donde no hay tanto virus —me explicó.

Viajar desde México en estas épocas no era sexy: teníamos el peor ranking en cuanto a muertos por millón y estábamos en plena hecatombe.

—Si me preguntan por qué vengo, contestaré que necesito ver a mis nietos o me muero —argumentó mi madre, como si para cualquiera representara un argumento lógico y causa de fuerza mayor. Le sugerí que mejor dijera que su hijo y nuera trabajaban de médicos, lo cual era verdad, y que necesitaban ayuda con los niños en esta emergencia. Eso no era tan cierto pues la llegada de mi madre representaba más desorden que auxilio.

—¡Tienes toda la razón! —exclamó—

—¿Ves? Qué bueno que te llamé.

Me telefoneaba demasiado, pero no discutí. Repasamos su idea de llevarse comida en un Tupper y consumirla cuando los demás pasajeros terminaran de comer. Debía evitar el momento de impudicia en que todos se bajaban el cubrebocas y mezclaban sus alientos. Aunque sabía que mi madre no podría resistir a una comida caliente en el avión, hice como que le creí y le deseé suerte en su arriesgada empresa.

Me enteré más tarde que su elaborada estrategia para cruzar las fronteras no sirvió. Había tanto caos, tantas reglas cambiantes que ni siquiera las autoridades lograban comprenderlas. En Canadá le exigieron un papel del que no había oído hablar. Se escabulló en cuanto los agentes que detenían a los pasajeros se veían casi arrollados por la masa que escapaba de un avión donde no cabía ni un alfiler. En Francia ignoraron su costosa prueba pcr y le hicieron in situ una prueba rápida de Covid-19 antes de dejarla pasar en calidad de ciudadana libre pues aún no empezaban los confinamientos obligatorios en hoteles. Desde Francia, mi madre contaba con tomar un tren para Bélgica como una francesa cualquiera. Tiró por el escusado sus boletos de avión hechos pedacitos, pero se encontró con la desagradable sorpresa de que el software de registro del tren ya tenía sus datos gracias a Google y arrojaba su itinerario desde México pasando por Canadá. Afortunadamente, a los belgas, ese día y a esa hora, no les importó. Lo que más le dolió fue el rechazo de sus conocidos en Europa, quienes condenaron unánimemente su llegada y se negaron a verla, tachándola de irresponsable. Estaban furiosos de que trajera cepas mexicanas del virus al viejo continente. “¡Está renaciendo el fascismo!”, me escribió al Whatsapp con el corazón herido por el rechazo. Tenía miedo de que la señalaran en sus redes sociales y que llegara el chisme hasta la universidad donde laboraba.

Había rasgos de totalitarismo en todas partes. Quienes obedecían al pie de la letra las indicaciones del gobierno se creían moralmente superiores y llamaban a la policía si veían que alguien saltaba las rejas de un parque cerrado por pandemia o si escuchaban alguna música de fiesta en las cercanías.

Verme con Sandra me alivió del estrés de las últimas semanas del año. Junto a su cuerpo grande de más de un metro ochenta me sentía protegida. Nos dijimos hola sin tocarnos y nos adentramos en el bosque frío. No se quitó el cubrebocas de estampado de jirafas ni yo me quité el mío porque resguardaba mi calor. Después de un rato de avanzar entre los árboles, maravilladas con la libertad de movernos al aire libre, Sandra propuso que saliéramos del camino. Trepamos una gran piedra recubierta de líquenes para fumarnos un toque. La novedad fue que sacó dos churros de su cajita de metal, uno para mí y uno para ella. Me aclaró que se había lavado las manos antes de forjarlos. Le hice notar que debió traer dos encendedores. No se dejó vencer por este error de planeación y colocó una botellita de gel antibacterial entre las dos, para sanitizarnos después de compartir el fuego.

Fumamos sentadas en nuestra piedra y luego nos pusimos a platicar. Nuestro aliento se condensaba a unos centímetros de nuestra cara; me sorprendía su materialidad blanca cargada de virus y bacterias. Hablamos de la salud de nuestros padres y de nuestros amigos, la situación en los hospitales, los negocios en quiebra como el de Sandra y el de miles de ciudadanos más, la violencia a la alza, los tiempos de vacas flacas.

Al filo de la conversación fue saliendo a la luz que Sandra había visto a muchas más personas de las que pretendía al teléfono. Para cada contacto humano, se sentía obligada a dar explicaciones. Había recibido a clientes en su cafetería con la cortina metálica cerrada.

—Es que si no, quiebro —argumentó.

—Ya no pierdas tiempo en justificarte, neta. Hacemos lo que podemos.

Yo ya le había confesado mi más reciente viaje con otras dos parejas. Rentamos una cabaña relativamente aislada, pero todo el tiempo cometíamos errores sanitarios. En una ida por víveres, por ejemplo, me adentré sin pensarlo en un bazar turístico abarrotado. Entre empujones me probé aretes y negocié precios, pagué, recibí cambio, pisé a alguien. Me acordé demasiado tarde de que estaba rompiendo las reglas del viaje y me sentí tan irresponsable que no se lo conté a ninguno de los que me esperaban en la cabaña. Supongo que ellos tampoco me relataban las imprudencias que cometían sin querer.

Reencendí mi toque y se lo pasé a Sandra sin recordar que no debía hacerlo. Ella tampoco recordó que no debía tomarlo y puso sus labios donde habían estado los míos y aspiró.

—No hacemos lo suficiente —dijo expulsando el humo con calma— Mira en Japón y Corea, ahí la gente obedece y no hay tantos muertos.

—GÜey, ¡en Japón la gente no se tocaba desde antes de la pandemia! No quieres vivir ahí.

Guardamos silencio, respirando hondo, mirando el vaho que seguía formando nuestro aliento caliente al mezclarse con el aire frío del bosque.

Cuando caminábamos de regreso hacia los coches, le pregunté si le contaría a su novio que nos habíamos visto.

—No sé. Está muy nervioso con su trabajo en la farmacéutica. Y con la muerte de su primo que no consiguió respirador.

—¡Pero no hemos hecho nada malo! —argumenté. Ambas salimos de nuestra casa por una puerta que da directo a la calle, nos metimos a un coche privado y ahora estamos al aire libre.

Ante los tribunales de la opinión pública ahora me la pasaba mentando mi vehículo “privado” que me conducía sin contactos de un lugar a otro. Antes de la pandemia, prefería ni mencionarlo. Pero aún así, no servía de gran cosa presumir mi coche, pues una persona que se ha quedado herméticamente encerrada en su casa jamás perdonará un encierro más laxo que el suyo. Ni quienes tuvieron que salir a trabajar perdonarán a quienes salieron por razones menos apremiantes. En general, era mejor no contar nada.

—Ya sé —concedió Sandra—. Pero no se puede razonar con Gerardo. Se enoja si las privilegiadas como nosotras salimos de casa.

—Pues entonces no se lo digas.

—¿Y tú le dirás a Arturo? —me preguntó a su vez.

—Creo que no, porque tenemos cena de Navidad con su madre. Debemos cuidarnos más que de costumbre.

—¿Cena Covid-19?

—Ajá. Pero es secreto, ¿eh?

Cerca de la salida, pasamos frente a los cobertizos donde servían las famosas quesadillas del Ajusco. Daban servicio a pesar del semáforo. Nos miramos: la mariguana nos había dado sed y reconocí, por fin, el brillito delincuente de siempre en los ojos de Sandra.

—¿Una chelita? —me arriesgué a preguntar.

—Pues ya qué—aceptó.

Escogimos una mesa esquinada. Cuando pedimos nuestras micheladas nos informaron que a causa de la ley seca únicamente podían servir “manzanita”, o sea: la cerveza sola en vaso.

—Ok. Dos manzanitas, por favor —dije en cuanto comprendí el subterfugio.

Mientras esperábamos nuestras cervezas disfrazadas de refresco de manzana le conté a Sandra que el changarro había cambiado de dueño recientemente porque habían asesinado al propietario anterior en la puerta de su casa. Vivía en una de las colonias que bordean la carretera que sube al Ajusco.

—¿Cuánto miedo le pueden tener al virus los que arriesgan la vida todos los días sólo por salir a la calle? —preguntó Sandra filosóficamente.

Chocamos nuestros vasos. Por la cantidad y calidad de la espuma era imposible que estas bebidas engañaran a nadie, y menos a algún policía. Su disfraz se parecía al nuestro, mujeres ordinarias que a veces hacían trampa, como todos, pero actuaban de ciudadanas responsables.

Es importante decir, queridos lectores, que les he mentido a lo largo de este texto. No mucho, pero sí lo suficiente como para deslindar responsabilidades. Mi madre, que mencioné aquí, no es mi madre. Yvette trabaja en una peluquería. Tampoco tengo una amiga Sandra: su modelo en la vida real mide un metro cincuenta. Ni siquiera fumo mariguana porque desde hace años me da paranoia. Cuando quiero atentar contra mi salud soy el tipo de señora que prende un cigarro.

Miento porque no sé si mi relato puede ser usado en mi contra, en la de mi familia, empleadores o amigos. En 2020 perdí la confianza de decir la neta sin antes cerciorarme de quién es mi audiencia. Sin embargo, les puedo asegurar que la verdad se parece a lo que narro, y ustedes lo saben. Todos nos disfrazamos un poco y basta con rascar el discurso responsable de cada uno de nosotros para que se resquebraje. Hay demasiada confusión entre lo que se debe de hacer y lo que no, entre lo que sirve y lo que no, entre lo que en realidad nos va a matar y lo que no.

Por eso, esto no es una crónica. Es una “manzanita”. ¡Salud!

Mi noche oscura del alma

Sergio Zurita

Sergio Zurita (Ciudad de México, 1971) es actor, dramaturgo y director de las obras: No te preocupes, Ojos Azules (2005); la trilogía Los hermosos gitanos (No sea payaso, doctor, Tiro de gracia y Huerta se despierta, 2011); y Antes de irme, el amor (2015). También dirigió Homero, Iliada de Alessandro Baricco; Placer o no ser, de José Joaquín Blanco y Jaime López; y Aullido, de Allen Ginsberg. Actuó en una adaptación de Carmina Narro del Misántropo de Molière e interpretó a Winston Churchill en 3 días en mayo. Entre sus libros están: Pareja o matrimonio, decida usted (2012), Irse o dejar ir. La pérdida amorosa (en coautoría con el psiquiatra Mario Zumaya, 2013), y Aquí asaltan (Cal y arena, 2018), una reunión de textos breves. Condujo el programa de radio Dispara, Margot, dispara de 2009 a 2020.

Si me despierto de noche, el dolor llega de inmediato. Punzante. Acabo de dormir 36 horas y quisiera dormir más, pero no puedo. Las sábanas, que antes me protegían de todo mal, se convierten en un pantano. Empapado de sudor, puedo sentir anguilas viscosas escurriéndose entre mis piernas y una plaga de insectos zumbando dentro y fuera de mis oídos.

Si despierto temprano —temprano, para mí, son las once de la mañana— el dolor espera a que caiga la tarde. Siempre llega puntual a la cita, así que se toma su tiempo para instalarse en mi pecho, poco a poco, lanzando pequeñas descargas, hasta que patea muy fuerte, para que se sepa quién manda. La pata es de una especie de cabra, pero en el golpe se puede percibir claramente la intención de lastimar.

En septiembre de 2020, en plena pandemia y de un día para otro, me quedé sin trabajo. Nunca me habían despedido. Mi trabajo era conducir un programa de radio. “Una radiodifusora, como cualquier otro negocio, tiene derecho a despedir a quien le plazca.” “A veces hay que tomar medidas drásticas.” “No le guardo rencor a nadie.” Racionalizaciones, mentiras. El despido me dolió muchísimo, pero decidí ignorar ese dolor, que creció y creció hasta convertirse en lo único que podía sentir. En lo único que puedo sentir. Así, en tiempo presente.

Mientras escribo esto, las descargas de dolor son constantes. Y escribo para ver si puedo encontrar una manera de hacer que se vayan. El primer paso, como ocurre con los ataques de pánico, ha sido aceptarlas. Luchar contra ellas sólo las hace más fuertes. Lo segundo fue ponerles nombre. Llamarlas “descargas” o “golpes de dolor” sirvió, pero únicamente estaba nombrando los síntomas. No era suficiente, porque la sensación es que estoy atrapado en un solo bloque de tiempo. Un bloque largo, mucho más largo que una hora o un día. Entonces vino a mi mente aquella frase: La noche oscura del alma.

La primera vez que la leí, fue en un libro-disco de David Lynch y Danger Mouse. Entendí el concepto de inmediato, sin ninguna explicación, y sentí que ya la había oído antes. Pero estoy seguro de que eso le pasa a todo el mundo. Para Carl Jung, hay lugares de la mente que nos son comunes a todos: el famoso inconsciente colectivo. La noche oscura del alma es uno de ellos. Winston Churchill tiene, entre sus grandes frases, una que dice: “Si estás atravesando el infierno, sigue caminando”. Ese infierno no es otro que la noche oscura del alma. Cuando supe que ahí es donde estoy, me tranquilicé un poco. Suena raro, lo sé, pero películas como El exorcista nos han enseñado que es preferible el horror de saber que tu hija está poseída por un demonio, que la agonía de no saber qué tiene.

Yo sé que estoy en la noche oscura del alma y sé que debo seguir caminando. Tener la imagen de Churchill, a quien interpreté en teatro hace unos años, recorriendo la misma ruta, me da un poco de paz. Pero nadie más que yo puede vivir mi vida ni transitar mi descenso a los infiernos.

Haber perdido el trabajo me hace sentir desamparado, como el niño de Los olvidados cuyo padre lo abandona en el mercado. Ya han pasado seis meses, no encuentro empleo y me estoy acabando mis ahorros poco a poco. Cuando pienso en eso, siento que los muros de mi casa, de la que casi no he salido a causa de la pandemia, se van cerrando y terminarán por emparedarme, enterrado vivo, pero de pie. Sin embargo, creo que no recorro la noche oscura del alma por haber perdido el trabajo. Ese acontecimiento sólo le abrió la puerta a algo más oscuro. Dice Jung: “Las personas hacen lo que sea, no importa lo absurdo, para evitar enfrentarse con su propia alma”. Y ese enfrentamiento con mi alma, según lo que he leído, es el propósito de esta noche oscura.

En su libro El héroe de las mil caras, Joseph Campbell demuestra que todos los héroes de todas las mitologías recorren el mismo camino y tropiezan con los mismos obstáculos hasta alcanzar su objetivo. Esto se debe, por supuesto, al inconsciente colectivo de Jung. Los superhéroes recorren el mismo camino, por eso nos gusta ver, una y otra vez, cómo fue que Peter Parker se convirtió en el Hombre Araña. Somos como niños, queremos que siempre se nos cuente la misma historia, porque esa historia resuena muy adentro de nosotros y reafirma nuestra identidad. A esa historia que se repite constantemente, en todo el mundo, Campbell la llamó “el viaje del héroe”.

En un texto llamado, precisamente, “La noche oscura del alma”, la psicoterapeuta Ascensión Belart dice que este via crucis “es un proceso necesario para aprender a vivir desde el alma y no desde la tiranía del ego, con menos certezas sobre las cosas y más en contacto con las intuiciones y las emociones. Hemos de rendirnos y dejar que el dolor nos pula, nos forje, purifique y transforme en su fuego alquímico”.

El texto de Belart es una gran herramienta. Una linterna para transitar por la oscuridad infernal. Lo fascinante es que su ensayo comienza con un epígrafe de Campbell y, párrafos más tarde, afirma que la noche oscura del alma es el viaje del héroe. Esto me pareció revelador. La noche oscura del alma es un descenso a los infiernos, y los héroes mitológicos que menciona Campbell, como Orfeo, Ulises y Eneas, literalmente descienden al inframundo.

Estuve leyendo frases de Campbell en internet, todas brillantes. Pero ésta me estremeció cuando la leí y me sacudió aún más mientras la transcribía: “Debemos estar dispuestos a librarnos de la vida que planeamos, para así tener la vida que nos está esperando”.

Mi noche oscura del alma comenzó cuando empecé a buscar trabajo. La gente dejó de tratarme como antes, cuando tenía un programa de radio exitoso. La mayoría, simplemente ha decidido ignorarme. Tengo decenas de whatsapps que se quedaron en visto. Nadie me devuelve las llamadas. Por lo visto, no me merezco ni un “ahorita no, Sergio. Esperemos un tiempo, cuando las cosas mejoren”. Hace mes y medio, alguien me llamó preguntando si podía reiniciar el programa “lo más pronto posible”. Incluso me dijo cuánto dinero iba a pagar. Me puse en contacto con mis compañeros y todos aceptaron volver. Le avisé a quien me llamó, pero no hubo ninguna respuesta. Nada.

El colmo llegó cuando contemplé la posibilidad de transmitir el programa en alguna plataforma digital. No tengo idea de cómo hacerlo, pero me recomendaron a alguien. Le llamé. Del otro lado de la línea se oía un joven emprendedor y entusiasta, que conocía mi programa. Se le ocurrieron decenas de ideas y quedamos en hablar unos días después para que me diera un presupuesto. Al día siguiente me dijo que él y su equipo ya estaban trabajando en mi asunto. Fue la última vez que supe de él. Puedo entender que no me llamen los que saben que busco trabajo, pero al joven emprendedor yo le iba a pagar y ni así se comunicó. Me siento como un leproso.

Cuando me quedé sin programa, existía la posibilidad de regresar al aire de inmediato en otra estación. Parecía casi un hecho, pero no fue así. Luego pasé por una etapa en la que me imaginaba al aire, de regreso, como si no hubiera pasado nada. Pero cuando abría la boca… Nada. No me salía ni una palabra. Vuelvo a la cita de Campbell que me estremece: “Debemos estar dispuestos a librarnos de la vida que planeamos, para así tener la vida que nos está esperando”.

El miedo recorre mi espalda mientras me pregunto: “¿Acaso debo renunciar para siempre a la radio?”. Durante casi dos décadas, frecuentemente era capaz de dejar que mi voz fluyera, de manera casi inconsciente. El resultado solía ser una ráfaga de ocurrencias y comentarios delirantes que, en un buen día, arrancaban carcajadas. Pero ahora vivimos en una época en la que todo puede ser usado en contra de uno. Lo he vivido. Y eso me quitó frescura. A partir de entonces me autocensuraba todo el tiempo, y después de hacer una broma, me obligaba a explicar que estaba bromeando. Eso me hacía sentir como muerto en vida. Amordazado por miedo a perder el trabajo. Ahora ya lo perdí. Vivo mi peor miedo, pero no estoy muerto. Si lo estuviera, no podría sentir tanto dolor.

¿Qué será eso a lo que debo renunciar? Tengo una vida extraña. En el invierno voy a cumplir 50 años y no tengo hijos. Jamás he tenido una pareja que dure más de tres años y las fotos en mi casa son de Bob Dylan y Bruce Springsteen. Esos son mis seres queridos. Vivo en un laberinto de discos y libros. El resto de mi dinero se va, o se iba, en conciertos de rock. También voy, o iba, a Nueva York y a Londres a ver teatro. He ido solo y acompañado. Y la verdad es que solo se está mejor. Me asusta pensar que la vida de la que habla Campbell, ésa que me está esperando, me haga renunciar a todo eso. ¿Debo tomar la ausencia mundial de conciertos y teatro como una señal de que ya fue suficiente?

Dice Campbell que “el infierno es la vida secándose. Al acumulador, al que en nosotros quiere quedarse, aferrarse, debemos matarlo”. Yo, sin duda, soy un acumulador. ¿Debo dejar de serlo? No lo sé. Por lo pronto, tengo una certeza: estoy vivo. Y sigo caminando en el infierno, siguiendo las huellas de Churchill en mi noche oscura del alma.

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