Kitabı oku: «Repensar la antropología mexicana del siglo XXI», sayfa 7
En la ciudad ese proceso se vuelve sumamente complejo. Las características de las ciudades hacen difícil que las personas se “visibilicen”, que cualquier habitante permita ser abordado para “conversar” con un extraño; la lógica laboral restringe el acercamiento durante las horas de trabajo; merodear por un pueblo urbano, un barrio o una colonia genera reacciones de incomodidad o de sospecha, particularmente con los índices de inseguridad y violencia que se ha desatado en México en las últimas décadas; los ritmos de la vida urbana no dan margen a “perder el tiempo”. En la ciudad se tiene que “estar allí” para algo. Llama mi atención, particularmente en los últimos dos trabajos de campo realizados con alumnos de licenciatura y posgrado de la UAM-I, que los estudiantes narran cómo durante el trabajo de campo tienen que incorporarse a alguń labor con sus informantes: hacer un video, transcribirles cintas, organizar información en alguna biblioteca, organizar talleres con la gente de los lugares en donde trabajan, entre otras actividades. ¿Es ésta una forma de ajuste de la observación participante? ¿De qué manera incide en la información obtenida?
En mi propia experiencia como investigadora (particularmente en los dos últimos trabajos de campo, uno en el pueblo de San Pablo Chimalpa, y otro en la colonia La Malinche, ambos en la Ciudad de México), he tenido que enfrentar —junto con mi colega Cristina Sánchez Mejorada— el “devolverles algo” a los habitantes de esas localidades. En el primer caso fue un libro que narraba la historia del pueblo e incluía algunos de los testimonios recibidos; y el segundo fue un video sobre las memorias de las luchas urbanas pretéritas para visualizar el movimiento urbano de lucha contra la Supervía Poniente. El propio proceso de “devolución”, que implicó otro nivel de diálogo reflexivo con los habitantes de dichas colectividades, generó nuevas informaciones y nos permitió entender dinámicas locales —como el manejo de las relaciones de género, relaciones de poder local, la construcción de las miradas sobre sí mismos a partir de la mirada del investigador, entre otros aspectos— que de otra manera no hubiésemos podido observar.
Otro aspecto importante de ese “estar allí” tiene que ver con la posibilidad de incorporarse a la cotidianidad urbanita, lo cual se ha dificultado mucho: resulta difícil encontrar una vivienda en el lugar de estudio ya sea por la escases o por el costo; la desconfianza impide muchas veces que podamos vivir con las familias del lugar; de allí que dependemos del ir y venir entre el lugar que investigamos y nuestro lugar de residencia, perdiéndonos de muchos momentos cotidianos de convivencia y de observación más profunda. Para acceder a un lugar urbano, generalmente debemos entonces articularnos o con sujetos específicos que habitan esos espacios para que nos permitan construir nuestro efímero lugar de investigador o ir cobijados por alguna institución.
Mientras que en las comunidades rurales hay
[…] un lugar social definido para el investigador, que justifica su actitud diletante aparejada a la curiosidad del forastero, en los espacios urbanos esa actitud no encuentra una justificación directa: allí se va a trabajar y no a mirar ni a curiosear mientras la gente trabaja […] la institución urbana no admite forasteros (Cruces y Díaz de Rada, 2011:140).
¿Estamos entonces condenados a trabajos fragmentados y de po co alcance? Considero que como resultado de estas nuevas condiciones el trabajo de campo urbano requiere de estancias más prolongadas que nos permitan profundizar sobre cuestiones que serían más accesibles si viviéramos en el lugar como hicieron los antropólogos históricos. El ir y venir, por un lado, nos da cierta flexiblilidad en los tiempos de “estar allí” y hacer observaciones, pero, por otro, nos com plica la manera en que construimos nuestro lugar y en cómo estable cemos las relaciones reflexivas y afectivas frente a la comunidad. Esto nos obliga a imaginar nuevos modos de construir totalidades a partir de fragmentos, flujos y mezclas (Cruces, 2003), nuevas maneras de aproximarnos a la realidad circundante:
La hibridación artística, el viaje, el montaje cinematográfico, el collage plástico, el diálogo literario, la sintonía musical y la escena teatral son algunos de los modelos de composición etnográfica que inspiran modos recientes de hacer etnografía, estrategias de totalización alternativas a los supuestos clásicos de la “cultura”, la “sociedad” y la “comunidad” (Cruces, 2003:168).
En este marco, no podemos dejar de hablar —aunque sea brevemente— de una de las condiciones que han marcado el trabajo de campo en nuestro país en las últimas décadas: la inseguridad y la violencia.9 En general en América Latina y muy particularmente en México, la corrupción, la impunidad, la extensión del crimen organizado y la violencia en todas sus formas, están incidiendo en la manera de hacer trabajo de campo, en las temáticas que se eligen y en la validación de la información obtenida. Hace años, un alumno de la UAM presentó una excelente tesis sobre el narcomenudeo en la colonia donde habita ba. Al concluir la lectura del trabajo, los asesores nos quedamos muy preocupados porque utilizó los nombres reales tanto de las personas como de los lugares de trabajo. Cambiar toda la nomenclatura utilizada ¿implicaba que el trabajo científico se desdibujaba? ¿Estaba haciendo una suerte de “ciencia ficción”? ¿Cómo se pueden validar los datos en temáticas de este orden? ¿Podemos pasar de la observación a la deconstrucción de la violencia como propone Myriam Jimeno? (Jimeno, 2018).
En torno al binomio seguridad/inseguridad y las prácticas que de alguna manera favorecen al trabajo de campo antropológico, encontramos diversas reflexiones y propuestas. De ellas llamó mi atención la que hace Susann Vallentin Hjoth Boisen (2018), quien propone dos estrategias para mitigar algunos de los riesgos a los que nos sometemos durante el trabajo de campo: la estrategia de aceptación y la estrategia etnográfica. Ambas forman parte del quehacer antropológico, sin embargo, aquí son analizadas como vías para mitigar el riesgo. La primera se refiere a la aceptación de la comunidad hacia el investigador, o la construcción del rapport:
En mi opinión, en la antropología, una estrategia de seguridad basada en la aceptación debe, idealmente, aparecer como otro subproduc to del rapport desarrollado en el trabajo de campo. Creo que quizaś éste sea uno de los principales recursos para la seguridad del etnógrafo en escenarios complejos (Vallentin, 2018:75).
Esto lo va a relacionar con la vigilancia del proceso de identificaciones o los roles que las comunidades les asignan a los investigadores, particularmente de aquellos que pueden ser percibidos como amenazantes para los sujetos de investigación. Tal como lo desarrollaremos más adelante, ello implica una posición clara del lugar que ocupa el investigador, y el carácter de nuestro trabajo, en donde la confianza y el respeto entre ambas partes es la clave para la protección.
La segunda implica que la propia información que obtenemos en campo nos puede ser útil para ubicar dónde hay peligro tanto del entorno natural como de la inseguridad social.
En este sentido, convie ne estudiar y aprender los mecanismos que usa la gente en el escenario para aminorar los riesgos del día a día. Esto puede enseñar al investigador mucho sobre cómo sobrevivir en el escenario (Vallentin, 2018:76).
Resulta paradójico que, al tiempo que se abren nuevos campos temáticos y profundas reflexiones éticas y metodológicas, se cierran otros por la imposibilidad de acercarnos a ellos. Esto nos obliga a trabajar ciertos temas y en ciertas regiones del país desde una perspectiva periférica (Maldonado, 2018:545), deshilvanando dos tipos de experiencias: la académica y la vital.
Con esta idea de lo que se abre y lo que se cierra para la antropología en las condiciones actuales, es indispensable hablar de un nuevo ámbito de investigación que justamente abre horizontes en la realización de algunas investigaciones antropológicas: la etnografía digital. Desde finales de los años noventa el internet y las redes so ciales tomaron un papel relevante en la vida de miles —y ahora de millones— de personas. Las plataformas digitales se han constituido en espacios de comunicación, interacción y so cialización en donde se genera una cantidad inimaginable de información.
Actualmente hay algunos temas para los cuales “el trabajo de campo digital” puede ser una herramienta interesante para complementar otras fuentes de información ya que en dichas redes se han generado espacios especializados en temáticas diversas.10 Esta herramienta tiene la bondad de que se puede acceder a una información amplísima y de un relativo fácil acceso, pero encuentro algunos problemas que tendremos que enfrentar en la medida en que su uso se vaya generalizando. Un primer aspecto tiene que ver con la experiencia en el espacio y el tiempo, en donde lo que experimenta el usuario sufre un proceso de desfase frente a lo que experimenta el investigador. El fenómeno de la virtualidad está modificando la concepción de estos dos parámetros culturales fundamentales (tiempo-espacio). En el uso de lo digital se elimina la interrelación “cara a cara” en el proceso de investigación. Esto conlleva la pérdida de un conjunto de otras informaciones que los sujetos nos brindan cuando la entrevista es presencial: gestos, afectos, diálogos, correcciones de la información, desvíos en los temas tratados (que también son datos importantes), silencios evidentes, repeticiones, etc. Otro aspecto que requeriría una amplia reflexión es la validación de la información. Frecuentemente las redes sociales se constituyen en ámbitos de “construcción” o de invención no sólo de los perfiles de los usuarios, sino de la realidad misma. ¿Cómo constatar que la información recabada es fidedigna? ¿Cómo se validan los datos? ¿Cómo pasar de las opiniones de los usuarios a la construcción del dato antropológico? Trabajar con estas herramientas implica un reto metodológico que todavía no se explora lo suficiente dado que es un campo relativamente nuevo, por lo menos en México. Sin embargo, tendencialmente se puede constituir en un elemento clave para investigaciones futuras.
LA POSICIÓN DEL INVESTIGADOR Y LA RELACIÓN CON LA POSICIÓN DEL SUJETO DE INVESTIGACIÓN
La relación entre el investigador y los sujetos investigados se vincula con lo que se ha delineado someramente en las páginas anteriores: la construcción del lugar desde dónde el investigador realiza la investigación. Este aspecto es fundamental ya que la ubicación de éste determinará el resultado de la misma. Esto porque el lugar desde don de se observa (en el sentido más amplio) establece las posibilidades de lo que se mira, y que tanto abarca esa mirada. Por ello es fundamental te ner claramente delimitada —tanto para el propio investigador como para los sujetos de la investigación— dicha posición.
De hecho, la información que te brinda un informante no parte sólo de él como sujeto —de lo que sabe o de sus recuerdos—. Lo que un informante te dice está en estrecha relación con el cómo te ve como investigador y al vínculo que estableces con él. En ese sentido, la información obtenida en campo, se da a partir de un proceso de diá lo go y reflexividad (Guber, 2004) entre el investigador y el sujeto in vestigado, en donde entrarán en juego elementos de diverso orden, obviamente unos tendrán que ver con los informantes y otros se podrán adjudicar al investigador.
Con respecto a la mirada del informante, un elemento fundamental son las fantasías que generan nuestra presencia y la manera en que ese otro construye la imagen que tiene de nosotros. La antropóloga argentina Esther Hermitte (2018) narra su llegada al pueblo de Pinola en Chiapas, y la manera en cómo la percibieron en un primero momento, en donde se le atribuyeron varias definiciones: ser una bruja, ser un hombre disfrazado de mujer, una misionera protestante, una agente forestal, o una espía del gobierno federal.
En mi estadía en la Mazateca, al llegar, se nos preguntó si éramos comunistas, para después definirnos como maestros. En estos casos, el contraste cultural permite al informante ubicarnos en función de sus referentes y del contexto histórico y social en que vive. Sin embargo, una parte importante de nuestro quehacer en ese primer momento de campo es romper con las fantasías generadas y delinear, junto con el otro la imagen que realmente queremos se tenga de nosotros. Este relativo “desmantelamiento” de las fantasías del otro, no está bajo el control pleno del investigador. Dependerá de factores como el contexto social y político del informante, la relación que se establece con el investigador, la información previa de unos y otros, las prenociones que emergen de esa relación, etc. Es decir, como la relación entre investigador/sujeto de investigación es relacional, el diálogo entre ambos permite hasta cierto punto orientar al entrevistado en esta construcción. Ante la pregunta ¿usted quién es y a qué viene?, la posibilidad de que la respuesta se “sincronice” con la posición del investigador, no siempre se da. Una misma respuesta por parte del investigador puede tener diversas interpretaciones desde los ojos del entrevistado. Al final el investigador se tiene que preguntar cómo lo concibe el otro, en qué lugar lo coloca, porque la información que se obtenga tendrá que ver con ello y se puede constituir en parte de la información empírica misma y en un dato valioso para la investigación.
¿Cómo se construye e interpreta la presencia del investigador cuando no hay una distancia cultural amplia como en el caso urbano? Considero que hay por lo menos dos elementos que marcan esta construcción/interpretación: el contexto social en el que se trabaja y la temática que se busca explorar.
El contexto social está definido por las categorías de etnia y clase. No será la misma percepción la que tenga una mujer indígena que habita la ciudad, a la de una mujer perteneciente a un grupo popular urbano o a una de clase alta. La posición del antropólogo se “mueve” en relación a la posición del entrevistado. En 2006, en el marco de un proyecto sobre consumo urbano, hice entrevistas a seis mujeres y a un hombre de clase alta, todos profesionistas vinculados a la iniciativa privada, con altos niveles de ingresos y de consumo. Mi ubicación como profesora universitaria o académica tuvo un efecto distinto al que había vivido en trabajos de campo anteriores tanto con indígenas como con habitantes urbanos de sectores populares. Lo que en los grupos populares o indígenas es un elemento de “prestigio” —el ser maestro— en los grupos de clase alta no lo es tanto. La valoración tiende a ser más por el nivel de ingresos que por la postura frente al conocimiento, y obviamente un profesor universitario no clasifica como alguien con altos ingresos. Particularmente les costó trabajo entender por qué una antropóloga de universidad pública estaba interesada en un tema tan económico o sociológico como el del consumo, ya que en el imaginario social, un antropólogo se dedica o a las pirámides o a los indios.
El otro aspecto que pocas veces se toma en cuenta cuando analizamos la práctica antropológica en campo es el investigador mismo. Aquí entran en juego varias dimensiones distinguibles que producen información diferenciable: desde luego está el plano institucional. Es muy distinto entrar a una comunidad como profesor o estudiante universitario que como parte de alguna instancia de gobierno o de la iniciativa privada. Pero también juega un papel central el momento de vida del investigador ya que no sólo impacta en la manera en que mira a la comunidad, sino también en la manera en que la comunidad lo mira a él, incidiendo en el tipo de información que se puede obtener. Género, generación, etnia, clase y nacionalidad son factores que debemos incluir en nuestra reflexión metodológica. No es lo mismo lo que ve una persona joven a lo que ve una con mayor edad, o lo que percibe un extranjero frente a los problemas que se plantea un investigador sobre su propia realidad. Así, la condición identitaria del investigador, atravesada por los intereses temáticos y teóricos de su investigación va constituyendo el escenario básico de la investigación. Por ejemplo, una alumna joven (de menos de 35 años) sin hijos, interesada en cuestiones de maternidad y cuidado infantil entrevistó a mujeres indígenas mayores que ella. En un momento de la investigación se sintió empantanada, porque no lograba las respuestas que bus caba. Una señora le comentó —en sus términos— que en ese grupo social, ella ya tendría que tener hijos, y que esa condición de mujer sol tera la inhibía para contarle cuestiones más personales, pues ella no sabía lo que era parir. Esta situación obligó a la alumna a modificar su mirada sobre el problema de investigación inicialmente propuesto y a ubicarse de manera distinta sobre su problema de investigación.
Asimismo, hay temáticas que sólo las pueden desarrollar extranjeros, ya que los nacionales los viven sin extrañamiento alguno. El trabajo de Angela Giglia (italiana) y Emilio Duhau (argentino) sobre el desorden urbano en la Ciudad de México, difícilmente lo habría po-dido observar un antropólogo mexicano para quien ese “desorden” es una situación evidente e incuestionable de su realidad cotidiana (Duhau y Giglia, 2008).
En este sentido, podemos decir que tanto la biografía del investigador como los intereses de investigación necesariamente determinan no sólo lo que miramos, sino también cómo nos miran.
Coincido con Francisco Cruces (2003) cuando plantea que el trabajo de campo etnográfico es:
[…] un proceso de incesantes idas y venidas desde la experiencia vivida al papel escrito, de la observación a la entrevista, de la entrevista al diario, del diario al texto etnográfico, y vuelta a empezar. Así se dibuja un modus operandi cuyos rasgos distintivos frente a otros metodos de las ciencias sociales podemos identificar por: a) la instrumentalización de las relaciones sociales sobre el terreno (una involucración de las personas que incluye la del propio etnógrafo como medio de construcción de conocimiento); b) la importancia del punto de vista local (la etnografía es siempre un modo de conocimiento situado); c) la sensibilidad al contexto, y d) la imbricación simultánea de diferentes niveles de realidad (Cruces, 2003:162).
En este sentido, aunque podamos compartir un hábitat con los infor mantes —ya que en el caso urbano vivimos en una misma ciudad— no necesariamente compartimos formas de hacer, de pensar, de vivir. En el caso de grupos sociales muy distantes para el investigador esta dis tancia resulta obvia.
Sin embargo, en el mundo globalizado en el que vivimos hoy, aun cuando no compartamos visiones similares, podemos encontrar una suerte de “puentes conectantes” entre los informantes y el investigador: por ejemplo, cuando hicimos trabajo de campo en la colonia La Malinche, varios de los participantes en la lucha en contra de la Supervía, habían cursado estudios universitarios. Abogados, arquitectos, ingenieros y hasta antropólogos fueron nuestros informantes. Esto modifica las fronteras entre el adentro/el afuera de la investigación.
[…] el ejercicio de una antropología en casa (sea cual sea el sentido que queramos atribuir al término “estar en casa”) imposibilita separar analíticamente ambos lenguajes (o, mejor dicho, los tres lenguajes: el lenguaje objeto del nativo, el lenguaje propio del antropólogo y el tercer lenguaje de la teoría antropológica). ¿En qué medida puedo considerarme nativo y en qué medida soy experto cuando estudio las fiestas de mi ciudad, una manifestación de protesta, un concierto de rock, una unidad hospitalaria? No se trata ya, en los términos en que alguna vez se planteó, de la banal discusión entre etnógrafos de fuera y de dentro —de la posibilidad de que los nativos ejerzan como “antropólogos de sí mismos”, o de las virtudes relativas a cada una de estas posiciones—. Ese planteamiento es equívoco porque sigue tomando las posiciones de insider-outsider como inamovibles y dadas, como si trazaran una frontera siempre bien delimitada y estable. El problema, al menos en la antropología urbana en contextos modernizados, es que esa línea es sutil y mudable. Las barreras entre dentrofuera poseen múltiples niveles y se desplazan permanentemente. Uno puede ser “colega” para un grupo de rockeros, “técnico cultural” ante un organizador de fiestas, “padre” para una enfermera de neonatos. O puede ser un completo extraño para todos ellos, con independencia de su origen, lengua y nacionalidad (Cruces, 2003:173).
George Devereux (1983) en su ya clásico libro De la ansiedad al método en las ciencias del comportamiento plantea que el trabajo de investigación nos habla más del investigador que de lo investigado, mostrando cómo esta relación entre investigador/sujeto de investigación obliga a que el investigador no sólo mire al otro sino que se mire a sí mismo en el proceso y esa observación se constituya en parte de los datos construidos:
[…] el sujeto más capaz de manifestar un comportamiento científicamente utilizable es el mismo observador. Esto significa que un experimento con ratas, una excursión antropológica o un psicoanálisis contribuyen más a la comprensión del comportamiento si se ven como fuente de información acerca del psicólogo de animales, el antropólogo o el psicoanalista que si se consideran tan sólo una fuente acerca de las ratas, los primitivos o los pacientes (Devereux, 1983:22).
Aquí aparece un aspecto casi nunca explicitado: la dimensión afectiva del trabajo de campo. A diferencia de las ratas que observa un psicólogo animal, los antropólogos observamos a seres humanos iguales a nosotros, que nos responden, nos cuestionan y nos obligan a la autoreflexión.
La reflexividad que argumenta Rosana Guber pasa por una dinámica afectiva presente en toda relación humana. La angustia que nos provoca el primer encuentro, los lazos afectivos que se construyen, las animadversiones que surgen, etc., son el telón de fondo del trabajo etnográfico, pero es un fondo no explícito aunque determinante en los resultados.11
Este ejemplo nos lleva a un tercer aspecto relevante: la construcción del dato, su interpretación y su validación.