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De las tierras y su gente: geografía, naturaleza y población

Desde el siglo XVI, Yucatán fue una tierra doble, bicéfala. Un espacio que se desdoblaba en dos proyectos contrapuestos divididos por una frontera fluctuante, aunque claramente observable22. Por un lado, el proyecto hispano de colonización se asentó firmemente en el norte y noroeste de la península, con tres ciudades como polos de concentración (Mérida, Campeche y Valladolid); por el otro, la costa oriental y el sur se configuraron como espacios de emancipación heterogéneos, de libertad, que albergaban indios huidos (pudzanes), pero también grupos mayas que no habían sido conquistados —como los itzáes, los cehaches, los chanes, los canules, lacandones, mopanes, entre otros (Bracamonte y Sosa, 2001; Rocher Salas, 2014, p. 48)—. Esta era la montaña, aunque la montaña en sí misma era diversa.

Rocher Salas analiza cómo fue cambiando el nombre de este espacio en las fuentes coloniales. En el siglo XVI, se hablaba de montes, nombre que poco a poco se deslizó hacia montañas (en plural); ya en el XVII surgió el nombre de desierto, que enfatizaba tanto la idea de despoblado23 (de españoles) como de vacío (de autoridad colonial); finalmente, se homogeneizó el espacio en el concepto de la montaña (Macías Zapata, 2004, p. 11). Es importante rescatar el vocablo montañas, en plural, pues es posible detectar hasta tres regiones dentro de este espacio: 1) el Monte, que corresponde a toda la faja de la costa oriental y que fue un área mayoritariamente de pudzanes, de pequeñas rancherías desperdigadas por la costa, desde Cabo Catoche hasta Bacalar, incluyendo las islas; 2) la Montaña, al sur de la provincia de Yucatán, donde convivían grupos de indios pudzanes y autónomos; 3) la Montaña Alta, correspondiente a la parte más lejana del centro de poder e influencia colonial, donde aún persistían grupos libres como los itzáes en el Petén.

Dos factores fueron fundamentales en la configuración de estas dos grandes áreas: la lejanía y la naturaleza. Distintos autores coinciden en señalar la lejanía de esta zona (sobre todo la del sur), a medio camino de los centros de poder e influencia tanto de la provincia de Yucatán como de la provincia de Guatemala. Esta lejanía resultó relevante en tanto que dificultó el asentamiento de población española, tanto civil como religiosa, para controlar el área. Bacalar funcionó como población de confines, la avanzada en la frontera colonial24. Resulta significativo comparar la población española, en 1605, de esta villa (23 vecinos), con la de los centros de mayor influencia como Mérida (400 vecinos), Campeche (300 vecinos) y Valladolid (150 vecinos). Esta diferencia demográfica muestra la dificultad de establecer población española para hacer avanzar la frontera colonial. En este sentido, resulta significativa la acción emprendida por el gobernador Antonio de Figueroa y Silva, en 1727, al traer 200 familias de las islas Canarias para remediar el despoblamiento de Bacalar (Vázquez Barke, 2014, pp. 334-338). Es importante aclarar que la lejanía de Bacalar no es sinónimo de aislamiento, pues esta villa estaba en medio de una vía comercial hispana, además del tránsito constante de mayas desde la provincia de Yucatán hacia Tipú y el Petén.

Emparejadas a la lejanía, las desbordantes flora y fauna tropicales del sur y del oriente constituyeron una carta a favor de los mayas, al funcionar como una especie de barrera natural que, en cierta forma, limitaba y dificultaba el tránsito español hacia la región25. Es altamente significativo, por ejemplo, que los viajes a Bacalar por tierra solo se podían hacer entre abril y mayo, pues los caminos permanecían anegados la mayor parte del año (Espinosa Sánchez, 2011a, p. 85). La selva tupida, las aguadas, los pantanos, las lagunas, los ríos, los deficientes caminos, las bestias y los animales ponzoñosos, la humedad y el calor, las enfermedades: por todo ello, “la selva impenetrable era la aliada natural de los fugitivos” (Vázquez Barke, 2012, p. 72). Diversos autores coinciden en que estas áreas —no solo selváticas, sino también las ciénegas y las costas— fueron espacios de libertad para los fugitivos (Bracamonte y Sosa, 2004, p. 61; Bracamonte y Sosa y Solís Robledo, 2006, p. 487; Conover Blancas, 2013, p. 58). En este contexto, la selva funcionó como una frontera en el sureste de la Nueva España (Gerhard, 1991, p. 7), al igual que en otros emplazamientos tropicales como las tierras bajas de la Audiencia de Quito (Hernández Asensio, 2004).

Para ejemplificar el papel que jugaban la lejanía y el entorno natural en el tránsito hacia los pueblos de frontera, viene a cuenta el caso del provincial franciscano yucateco fray Thomé de Arenas, quien el 8 de agosto de 1573, en un estira y afloja con el gobernador de Yucatán, Diego de Santillán, respecto al envío de dos religiosos de la orden a la isla de Cozumel, advertía que “era público y notorio el peligro del viaje a la isla por estar muy lejos de la ciudad y villas de los españoles de la provincia […], [además de] ser ‘frontera de franceses luteranos y corsarios...’” [las cursivas son mías] (Bra­camonte y Sosa y Solís Robledo, 2006, p. 467). Otro caso fue el del obispo Diego Vázquez de Mercado, quien el 12 de diciembre de 1605 escribió un informe al rey sobre su visita a la región de Bacalar, donde señalaba lo siguiente: “Aquella provincia [Bacalar] es muy apartada de esta [Valladolid] y el camino muy trabajoso y que no se puede andar si no es en dos o tres meses del año —que es marzo, abril y mayo— y tiene un despoblado de cinco o seis jornadas y todo montuoso y cenagales26”.

Así, la lejanía y la naturaleza tropical fueron dos factores fundamentales de carácter geográfico en la configuración del espacio colonial hispano y de la región de emancipación maya. Como consecuencia de lo anterior, sumado muchas veces al desinterés de los colonos y de la Corona, se añadió la dificultad de poblar sitios retirados como la villa de Bacalar.

Resistencia indígena: idolatría, huida y rebelión

Resistir: del latín resistere. Resistir: “Oponerse a la acción o violencia de alguna cosa, y defenderse de ella”, señala el DA. Fue esta resistencia la que constantemente los mayas de algunas provincias opusieron a los conquistadores y colonos españoles. Considero que la resistencia es una variable primordial para comprender la fluidez de población, ocasionada tanto por la huida de los indios como por la fluctuación de la frontera a través de las rebeliones indígenas que, muchas veces, la hacían retroceder, específicamente en la disputa por la región de Bacalar27, como se aprecia con el despoblamiento español de dicho enclave en 1696 y la reubicación de su población en Chichanhá (Espinosa Sánchez 2011a, p. 86; Checa-Artasu, 2011, p. 132).

El área de la montaña, pero sobre todo la costa oriental, fue especialmente reacia y belicosa ante el dominio español desde los primeros intentos de conquista, emprendidos por Dávila, hasta la dominación parcial llevada a cabo por los hermanos Pacheco (Gaspar y Melchor). En el área de Bacalar-Uaymil, Chetemal y Tipú podemos ver la resistencia indígena ante la imposición del sistema colonial desde fechas tempranas; esta se prolonga durante los siglos XVI y XVII a través de diversos levantamientos (Tabla 1).

Tabla 1. Resistencia activa y levantamientos de indios en Bacalar y Tipú


Fuente: Elaboración propia con base en Bracamonte y Sosa (2004, pp. 55-56) y Quezada (2001, pp. 87-90).

Grant D. Jones propone un enfoque integrado para ver en su conjunto la resistencia en el periodo de la Conquista y durante la implantación y consolidación del sistema colonial (Macías Richard, 2006, p. 206). Esta visión permite establecer paralelismos y continuidades en los mecanismos de resistencia activa. En este apartado me propongo revisar algunas características de la resistencia indígena, tanto activa como pasiva, desde el periodo de la Conquista hasta el colonial.

En la segunda entrada de Alonso Dávila, este fundó Villa Real, en Chetemal, sitio abandonado por sus pobladores en una huida hacia la selva y otras poblaciones (Chequitaquil), como el mismo Dávila menciona en su informe al rey Carlos I:

e después que todos fuimos juntos señor una villa en este dicho asiento se llamó Villa Real/ en la cual después de haber estado en ella obra de dos meses supe por información de indios que el señor de Chetemal con otros sus valedores se había hecho fuerte en un pueblo que se decía Chequitaquil y que de allí quería venir a darnos guerra a la villa28.

Esta estrategia de huida provisional se volvería recurrente en los pueblos del corredor Campeche-Chetemal. A esta huida temporal se suma la estrategia defensiva de construir albarradas de madera que los conquistadores ya habían observado en el despoblado Chetemal y que se repitió en otros pueblos como Mazanahao. Dávila lo describe así:

con veinte hombres fui a Mazanahao que es pueblo por do ellos había[n] pasado y hallé que la tierra estaba alzada / e los caminos y vados de que me espanté mucho porque pensé que estaban en paz […] un guía indio que nos avisó que [¿allá?] tenían los señores de Mazanahao e otros pueblos de aquella provincia albarradas muy fuertes hechas de madera y nos estaban esperando para nos matar en ella29.

Ante los intentos de Dávila por establecer un acercamiento pacífico con los pobladores de Chetemal, estos respondieron que “no querían venir sino que antes querían guerra y que las gallinas nos darían en las lanzas y el maíz en las flechas30”.

Tras la aparente conquista, esta siempre permaneció inconclusa entre los pueblos mayas por diversos motivos, como ha señalado Bracamonte y Sosa (2001). Una de estas formas fue en un sentido “pasivo”, pero fundamental en tanto que no se completó el proceso de aculturación de los mayas, pues estos seguían practicando sus ritos antiguos a pesar de cumplir exteriormente con lo mandado por el culto católico. Esta resistencia a la aculturación, a través de la preservación de prácticas culturales y de la organización social de los mayas asentados en pueblos de indios coloniales, permitió la continuidad del contacto con los mayas libres de la montaña; es decir, la posibilidad siempre abierta de poder vincularse y tejer lazos con los indios gentiles y pudzanes en la región de emancipación y de integrarse a esa área en caso de ser necesario a través de lo que se conoció como ranchearse (Vázquez Barké, 2012, p. 75), una categoría cultural para mostrar la resistencia de las poblaciones dominadas con resonancias y conexiones submarinas con el cimarronaje caribeño, una de las tantas formas en que la isla de Benítez Rojo se repite y cambia.

Es vital recalcar que la huida fue un mecanismo de resistencia activa, ya fuese efectivamente llevada a la práctica o como “moneda para la negociación [con los españoles]. Sugerir, amagar o amenazar con la evasión a la montaña se constituyó en un poderoso argumento para disuadir a […] cargar en exceso a los pueblos de indios” (Rocher Salas, 2014, p. 54).

Ahora bien, ¿cuáles fueron las razones de la huida? La imposición y el incremento en las cargas de explotación económica, representada por el pago de tributo, el repartimiento, el trabajo compulsivo y la limosna. Sin embargo, esta no fue la causa única; otro factor fue el aumento de control sobre las prácticas culturales que los mayas llevaban a cabo en los pueblos de indios (las llamadas idolatrías por los hispanos), así como la reducción de su autonomía política y vinculación étnica. Otras razones fueron el incumplimiento de promesas por parte de los administradores coloniales (como la exención de tributos por un determinado periodo) o los movimientos de población por las congregaciones y reducciones, rompiendo así el importante vínculo de los mayas con la tierra (Vázquez Barke, 2014, pp. 332-333; Bracamonte y Sosa, 2003). Por último, y no menos importante, las plagas, las sequías, las malas cosechas, las enfermedades, fueron factores medioambientales determinantes, “pues los montes brindaban a los mayas la posibilidad de conseguir alimentos” (Vázquez Barke, 2012, p. 66).

Como ejemplo de lo anterior, es interesante leer las palabras de la relación que Diego de Contreras, encomendero de Nabalam, Tahcabo y Cozumel, dirigió al rey el 23 de marzo de 1579, en relación con el despoblamiento de indios, donde aparecen varias de las causas mencionadas:

La tierra y los pueblos de esta Gobernación han venido en mucha disminución, y los indios viejos me han dicho y certificado que la causa principal porque han venido a tanta disminución ha sido porque dicen que los frailes de la orden de San Francisco, de que hay monasterios en esta provincia, los sacaban de sus asientos viejos y poblaciones antiguas [congregaciones] que tenían a donde vivían a su contento, y los han pasado y mudado en otros asientos no a su contento y de temples diferentes a sus complexiones; y que han hecho los dichos religiosos muchos edificios y monasterios en los pueblos de ellos […] a causa de lo cual, del cargar de las piedras grandes y maderos y tablazón y otras cosas, ha sido de mucha falta de ellos, y, además de esto, ahora de poco tiempo a esta parte se beneficia una granjería de añil que se hace con los indios, que si Su Majestad no lo prohíbe y manda que no se haga, de hoy en veinte años entiendo que no habrá indios en esta tierra [las cursivas son mías] (De la Garza, 1983, pp. 185-186)31.

En el escrito de Diego de Contreras se aprecia la muerte de indios, probablemente por las epidemias, el cambio de asientos, las congregaciones, el trabajo compulsivo para la edificación de la iglesia y el repartimiento de añil. Un último ejemplo de las causas de la huida lo da Diego Vázquez Mercado en su informe de 1605, donde señala la idolatría y el castigo que se les daba a los indios:

Ando cierto con mucha congoja por ver los muchos idólatras que cada día se van descubriendo y después de haber castigado en un pueblo cuarenta y tantos […] en sacándolos de su pueblo mandándolos servir en la obra de alguna iglesia en pena de este pecado por algún tiempo se huyen a las montañas donde nunca parecen…32

En mi interpretación, la huida no incide de forma directa en la fluctuación de la frontera colonial, pero sí indirectamente: la fluidez de población indígena iba en detrimento de los intereses económicos de los españoles, pues la principal riqueza de la provincia de Yucatán era la fuerza de trabajo indígena. En suma, la huida fragilizaba la frontera colonial al socavar el sustento económico de los encomenderos y, por tanto, del poblamiento de un enclave de frontera como Bacalar.

Finalmente, la forma más activa y violenta de resistencia fue la rebelión. En la Tabla 1 se pueden ver algunas de las principales acontecidas en la región de Bacalar. En la primera, por ejemplo, se comenzó con el asesinato del encomendero Martín Rodríguez. Sin embargo, deseo comentar particularmente la iniciada en 1638, donde reaparecieron estrategias de la etapa de la Conquista como el abandono y la quema de pueblos, y el repliegue de la población hacia sitios apartados como Tipú (Kautz y Graham, 1986).

Si bien la fluidez de los pobladores no causó un retroceso directo, sí generó fragilidad en la frontera. En cambio, las rebeliones indígenas sí fueron un factor directo y contundente que, algunas veces, acabó en un retroceso efectivo de la frontera colonial, al causar que un asentamiento se despoblara, como en el caso de la villa de Bacalar, hacia finales del siglo XVII (Espinosa Sánchez, 2011a, p. 86).

Entre cruces y espadas: las reducciones en el siglo XVI-XVII

Si la resistencia indígena, particularmente la activa en sus formas de huida y rebelión, fue la carta fuerte de las poblaciones mayas para hacer fluctuar en reversa la frontera colonial, los españoles contaron con la cruz y la espada —es decir, con las instituciones de frontera (Arriaga Rodríguez, 2013, p. 49; Hernández Asensio, 2004)— tanto para revertir los flujos de población huida como para reducir la fluctuación en retroceso e, incluso, invertirla para hacer avanzar la frontera colonial. Estas instituciones estuvieron representadas por las reducciones misioneras (franciscanas) y militares, así como por el establecimiento de presidios como el Fuerte de San Felipe de Bacalar, la guarnición en la Isla de Términos y el asentamiento de Santa Clara de Chichanhá (Quezada 2001, p. 89; Rocher Salas, 2011, p. 100). En este apartado abordo las reducciones de las misiones franciscanas y las entradas militares.

Rocher Salas propone interpretar que evangelización, occidentalización y avance de la frontera colonial fueron tres dimensiones que iban de la mano, visión que comparte Arriaga Rodríguez (2013), quien añade que a través de las misiones la Corona española cumplía con “las obligaciones establecidas en la bula papal de 1493” (pp. 53-54). El papel de las reducciones religiosas de los misioneros franciscanos fue fundamental, al ser punta de lanza en el avance de la frontera colonial, ya que llevaban a cabo el proceso de integración de pueblos de indios dispersos y lejanos:

Reducción, misión o misión viva eran los términos utilizados para nombrar a un poblado o territorio específico aún en vías de evangelización […]. Cuando se consideraba que los indígenas ya se encontraban suficientemente empapados de la doctrina cristiana y de la cultura occidental y que el riesgo de que huyeran y reincidieran en sus antiguas prácticas “idolátricas” había desaparecido, entonces la misión se transformaba en una doctrina o curato de indios y el poblado quedaba ya inserto en el esquema colonial (Rocher Salas, 2011, p. 103 [las cursivas son mías]).

Al decir de Arriaga Rodríguez (2013), “las reducciones misioneras fueron una característica de la ocupación de los confines españoles” (p. 54). Es importante recalcar que estas reducciones fueron pacíficas; a pesar de que podían utilizar métodos violentos o punitivos hacia los indios y sus prácticas, estas misiones no iban con la intención de reducir a la fuerza, sino en un proceso de evangelización de indios gentiles o de indios idólatras. En fecha tan temprana como 1546 encontramos a fray Diego de Landa predicando el evangelio en Bacalar. En esa ocasión realizó bautismos, hizo catequización y, además, atrajo “gran cantidad de naturales dispersos en la selva” (Espinosa Sánchez, 2011a, p. 80).

Posteriormente, en 1582, el obispo fray Gregorio de Montalvo, en una relación enviada al rey, hacía notar que nunca había vivido cura en la isla de Cozumel (asentamiento indígena de frontera) a pesar de haber dos pueblos de indios muy “perdidos en idolatrías”. Además, el obispo insinuaba que había muchos indios huidos; por ello, convino con el gobernador de Yucatán que “se nombrase cura para ese fin, ‘muy buena lengua y de buen seso’, para evangelizar y adoctrinar a los indios de los pueblos ‘y también tendrá maña —por ser tan buen lengua— para descubrir los que están en los montes que son en algún número, según dicen’” (Bracamonte y Sosa y Solís Robledo, 2006, p. 474). En este sentido, se tenía conciencia de la gran cantidad de indios huidos y de la necesidad de reducirlos, tanto por celo a la fe católica como por el imperativo económico que se escondía detrás de las reducciones.

En líneas generales, tras la conquista de Yucatán y el asentamiento de los españoles en el noroeste de la Península, tras esa primera espada vino la cruz evangelizadora de las misiones franciscanas, pero cuando estas fracasaron nuevamente se descubría, detrás de ellas, la sombra de la acechante espada reductora. En este sentido, antes de un ciclo de entradas militares, estas eran precedidas por incursiones misioneras. El mismo obispo de Yucatán, Alonso de Ocón, en una carta de 1643 al rey, mencionaba el fracaso de la reducción pacífica en Bacalar y la necesidad de la reducción militar:

Viendo —señor— que por vía de paz ya no restaba diligencia ninguna qué hacer para reducir a estos rebeldes, se llegó a conferir si sería conveniente intentar la dicha reducción por las armas, así para castigo de la rebeldía de estos como para que otros no tomen abilantos [sic] para hacer lo mismo viendo que aquellos se quedan sin castigo33…

Las montañas (los montes orientales, las montañas del sur de Campeche y Bacalar, y la Montaña Alta) eran un mal que había que erradicar. Esta conciencia se solidificó en la gubernatura de Diego Fernández de Velasco, pero su sucesor, Carlos de Luna y Arrellano, optó por la vía misional (expresión de ello fue el periodo de reducciones religiosas que va de 1604 a 1619). No obstante, como señala Quezada (2001), “en 1622 la política colonial sobre cómo conquistar a los mayas de Las montañas giró hacia una solución armada. Ese año Francisco Mirones organizó una expedición militar para conquistar el Itzá” (pp. 38-40).

A partir de entonces, las reducciones militares se dirigieron a la costa oriental de Yucatán, así como a la región sur en torno a Bacalar y, más allá, hacia Dzuluinicob, tendiendo hacia el Petén. Hacia 1684, tres franciscanos (las misiones religiosas siguieron efectuándose a la par de las militares e, incluso, muchas incursiones militares incluían religiosos) fueron asesinados mientras trabajaban con los indios del Manché Chol. El gobernador Juan Tello de Guzmán tomó la iniciativa de enviar una expedición militar en 1686, encabezada por Juan del Castillo. Esta expedición tuvo un triple propósito: pacificar el área, reducir a los indios y preparar el camino para la conquista definitiva del Petén. Como resultado de esta expedición, se fundó el pueblo de indios y presidio militar Santa Clara de Chichanhá, pero fue Martín de Urzúa y Arizmendi quien consiguió los permisos para emprender la conquista del Petén-Itzá, que llevó a cabo entre 1695 y 1697 (Rocher Salas, 2011, pp. 100-101).

¿Cuáles fueron los móviles detrás de estas empresas de reducción que la mayoría de las veces eran emprendidas con recursos propios de los capitanes y encomenderos? Al igual que los primeros conquistadores de América, estos buscaban prestigio para obtener mercedes y poder ascender socialmente; de igual forma, la riqueza implícita en la fuerza de trabajo de los indígenas, a quienes reducían e integraban a la encomienda para recuperar así las matrículas de tributarios; finalmente, buscaban asegurar el patrimonio que tenían en la península de Yucatán, al eliminar el peligro latente de la Montaña (Bracamonte y Sosa, 2004, p. 65).

En líneas generales, tanto la reducción pacífica como la armada incidieron directamente en el flujo de población y en la fluctuación de la frontera colonial. La reducción religiosa tuvo un éxito moderado y su incidencia en la frontera fue más bien lenta, pues se debía pasar por todo un proceso, desde la misión viva hasta el curato y su incorporación al sistema colonial. En cambio, la reducción militar fue mucho más drástica e hizo que el territorio de la provincia de Yucatán se ensanchara: es decir, que la frontera avanzara más allá del confín.

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