Kitabı oku: «Desde otros Caribes», sayfa 6

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El viajero

Gracias al reformismo borbónico, que buscaba contrarrestar los efectos de la extendida corrupción en la administración de Indias, la figura del viajero, producto de esta nueva época, se constituyó en los ojos del poder. De este modo, sus diarios e informes se tomaron como testimonios de verdad, ya que habían sido concebidos en los términos que la ley vigente contemplaba como justos; por tanto, quien firmaba los documentos o quien producía el levantamiento de datos resultaba determinante para establecer el grado de verdad que estos podían ofrecer, aunque su narración haya sido mediatizada por la subjetividad de la observación (Greenblatt, 2008). Por tanto, es posible decir que la agenda del viajero borbónico se centró en cuatro aspectos: la dimensión geográfica del territorio, lo justo, evidenciar el estado de la población y la tributación de los recursos naturales.

La observación

El viajero borbónico es, esencialmente, un militar, pero también un diplomático. Por tanto, aunque existe la noción de autoría en sus diarios e informes, estos siempre van a estar referidos o insertos en los que fueron generados antes y en los que se generarán después de su intervención. Con esta acción se deja claro algo que ya venía de mucho atrás, pero que no había adquirido una visibilidad administrativa y sistemática: el conocimiento diplomático es acumulativo y contrastable, más aún cuando se trata de administrar un territorio en conflicto. Es por ello que todo viajero de corte borbónico siempre es patrocinado y destacado desde una administración, y le corresponde un homólogo opuesto que verifique sus observaciones. Esta acción es muy interesante porque, mediante este dialogismo, se inaugura un horizonte de comprensión liminar que permite acceder a las motivaciones internas y a las fricciones sutiles que delatan siempre dobles intenciones sobre el territorio, casi siempre de índole económico, al momento de definir los paisajes y la gente que los habita.

La mirada literaria: los viajeros imaginados

Para la península de Yucatán y la Bahía de Honduras la transición del discurso administrativo-diplomático a la literatura se dio gracias a la figura del pirata, quien capturó con su seductor arquetipo las novelas de viajes desde fechas muy tempranas. Sin embargo, es gracias a una de las plumas más prolíferas del siglo XIX y XX, Emilio Salgari, que nos llegan historias fascinantes y divertidas que parten de una serie de escenarios imaginados ubicados en las costas del Caribe continental que se reconfiguran constantemente.

Es importante decir que Emilio Salgari nunca viajó a la península yucateca, lo cual lo ha excluido de la genealogía de viajeros a estas tierras, que se valora a partir del viaje práctico, pero sí les dedicó dos novelas, entre 1899 y 1901, que vale la pena retomar con el objetivo de analizar la región como un territorio de frontera. Las novelas son La reina de los caribes (Salgari, 2004) y La capitana del Yucatán (Salgari, 1990). La primera, publicada en 1901, está situada en el siglo XVII, época dorada de la piratería, y tiene como protagonista a un hombre: Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia, mejor conocido como el Corsario Negro, quien también protagonizó otra obra de Salgari, titulada Emilio, precuela de la que nos compete y publicada tres años antes en 1898. La segunda novela fue publicada en 1899 y tiene como protagonista a una mujer: la marquesa Dolores del Castillo, quien comanda la gloriosa nave llamada El Yucatán. Esta historia está ambientada durante la guerra hispano-estadounidense (1898), en la que el Caribe, en especial Cuba, tuvo un papel medular durante el conflicto.

En ambos textos, Yucatán y el Caribe continental tienen papeles protagónicos. En el primero, representa un espacio geoestratégico de resguardo para proscritos en transición a otras aguas; en el segundo, constituye un arquetipo del contrabando con fines políticos puesto en manos de un pirata inusual: una mujer, ya que Dolores y la tripulación de El Yucatán luchan por defender a España, su madre patria, en contra de los Estados Unidos y de los criollos cubanos que desean la independencia mediante el contrabando de armas desde Sisal con rumbo a las costas de Cuba.

Figura 3. Portadas. Izquierda: La reina de los caribes (1901); derecha: La capitana de Yucatán (1899)


La vida y obra de Emilio Salgari está plagada de contradicciones. Por un lado, produjo aproximadamente 84 novelas y una innumerable cantidad de cuentos que se ubican en lugares lejanos y exóticos y que indagan en artilugios científicos y tecnológicos que cautivan lectores jóvenes aún hasta nuestros días. Por otro lado, fue un autor perseguido por la locura, que se suicidó en la extrema pobreza, a pesar de su incansable trabajo para las editoriales Saturnino Calleja y Gahe (Luzi, 2009). En México, su trabajo fue recopilado por la Editorial Pirámide dentro de la “Colección Salgari”, pero también otras editoriales han retomado sus historias, así como las que se le han atribuido falsamente, debido a su alta demanda lectora.

Aunque La capitana del Yucatán fue publicada dos años después de La reina de los caribes, en este texto respetaremos el orden cronológico en el que están ambientadas temporalmente las novelas, puesto que en La reina de los caribes se aborda la mirada exótica sobre el paisaje de la frontera desolada en el siglo XVII y en La capitana del Yucatán se aborda la fascinación por los artefactos tecnológicos y el desarrollo científico mediante el ejercicio de transmutación y camuflaje del navío El Yucatán, durante la guerra hispano-estadounidense a finales del siglo XIX.

Entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX, las novelas de aventuras, como las de Salgari, no eran ajenas a los abordajes geográficos con tintes exóticos. En ellas, el espacio narrado contiene elementos que se disponen arbitrariamente, a modo de aparador, en un paisaje que se debate entre la perspectiva empírica y la idealista. En él, las narraciones son creadas a partir de un tropo literario arquetípico que se alimenta de diversas fuentes geográficas como mapas, diarios o informes oficiales. En La reina de los caribes el protagonista es un pirata ilustrado, el Corsario Negro, quien en el capítulo X —titulado “Las costas de Yucatán”— llega gravemente herido al mar Caribe y entra a las costas yucatecas, navegando desde la bahía de Nicaragua. En esta narración el paisaje tropical es evocado con una profunda emoción, puesta en boca de un corsario que se ve sobrecogido por la belleza del paisaje desolado y de los coloridos atardeceres que en sus palabras define así:

Era un espléndido atardecer, uno de esos atardeceres que no se ven más que en las orillas del Mediterráneo o en el golfo de México.

El sol caía entre una inmensa nube de color de fuego que se reflejaba en la tranquila superficie del mar.

La brisa que soplaba de tierra llevaba hasta el puente de la nave el penetrante perfume de los cedros, ya en flor, la cristalina diafanidad de la atmósfera permitía distinguir con nitidez maravillosa las ya lejanas costas de Honduras.

No se veía ni una vela en el horizonte, ni un punto negro que indicara la presencia de chalupa (Salgari, 2004).

En esta novela, el paisaje tropical ya no es visto con los ojos de la ciencia ni de la precisión matemática, sino a través de los ojos de la emoción, la cual no pretende retraerse ni ocultarse en el relato. La única constante que predomina en la narración literaria de principios del siglo XX, de esos tiempos remotos de los perros del mar isabelino (siglo XVII), es el imaginario ya exotizado de que las costas del Caribe continental son un territorio despoblado que está en uso corriente por proscritos nómadas. Como se observa, al paisaje, entendido como rostro del territorio, pocas veces lo encontraremos en los mapas. En ellos, la visión espacial que recupera el dibujo es meramente evocativa. Sin embargo, al paisaje arquetípico de la memoria lo encontraremos nítidamente en la narración, mediante el ejercicio de la descripción del espacio como reflejo de un imaginario que es de carácter histórico. La imagen que se refleja de los paisajes liminares o de frontera, mediante su evocación discursiva, es la de territorios aparentemente fracturados o apenas configurados. En ellos prima el paisaje itinerante y nómada, cuyo carácter inasible deviene de la narración mediante el uso de geosímbolos repetitivos que generan una desagradable sensación de confusión, desconcierto y desamparo, al mismo tiempo que proveen una sobrecogedora contemplación de la naturaleza que no puede más que conmover al lector (Cervera Molina, 2019).

Un año después de terminada la guerra hispano-estadounidense (1898), Salgari publica con la editorial Saturnino Calleja La capitana del Yucatán. Esto resulta interesante puesto que da cuenta, por un lado, de la velocidad y versatilidad del autor para escribir sobre temas actuales, así como para referir periodos lejanos en el tiempo; y, por el otro, de la velocidad con que las editoriales europeas publicaban novelas que abordaban temas polémicos ocurridos al tiempo en América. En esta ocasión, Salgari repite su fórmula literaria ya probada: vuelve sobre el tropo Caribe desde una mirada europea exotizante14, pero esta vez agrega dos elementos importantes: 1) el protagonista ya no es masculino, sino femenino: es una mujer filibustera, propietaria legítima de un navío mercante, y 2) existe una relación espacial declarada entre el Caribe continental (Yucatán) y el Caribe insular (Cuba), evidenciada gracias al contrabando de armas, así como de ideas libertarias, y a su condición de región frontera.

Dolores del Castillo, dueña del navío mercante El Yucatán, es una bella criolla viuda que se sumó a la práctica del contrabando de armas de Yucatán a Cuba en apoyo a la causa española durante el conflicto bélico lidiado entre Estados Unidos y España en 1898, el cual concluyó con la desaparición de los últimos rasgos del Imperio colonial español en América mediante la liberación de Cuba. Este conflicto tuvo un impacto mediático importante en la opinión pública, principalmente mexicana, ya que las élites criollas focalizaron su interés en una confrontación bélica ocurrida en las fronteras orientales del país entre dos países con los que México había tenido relaciones diplomáticas tensas y complejas durante el último siglo: Estados Unidos y España. En México, la opinión pública se dividió en varios ideales: 1) la simpatía inmediata por los cubanos insurrectos; 2) los hispanófilos, principalmente pertenecientes a las élites criollas; 3) los indigenistas, caracterizados por un espíritu hispanofóbico; 4) los colonos españoles, en defensa de la madre patria; 5) el resentimiento antiestadounidense; 6) el resentimiento antiespañol de las clases populares, y 7) la existencia de dos corrientes ideológico-políticas contrapuestas: el panamericanismo y el hispanoamericanismo (Pérez, 2000).

En el caso de Salgari, este toma la visión que le queda más cerca para su construcción del personaje de Dolores. Con un claro perfil hispanófilo, Dolores es descrita con gran emoción y detalle:

Tenía una hermosa cabeza, adornada por una cabellera abundante, de un matiz negrísimo y ondulado como la de las gitanas españolas, que le caía caprichosamente sobre los hombros; su piel tenía una palidez sin reflejos, de un tono extraño, que sólo se encuentra entre las criollas de las Grandes Antillas (Salgari, 1990).

La bravura y el desempeño del personaje como capitana de barco pone a Dolores en la misma línea de importancia que otras grandes figuras históricas de la piratería femenina en el Caribe, como es el caso de Anne Bonney y Marie Read, pero ella adquiere un matiz de pureza superior al estar luchando no por un beneficio personal, sino por la “legítima” causa de España.

A diferencia de otras novelas de aventuras del mismo Salgari, La capitana del Yucatán es una novela con pretensiones históricas en su narración, pero que no es histórica. La fantasía y la imaginación geográfica trastocan los escenarios y los paisajes yucatecos y cubanos para fundirlos con imágenes propias de las ciudades españolas. Las dimensiones y los referentes espaciales de los paisajes urbanos meridanos están desajustados o totalmente equivocados, pero las imágenes románticas adquieren preponderancia en la narración gracias a la defensa de la causa hispanófila mediante el uso emotivo de la luz y la noche:

Cuando ya las tinieblas habían invadido la vasta y árida llanura que se extiende a lo largo de la costa septentrional de Yucatán, y todos los rumores habían cesado en las anchas y recias calles de Mérida, dos hombres que habían salido casi a escondidas del viejo y monumental palacio del gobernador, subían lentamente, con mil preocupaciones, hacia la catedral de la ciudad, cuya masa imponente, coronada por cúpulas y pináculos, descollaba en la oscuridad […]. Se hallaban entonces frente a un gran palacio de construcción antigua como aún quedan muchos en Mérida, ciudad modernizada ahora, pero fundada hace unos cuantos siglos (Salgari, 1990).

Es bajo esta lógica romántica, exótica e hispanófila que El Yucatán se vuelve una extensión del paisaje, de la región y de la protagonista, al ser una proeza tecnológica que no solo da cuenta de la intrepidez de su capitana, sino de lo dúctil de la zona de Yucatán, que se desprende del paisaje real para volverse una isla o un islote en medio del océano, con la capacidad de camuflarse hasta desaparecer gracias a su habilidad de transmutar, frente a los ojos de sus enemigos, de un barco mercante a un navío de guerra en cuestión de segundos.

Estas dos novelas de Emilio Salgari nos permiten observar cómo las visiones generadas desde lo administrativo-diplomático impactan la literatura, al ser estas evidencias sociológicas de las tomas de postura ideológica, tanto de sus autores como de sus lectores. En este sentido, podemos apuntar lo siguiente:

El viaje

En las novelas de aventuras, el viaje es un tropo en sí mismo. Su verificación siempre es importante para que los personajes cumplan con el objetivo ideológico con que fueron creados al permitir el desarrollo de la acción narrativa y el despliegue espacial de los elementos. En los paisajes liminares de la narración, el viaje permite el despliegue de los paisajes en la imaginación del lector, a través de la superposición de imágenes ya conocidas con escenarios nuevos que funcionan como clave de entrada a lo exótico y lo maravilloso (Greenblatt, 2008).

El viajero

Gracias a los entresijos que generan las crisis de la interpretación de los paisajes, producto de épocas remotas, en las narraciones de aventuras no es el autor ni el o la protagonista los que se tornan viajeros, sino el lector en sí mismo quien es el responsable de complementar el ejercicio de interpretación del viaje. Sin él, la obra pierde sentido, aun cuando cumpla con el pacto de verosimilitud, pues no cumple su función estética ni su rol sociológico como generadora de imágenes arquetípicas.

La observación

En los textos literarios, así como en las narraciones históricas, hay dos acciones discursivas que permiten la aparición de los paisajes liminares como entidades activas; estas son: describir y narrar. El describir permite que los objetos, personajes y escenarios aparezcan ante el lector; por su parte, el narrar permite que ocurran cosas en esos escenarios, dando pie a la acción (Depetris, 2007). En el caso de la península de Yucatán y la bahía de Honduras, los paisajes se presentan como escenarios de frontera en los que habita lo salvaje e indómito, rodeado de la inconmensurable naturaleza. En estas narraciones la emoción no se evita, como sí ocurre en el discurso científico, sino que se trae a primer plano con el objetivo de conmover estéticamente y transmitir una visión del conflicto, mediatizada por una ideología social y política.

La mirada diplomática: la oficialidad del paisaje

Con respecto a la frontera sur México-Belice y a la bibliografía que la atañe, existen al menos cuatro posturas de aproximación, las cuales han evolucionado visiblemente desde una real y concienzuda preocupación por la delimitación territorial exacta del espacio comprendido entre ambos países hasta el reconocimiento de las múltiples conexiones y desconexiones que esta frontera guarda con la zona más meridional de la república mexicana (Yucatán, Campeche, Quintana Roo, Chiapas y Tabasco) y los dos países más septentrionales de Centroamérica (Guatemala y Belice). Estas tendencias son:

1) El abordaje diplomático de política exterior aupado por la Secretaría de Relaciones Exteriores a través de la Sección Mexicana de la Comisión Internacional de Límites y Aguas entre México y Belice, el cual se encuentra cimentado sobre los resultados del Tratado Spencer-Mariscal de 1893.

2) El abordaje histórico nacionalista, desarrollado a través de una “monografía de lo robado”, fomentada por una fracción prohispanista que reconoce la “mala fe” inglesa con respecto al territorio, mediante una titánica labor histórica, desde una perspectiva diacrónica y sincrónica, que abarca desde el nacimiento de los establecimientos ingleses del río Walix, en 1650 (aprox.), hasta su anexión como legítimo territorio inglés a Honduras Británica, en 1862, y el posterior nacimiento de Belice como país independiente de Inglaterra en 1981. Otra vertiente de esta misma línea, con tintes más regionalistas, defiende la legítima pertenencia de Campeche y Quintana Roo a Yucatán.

3) El abordaje académico histórico-diplomático, el cual busca realizar una serie de catálogos que transcriban y sirvan de guía para la consulta de los acervos históricos y los diversos acuerdos internacionales de política exterior mexicana relativos a Belice y Guatemala, estableciendo las jurisdicciones y los alcances de las autoridades correspondientes.

4) El abordaje interdisciplinario, que parte de una oleada de reconocimiento de la frontera sur de México, de la frontera Golfo-Caribe y de la frontera centroamericana como espacios complejos de acción, resistencia y permanencia cultural, reconociendo así la pertenencia de la península de Yucatán y Belice al Caribe continental, al tiempo que se reconoce la autonomía regional de las partes.

Con respecto a la primera tendencia, una de las acciones más socorridas para su interpretación es recurrir a la documentación diplomática de política exterior firmada entre México y Gran Bretaña en el siglo XX, que se encuentra resguardada en los archivos de la Secretaría de Relaciones Exteriores. En dicha documentación se aprecia una insistencia diplomática en pos de la demarcación exacta del espacio comprendido en la frontera geopolítica entre ambos países, basándose en una serie de acuerdos internacionales que ha dado como resultado el prevalecimiento del acuerdo territorial del 26 de diciembre de 1826, en donde se renegoció el Primer Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre México e Inglaterra, firmado el 6 de abril de 1825, y el Tratado sobre Límites entre México y Honduras Británica del 8 de julio de 1893, firmado el 7 de abril de 1897, en la Ciudad de México, por el ministro plenipotenciario Ignacio Mariscal, por parte de México, y por el ministro plenipotenciario en México del Reino Unido sir Spenser St. John, Caballero Comendador de San Miguel y San Jorge, Enviado Extraordinario de su Majestad británica, por parte del Reino Unido de Gran Bretaña, a fin de asegurar la libre navegación de buques mayores de la marina mercante por aguas territoriales correspondientes a Honduras Británica en la bahía de Chetumal (Secretaría de Relaciones Exteriores, 2019b). En este tratado se establece a Bacalar Chico y al río Hondo como punto de partida para la delimitación de la frontera entre ambos países. Según la postura mexicana, “en dicho Tratado de Límites no se estableció Comisión alguna que efectuara el trabajo del trazo de la línea divisoria en mapas fehacientes o que estableciera en el terreno monumentos que señalaran los límites de México y la entonces Honduras Británica” (Secretaría de Relaciones Exteriores, 2016), ya que se tomaron como punto de partida las convenciones ya en uso, procediendo a su oficialización.

A inicios de 2007 se anunció, por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, un acuerdo con Belice para la redelimitación de los límites marítimos en la bahía de Chetumal. Inicialmente, este hecho provocó un amplio rechazo de la opinión pública de Quintana Roo debido a la versión que señalaba que implicaba una devolución territorial a Belice que incluiría zonas continentales; sin embargo, posteriormente se aclaró que solo era una rectificación del límite marítimo que no modificaba el tratado fronterizo de 1893 (Secretaría de Relaciones Exteriores, 2019b).

Actualmente, el territorio que comprende el tránsito oficial de la frontera México-Belice, mejor conocido como Santa Elena o “La zona libre”, está administrado por la Sección Mexicana de la Comisión Internacional de Límites y Aguas entre México y Belice, la cual encuentra sus antecedentes directos en el acuerdo que derivó en la creación de la Comisión Binacional México-Belice de Límites y Cooperación Fronteriza, concretado a través de Canje de Notas en la Ciudad de México, el 15 de abril de 1991. Tres años después, ambos gobiernos optaron por la desaparición de la Comisión Binacional para dar paso a la Comisión Internacional de Límites y Aguas entre México y Belice (Secretaría de Relaciones Exteriores, 2016).

Geográficamente hablando, la frontera sur de México está comprendida por dos bloques administrativos que colindan directamente a través de mar y tierra con Guatemala y Belice. En general, cuando se refiere la frontera sur desde México se alude a los Estados de Quintana Roo, Campeche, Tabasco y Chiapas, los cuales limitan directamente con las naciones independientes de Belice y Guatemala. Según el INEGI, se trata de un territorio de 1.149 km, desplegados entre Guatemala y Belice, de los cuales 956 km corresponden a Guatemala y 193 km a Belice (Armijo Canto, 2012).

Figura 4. La frontera sur de México


Fuente: Tamayo Pérez (2015).

Como se observa, esta frontera fue difícil en su demarcación, exploración y posterior establecimiento, pero después de eso se configuró diplomáticamente, sin generar más incidencias internacionales. Sin embargo, durante el siglo XVIII la penetración inglesa a la zona del Walis y la bahía de Honduras se intensificó hasta constituir una colonia británica enclavada en pleno territorio soberano español: British Honduras. Por su parte, México no reconoció oficialmente la posesión británica de este territorio hasta finales del siglo XIX, como consecuencia del deseo del Gobierno mexicano de terminar con el contrabando de armas y municiones que, provenientes de Belice, abastecían las filas de los mayas rebeldes en plena Guerra de Castas (1847-1901). A partir de esta situación, el Gobierno de Porfirio Díaz convirtió la otrora parte oriental de Yucatán en el territorio de Quintana Roo y resolvió negociar con el Gobierno británico para fijar definitivamente la frontera común, reconociendo el dominio inglés del territorio a cambio de que los británicos se abstuvieran de proporcionar armas a los mayas y se pudiera apagar prontamente el conflicto.

El tratado Spencer-Mariscal fue firmado el 8 de julio de 1893 en la Ciudad de México y una convención adicional se le agregó el 7 de abril de 1897. Está conformado por cuatro artículos: el primero, fija el límite fronterizo; el segundo, dice que la Gran Bretaña se compromete a dejar de proporcionar armas a los mayas rebeldes; el tercero, establece la obligación de ambos Estados de impedir que los indios de sus respectivos territorios incursionen en el del país vecino; y, el cuarto, establece la ratificación del tratado por los respectivos gobiernos (Toussaint Ribot, 2004). La convención adicional agregó al tratado el Artículo 3 Bis, que estableció la libertad para los barcos mercantes mexicanos de navegar sin restricción a través de la Boca de Bacalar Chico y todas las aguas territoriales inglesas en la bahía de Chetumal (Tratado sobre límites entre México y Honduras Británica, celebrado el 8 de julio de 1893, y convención adicional celebrada el 7 de abril de 1897, 1897). Sin embargo, en este espacio marítimo no podían transitar embarcaciones militares, para cuyo ingreso a la bahía de Chetumal tuvo que ser construido el Canal de Zaragoza.

Según el Artículo 1.° de este tratado, la línea fronteriza comienza en la Boca de Bacalar Chico, que separa el extremo sur de la costa caribeña de la península de Yucatán y el Cayo Ambergris o la isla San Pedro, transcurriendo por el centro del canal; de ahí discurre a través de la bahía de Chetumal en una línea quebrada hasta el punto de la desembocadura del río Hondo, remonta el río Hondo a través de su canal más profundo y, luego, su tributario, el río Azul, conocido en Belice como Blue Creek, para llegar hasta el dominado Meridiano del Salto de Garbutt, límite fijado entre México y Guatemala.

El viaje

Dentro del discurso diplomático, el viaje y el reconocimiento práctico del territorio no son necesarios. En contraparte, el traslado que propicia el encuentro, la negociación y la posterior ratificación del encuentro diplomático per se, se vuelven indispensables para la resolución del conflicto que refiere dicho territorio.

El viajero

Al igual que el emisario administrativo, el emisario diplomático no viaja por cuenta propia. El objetivo práctico de su viaje es representar a su nación de origen, a la cual le debe lealtad absoluta. Sin embargo, su jerarquía política es mucho mayor que la del emisario administrativo, por lo cual él sí es capaz de dar cuenta de los intereses de su Gobierno con implicaciones legales a gran escala.

La observación

El paisaje que observa el viajero diplomático es siempre el paisaje de referencia, el cual se abstrae bajo un lenguaje técnico, provocando una crisis de interpretación con el paisaje real. En este sentido, el paisaje referido en los tratados se fija mediante referencias topográficas explícitas hechas en el mismo documento, mientras que el paisaje real continúa su devenir como territorio vivido (Viqueiras, 2002), ajeno a la legalidad de este.