Kitabı oku: «Lo femenino en debate», sayfa 2

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Puntuaciones

En un recorrido tan vasto como el de la obra de Freud, po­demos hacer una mínima puntuación, considerando como momento inaugural el mencionado anteriormente, que dio paso a la deducción de la matriz edípica del deseo humano una vez abandonada la teoría traumática en favor de la repre­sión: el acto psíquico “equivalente a un juicio que rechaza y escoge”.

Cabe situar una segunda escansión en “Tres ensayos de teoría sexual”: cada uno de ellos incluye una innovación absoluta en las concepciones pergeñadas hasta el momento respecto al deseo y la satisfacción; uno, la despatologización de la homosexualidad; dos, el descubrimiento de la sexualidad infantil, –que ocasiona la división de la sexualidad humana en dos fases– y tres, la metamorfosis de la pubertad –planteada como el atravesamiento de un túnel que concluye en el hallazgo de objeto y que Freud postula como un reencuentro, como una repetición de una condición inconsciente fraguada en los primeros años de la vida.

Como tercer hito ubicamos el descubrimiento del narcisismo, considerado por Lacan como el segundo en importancia luego del inconsciente y que anuncia una reconfiguración de la teoría de la libido a partir de las enseñanzas obtenidas en el campo clínico de las psicosis. En ese marco reconoce la incidencia de un narcisismo del deseo, específicamente femenino, que otorga una nota peculiar a la relación de las mujeres con la imagen.

Si trazamos un camino hacia “el vuelco de los años 20”encontramos, como cuarta escansión la deducción de la lógica fálica y la castración en la que se distribuye la diferencia de los sexos según la respuesta subjetiva a “la premisa universal del falo”.

La reacción a la percepción de los genitales es neta: la niña toma una decisión, lo quiere dando lugar a la envidia fálica par excellence femenina, afirma Freud. El niño, por su parte, se muestra incrédulo ante la castración y se inclina a pensar que allí donde falta, estuvo o crecerá preso en “la angustia del propietario”, como señala Jacques-Alain Miller.

Lacan supo leer la lógica allí donde el imperio de lo imaginario ocultaba su dimensión simbólica: el falo es un significante y no “pertenece” al sexo masculino, como lo demuestra que haya sido indagando en la impronta del deseo de la madre donde el psicoanálisis ha descubierto “la verdadera naturaleza del falo”, en la falta de pene de la madre, donde arraiga “[…] la fuerza negativa del falo femenino”. Un avance en la elucidación de la estructura permite trazar un “hilo rojo” hacia un quinto punto, constituido por la nueva formulación de la dualidad pulsional (Eros y Tanathos) y hacia el interrogante por la sexualidad femenina. Precisamente de esta última época data el último gran historial clínico freudiano, el de la joven homosexual, en donde encontramos formulaciones cruciales respecto al tema que nos ocupa. Refiriéndose a la bisexualidad constitutiva del ser humano, causa de la imposibilidad de acceso a una identidad sexual absoluta, Freud subraya que en lo relativo a homosexualidad la clave debe buscarse en la posición subjetiva –el “carácter sexual”– y que la inclinación por uno u otro sexo es el resultado de una limitación más que de una disyuntiva.

No podemos contemplar estos hallazgos como una conclusión sino como un relanzamiento dado que se inaugura en esta época el llamado “debate de los años 30” sobre la sexualidad femenina que Freud propició reclamando la participación de las mujeres analistas.

A esto vendrá añadirse el impasse formulado en “Análisis terminable e interminable”, la “roca viva” donde tropieza el final de la experiencia analítica y que se traduce como un repudio a la feminidad en ambos sexos.

A lo largo de ese recorrido orientado por la clínica, la elaboración freudiana respecto a la sexualidad ha logrado cernir, en la forma de dos interrogantes el misterio del lenguaje, asociado a los nombres sin una referencia precisa, o que más bien revelan un vacío de referencia: ¿Qué es un padre? ¿Qué quiere una mujer? Dos preguntas suscitadas por el hueco al que se enfrenta todo ser hablante al llevar a cabo su individual y clandestina pesquisa; que Freud nombró “investigación sexual infantil”, condenada inevitablemente al fracaso, el cual, aunque típico, no es igual para todos: “No siendo satisfactorio para todos [...] si eso se malogra es para cada uno”.

El acontecimiento Lacan

Pero el surco abierto por Freud se vería trágicamente interrumpido por “los enemigos del género humano” obligando al propio Freud y a los analistas freudianos a emigrar a otras tierras en una diáspora que terminaría afectando negativamente a la práctica y a la doctrina.

Felizmente en la época de entreguerras el polen psicoanalítico había llegado a diseminarse por Europa, y Lacan, joven psiquiatra, supo hacerlo germinar en la lengua francesa, tomando a su cargo la transmisión del mensaje freudiano.

Más tarde asumiría la disciplina semanal de su Seminario durante casi treinta años, destilando una lenta y rigurosa traducción de la obra freudiana; primero, en los términos suministrados por la lingüística y la teoría de la comunicación, así como la genial lectura del narcisismo con la dialéctica del amo y el esclavo en el marco conceptual que ofrecía la distinción de los tres registros, simbólico, imaginario y real. Se inauguraba así la época lacaniana del psicoanálisis en la que, cumpliendo el designio de Freud, Lacan tomó a su cargo los impasses de la experiencia, siendo de los más importantes, sin duda, el relativo a la sexualidad femenina.

Uno de sus aportes fundamentales ha sido la postulación del falo como un significante y de esta consideración se desprenden una variedad de significaciones según se acentúe su función como significante de la vida, del poder, del deseo o de la satisfacción.

Tal distinción ha permitido esclarecer confusiones ocasionadas por lecturas apresuradas, sesgadas o simplemente derivadas de otros discursos donde se considera el falo como equivalente del pene o como un mero símbolo de poder.

La diversificación de la función del falo orientando el deseo y la satisfacción dio lugar a una primera y sustancial lectura de la diferencia sexual y a precisar el valor del partenaire según se trate del amor, del deseo o de las pulsiones.

Una primera divisoria de aguas en lo relativo a las posiciones femenina y viril gira en torno a la alternativa: ser o tener el falo; merced a la cual él porta en su cuerpo el órgano de la cópula sexual y ella da cuerpo al objeto del deseo, pudiendo encarnarlo en la danza de la seducción. Entonces, más precisamente, uno sostiene el semblante de tenerlo, la otra sostiene el de serlo; ninguno puede obtener, sin embargo, la certeza de su identidad sexual en el encuentro entre los cuerpos.

El psicoanálisis, al revelar el impacto a la vez que la artificialidad de las identificaciones sexuales está en el origen del cuestionamiento de la sexualidad biológica que ha dado lugar a las teorías de género. Con la salvedad de que dichas teorías encallan en una promesa de libertad de elección ignorando que ésta no es el producto de una deliberación y atañe pues, a lo real de cada uno, más allá del género y de la biología.

Lacan precisa que la diferencia castrado/no castrado proviene del error común, natural que condiciona el lenguaje al permitir sólo la distinción presencia-ausencia: aquí hay, aquí no hay. En cambio, lo que denomina error lógico en la lectura de la diferencia sexual, se deriva de interpretar la satisfacción femenina a partir de un solo registro, el simbólico, pretendiendo coordinar su libido al falo, el único símbolo del goce sexual.

El intercambio que Lacan mantuvo con algunas feministas durante los años 70 fue muy instructivo en tal sentido, llegando a enunciar que no obligaría a las mujeres a ajustarse, en tanto seres sexuados al molde de la castración y al monopolio del falo.

En rigor, la lógica impide concebir el conjunto de las mujeres, no es posible formular de ellas un universal y por eso Lacan las nombra “no-todas.” Implica una precisión fundamental en lo relativo al goce, ellas experimentan una satisfacción que excede aquella centrada en el falo y que concierne a otro registro, a lo real.

Una consecuencia palpable de este hecho de estructura es la variedad de feminismos que florecen en el panorama contemporáneo. Si se intenta disminuir esa pluralidad, es al precio de un universal fácil o débil como lo plantea Jessa Crispin, quedando reducido a consignas o a monsergas cuya incidencia es más que insuficiente respecto a los cambios que se pretende motivar.

Por lo tanto, es de sumo interés llevar a cabo un análisis crítico de las propuestas de distintas autoras feministas para medir el precio que supone la forclusión de Freud en sus análisis y proposiciones. En esta ocasión he escogido dos teorías que parten de supuestos situados en las antípodas, pero acaban propugnando una solución similar para intentar resolver la querella entre los sexos.

La teoría King Kong y la revolución feminista

El libro de Virginie Despentes, oscila entre soflama y testimonio, entre análisis crítico y arrebato indignado y pasional. Lo más destacado es su toma de posición desde la perspectiva de la lucha de clases, pronunciándose en favor de un feminismo “proletario”, a partir de una valoración precisa de las nefastas consecuencias del capitalismo para ambos sexos y alertando sobre lo que considera el riesgo de una pendiente “regresiva” al totalitarismo. Aunque en su explicación no logra desentrañar las razones estructurales de tal estado de cosas, es cuanto menos sugerente que privilegie, entre los efectos ominosos del sistema, “el mito de la maternidad como culmen de la realización femenina en su aspecto más glorificado.” Descubre la maniobra artera que oculta semejante señuelo: “Sin niños la alegría femenina no existe, pero [se silencia el hecho de que] criar a los niños en condiciones decentes es casi imposible”.

Evidentemente, se refiere a la precariedad reinante en el mundo laboral con su corolario de injusticias y carencias. Pero más allá del aspecto laboral y económico, Despentes constata que “la maternidad es el dominio en el cual el poder de la mujer se ha intensificado más. La mamá sabe lo que es bueno para su hijo, nos lo repiten de todas las maneras posibles, en ella reside intrínsecamente ese asombroso poder”. No podemos sino estar de acuerdo con esta afirmación, la suposición del saber absoluto le otorga el poder a quien se ve llevado a encarnar el Otro primordial al que el infans está inexorablemente sujeto en los primeros años de la vida. Freud lo llamó “complejo del semejante” situando allí el origen de la moral. Lacan siguió esa estela, al poner los puntos sobre las íes y revolverse contra lo que denominó la “aplastante superioridad del adulto sobre el niño”, acentuada por el desamparo irremediable que experimenta el ser humano durante los primeros años de la vida.

Bastaría recorrer las clases en las que trabaja el caso Juanito del Seminario 4 dedicado a Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas para acceder a la matriz lógica de las estructuras clínicas, organizada en torno a la dificultad del niño para hacer frente al capricho materno, su imposibilidad de salir del universo de la seducción que esta situación le impone al enlazarlo, a través del amor, a su inevitable hechizo; con la consecuente necesidad de encontrar una salida al triángulo que forma el niño con el falo y la madre. La función del Nombre-del-Padre venía a funcionar como el cuarto elemento destinado a ofrecer un apoyo para resolver esta inevitable encrucijada existencial facilitando la separación de niño del imperio materno y la clave de su inserción simbólica “fuera de la familia”. Pero en el siglo XXI ya no es el padre edípico, –el que la tradición judeo-cristiana nos enseñó a nombrar como Nombre-del-Padre– el operador de dicho enclave de la identificación simbólica para el sujeto.

Atenta a sus efectos aún sin alcanzar a formular una explicación, Despentes formula su punzante denuncia del mito de la madre como la “réplica doméstica de lo que se organiza colectivamente a partir de un Estado siempre vigilante que sabe mejor que nosotros lo que debemos comer, beber, fumar, ingerir, lo que podemos ver, leer, comprender, cómo debemos desplazarnos, gastar nuestro dinero, distraernos”. Entre los efectos del declive del Nombre-del-Padre en su dimensión social, pone como ejemplo el reclamo, por parte del gobierno, de la presencia del ejército en los conflictivos barrios periféricos franceses. En ese caso, afirma, el gobierno no introduce una figura viril de la ley en el dominio de la infancia, sino que se trata de la prolongación del poder absoluto de la madre: “Solo ella sabe castigar, controlar y mantener a los niños en un estado de crianza prolongada. Un Estado que se proyecta como madre todopoderosa es un Estado fascista”.

Despentes intenta prevenir los peligros de tal dictadura sobre los ciudadanos, pero no desarrolla ninguna tesis sobre la causa de tal situación; a la mera descripción de semejante abusos le añade una advertencia: el riesgo de que la sociedad vuelva atrás, “hacia estados de organización colectiva que infantilizan al individuo”.

En este punto se advierte su dificultad para situar correctamente las causas del desorden del siglo XXI que Jacques-Alain Miller desarrolló en su conferencia “Una fantasía” cuando caracterizó el momento actual de la civilización como determinado por el declive del Nombre-del-Padre y el “ascenso al cénit del objeto a”, bajo la forma de una producción ilimitada de objetos que capturan el goce pulsional asexuado.

Amén del interés que reviste su defensa de la prostitución y del porno razonada a partir de sus experiencias personales, la ficción que da lugar a su teoría King Kong, es elaborada a partir de un remake de la famosa película. Pergeña una relación entre los sexos limpia de toda determinación de género, un vínculo “natural y tierno” que pudiera eliminar la diferencia sexual y el malestar derivado de la imposibilidad de encontrar la divina proporción entre los goces. En una particular banda de Moebius, el sentido sexual como la clave de su interpretación del mundo se vuelve ausencia de sexualidad en la utopía revolucionaria del feminismo de Despentes.

Ella declara sin tapujos que todo lo que la ha salvado en la vida lo debe a su virilidad. Aunque el universal viril tiene una sola carencia según ella, las mujeres pueden apropiarse del mundo masculino, excepto de la violación. Por eso pregona la necesidad de estar preparadas como guerrilleras para afrontar esa eventualidad inevitable cuando se nace en un cuerpo femenino.

A pesar de su expresa intención de respetar lo que podrían desear las demás mujeres, se detecta el radical rechazo de la femineidad; en la eliminación del enigma, del pudor exquisitamente femenino, de la vergüenza como barrera cultural, del pudor como un velo a la obscenidad del goce. Enarbolando la bandera de la transparencia, en un lenguaje impúdico que no se detiene ante nada en su afán de liberar a las mujeres del yugo del silencio, Virginie Despentes ha conseguido, quién lo dudaría, hacerse un nombre como escritora y cineasta. Cabe preguntarse sobre los riesgos que conllevaría aplicar su autotratamiento de los traumas a otras personas. En efecto, una experiencia singular, por más exitosa que haya resultado no puede sustituir la clínica, que exige la consideración ética de la singularidad.

Jessa Crispin y su crítica al feminismo

Cuando leí por primera vez una entrevista a Jessa Crispin me impactó, entre otras cosas, su ácido sentido del humor, su lengua afilada para cantar cuatro verdades sobre ciertos usos y abusos por parte de algunas voces formando parte del movimiento reconocido como “tercera ola del feminismo”. Viniendo de una reconocida activista, me resultaba esperanzador que Crispin se revolviera, por ejemplo, contra el término “empoderamiento” malsonante e inexacto: que las mujeres vayan conquistando el lugar que les corresponde en este mundo, merecería haber encontrado un verbo más justo y más pulido. No sólo eso, advierte que el empoderamiento comporta un factor ansiógeno que cultiva una mentalidad de comparación constante, un proceso de valoración destinado a proponer como meta de realización personal la corrección de los defectos y puntos débiles. No casualmente se refiere a la imagen corporal y a la calidad de la vida sexual como los ideales de conquista personal.

En lugar de proclamar un feminismo de masas, el cual, como nebulosa informe se alimenta de fáciles consignas, Crispin toma posición por las mujeres una por una, destacando la singularidad de sus biografías, de sus luchas, de sus obras. Ello supone trabajar, leer, interesarse por aquellas que nos han precedido o alcanzan notoriedad actualmente. Significa plantarse y exigir una posición argumentada y analítica. En definitiva, renunciar a la pereza intelectual.

Se manifiesta muy crítica con el feminismo “de márquetin” que lo convierte en “tendencia” motivando que cualquiera puede portar la etiqueta sin llevar a cabo “una verdadera adaptación política, personal o relacional”.

En realidad, lo que Crispin rechaza es el feminismo capitalista, un producto más de consumo, elaborado con astucia por el poder para perpetuarse y extender el alcance de sus perversas estrategias; por eso no es de extrañar que muchas mujeres ofrezcan un “respaldo colectivo a ciertas políticas [...] que obedece casi por entero al hecho de compartir género con ellas”. El freno a toda crítica cuando de tales acciones se deriven injusticias, incluso guerras proviene del uso artero de la sensibilidad femenina hacia la paz, la justicia y la verdad, “cualidades de género innatas” que considera características de una “feminidad tóxica”.

Su crítica al aclamado “empoderamiento” de las mujeres basado en la identificación con un grupo a partir de la oposición y el rechazo al otro, en este caso, los hombres, describe el carácter más simple y pasional de la identificación imaginaria, de lamentable efecto en las relaciones individuales pero que también afecta a vastas comunidades y que Freud describió como “narcisismo de las pequeñas diferencias”. Para ilustrarlo refiere – ¡nada menos! – el ejemplo de Estados Unidos “[...] para sentirse fuerte e importante, tiene que ver una Europa débil e insignificante”. A juzgar por la conducta de su actual presidente, no podemos menos que darle la razón.

Crispin detecta claramente “algo oscuro en la reivindicación feminista.” En su pesquisa parte de la mera oposición fuerte-débil en la relación entre los sexos: “para oprimirnos (a las mujeres) tuvieron que deshumanizarnos”, lo que justificaría hacer lo propio con ellos. (Los hombres). Baluartes de la venganza, imponiendo castigos, el abuso de la condición de víctimas que entroniza a los hombres como monstruos, se convierte en la coartada, en el escudo, evitando así a las mujeres tener que preguntarse por su cuota de responsabilidad en el malestar que experimentan. Además del goce que les suministra la venganza, la ira desatada del feminismo justiciero como el que parece imponerse en el mundo editorial que, por cierto, Crispin conoce tan bien. El lenguaje del poder, tan común en el feminismo contemporáneo, es revelador, en su opinión, de una impotencia; proviene del intento de inclusión en el sistema y de aceptación de sus valores, de “lo que nos han enseñado a desear”; y menciona, como si se tratara de bienes comparables, el dinero, la familia nuclear y la pareja. Frente a lo cual aboga por un empoderamiento “real” que debería acompañarse de un cuestionamiento de los deseos y definiciones de felicidad de las mujeres.

Ante el contagio de estas actitudes odiosas, iracundas, vengativas, Crispin propone examinar las trampas que nos eximen del autoexamen, impulsando a las mujeres a detectar el auténtico origen de la hostilidad. Esto permitiría socavar su poder (el de las actitudes citadas) por medio de la educación animando al consumo de “cultura producida por otros grupos, practicando la empatía”. Cautiva en la dichosa empatía, deriva contemporánea y edulcorada del principio cristiano “ama a tu prójimo como a ti mismo” frente al que Freud manifiesta su justificada rebelión, Crispin piensa que comprender las debilidades propias puede contribuir a desactivar el núcleo funesto de los estereotipos desencadenantes de la misoginia, el racismo y la homofobia.

La crítica al amor romántico y la desestimación de la importancia que las mujeres le confieren, así como a los cánones de belleza que ellas asumen, supone una ignorancia decidida respecto al valor subjetivo que tiene para las mujeres el hecho de ser amadas, y la importancia que cobra la imagen como solución al modo en que la mujer experimenta la castración. Para cambiar esas dependencias, propone elaborar alternativas destinadas a “dotar sus vidas de significado y valor”, pudiendo así independizarse de la mirada masculina, entendiendo que ésta tiene un valor sólo negativo y enajenante, dejando de lado su función libidinal en el amor y el deseo.

Tal es su esperanza, la liberación del deseo del Otro; cortar los hilos que tejen la relación entre los sexos parece ser la única emancipación posible. Pero, nos preguntamos, ¿por qué sería incompatible la realización personal en su dimensión profesional con el hecho de ofrecerse como causa del deseo de un hombre?

En la página siguiente a su proclama libertaria Crispin se ve obligada a reconocer que, en cuanto al amor y al matrimonio, la respuesta feminista ha fracasado. Y, seguidamente, admitir con honestidad que, en este asunto, ella misma tiene más preguntas que respuestas. Deja entrever un reconocimiento de la cuota de responsabilidad de las mujeres respecto al conflicto con los hombres, que gira en torno al intento de dominación: “Por alguna razón creemos saber mejor que ellos qué es lo que necesitan [...], así que convenciéndolos les estamos haciendo un regalo. [...] queremos que piensen como nosotras, que acepten que tenemos razón [...] intentamos dirigirlos”.

Sin embargo, su libro finaliza con una expresión de deseos bastante naif: reclama el activismo, la toma de consciencia del poder de las mujeres, animando a realizar el esfuerzo de imaginación necesario para concebir “una visión del mundo radicalmente nueva”, que redundaría en una fraternidad entre ambos sexos una vez superado el enfrentamiento, reconocida su común responsabilidad, y unidos en la labor cívica por honestos sentimientos de humanidad. En resumen, una pastoral reñida con el planteamiento inteligente que puso en marcha su Manifiesto.