Kitabı oku: «El Dios Salvaje», sayfa 2
En febrero de 1961, cuando volví de los Estados Unidos, empecé a ver de nuevo a los Hughes, pero breve y esporádicamente. Ted había perdido el amor por Londres y no veía la hora de largarse; Sylvia había estado mal —primero un aborto espontáneo, luego una apendicitis—, y yo tenía mis propios problemas: un divorcio. Recuerdo que me agradeció la reseña de El coloso y, desarmándome, añadió que estaba de acuerdo con las reservas. También la recuerdo entusiasmada con la hermosa casa que habían encontrado en Devon: antigua, con techo de paja, suelo de lajas y un gran huerto. Se mudaron, me mudé yo y algo acabó.
Los dos siguieron enviando poemas a The Observer. En mayo de 1961 publicamos el poema de Sylvia sobre su hija, «Morning Song» («Canción matinal»); en noviembre, «Mojave Desert» («El desierto de Mojave»), que por unos años no quedó recogido en ningún libro; dos meses después, «The Rival» («La rival»). La corriente se ahondaba, fluía con más facilidad.
No volví a verla hasta julio de 1962, cuando en el largo fin de semana de Pentecostés me presenté en su casa al regresar de Cornualles. Vivían unas millas al noroeste de Exeter. Para los estándares de Devon, el pueblo no era bonito: más piedra gris y lobreguez que madera, paja y flores. Allí donde los más perfectos pueblos ingleses daban la impresión de no haber despertado nunca cabalmente, era como si el de ellos se hubiera retirado a dormir. Acaso en un tiempo había sido el centro del campo que lo rodeaba, un lugar con cierta presencia donde pasaban cosas. Pero ya no. Exeter había tomado el control y poco a poco la vida del pueblo se había agotado, como la de una familia que se diluye en el mundo.
La casa de los Hughes había sido antaño la de un señor de la región. Se alzaba apenas por encima del resto del pueblo, al final de una calle empinada, junto a una iglesia del siglo xii; parecía importante. Era grande, con techo de paja, patio de adoquines y puerta de roble labrado. Tenía muros y pasillos de piedra; las habitaciones relucían de pintura fresca. Nos sentamos en el gran jardín silvestre a tomar el té mientras Frieda, que ya tenía dos años, se tambaleaba entre las flores. Había un pequeño ejército de manzanos y cerezos, un vívido laburno doblegado de pimpollos, una parcela de verduras y, a un lado, un breve montículo. Según Sylvia, era un túmulo funerario prehistórico. Por todas partes destellaban flores, la hierba estaba alta y descuidada y el lugar entero, lujurioso, desbordaba de estío.
En enero habían tenido otro bebé, un niño, y Sylvia había cambiado. En vez de silenciosa y retraída, apéndice hogareño de un marido poderoso, se la veía sólida y completa, de nuevo dueña de sí. Tal vez el hijo tuviera algo que ver con ese aire de confianza. Pero había en ella algo tajante y claro que parecía ir más allá. Se ocupó de enseñarme la casa y el jardín: los electrodomésticos, las habitaciones recién pintadas, el huerto y el túmulo, sobre todo el túmulo —que más tarde mencionaría en un poema como «muro de antiguos cadáveres»—,1 eran de su propiedad. Ted, entretanto, se contentaba con reclinarse en la hamaca y jugar con Frieda, que se le aferraba, dependiente. Como el matrimonio parecía fuerte y unido, supuse que no le preocupaba que el equilibrio de poder la favoreciera ahora a ella. Cuando ya me iba entendí por qué.
—He vuelto a escribir —dijo Sylvia—. A escribir de verdad. Me gustaría que leyeras los poemas nuevos.
Tenía una actitud abierta y cálida, como si hubiera decidido que se podía confiar en mí.
Un tiempo antes, The Observer había aceptado un poema suyo titulado «Finisterre». Finalmente lo publicamos aquel mes de agosto. Entretanto, ella envió un hermoso poema breve, «Crossing the Water» («Cruzando el agua»), que si bien quedó fuera de Ariel, es tan bueno como muchos de los que hay en el libro. Llegó con una nota formal y un sobre meticulosamente sellado. Daba la impresión de que Sylvia se movía con la eficacia de siempre. No obstante, cuando un tiempo después encontré a Ted en Londres, lo vi tenso y preocupado. Una vez, cuando conducía sola, Sylvia había tenido un accidente: al parecer, desvanecida, había ido a parar a un viejo aeródromo, aunque por milagro sin daño para ella ni para la vieja furgoneta Morris. A medida que Ted hablaba, su oscura presencia fue cobrando un matiz aún más sombrío.
En agosto me fui unas semanas al extranjero y cuando volví ya había empezado el otoño. Aunque todavía no promediaba septiembre, por la calle volaban hojas y llovía mucho. La primera mañana me desperté bajo un anegado cielo londinense. Nos esperaba un invierno largo.
A fines de septiembre The Observer publicó «Cruzando el agua». Poco después, una tarde en que yo trabajaba mientras la mujer de la limpieza hacía estrépito arriba, sonó el timbre. Era Sylvia: bien vestida, decididamente vivaz y alegre.
—Pasaba por aquí y se me ocurrió visitarte —dijo.
Con ropa formal de ciudad y el pelo en un moño severo tenía el aire de una dama eduardiana que llevara a cabo un deber social delicado pero necesario.
El pequeño estudio que yo alquilaba había sido un antiguo establo remodelado como vivienda. Estaba al fondo de un pasaje largo, detrás de un garaje, y a su ruinoso modo era bonito, pero también incómodo: para sentarse a charlar no había más que unas delgadas sillas Windsor y un par de alfombras sobre el desnudo linóleo rojo sangre. Le serví a Sylvia una copa y ella, como una estudiante, se instaló a sus anchas en una de las alfombras, frente a la estufa de carbón, a beber el whisky y hacer tintinear el hielo en el vaso.
—Este sonido me da nostalgia de mi país —dijo—. Es lo único que me da nostalgia.
Hablamos del poema que había salido en The Observer y luego de nada en particular. Al fin le pregunté qué hacía en la ciudad. Con una suerte de alegría aplicada me respondió que buscaba departamento, y como de paso, añadió que por el momento estaba viviendo sola con los niños. Recordé la última vez que la había visto, en el jardín de Devon rebosante de flores, y me pareció imposible que algo hubiera trastornado el idilio. Pero no pregunté nada y ella no ofreció explicaciones. En cambio se puso a hablar del nuevo impulso de escribir que la dominaba. Al menos un poema por día, dijo, y a menudo más. Tal como lo decía sonaba a posesión diabólica. Y se me ocurrió que quizá fuera por eso que se habían separado, por pasajero que fuese: no era cuestión de diferencias sino de intolerables similitudes. Es probable que cuando dos poetas originales, ambiciosos, plenamente dedicados se unen en matrimonio, y los dos son productivos, cada poema que escribe uno le dé al otro la sensación de que lo ha extraído de su cráneo. A cierto grado de intensidad creativa, que la Musa le sea a uno infiel con su pareja debe ser más insoportable que verla enredada con un ejército de seductores.
—Me gustaría leerte unos poemas nuevos —dijo ella, y de la mochila que tenía al lado sacó un fajo de hojas mecanografiadas.
—Es un gusto —dije, alargándome a recibirlas—. A ver.
Ella negó con la cabeza.
—No, no quiero que los leas tú. Hay que leerlos en voz alta. Quiero que los escuches.
De modo que, cruzando las piernas en el suelo incómodo, con el ruido de la limpieza en el piso de arriba, me leyó «Berck-Plage» («Playa de Berck»):
Este es el mar, pues, esta gran caducidad…
Leía rápido, con un acento duro y levemente nasal, brusca, como si estuviera enojada. Aún hoy me es difícil seguir ese poema, el desarrollo indirecto, las imágenes concentradas, espesas, anulándose unas a otras. Tuve una vaga impresión de injuria y leve obscenidad, pero creo que no entendí mucho. Así que cuando acabó le pedí que lo leyera de nuevo. Esta vez oí algo más claramente y pude comentar ciertos detalles. Discutimos un poco y ella me leyó más poemas: uno fue «The Moon and the Yew Tree» («La luna y el tejo»); otro, creo, «Elm» («Olmo»); en total seis u ocho. Como no me dejó leer ninguno a mí solo, capté poco de su sutileza, por no decir nada. Pero al menos supe que estaba oyendo algo fuerte, nuevo, con lo cual era difícil entenderse. Supongo que señalé todas las minucias y signos de debilidad que pude como forma de protegerme. Por su parte, ella parecía feliz de leer y discutir, de que la escucharan con buena disposición.
—Es poeta, ¿no? —preguntó la mujer de la limpieza al día siguiente.
—Sí.
—Me lo figuraba —dijo ella con sombría satisfacción.
Después de esa tarde, Sylvia empezó a pasar a menudo cuando estaba en Londres, siempre con una pila de poemas nuevos para leer. De ese modo oí por primera vez, entre otros, los poemas sobre abejas y «A Birthday Present» («Regalo de aniversario»), «The Applicant» («La aspirante»), «Getting There» («Llegando»), «Fever 103°» («Fiebre»), «Letter in November» («Carta de noviembre») y «Ariel», que me pareció extraordinario. Le dije que era lo mejor que había escrito y pocos días después me envió una copia limpia, escrita cuidadosamente con su letra pesada y redonda e ilustrada, como un manuscrito medieval, con flores y cenefas ornamentales.
Un día —no sé bien cuándo— me leyó unos poemas que calificaba de «versos ligeros». Se refería a «Daddy» («Papi») y «Lady Lazarus» («Lady Lázaro»). Los leyó con voz ardiente y envenenada. A esas alturas yo ya escuchaba su poesía con bastante claridad, sin rezagarme mucho ni sentir una gran inadecuación. Quedé apabullado. La primera impresión fue que aquello no era tanto poesía como ataque y agresión. Y porque ahora yo sabía algo de la vida de Sylvia, no podía pasar por alto hasta qué punto ella era parte de la acción. Pero comentar eso habría sido sugerir que los poemas eran poéticamente un fracaso, lo cual a todas luces no era así. Como siempre, mi defensa fue fastidiarla con los detalles. Había un verso con el que me ensañé en especial:
Caballeros, damas
Estas son mis manos
mis rodillas estas.
Tal vez sea piel y huesos,
tal vez sea japonesa
—¿Por qué japonesa? —la hostigué—. ¿Solo porque necesitas la rima? ¿O porque el camino más fácil es usar a las víctimas de la bomba atómica? Para usar material tan violento hay que tener cierta prudencia…
Ella me contestó con agudeza, pero más tarde, cuando el poema se publicó después de su muerte, el verso había desaparecido. Y pienso que es una lástima: realmente necesitaba la rima; el tono es lo bastante controlado como para soportar esa alusión en apariencia no del todo relevante, y yo estaba reaccionando exageradamente a la brutalidad inicial del poema sin entender su extraña elegancia.
Durante todo ese período lo que mostraban los poemas era del todo diferente de lo que mostraba la persona. En las maneras sociales de Sylvia no había el menor rastro de la desesperación y la despiadada agresividad de su poesía. Seguía exhibiendo una inteligencia y una energía implacables: se ocupaba de los hijos y de su criadero de abejas de Devon, de buscar casa en Londres, de mandar a la imprenta La campana de cristal, de mecanografiar y enviar sus poemas a editores nada receptivos (poco antes de morir mandó una selección de los mejores, la mayoría hoy clásicos, a uno de los semanarios nacionales británicos; no le aceptaron ninguno). También había vuelto a montar a caballo, ahora aprendiendo a dominar un poderoso semental llamado Ariel, y el nuevo entusiasmo la tenía exaltada.
Con las piernas cruzadas en el suelo rojo, después de leer los poemas, me contaba de las cabalgatas con esa voz vibrante de Nueva Inglaterra. Y acaso porque yo era miembro del club, de forma bastante parecida hablaba también del suicidio: de su intento diez años atrás —que, supongo, habrá tenido en mente mientras corregía las pruebas de la novela— y del cercano incidente con la camioneta. No había sido un accidente: había salido de la carretera adrede, seriamente, con ganas de morir. Pero no había muerto, y ahora aquello era pasado. Por eso estoy convencido de que por ese entonces no pensaba en suicidarse. Al contrario: podía escribir sobre el hecho con tanta libertad porque ya lo había dejado atrás. El accidente era una muerte a la cual había sobrevivido, la muerte que sardónicamente se sentía destinada a sobrellevar una vez por década:
He vuelto a hacerlo.
Cada diez años
lo consigo—
Una suerte de milagro andante (…)
Tengo apenas treinta.
Y como el gato puedo morir nueve veces.
Esta es la Número Tres.
En la vida, como en el poema, no había en su voz histeria ni ruego de comprensión. Hablaba del suicidio con un tono muy semejante al que usaba para hablar de cualquier otra actividad ardua, arriesgada: era un tono urgente, incluso feroz, pero sin ninguna autocompasión. Como si considerase la muerte un reto físico que había superado una vez más. Una experiencia de índole no muy distinta a la de montar a Ariel o dominar un potro desbocado —cosa que había hecho durante su último curso en Cambridge— o lanzarse por una pendiente nevada sin saber esquiar bien —incidente, también de la vida real, que es uno de los mejores momentos de La campana de cristal—. El suicidio, en breve, no era un desvanecimiento en la muerte, un intento de «apagarse a medianoche sin dolor»; era algo que debía sentirse en los nervios, algo por combatir: un rito de iniciación que la calificaba para ser dueña de su vida.
Sabe Dios qué herida le había infligido en la infancia la muerte de su padre, pero con los años se había transformado en la convicción de que ser adulta era ser una sobreviviente. Por eso la muerte era para ella una deuda que cada década debía saldarse: para seguir viva como mujer madura, madre y poeta, de un modo parcial, mágico, tenía que pagar con su vida. Pero como este pago imposible conllevaba también la fantasía de unirse o recuperar a su querido padre muerto, era un acto apasionado, tan infundido de amor como de odio y de desesperación. Así, en el extraño y perturbador poema «The Bee Meeting» («La reunión de las abejas»), la descripción detallada e indudablemente precisa de un encuentro de apicultores en su pueblo de Devon se transforma paulatinamente en invocación a un rito de muerte en el cual ella es la virgen sacrificial cuyo ataúd, finalmente, espera en el bosquecillo sagrado. El proceso se vuelve algo menos misterioso cuando uno recuerda que el padre de Sylvia era una autoridad en abejas; de modo que el trabajo de ella como apicultora era una forma simbólica de aliarse con él y reclamarlo del mundo de los muertos.
El tono de todos los últimos poemas es áspero, factual y, pese a la intensidad, sobrio. Sospecho que de un modo extraño se consideraba realista: las muertes y resurrecciones de «Lady Lázaro», las pesadillas de «Papi», las había vivido en carne propia. El hecho de que les comunicara una extraordinaria riqueza interior de imágenes y asociaciones era casi secundario, por esencial que sea para la poesía misma. Dado que se sentía describiendo los hechos como habían ocurrido, podía valerse serenamente de sus grandes reservas de destreza: las sutiles rimas y semirrimas, los ritmos flexibles, resonantes, y los coloquialismos abruptos mediante los cuales mantenía un dominio artístico total aun en los sondeos más angustiosos. Sus horrores internos eran tan fácticos y percibidos de un modo tan preciso como el semental apenas controlable que estaba aprendiendo a montar o el coche en que había querido estrellarse.
De modo que hablaba del suicidio con un desapego seco, sin mención alguna al sufrimiento o al dramatismo. El hecho de que su primer intento hubiese sido serio y casi eficaz le estimulaba, era evidente, el respeto por sí misma; parecía autorizarla a hablar del suicidio como tema, como obsesión. Creía que el acto era uno de sus derechos en cuanto mujer adulta y agente libre. Dada su extraña concepción del adulto como sobreviviente, judío imaginario de campos de concentración mentales, de igual modo juzgaba que era un derecho necesario para su desarrollo. Por eso para ella nunca fue cuestión de motivos: uno lo hacía porque lo hacía, tal como un artista siempre sabe lo que sabe.
Tal vez esto explica que apenas mencionara a su padre, por clara y profundamente que estuvieran relacionadas con él sus fantasías de muerte. La heroína autobiográfica de La campana de cristal va a llorar a la tumba de su padre inmediatamente antes de encerrarse en un sótano a tragar cincuenta somníferos. En «Papi», describiendo el mismo episodio, repite sus razones como si las martillara:
A los veinte intenté morir
y volver, volver, volver contigo.
Pensé que hasta los huesos volverían.
Sospecho que en la época de la que hablo, viéndose sola de nuevo, y por mucho que fingiera indiferencia, se le reactivó la angustia que había sentido al morir el padre. Pese a sí misma, se sentía abandonada, herida, enfurecida y tan pura e indefensamente desposeída como de pequeña, veinte años atrás. Como consecuencia, el dolor que se le había ido acumulando dentro brotó de golpe como un torrente. Los motivos no hacía falta discutirlos porque de eso se encargaban los poemas.
Fueron meses de una creatividad asombrosa, comparable, pienso, al «año maravilloso» durante el cual Keats compuso casi toda la poesía que al fin y al cabo sostiene su reputación. Sylvia había escrito antes con gran cuidado, más o menos penosamente, corrigiendo mucho y, según su marido, recurriendo constantemente al Roget’s Thesaurus, un diccionario de ideas afines. Ahora, aunque no hubiera abandonado nada de la disciplina ni de las habilidades duramente adquiridas, aunque todavía reescribiera sin cesar, los poemas manaban de ella con tan poco esfuerzo que hacia el final estaba produciendo hasta tres al día. También me contó que tenía muy avanzada una novela nueva. Había terminado y corregido las pruebas de La campana de cristal, ahora en manos de los editores; hablaba del libro con cierta incomodidad, como de una obra primeriza y autobiográfica que había tenido que escribir para librarse del pasado. Pero la nueva novela, me dio a entender, era algo auténtico. Vistas las condiciones en que trabajaba, tenía una productividad fenomenal. Era madre a tiempo completo con una hija de dos años, un bebé de meses y una casa que cuidar. A la hora en que los niños se dormían estaba demasiado agotada para algo que le exigiera más que «un poco de música y de brandy con agua». Así que por las mañanas madrugaba para trabajar antes de que se despertaran sus hijos. «Estos nuevos poemas míos tienen un elemento en común», escribió en la nota para una lectura radial que preparó para la BBC pero que no hizo nunca: «Fueron escritos alrededor de las cuatro de la mañana: a esa hora azul todavía, casi eterna, anterior al llanto del bebé, anterior a la vidriosa música del lechero que deja las botellas». En esas horas muertas entre la noche y el día lograba recogerse en sí misma, aislada, en silencio, casi como si estuviese reclamando un poco de la libertad y la inocencia pasadas antes de que la vida fuese a aferrarla. Entonces escribía. Pues durante el resto de la jornada estaba dividida entre los niños, la limpieza y las compras, eficiente, movediza y acosada como cualquier ama de casa.
Pero esa sensación auroral de paraíso momentáneamente recuperado no explica el florecimiento repentino ni los cambios en la obra. Técnicamente, la clave radica en la insistencia de leer siempre ella los poemas en voz alta. A comienzos de los sesenta era un procedimiento raro. A fin de cuentas seguía siendo una época de intenso formalismo, de cadencias stevensianas y ambigüedades empsonianas a las cuales, como probaba su obra anterior, ella había sido especialmente adepta. En esencia, se trataba del estilo de la academia, de la limitación sentimental autoimpuesta y de la celosa devoción a los deberes de la artesanía, que se traducían en yámbicos resonantes y una imaginería trabajosamente analizable. Pero en 1958 Sylvia había tomado la decisión vital de abandonar la carrera universitaria para la cual tanto se había preparado en la adolescencia y en la primera juventud. En los cuatro años siguientes, el compromiso con la vida creativa fue emergiendo poco a poco en el tejido de su verso, rompiendo los viejos moldes inertes, acelerando los ritmos, ampliando el arco emotivo. La decisión de abandonar la enseñanza fue el primer paso crítico en el logro de una identidad propia del poeta, así como el nacimiento de los hijos, según ella describía, la había reivindicado como mujer. En los últimos poemas, el proceso se completaba: la poeta y los poemas se volvían una sola entidad. Lo escrito dependía de su voz del mismo modo que los niños dependían de su amor.
El otro elemento crucial de maduración poética fue el ejemplo de Life Studies (Estudios del natural) de Robert Lowell. Digo «el ejemplo» más que «la influencia» pues, aunque Sylvia había asistido a las clases de Lowell en la Universidad de Boston, junto con Anne Sexton y George Starbuck, nunca había adquirido ese estilo tan peculiarmente contagioso. En vez de estilo había tomado de él una libertad. Una vez le dijo a un entrevistador del British Council:
Estoy de lo más entusiasmada con lo que me parece un camino nuevo, abierto por, pongamos, los Estudios del natural de Robert Lowell; ese giro nuevo hacia la experiencia emotiva muy seria, muy personal, que en parte, creo yo, ha sido tabú. Me interesan mucho, por ejemplo, los poemas de Lowell sobre su experiencia en un hospital psiquiátrico. Pienso que la poesía estadounidense de los últimos tiempos ha explorado esos temas particularmente íntimos y prohibidos (…).
Lowell le proporcionó un ejemplo de la cualidad que más admiraba en la poesía y que ella misma tenía en abundancia: el coraje. A su modo, Estudios del natural es un libro tan valeroso y revolucionario como The Waste Land (La tierra baldía). Al fin y al cabo apareció en el apogeo de la estólida década de los cincuenta, la era del doctrinario New Criticism, de la falacia internacional y del elaborado y férreo dogma según el cual la poesía estaba absolutamente separada de la persona que la hacía. En su momento, Lowell —con su complejo simbolismo católico, su denso lenguaje isabelino-eliotiano y esa infalible destreza para imprimir a cada verso su ritmo individual— había sido el mimado de la escuela. Pero entonces, tras casi diez años de silencio, le volvió la espalda a todo eso. Desaparecieron los símbolos, el lenguaje se hizo más claro y coloquial, los temas se volvieron más intensa e insistentemente personales. Empezó a escribir como un hombre acechado por crisis nerviosas pobladas de fantasmas familiares, y escribía sin evasivas. Lo único que quedaba del ex joven maestro de complejidad alejandrina eran una destreza y una originalidad todavía irrebatibles. Aún con más fuerza que antes, era imposible evitar la tormentosa presencia del autor, pero ahora Lowell soltaba la voz de un modo que violaba los principios del New Criticism: había inmediatez en lugar de impersonalidad, vulnerabilidad en lugar de ironía exquisitamente dandificada.
De todo esto, Sylvia obtuvo, antes que nada, un vasto sentimiento de liberación. Era como si Lowell le hubiese abierto una puerta que hasta entonces ella había encontrado cerrada a cal y canto. En un momento crítico de su desarrollo ya no había ninguna necesidad de seguir presa de viejos hábitos poéticos que, si bien elegantes —o precisamente por eso—, ahora le resultaban intolerablemente restrictivos. «Hoy no puedo leer en voz alta ni uno de los poemas de mi primer libro, El coloso», le dijo al entrevistador del British Council. «No los escribí para leerlos en voz alta. De hecho, en el fondo de mi corazón me aburren». El coloso fue la culminación de su aprendizaje del oficio poético. Completó la formación que había empezado a los ocho años y continuado con los versos tensamente estilizados de sus días de universitaria, cuando cada poema parecía construido con los dientes rechinantes, palabra a palabra, como un mosaico. Ahora, aquello había quedado atrás. Sylvia era más madura que el estilo; sobre todo, era más madura que la persona que había escrito de aquel modo oblicuo y reticente. Una combinación de fuerzas, algunas elegidas deliberadamente, otras incontrolables, la habían llevado a un punto en que podía escribir como desde su verdadero centro sobre los impulsos que realmente la movían: destructivos, volátiles, exigentes, un mundo del todo diferente de lo que le habían enseñado a admirar. «¿Cuál —preguntó Coleridge— es la cumbre y el ideal de la mera asociación? El delirio». Durante años, Sylvia había parecido asentir: se había atenido a virtudes formales y a una compostura distante, desdeñosa de la autocompasión, de la autopropaganda y de la autoindulgencia de los beatniks. Ahora, en el momento justo, Estudios del natural venía a probar que se podía escribir sobre la violencia del yo con dominio, sutileza y una imaginación desapasionada pero desguarnecida.
Sospecho que por todo esto me había llevado los nuevos poemas a mí, aunque solo me conocía casi de vista. Ayudó el hecho de que yo hubiera reseñado El coloso con simpatía y conseguido que The Observer le publicase algo del trabajo más reciente. Pero más importante fue la introducción a mi antología The New Poetry (La nueva poesía), que había salido por Penguin la primavera anterior. En ese texto yo había atacado la nerviosa preferencia de los poetas británicos por el refinamiento sobre cualquier otro atributo, y sus rodeos ante las incómodas, destructivas verdades tanto de la vida interior como del presente. Al parecer, el ensayo decía algo que ella quería escuchar; hablaba de él con frecuencia y con aprobación, y la decepcionaba que no la hubiesen incluido entre los poetas del libro. (Más tarde se la incluyó, porque más que el de ningún otro poeta, su trabajo confirmaba mi argumento. Pero en la primera edición yo me había ceñido a los poetas británicos, con la sola excepción de dos estadounidenses de una generación anterior, Lowell y Berryman, quienes, según mi opinión, habían establecido el tono del período poseliotiano, en la posguerra). Quizás a ella le resultaba útil saber que alguien se estaba ocupando de manera crítica de lo que ella trataba de hacer. Y quizás la hacía sentir menos sola.
Pero en realidad estaba sola, conmovedoramente y sin disfraces, pese a su talante optimista. Pese también a la energía de sus poemas, que desde cualquier punto de vista son desempeños de una sutil ambigüedad. En esos poemas, Sylvia se enfrentaba con sus horrores privados sin rodeos, con firmeza sostenida, pero el esfuerzo y el riesgo implícitos actuaban en ella como un estimulante: cuanto más empeoraban las cosas y más directamente las escribía, más fértil se iba volviendo su imaginación. Así como el desastre que al fin llega nunca es tan malo como lo pintaba la expectativa, Sylvia escribía ahora casi con alivio, deprisa, quizá para impedir horrores futuros. En cierto modo se había pasado la vida esperando eso; y ahora que se presentaba tenía que utilizarlo. «La pasión por la destrucción también es una pasión creativa», dijo Mijaíl Bakunin, y en el caso de Sylvia es cierto. Convertía la ira, la implacabilidad y su exaltado, agudísimo sentido de la inquietud en una especie de celebración.
He sugerido que el tono sereno de los poemas depende en buena medida del realismo de Sylvia, de su sentido de los hechos. A medida que pasaban los meses y paulatinamente su poesía se iba haciendo más extrema, el talento para transformar cada detalle creció sin parar hasta que en los últimos meses el evento más nimio llegó a ser ocasión para escribir: un corte en un dedo, una fiebre, una magulladura. La opaca vida doméstica se le fundió con la imaginación suntuosamente y sin vacilaciones. Un ejemplo: por esa época su marido produjo una curiosa obra para radio cuyo protagonista, mientras conduce hacia la ciudad, arrolla a un conejo, vende el animal muerto por cinco chelines y con ese dinero manchado de sangre le compra dos rosas a su novia. Sylvia se abalanzó sobre la anécdota, aisló lo central y lo interpretó adaptándolo a sus necesidades. El resultado fue el poema «Kindness» («Gentileza»), que concluye de este modo:
El chorro de sangre es poesía,
no hay modo de pararlo.
Me entregas dos hijos, dos rosas.
Sin duda no había modo de pararlo. Su poesía actuaba como un lente extraño y potente por medio del cual la vida ordinaria se filtraba y reconfiguraba con una intensidad extraordinaria. Tal vez la exaltación que surge de escribir bien y con frecuencia la ayudara a conservar la brillante fachada estadounidense que nunca dejó de presentarle al mundo. Junto con otros amigos suyos de ese período, y contra todas las pruebas que daban sus poemas, yo preferí creer en la alegría de Sylvia. Mejor dicho: creía en esa alegría y no. ¿Pero qué iba a hacer uno? Sentía lástima por ella, pero estaba claro que ella no quería mi compasión. Tenía tal gracia que era imposible hacerse el comprensivo y, aunque no fuera más que por un rechazo radical a discutirlos desde otra perspectiva, insistía en que los poemas eran puramente poemas, cosas autónomas. Si un intento de suicidio —según algunos psiquiatras— es un grito de ayuda, por entonces Sylvia no era una suicida. Lo que buscaba no era ayuda sino confirmación: necesitaba que alguien reconociese que se las estaba arreglando excepcionalmente bien con una vida de niños, pañales, compras y escritura. Necesitaba, más aún, saber que sus poemas eran eficaces y buenos, pues, aunque hubiera cruzado una puerta abierta por Lowell, ahora se había internado demasiado en un camino especialmente solitario por el cual no muchos se habrían atrevido a seguirla. Por eso le era importante confirmar que los mensajes le volvían con fuerza y claridad. No obstante, ni siquiera su confianza resueltamente brillante alcanzaba a disfrazar la soledad casi palpable que irradiaba, algo como un vaho de calor. No demandaba comprensión ni ayuda; como una viuda desolada en un funeral, solo quería que la acompañaran en el dolor. Supongo que era una confirmación de que, contra toda probabilidad y las evidencias internas, seguía existiendo.