Kitabı oku: «Roland Barthes por Roland Barthes», sayfa 2

Todo esto debe ser considerado como dicho por un personaje de novela.
Agradezco a los amigos que tuvieron la amabilidad de ayudarme a preparar este libro: Jean-Louis Bouttes, Roland Havas, François Wahl, con el texto; Jacques Azanza, Youssef Baccouche, Isabelle Bardet, Alain Benchaya, Myriam de Ravignan, Denis Roche, con las imágenes.

Roland Barthes por Roland Barthes

He aquí, para empezar, algunas imágenes: son la porción de placer que el autor se ofrece a sí mismo al terminar su libro. Es un placer de fascinación (y por ello mismo bastante egoísta). Solo he conservado las imágenes que me dejan estupefacto, sin que sepa por qué (esa ignorancia es propia de la fascinación, y lo que diga de cada imagen nunca será sino imaginario).
Ahora bien: hay que reconocer que las únicas imágenes que me fascinan son las de mi juventud. Una juventud que no fue desdichada por el afecto que me rodeaba; pero sí bastante ingrata, por soledad y necesidad material. No es, pues, la nostalgia de una época feliz lo que me tiene encantado ante esas imágenes, sino algo más oscuro.
Cuando la meditación (la estupefacción) constituye a la imagen como un ser independiente, cuando hace de ella el objeto de un goce inmediato, ya no tiene nada que ver con la reflexión, aunque más no sea soñadora, de una identidad; se atormenta y se deja encantar por una visión que no es en absoluto morfológica (jamás me parezco a mí mismo), sino más bien orgánica. Al abarcar todo el campo de los padres, la imaginería funciona como un médium y me pone en relación con el “ello” de mi cuerpo; suscita en mí una suerte de sueño obtuso, cuyas unidades son unos dientes, unos cabellos, una nariz, una delgadez, unas piernas con medias largas, que no me pertenecen pero tampoco pertenecen a nadie más que a mí: heme aquí, de ahora en más, en estado de inquietante familiaridad: veo la fisura del sujeto (eso mismo de lo que el sujeto no puede decir nada). De lo que se deduce que la fotografía de juventud es a la vez muy indiscreta (lo que en ella se deja leer es mi cuerpo interior) y muy discreta (no es de “mí” de quien habla).
Se encontrarán, pues, aquí, mezcladas con la novela familiar, solo las figuraciones de una prehistoria del cuerpo ‒de ese cuerpo que se encamina hacia el trabajo, el goce de la escritura‒. Pues ese es el sentido teórico de ese límite: manifestar que el tiempo del relato (de la imaginería) concluye con la juventud del sujeto: solo hay biografía de la vida improductiva. Apenas me pongo a producir, apenas escribo, el Texto mismo me desposee (por suerte) de mi duración narrativa. El Texto no puede contar nada; se lleva mi cuerpo a otra parte, lejos de mi persona imaginaria, hacia una suerte de lengua sin memoria, que es ya la del Pueblo, la de la masa insubjetiva (o la del sujeto generalizado), aun cuando mi manera de escribir todavía no me haya separado de ella.
El imaginario de imágenes se detendrá, pues, a la entrada de la vida productiva (que fue para mí la salida del sanatorio). Entonces aparecerá otro imaginario: el de la escritura. Y para que este pueda desplegarse (pues esa es la intención de este libro) sin que la representación de un individuo civil lo frene, lo asegure, lo justifique, para que sus signos propios, nunca figurativos, se liberen, el texto seguirá adelante sin otras imágenes que las de la mano que traza.

La demanda de amor.

Bayonne, Bayonne, ciudad perfecta: fluvial, ventilada por alrededores sonoros (Mouserolles, Marrac, Lachepaillet, Beyris), y sin embargo ciudad encerrada, ciudad novelesca: Proust, Balzac, Plassans. Imaginario primordial de la infancia: la provincia como espectáculo, la Historia como olor, la burguesía como discurso.

Por un camino como ese se bajaba regularmente hacia la Poterne (olores) y el centro de la ciudad. Allí se cruzaba uno con alguna señora de la burguesía bayonesa que subía hacia su mansión de las Arènes con un paquetito de la tienda Bon Goût en la mano.
Los tres jardines.
“Esta casa era una verdadera maravilla ecológica: no muy grande, plantada al costado de un jardín bastante vasto, parecía una maqueta de madera (a tal punto era suave el gris lavado de sus postigos). Tenía la modestia de un chalet, pero estaba llena de puertas, de ventanas bajas, de escaleras laterales, como un castillo de novela. Aunque ocupaba un solo terreno, el jardín contenía tres espacios simbólicamente diferentes (y cruzar el límite de cada espacio era un acto importante). Se atravesaba el primer jardín para llegar a la casa; era el jardín mundano, por donde se acompañaba a las señoras bayonesas dando pequeños pasos, haciendo grandes pausas. El segundo jardín, frente a la casa misma, estaba hecho de pequeños senderos que daban vuelta alrededor de dos porciones de césped gemelas; allí crecían rosas, hortensias (flor ingrata del sudeste), louisiane1, ruibarbo, hierbas domésticas en viejas cajas, una gran magnolia cuyas flores blancas llegaban hasta las habitaciones del primer piso; era allí donde, durante el verano, impávidas bajo los mosquitos, las señoras B. se instalaban en sillas bajas a tejer puntos complicados. Al fondo, el tercer jardín, salvo por un huerto de durazneros y frambuesos, era indefinido; a veces en desuso, a veces plantado con hortalizas vagas: se lo frecuentaba poco, y solo en el sendero central”.
Lo mundano, lo casero, lo salvaje: ¿no es acaso la tripartición misma del deseo social? De ese jardín bayonés, paso sin asombro a los espacios novelescos y utópicos de Jules Verne y de Fourier.
(Hoy esa casa ha desaparecido, barrida por el mercado inmobiliario bayonés).


El jardín grande formaba un territorio bastante ajeno. Parecía servir sobre todo para enterrar las gestaciones excedentarias de pequeños gatos. Al fondo, un sendero más sombrío y dos bolas huecas de boj: allí tuvieron lugar algunos episodios de sexualidad infantil.
Me fascina: la mucama.

Los dos abuelos.

De viejo se aburría. Siempre sentado a la mesa antes de hora (aunque esa hora se adelantaba sin cesar), vivía cada vez más adelantado, de tanto que se aburría. No sostenía ningún discurso.
Le gustaba caligrafiar programas de audiciones musicales, o armar atriles, cajas, objetos de madera. Él tampoco sostenía ningún discurso.

Las dos abuelas.
Una era hermosa, parisina. La otra era buena, provinciana: imbuida de burguesía –no de nobleza, de la que sin embargo procedía–, tenía un gran sentido del relato social que llevaba adelante en un cuidado francés de convento donde persistían los imperfectos del subjuntivo: el chisme mundano la abrasaba como una pasión amorosa; el objeto principal del deseo era una tal señora Leboeuf, viuda de un farmacéutico (enriquecido por el invento de un alquitrán), una especie de arbusto oscuro, enjoyado y bigotudo, al que intentaban atraer al té mensual (la continuación, en Proust).
(En esas dos grandes familias, el discurso estaba en manos de las mujeres. ¿Matriarcado? En China, hace mucho tiempo, se enterraba a toda la comunidad alrededor de la abuela).



La hermana del padre: estuvo sola toda la vida.

El padre, muerto muy temprano (en la guerra), no era objeto de ningún discurso del recuerdo o del sacrificio. Reemplazado por la madre, su memoria, nunca opresiva, no hacía sino rozar la infancia con una gratificación casi silenciosa.


El hocico blanco del tranvía de mi infancia.

Por las tardes, a menudo, volviendo a casa, atajo por las alamedas marinas, a lo largo del Adour: grandes árboles, barcos abandonados, paseantes vagos, deriva del aburrimiento: rondaba allí una sexualidad de parque público.

¿La escritura no fue durante siglos el reconocimiento de una deuda, la garantía de un intercambio, la firma de una representación? Hoy, sin embargo, tiende suavemente hacia el abandono de las deudas burguesas, hacia la perversión, el extremo del sentido, el texto...
La novela familiar.
¿De dónde vienen? De una familia de notarios de la alta Garonne. Heme aquí provisto de una raza, de una clase. La foto, policial, lo prueba. Ese joven de ojos azules y codo pensativo será el padre de mi padre. Estasis última de ese descenso: mi cuerpo. La estirpe terminó por producir un ser inútil.


De generación en generación, el té: indicio burgués y encanto seguro.


El estadio de espejo: “eres eso”.

Del pasado, lo que más me fascina es mi infancia; solo ella, al mirarla, no me hace extrañar el tiempo abolido. Pues no es lo irreversible lo que descubro en ella; es lo irreductible: todo lo que aún está en mí, a veces; en el niño, leo al desnudo el reverso negro de mí mismo, el aburrimiento, la vulnerabilidad, la facilidad para las desesperaciones (felizmente plurales), la conmoción interna, aislada, para su desgracia, de toda expresión.
¿Contemporáneos?
Yo empezaba a caminar,
Proust todavía vivía
y terminaba La Recherche.


De niño me aburría a menudo, y mucho. Es algo que empezó evidentemente muy temprano, que continuó toda mi vida, por ráfagas (cada vez más raras, es cierto, gracias al trabajo y a los amigos), y que siempre fue visible. Es un aburrimiento aterrador, que llega al desasosiego: así es el que experimento en los coloquios, las conferencias, las veladas extranjeras, las diversiones grupales: allí donde el aburrimiento puede verse. ¿El aburrimiento será, pues, mi histeria?

Desasosiego: la conferencia.

Aburrimiento: la mesa redonda.

“La delicia de esas mañanas en U.: el sol, la casa, las rosas, el silencio, la música, el café, el sosiego insexual, la falta de agresión...”.
La familia sin el familismo.


“Nosotros, siempre nosotros…”.

… salvo por los amigos.
Mutación brusca del cuerpo (a la salida del sanatorio): pasa (o cree pasar) de la delgadez al sobrepeso. A partir de entonces, debate perpetuo con ese cuerpo para devolverle su delgadez esencial (imaginario de intelectual: adelgazar es el acto ingenuo de querer-ser-inteligente).


En esa época, los estudiantes secundarios eran señoritos.

Ninguna ley que oprima un discurso está suficientemente fundamentada.
El papel de Darío, que interpretaba siempre con el máximo nerviosismo, tenía dos largos parlamentos en los que todo el tiempo corría peligro de confundirme: estaba fascinado por la tentación de pensar en otra cosa. Por los agujeritos de la máscara no podía ver nada; solo muy lejos, muy alto; mientras soltaba las profecías del rey muerto, mi mirada se posaba en objetos inertes y libres, una ventana, un voladizo, un rincón del cielo: ellos, al menos, no tenían miedo. Me culpaba por haberme dejado atrapar en esa trampa incómoda –mientras mi voz seguía con su flujo parejo, rebelándose contra las expresiones que hubiera debido darle–.


¿De dónde viene, pues, esa expresión? ¿De la naturaleza? ¿Del código?

La tuberculosis-retro.
(Cada mes se pegaba una hoja nueva al final de la anterior: al final había metros de hojas, manera farsesca de escribir el cuerpo en el tiempo).
Enfermedad indolora, inconsistente, enfermedad limpia, sin olores, sin “ello”; no tenía otros rasgos que su duración, interminable, y el tabú social del contagio; por lo demás, se estaba enfermo o curado de una manera abstracta, por un mero decreto del médico; y mientras que las demás enfermedades desocializan, la tuberculosis, por su parte, te proyectaba en una pequeña sociedad etnográfica que tenía algo de horda, de convento y de falansterio: ritos, restricciones, protecciones.
Pero ¡yo nunca me he parecido a eso! –¿Cómo lo sabe usted? ¿Qué sería ese “usted” al que debería o no debería parecerse? ¿Dónde encontrarlo? ¿En qué patrón morfológico o expresivo? ¿Dónde está su cuerpo de verdad? Usted es el único que no puede verse más que en imagen, nunca ve sus ojos sino atontados por la mirada que posan en el espejo o en el objetivo (solo me interesaría ver mis ojos cuando te miran): está usted condenado a lo imaginario, incluso, y sobre todo, por su cuerpo.

1942

1970
Mi cuerpo recién se libera de todo imaginario cuando recupera su espacio de trabajo. Ese espacio es siempre idéntico, pacientemente adaptado al goce de pintar, de escribir, de clasificar.




Hacia la escritura.
Los árboles son alfabetos, decían los griegos. De todos los árboles-letras, el más hermoso es la palmera. De la escritura, profusa y nítida como el chorro de sus palmas, posee el efecto principal: la recaída.
En el norte, un pino solitario
se yergue sobre una árida colina.
Dormita: la nieve y el hielo
lo envuelven con un manto blanco.
Sueña con una palmera que
lejos, en el Oriente,
se aflige, solitaria y silenciosa,
sobre una roca ardiente.
Heinrich Heine.

Activo/reactivo
En lo que escribe hay dos textos. El texto I es reactivo, movido por indignaciones, miedos, réplicas internas, pequeñas paranoias, defensas, escenas. El texto II es activo, movido por el placer. Pero al escribirse, al corregirse, al plegarse a la ficción del Estilo, el texto I se vuelve a su vez activo; pierde entonces su piel reactiva, que solo subsiste por placas (entre pequeños paréntesis).
El adjetivo
Le cuesta soportar toda imagen de sí mismo, sufre cuando lo nombran. Considera que la perfección de una relación humana tiene que ver con esa falta de imagen: abolir entre ambos, de uno hacia el otro, los adjetivos; una relación que se adjetiva está del lado de la imagen, del lado de la dominación, de la muerte.
(En Marruecos era evidente que no tenían ninguna imagen de mí: el esfuerzo que hacía, como buen occidental, por ser esto o aquello quedaba sin respuesta: ni esto ni aquello me eran devueltos bajo la forma de un lindo adjetivo; no se les ocurría comentarme, se negaban, a mis espaldas, a alimentar y halagar mi imaginario. En un primer momento, esa opacidad de la relación humana tenía algo agotador; pero poco a poco aparecía como una virtud de civilización, o como la forma verdaderamente dialéctica del diálogo amoroso).
La comodidad
Hedonista (puesto que así se considera), aspira a un estado que es, en definitiva, el confort; pero es un confort más complicado que el confort doméstico, cuyos elementos establece nuestra sociedad; es un confort que él mismo se organiza, que se arma con sus propias manos (así como mi abuelo B., al final de su vida, se había instalado una pequeña tarima a lo largo de su ventana para ver mejor el jardín mientras trabajaba). Ese confort personal, podríamos llamarlo: la comodidad. La comodidad cobra una dignidad teórica (“No tenemos que tomar nuestras distancias respecto del formalismo, sino solo nuestras comodidades”, 1971, I2) y también una fuerza ética: es la pérdida voluntaria de todo heroísmo incluso en el goce.
El demonio de la analogía
La bestia negra de Saussure era la arbitrariedad (del signo). La suya es la analogía. Las artes “analógicas” (cine, fotografía), los métodos “analógicos” (la crítica universitaria, por ejemplo), están desacreditados. ¿Por qué? Porque la analogía implica un efecto de Naturaleza: hace de lo “natural” una fuente de verdad; y lo que incrementa la maldición de la analogía es que es irreprimible (Ré, 394, IV): apenas una forma es vista, es preciso que se asemeje a algo: la humanidad parece condenada a la Analogía; es decir, a fin de cuentas, a la Naturaleza. De allí el esfuerzo de los pintores, los escritores, por escapar de ella. ¿Cómo? Por medio de dos excesos opuestos, o, si se prefiere, dos ironías, que ponen a la Analogía en ridículo, ya sea fingiendo un respeto espectacularmente chato (es el caso de la Copia, que, por su parte, queda salvada), ya sea deformando regularmente –según ciertas reglas– el objeto imitado (es el caso de la Anamorfosis, CV, 792, II).
Fuera de esas transgresiones, lo que se opone de manera benéfica a la pérfida Analogía es la simple correspondencia estructural: la Homología, que reduce la remisión del primer objeto a una alusión proporcional (etimológicamente, es decir: en las épocas felices del lenguaje, analogía quería decir proporción).
(El toro ve rojo cuando el señuelo le salta a la vista: los dos rojos coinciden, el de la ira y el de la capa: el toro está en plena analogía, es decir: en pleno imaginario. Cuando resisto a la analogía, resisto en realidad a lo Imaginario; a saber: a la coalescencia del signo, a la semejanza entre significante y significado, al homeomorfismo de las imágenes, al Espejo, al señuelo que cautiva. Todas las explicaciones científicas que recurren a la analogía –y son legión– participan del señuelo, forman lo imaginario de la Ciencia).
En el pizarrón negro
M. B., profesor de la clase de Troisième A del liceo Louis-le-Grand, era un viejito socialista y nacional. A principios de año, solemnemente, contabilizaba en el pizarrón negro los padres de los alumnos que habían “caído en el campo de honor”: abundaban los tíos y los primos, pero yo fui el único que pudo anunciar a un padre; el hecho me incomodó, como si fuera una marca excesiva. Sin embargo, una vez borrado el pizarrón, de ese duelo proclamado ya no quedaba nada –excepto, en la vida real, que, por su parte, es siempre silenciosa, la figura de un hogar sin arraigo social: ningún padre al que matar, ninguna familia que odiar, ningún entorno que desaprobar: ¡gran frustración edípica!
(Los sábados a mediodía, a manera de distracción, ese mismo M. B. le pedía a un alumno que sugiriera un tema de reflexión cualquiera, y, por descabellado que fuera, jamás renunciaba a extraer de él un pequeño dictado, que improvisaba mientras se paseaba por la clase, demostrando así su dominio moral y su facilidad para la redacción).
Afinidad carnavalesca entre el fragmento y el dictado: el dictado reaparecerá aquí a veces como figura obligada de la escritura social, retazo de la redacción escolar.
El dinero
La pobreza lo convirtió en un niño desocializado, pero no desclasado: no pertenecía a ningún medio (a B., lugar burgués, solamente iba de vacaciones: de visita, y como a un espectáculo); no participaba de los valores de la burguesía, que tampoco podían indignarlo, puesto que para él no eran sino escenas de lenguaje del género novelesco; solo participaba de su arte de vivir (1971, II). Ese arte subsistía, incorruptible, en medio de las crisis de dinero: no conocíamos la miseria sino la dificultad; es decir: el terror de los plazos, los problemas de vacaciones, de zapatos, de libros escolares y aun de comida. De esa privación soportable (la dificultad siempre lo es) quizás haya surgido una pequeña filosofía de la compensación libre, de la sobredeterminación de los placeres, de la comodidad (que es precisamente el antónimo de la dificultad). El problema que lo formó fue sin duda el dinero, no el sexo.
En el plano de los valores, el dinero tiene dos sentidos opuestos (es un enantiosema): se lo condena muy fuertemente, sobre todo en el teatro (muchos ataques contra el teatro de dinero, allá por 1954), luego se lo rehabilita, siguiendo a Fourier, como reacción contra los tres moralismos que se le oponen: el marxista, el cristiano y el freudiano (SFL, 777, III). Con todo, por supuesto, lo que se defiende no es el dinero retenido, embutido, atascado; es el dinero gastado, despilfarrado, arrastrado por el movimiento mismo de la pérdida, abrillantado por el lujo de una producción: el dinero se vuelve entonces, metafóricamente, oro: el Oro del Significante.