Kitabı oku: «Roland Barthes por Roland Barthes», sayfa 3
La nave Argo
Imagen frecuente: la de la nave Argo (luminosa y blanca), de la que los argonautas reemplazaban poco a poco cada pieza, de modo que al final terminaron con una nave completamente nueva, sin tener que cambiarle el nombre ni la forma. Esta nave Argo es muy útil: proporciona la alegoría de un objeto eminentemente estructural, creado no por el genio, la inspiración, la determinación, la evolución, sino por dos actos modestos (que no pueden caer dentro de ninguna mística de la creación): la sustitución (una pieza expulsa a la otra, como en el paradigma) y la nominación (el nombre no tiene relación alguna con la estabilidad de las piezas): a fuerza de hacer combinaciones dentro de un mismo nombre, nada queda ya del origen: Argo es un objeto sin otra causa que su nombre, sin otra identidad que su forma.
Otro Argo: tengo dos espacios de trabajo, uno en París, el otro en el campo. Entre uno y otro no hay objetos comunes, pues nunca nada se traslada. Sin embargo, esos lugares son idénticos. ¿Por qué? Porque la disposición de los útiles (papel, plumas, pupitres, péndulos, ceniceros) es la misma: lo que constituye su identidad es la estructura del espacio. Bastaría este fenómeno privado para echar luz sobre el estructuralismo: el sistema prevalece sobre el ser de los objetos.
La arrogancia
No le gustan mucho los discursos de victoria. Como le cuesta soportar que cualquiera sea humillado, apenas una victoria se dibuja en algún lado, tienen ganas de irse a otra parte (si fuera dios, no pararía de revertir las victorias –¡que es lo que hace Dios!). Traspuesta al plano del discurso, la victoria más justa se vuelve un disvalor de lenguaje, una arrogancia: la expresión, hallada en Bataille, que habla en algún lado de las arrogancias de la ciencia, se hizo extensiva a todos los discursos triunfantes. Padezco, pues, tres arrogancias: la de la Ciencia, la de la Doxa, la del Militante.
La Doxa (palabra que reaparecerá a menudo) es la Opinión pública, el Espíritu Mayoritario, el Consenso pequeñoburgués, la Voz de lo Natural, la Violencia del Prejuicio. Podemos llamar doxología (término de Leibniz) a toda manera de hablar que se adapta a la apariencia, a la opinión o a la práctica.
A veces lamentaba haberse dejado intimidar por ciertos lenguajes. Entonces alguien le decía: pero, sin eso, ¡usted no habría podido escribir! La arrogancia circula como un vino fuerte entre los convidados del texto. El intertexto no incluye solo los textos delicadamente elegidos, secretamente amados, libres, discretos, generosos, sino también textos comunes, triunfales. Uno mismo puede ser el texto arrogante de otro texto.
Decir “ideología dominante” no sirve de mucho, ya que es un pleonasmo: la ideología no es otra cosa que la idea en tanto que domina (PT, 238, IV). Pero puedo ir más allá subjetivamente y decir: ideología arrogante.
El gesto del arúspice
En S/Z (129, III), la lexia (el fragmento de lectura) es comparada con ese pedazo de cielo que recorta el bastón del arúspice. Le gustó esa imagen: qué hermoso debía de ser, antaño, ese bastón apuntado hacia el cielo, es decir hacia lo inapuntable; y además es un gesto loco: trazar solemnemente un límite del que no queda absolutamente nada, salvo la remanencia intelectual de un recorte; entregarse a la preparación completamente ritual y completamente arbitraria de un sentido.
Asentir, no elegir
“¿De qué se trata? Estamos en la guerra de Corea. Un pequeño grupo de voluntarios de las fuerzas francesas patrulla vagamente los matorrales de Corea del Norte. Uno de ellos, herido, es recogido por una niña coreana que lo lleva a su pueblo, donde lo reciben los campesinos: el soldado elige quedarse entre ellos, con ellos. Elegir, ese es al menos nuestro lenguaje. No es exactamente el de Vinaver: de hecho, no asistimos ni a una elección, ni a una conversión, ni a una deserción, sino más bien a un asentimiento progresivo: el soldado asiente ante el mundo coreano que descubre…” (A propósito de Aujourd'hui ou Les Coréens, de Michel Vinaver, 1956).
Mucho más tarde (1974), en ocasión del viaje a China, trató de retomar el término asentimiento para darles a entender a los lectores de Le Monde –es decir, a su mundo– que no “elegía” China (le faltaban demasiados elementos para dilucidar esa elección), sino que consentía en el silencio (al que llamó “insipidez”), igual que el soldado de Vinaver, lo que allí se estaba trabajando. No lo entendieron muy bien: lo que reclama el público intelectual es una elección: había que salir de China como un toro que salta del toril a la arena colmada: furioso o triunfal.
Verdad y aserción
Su malestar, a veces muy intenso –ciertas noches, después de haber escrito todo el día, llegaba a ser una suerte de miedo–, le venía de la sensación de estar produciendo un discurso doble, en el que el modo excedía de alguna manera a la intención: pues la intención de su discurso no es la verdad, y sin embargo es un discurso asertivo.
(Es una incomodidad que ha sentido desde muy temprano; hace esfuerzos por dominarla –a falta de lo cual debería dejar de escribir– imaginándose que el asertivo es el lenguaje, no él. Qué remedio irrisorio, como todo el mundo debería convenir, agregar a cada frase alguna cláusula de incertidumbre, como si algo, cualquier cosa que proviniera del lenguaje, pudiera hacer temblar al lenguaje).
(En virtud de una sensación parecida, cada vez que escribe algo se imagina que lastimará a uno de sus amigos –nunca al mismo: va cambiando).
La atopía
Fichado: estoy fichado, asignado a un lugar (intelectual), a una residencia de casta (si no de clase). Contra eso hay una sola doctrina interior: la de la atopía (del habitáculo a la deriva). La atopía es superior a la utopía (la utopía es reactiva, táctica, literaria, procede del sentido y lo hace funcionar).
La autonimia
La copia enigmática, la interesante, es la copia descolgada: reproduce y da vuelta al mismo tiempo: no puede reproducir si no es dando vuelta, perturba el encadenamiento infinito de las réplicas. Esa noche, los dos mozos del Flore van a tomar su aperitivo al Bonaparte; uno va con su “señora”, el otro olvidó ponerse sus supositorios contra la gripe; los atiende (Pernod y Martini) el joven mozo del Bonaparte, que, por su parte, está de turno (“Mis disculpas, no sabía que era su señora”): todo fluye en la familiaridad y la reflexividad, y sin embargo los roles se mantienen forzosamente separados. Hay mil ejemplos de esa reverberación, siempre fascinante: peluquero cortándose el pelo, lustrabotas (en Marruecos) haciéndose lustrar, cocinera haciéndose cocinar, actor yendo al teatro en su día de franco, cineasta que ve películas, escritor que lee libros; la señorita M., dactilógrafa mayor, no puede escribir sin tachar la palabra “tachar”; M., celestino, no da con nadie que le proporcione (para su uso personal) los sujetos que él suministra a sus clientes, etc. Todo eso es la autonimia: el estrabismo inquietante (cómico y soso) de una operación en bucle: algo así como un anagrama, una sobreimpresión invertida, un aplastamiento de niveles.
La baladeuse
En otros tiempos, un tranvía blanco prestaba el servicio de Bayonne a Biarritz; en verano le enganchaban un vagón totalmente abierto, sin berlina: la baladeuse (“la paseandera”). Gran alegría, todo el mundo quería subirse: a lo largo de un paisaje poco cargado, se gozaba a la vez del panorama, del movimiento, del aire. Hoy ya no están ni la baladeuse ni el tranvía, y el viaje de Biarritz es una lata. Con esto no quiero embellecer míticamente el pasado, ni expresar la añoranza de una juventud perdida fingiendo añorar un tranvía. Con esto quiero decir que el arte de vivir no tiene historia: no evoluciona: el placer que cae, cae para siempre, insustituible. Aparecen otros placeres, que no reemplazan nada. No hay progreso en los placeres, solo mutaciones.
Cuando jugaba a las barres…
Cuando jugaba a las barres3, en el Luxemburgo, mi placer máximo no era provocar al adversario ni ofrecerme temerariamente a su derecho de captura: era liberar a los prisioneros, lo que hacía que todas las partes volvieran a ponerse en circulación: el juego empezaba otra vez de cero.
En el gran juego de los poderes de la palabra también se juega a las barres: el poder [la barre] que un lenguaje tiene sobre otro es solo temporario; basta que un tercero surja de las filas para que el asaltante se vea obligado a replegarse: en el conflicto de las retóricas, el que vence es siempre el tercer lenguaje. Es el lenguaje que tiene por tarea liberar a los prisioneros: dispersar los significados, los catecismos. Como en el juego de las barres, lenguaje sobre lenguaje, al infinito, he aquí la ley que mueve la logósfera. De donde se derivan otras imágenes: la del juego de la mano caliente (mano sobre mano: la tercera vuelve, ya no es la primera), la del juego de “piedra, papel y tijera”, la de la cebolla, hojaldre de pieles sin núcleo. Que la diferencia no se pague con ninguna sujeción: que no haya última réplica.
Nombres propios
Una parte de su infancia estuvo dedicada a una escucha particular: la de los nombres propios de la antigua burguesía bayonesa, que oía repetir durante todo el día a su abuela, prendada de mundanidad provinciana. Eran nombres muy franceses, y, aun dentro de ese código, sin embargo, a menudo originales: formaban una guirnalda de significantes extraños para mis oídos (la prueba es que los recuerdo muy bien: ¿por qué?): las señoras Leboeuf, Barbet-Massin, Delay, Voulgres, Poques, Léon, Froisse, de Saint-Pastou, Pichoneau, Poymiro, Novion, Puchulu, Chantal, Lacape, Henriquet, Labrouche, de Lasbordes, Didon, de Ligneroles, Garance. ¿Cómo se puede tener una relación amorosa con nombres propios? Ninguna sospecha de metonimia: esas señoras no eran deseables, ni siquiera agradables. Y, sin embargo, imposible leer una novela, un libro de Memorias, sin esa gula particular (leyendo a la señora de Genlis, vigilo con interés los nombres de la antigua nobleza). No es solo una lingüística de los nombres propios lo que nos hace falta; es también una erótica: el nombre, como la voz, como el olor, sería el final de una languidez: deseo y muerte: “el último suspiro que queda de las cosas”, dice un autor del siglo pasado.
De la estupidez, solo tengo derecho…
De un juego musical escuchado todas las semanas por FM, y que le parece “estúpido”, saca esta conclusión: la estupidez sería un núcleo duro e indivisible, un primitivo: imposible descomponerla científicamente (si fuera posible analizar científicamente la estupidez, toda la TV se desmoronaría). ¿Qué es la estupidez? ¿Un espectáculo, una ficción estética, un fantasma quizás? ¿Tenemos ganas, acaso, de incluirnos en el cuadro? Es hermoso, es sofocante, es extraño; y de la estupidez, solo tendría derecho a decir, en suma, esto: que me fascina. La fascinación sería la sensación justa que debe inspirarme la estupidez (si se llega a pronunciar su nombre): me abraza (es intratable, nada tiene poder sobre ella, te atrapa en el juego de la mano caliente).
El amor de una idea
Durante un tiempo se entusiasmó con el binarismo: el binarismo era para él un verdadero objeto amoroso. Le parecía que era una idea que no terminaría de explotar jamás. El hecho de que se pudiera decir todo con una sola diferencia producía en él una suerte de alegría, un asombro continuo.
Como las cosas intelectuales se parecen a las cosas del amor, lo que le agradaba del binarismo era una figura. Esa figura, volvería a encontrarla más tarde, idéntica, en la oposición de valores. Lo que terminaría alejándolo de la semiología fue en un primer momento el principio mismo de su goce: una semiología que renuncia al binarismo ya no lo concierne demasiado.
La señorita burguesa
En plena agitación política, toca el piano, pinta acuarelas: todas las falsas ocupaciones de una señorita burguesa del siglo XIX. Invierto el problema: ¿qué de las prácticas de la señorita burguesa de antaño excedía su feminidad y su clase? ¿Cuál era la utopía de esas conductas? La señorita burguesa producía inútilmente, estúpidamente, para sí misma, pero producía: era su forma propia de gastar.
El amateur
El amateur (el que hace pintura, música, deporte, ciencia, sin ánimo de dominio técnico ni de competencia), el amateur renueva su goce (amator: que ama y sigue amando); no es en absoluto un héroe (de la creación, de la performance); se instala con gracia (por nada) en el significante: en la materia inmediatamente definitiva de la música, de la pintura; su práctica, por lo general, no incluye ningún rubato (ese robo del objeto en beneficio del atributo): es –acaso sea– el artista contraburgués.
Reproche de Brecht a R. B.
R. B. parece siempre querer limitar la política. ¿No sabe lo que Brecht parece haber escrito a propósito para él?
“Quiero, por ejemplo, vivir con poca política. Eso significa que no quiero ser un sujeto político. Pero no que quiera ser objeto de mucha política. Ahora bien: hay que ser objeto o sujeto de política; y no hay otra posibilidad; no es posible ser ni una cosa ni la otra ni ambas cosas al mismo tiempo; parece ser indispensable, pues, que haga política, y ni siquiera está en mis manos determinar qué cantidad tenga que hacer. Así, pues, es muy posible que deba consagrar mi vida entera a la política, e incluso sacrificarla por ella” (Escritos sobre la política y la sociedad, p. 57).
Su lugar (su medio) es el lenguaje: es allí donde elige o rechaza, es allí donde su cuerpo puede o no puede. ¿Sacrificar su vida de lenguaje por la actividad política? Está dispuesto a ser sujeto, pero no charlador político (el charlador: el que suelta su discurso, lo cuenta, y al mismo tiempo lo informa, lo firma). No consigue despegar lo real político de su discurso general, repetido; por eso lo político le está forcluido. Esa forclusión, sin embargo, puede convertirla en el sentido político de lo que escribe: es como si fuera el testigo histórico de una contradicción: la de un sujeto político sensible, ávido y silencioso (no hay que separar estas palabras).
El discurso político no es el único que se repite, se generaliza, se cansa; tan pronto un discurso cambia en alguna parte, sobrevienen una vulgata y su cortejo agotador de frases inmóviles. Si ese fenómeno común le parece especialmente intolerable en el caso del discurso político, es porque allí la repetición cobra el aspecto de un colmo: al presentarse lo político como ciencia fundamental de lo real, lo dotamos fantasmáticamente de un poder último: el de opacar el lenguaje, el de reducir toda cháchara a su residuo de real. ¿Cómo, pues, tolerar sin duelo que lo político entre, a su vez, en la fila de los lenguajes y se convierta en cháchara?
(Para que el discurso político no caiga en la repetición, hacen falta condiciones poco comunes: o bien que él mismo instituya un nuevo modo de discursividad: es el caso de Marx; o bien, más modestamente, que por medio de una simple inteligencia del lenguaje –por medio de la ciencia de sus efectos propios–, un autor produzca un texto político a la vez estricto y libre, que asuma la marca de su singularidad estética, como si inventara y modificara lo que ha sido dicho; es el caso de Brecht en los Escritos sobre la política y la sociedad; o bien, también, que lo político, en un nivel de profundidad oscuro y como inverosímil, active y transforme la materia misma del lenguaje: es el caso del Texto, el de Lois, por ejemplo).
El chantaje a la teoría
Muchos textos de vanguardia (todavía inéditos) son inciertos: ¿cómo juzgarlos, quedárselos, cómo predecirles un futuro, inmediato o lejano? ¿Agradan? ¿Aburren? Su cualidad evidente es de orden intencional: se afanan por servir a la teoría. Sin embargo, esa cualidad es también un chantaje (un chantaje a la teoría): ámenme, consérvenme, defiéndanme, pues cumplo con la teoría que ustedes reclaman; ¿no hago acaso lo mismo que hicieron Artaud, Cage, etc.? –Pero Artaud no es solo “vanguardia”; es también escritura; Cage también tiene encanto… –He allí ciertos atributos que precisamente no son reconocidos por la teoría, que a veces merecen incluso su desprecio. Armonicen al menos vuestro gusto y vuestras ideas, etc. (La escena continúa, infinita).
Charlot
De chico no le gustaban tanto las películas de Charlot; fue más tarde cuando, sin engañarse sobre la ideología confusa y tranquilizadora del personaje (Mit, 700, I), encontró una suerte de deleite en ese arte a la vez muy popular (pues lo fue) y muy retorcido; era un arte compuesto, que tomaba al sesgo diversos gustos, diversos lenguajes. Esa clase de artistas provocan una dicha completa, porque dan la imagen de una cultura a la vez diferencial y colectiva: plural. Esa imagen pasa a funcionar como el tercer término, el término subversivo de la oposición en la que estamos encerrados: cultura de masas o cultura superior.
Lo pleno del cine
Resistencia al cine: allí el significante mismo es siempre, y por naturaleza, liso, cualquiera sea la retórica de los planos; es un continuum de imágenes, sin remisión; la película (llamada así con justa razón: es una piel sin aberturas) sigue, como una cinta parlanchina: imposibilidad estatutaria del fragmento, del haiku. Hay restricciones de representación (análogas a las rúbricas obligatorias de la lengua) que obligan a recibirlo todo: de un hombre que camina en la nieve, antes aun de que empiece a tener un significado, se me da todo; en la escritura, por el contrario, no me obligan a ver cómo están hechas las uñas del héroe –pero, si le dan ganas, el Texto me cuenta, y con cuánta fuerza, de las uñas demasiado largas de Hölderlin.
(Esto, apenas lo he escrito, me parece una confesión de imaginario: tendría que haberlo enunciado como un discurso soñador que intentara saber por qué me resisto o deseo; desgraciadamente, estoy condenado a la aserción: falta en francés (y acaso en todas las lenguas) un modo gramatical que diga ligeramente (nuestro condicional es demasiado pesado) no ya la duda intelectual, sino el valor que busca convertirse en teoría).
Cláusulas
En las Mitologías, lo político suele estar en el toque final (por ejemplo: “Vemos, pues, que las ‘bellas imágenes’ de Continent perdu no pueden ser inocentes: no puede ser inocente perder el continente que se reunió en [la conferencia de] Bandung”). Este tipo de cláusulas tiene sin duda una triple función: retórica (el cuadro se cierra decorativamente), señalética (gracias a un proyecto de compromiso se recuperan in extremis ciertos análisis temáticos) y económica (se intenta reemplazar la disertación política por una elipsis más leve; a menos que esa elipsis solo sea el procedimiento desenfadado mediante el cual se despacha una demostración que va de suyo).
El Michelet despacha la ideología del autor en una sola página (inicial). R. B. conserva y evacúa el sociologismo político: lo conserva como firma, lo evacúa como aburrimiento.
La coincidencia
Me grabo tocando el piano; al principio, por la curiosidad de escucharme; pero muy rápidamente dejo de escucharme; lo que escucho es, por pretencioso que parezca, el estar-ahí de Bach y de Schumann, la materialidad pura de su música; porque se trata de mi enunciación, el predicado pierde toda pertinencia; al contrario, hecho paradójico, si escucho a Richter o a Horowicz, se me ocurren mil adjetivos: los escucho a ellos, no a Bach o a Schumann. –¿Qué sucede, pues? Cuando me escucho habiendo tocado –pasado un primer momento de lucidez en el que percibo uno por uno los errores que cometí–, se produce una coincidencia rara: el pasado de mi ejecución coincide con el presente de mi escucha, y en esa coincidencia se abole el comentario: lo único que queda es la música (va de suyo que lo que queda no es en absoluto la “verdad” del texto, como si hubiera encontrado el “verdadero” Schumann o el “verdadero” Bach).
Del mismo modo, cuando finjo escribir sobre lo que escribí alguna vez, se produce un movimiento de abolición, no de verdad. No trato de poner mi expresión presente al servicio de mi verdad anterior (el régimen clásico habría santificado ese esfuerzo bajo el nombre de autenticidad ), renuncio a la persecución agotadora de un antiguo pedazo de mí mismo, no busco restaurarme (como se dice de un monumento). No digo: “Voy a describirme”, sino: “Escribo un texto y lo llamo R. B.”. Prescindo de la imitación (de la descripción) y me confío a la nominación. ¿Acaso no estoy enterado de que en el campo del sujeto no hay referente? El hecho (biográfico, textual) se abole en el significante, porque coincide inmediatamente con él: escribiéndome, no hago más que repetir la operación extrema por la cual Balzac, en Sarrazine, hizo coincidir castración y castratura: yo mismo soy mi propio símbolo, sigo la historia de aquello que me sucede: girando en rueda libre en el lenguaje, no tengo nada con que compararme, y en ese movimiento el pronombre de lo imaginario, “yo”, se revela im-pertinente; lo simbólico se vuelve literalmente inmediato: peligro esencial para la vida del sujeto: escribir sobre sí puede parecer una idea pretenciosa; pero también es una idea simple: simple como una idea suicida.
Un día, de ocioso, consulté el I Ching sobre mi proyecto. Salió el hexagrama 29: K’an. The perilous Chasm: ¡peligro!, ¡precipicio!, ¡abismo! (el trabajo presa de la magia: del peligro).

Goce gráfico: antes de la pintura, la música.
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