Kitabı oku: «Sencillamente así», sayfa 2
Todo es contexto
Volvamos a la analogía del billar. Si observamos una partida, descubrimos que el taco golpea la primera bola, y esa bola se desplaza y golpea a otra, que a su vez impacta con una tercera, y así sucesivamente. Podemos observar la secuencia y explicar el comportamiento de la bola final que cae en la tronera en términos causales: la acción es una cadena de acontecimientos racionales que empezó con el primer golpe de taco.
Así es precisamente como la mayor parte de la gente concibe el mundo en el presente, como una realidad que acontece a través de los procesos mecánicos de causa y efecto. Tal vez admitan que la imagen de conjunto es más compleja, pero seguirán aduciendo que, si pudiéramos conocer y rastrear todos los factores implicados, descubriríamos que cualquier conducta o acto singular es el resultado ineludible de una serie de bolas que chocan unas con otras, y que los átomos o las partículas atómicas fundamentales predispusieron que un acontecimiento específico se desarrollara tal como ocurrió. Técnicamente, esto se conoce como relación catenaria. Creemos que los átomos funcionan así: como en una hilera de ladrillos o fichas de dominó; si tiramos la primera, el resto irá cayendo sucesivamente. Esto es una secuencia catenaria.
Sin embargo, a físicos y biólogos cada vez les resulta más evidente que esta no es una descripción suficiente de la influencia recíproca de los diversos acontecimientos. Hay otra forma, muy diferente, de describir las relaciones. La palabra reticular procede de la palabra en latín que significa «red» o «semejante a una red». Aplicada a las relaciones, la reticulación significa que no podemos atribuir un determinado evento a uno o varios sucesos previos en una cadena causal, sino que la relación entre el pasado y el presente –así como la relación entre el presente y el futuro– tiene que tomarse en consideración antes de comprender realmente un determinado acontecimiento.
Digamos que dejo caer una pelota y esta rebota. En realidad, podríamos considerar que en este acto tienen lugar múltiples acontecimientos, pero consideremos, en aras del argumento, que se trata de uno solo. Podría decir que dejo caer la pelota, que esta obedece a una ley particular de la naturaleza conocida como gravedad y que, en consecuencia, llega hasta el suelo. Y como está hecha de goma y tiene aire en su interior, rebota y desobedece levemente a la gravedad durante unos instantes.
Sin embargo, no basta con describir la secuencia histórica de acontecimientos que produce el rebote de la pelota, como si se tratara de una serie de causas y efectos dispuestos en una cadena a lo largo del tiempo. En realidad, todo depende del contexto actual: para empezar, de la densidad del aire. Para que yo deje caer la pelota han de coexistir una multitud de elementos, entre ellos los materiales y las personas implicados en su fabricación. Así, todo lo que acontece no puede considerarse como un mero fenómeno histórico; también debe considerarse en un contexto.
{ La idea de una cosa o de un acontecimiento aislado en la naturaleza... es una idea puramente abstracta que no encaja en absoluto con los hechos naturales. }
La mayoría de las personas saben que el contexto es de una importancia trascendental. No solo es importante cuándo sucede algo, sino también dónde sucede; es decir, en qué escenario. En mis venas la sangre circula en un determinado escenario, pero en un tubo de ensayo ese escenario difiere por completo. Mi sangre no se comporta igual en mi organismo y en el tubo de ensayo. Es completamente diferente.
De un modo análogo, en un determinado ambiente social nos comportamos de una forma y de una manera completamente diferente en otro escenario. Yo era un tipo de niño en casa, con mis padres, y un niño completamente distinto cuando estaba con mis tíos, y asumía otra identidad en las relaciones con otros niños de mi edad. Cambiaba en función del escenario en el que me encontraba, como hacen la mayor parte de los niños y los adultos.
A pesar de esta realidad, se nos dice que hemos de ser una persona coherente, aunque no lo somos. A medida que crecemos, se nos machaca con la idea de que debemos encarnar una personalidad uniforme, como un personaje de novela que ha de conservar su coherencia a lo largo de la narración para resultar creíble. ¿Quién se comporta igual indefinidamente? Actuar así en diversas circunstancias y en compañía de personas distintas no equivale a coherencia: significa que nos hemos vuelto rígidos e inflexibles.
Todo depende del contexto en el que se ubica cada cosa. Todo lo que diferenciamos depende de su relación en red con todo lo que acontece. En efecto, la propia noción de una cosa o un elemento aislado en la naturaleza –como la idea de relaciones causales entre diferentes cosas o acontecimientos– es una idea puramente abstracta que en modo alguno se ajusta a los hechos naturales. En la naturaleza no existen acontecimientos independientes. Nada ocurre de forma aislada: tocarnos la cabeza, sostener la mano del otro, mirar las estrellas, respirar; nada.
Evidentemente, a nuestro alrededor vemos todo tipo de movimientos –colores de toda especie e innumerables formas y figuras–, pero ninguna de ellas constituye una realidad independiente. Hablamos del interior y del exterior como si fueran aspectos autónomos, pero nada los separa en realidad. Intente hacerlo con su piel: el interior y el exterior se alían para crear la realidad única de la piel. No hay afuera, no hay adentro.
Otro tanto ocurre con la respiración. La situación física de mi cuerpo que inhala y exhala es imposible sin la circunstancia externa del aire para respirar. No podemos verlo, pero el aire nos rodea, de modo que apenas le prestamos atención, a no ser que su naturaleza se altere repentinamente, como en el caso de un vendaval. Y podremos señalar ese cambio a otra persona –la súbita agitación exterior– y decir: «Ey, mira eso». Y esa persona sabrá lo que quieres decir con eso, porque eso es algo a lo que apunta tu dedo. Es diferente y peculiar en relación con otras cosas.
La idea de un elemento o acontecimiento aislado deriva de este proceso. Hablamos de un eso. Sin embargo, cada eso que se manifiesta a nuestro alrededor no es una realidad desconectada: acontece en relación con otras cosas. Mi interior forma parte del exterior, mi respiración forma parte del aire, y la situación en la que el lector lee o escucha estas palabras es un complejo devenir.
Formar parte
Esta es la idea fundamental que expreso en estas páginas: la idea de formar parte. A partir de esta idea podemos empezar a construir y comprender la noción completa de redes, cuyos principios son difíciles de entender, sobre todo para quienes hemos crecido hablando lenguas occidentales y pensando en términos occidentales. Dicho esto, nos resulta posible pensar en redes por medio de las lentes de la relatividad y la relación.
Digamos que estás ahí sentado siendo exactamente el tipo de persona que eres, tal vez un poco neurótico, quizá algo feliz, acaso un tanto enfermo físicamente, o un poco avergonzado de ti mismo por una u otra razón... Simplemente, estás ahí siendo aquello que eres, tal como eres. Independientemente de lo que signifique para ti –independientemente de tu situación personal–, esa experiencia forma parte del resto del universo. La parte trasera forma parte de la delantera, el interior forma parte del exterior, y aquello que tú eres forma parte de la manera en que se manifiesta el resto del ser infinito.
Sin embargo, tal vez pienses que la forma en que se manifiesta el ser infinito es lo que determina lo que eres o, al contrario, quizá creas que tú eres lo que determina la estructura o patrón de un universo más amplio: condicionas o eres condicionado. Lo examinaré con más detalle más adelante. Por ahora, solo diré que el argumento de esta dicotomía es absurdo: no se trata de dilucidar qué controla qué. Todo se da al unísono. El universo y tú sois un único acontecimiento. Como Pierre Teilhard de Chardin escribe con palabras célebres en El fenómeno humano, el universo en su conjunto es el único átomo verdadero.1 En otras palabras, el universo es un único todo verdaderamente indivisible.
A los occidentales les resulta especialmente difícil comprender esta idea. Una de las razones por las que es complicado para nosotros asimilar que todo lo que somos resuena con el resto del universo se debe a que recibimos mensajes contradictorios en relación con nuestra naturaleza. Por un lado, se supone que hemos de ser una persona coherente; por otro, también hemos de mejorar y cambiar. Por una u otra razón, hemos de ser diferentes o mejores de lo que en realidad somos.
Nos repetimos este mensaje unos a otros, la televisión nos transmite esta misma idea y nos bombardean con todo tipo de anuncios que apuntan en el mismo sentido. En la actualidad, el mundo está lleno de gente que se gana la vida con sus métodos: métodos que nos enseñan a crecer, a evolucionar, a cambiar en una determinada dirección. Previo pago, por supuesto. Todos comparten cierta versión de «¡Mira! Tengo este importante programa o escuela. Deberías venir y estudiar conmigo». El método tal vez no sea originalmente suyo –tal vez pertenezca a algún célebre sabio, a un erudito o a alguna autoridad espiritual–, pero, en última instancia, carece de importancia. Lo importante es hacerte consciente de que tienes que cambiar, y eso significa que debes matricularte en un curso específico y, por lo tanto, pagar.
He recibido todo tipo de opiniones respecto a qué debo hacer con mi vida; por ejemplo, lo que tengo que hacer para ponerme en forma. Media de hora de práctica de yoga, una hora de zen, ejercicios para mejorar mi memoria, una dieta especial para asegurarme una nutrición correcta, etcétera. Si siguiera todos los consejos recibidos, me pasaría todo el día ocupado en prepararme para la vida. Y si reflexiono sobre ellos, pienso: «Dios mío..., todo ese proyecto no merece la pena».
Evidentemente, recibimos versiones sutiles de estos mensajes. Algunos expertos nos dirán que hemos de escoger una sola cosa. «Estás confuso», nos dirán. «Entonces concéntrate en una sola cosa.» Y si no estás seguro de qué elegir, ellos te informarán de qué creen que es mejor y más adecuado para ti. Así es precisamente como la gente se siente atraída y atrapada por los fanáticos religiosos; se les muestra el camino correcto, independientemente de lo que esto signifique.
Quiero dejar claro que yo no ofrezco nada semejante. No tengo intención de venderte un sistema o un programa. No dispongo de una receta mágica que implique, por ejemplo, la realización de un ejercicio especial cada mañana, durante cinco minutos, ni nada por el estilo. Mi único propósito es liberarte de todo ello. Idealmente, acudirás a un seminario o leerás un único libro y nunca volverás a tratar conmigo. No es el mejor modelo de negocio, pero en lo que respecta a mi sustento, ahí fuera siempre hay personas lo suficientemente insensatas como para prestarme atención.
En todo caso, no debería tener que ver conmigo; tiene que ver contigo. Y tú eres como una gota de rocío suspendida en una tela de araña multidimensional a la luz del amanecer. Sin embargo, si observamos de cerca esa gota de rocío, descubriremos que refleja todas las demás. Y el aspecto de esa gota se asemeja a la manifestación de todas las otras, ¿comprendes? Cada una ostenta su propio brillo particular, en función de su peculiar ubicación en el cosmos, y el reflejo de toda la red en cada gota de rocío es ligeramente diferente. Sin embargo, la red en su conjunto –es decir, todas las gotas juntas– depende de cada gota individual, así como cada gota individual depende de todas las demás.
Por lo tanto, esta es la situación que estamos viviendo. En un primer momento, esta reciprocidad puede desafiar nuestra lógica, porque aunque nos resulta fácil comprender que dependemos del universo –después de todo, necesitamos luz del sol, aire, agua, unos padres y ese tipo de cosas–, es más difícil comprender en qué sentido el universo nos necesita a nosotros. No hemos aprendido que la relación de la red es completamente mutua: se aplica en ambas direcciones. La red depende de ti y tú de ella.
Tu cerebro transforma las vibraciones del aire en sonido. Tú conviertes la actividad del sol en luz. Eres tú quien transmuta los procesos del aire en el cielo en el color que llamamos azul. El azul no existe por sí mismo: solo se da en tu cerebro. Si golpeas un tambor y este carece de parche, no emitirá sonido alguno. Es el parche el que evoca el sonido a partir de la mano o las baquetas. Sin parche, no hay sonido.
Así como la gota de rocío refleja todo lo demás en la red, tú reflejas todo lo que acontece en el universo. Gracias a la constitución del tipo de reflector que encarnas, evocarás lo que llamamos sol, luna y estrellas. Incluso las nebulosas. El propio espacio solo es vasto en relación contigo. La vastedad no significa nada en sí misma; requiere de tu participación y de tu percepción. Desde otras perspectivas, el espacio entre ellas puede ser minúsculo, o la distancia entre dos vellos en tu brazo podría resultar sumamente inmensa.
Una vez más, el principio esencial que quiero transmitir aquí es la idea de formar parte. El universo que te rodea es tu exterior, del mismo modo que los órganos que hay por debajo de tu piel constituyen tu interior. Formas parte del universo tal como el tallo forma parte de la raíz, o el pistilo forma parte del estambre, o el Polo Norte está vinculado al Polo Sur. El principio de relación lo gobierna todo. En realidad, no debería decir gobierna. A veces tenemos que usar palabras lastradas para aproximarnos a lo que queremos decir. Tal vez subyace es una mejor opción. La relación subyace a todo.
Quiero repetir que el gran universo no controla o determina al pequeño individuo, así como el individuo no impulsa al universo. No es una cuestión de control; es una cuestión de danza. Tiene que ver con qué sucede y no tanto con qué hace que suceda. Las cosas no están hechas para suceder. Solo pensamos así si insistimos en que un determinado acontecimiento es independiente, y entonces argumentamos que la secuencia de eventos previos hizo que sucediera de determinada manera. Sin embargo, así ignoramos la importancia del contexto.
Si somos conscientes de que todo forma parte de un acontecimiento –que todo es una fase o un aspecto diferente del mismo acontecimiento–, entenderemos que simplemente sucede. No descubrimos un agente impulsor del acontecer. Como dicen los taoístas, todo está interrelacionado y, por lo tanto, podemos observar patrones en la actividad del todo. Existe un orden en ello: el orden de la red.
Cada cuadrícula o nudo de la red contribuye a mantener el orden superior. Cada puntada lo mantiene todo unido: si una se afloja, todo el conjunto se deshace. El budismo enseña que todo está mutuamente condicionado por todo, e incluso el cristianismo tiene el símbolo de la Sagrada Trinidad, con los tres anillos entrelazados. Si eliminamos uno de los anillos, el símbolo pierde su sentido. Una estrella o un planeta determinado parece moverse y operar por sí mismo, pero su comportamiento solo tiene sentido si examinamos la situación global de interdependencia.
Si en todo el universo solo existiera una estrella, no se le atribuiría ningún movimiento. Ni siquiera podríamos afirmar que permanece inmóvil. Nadie podría describir su actividad porque no existiría nada con la que relacionarla. Pero si hubiera dos estrellas, podríamos observar cómo se acercan o se alejan entre sí, aunque no podríamos establecer cuál de las dos se mueve. Necesitamos tres estrellas para establecer ese juicio: dos de ellas podrían estar más cerca entre sí en relación con la tercera, que daría la impresión de alejarse de la pareja. Pero las dos estrellas podrían alejarse al unísono. O bien sería: «¡Eh! No nos gustas, nos vamos de aquí» o «¡Eh! ¿Por qué no me queréis? ¿Por qué os marcháis?». ¿Cómo decir quién tiene razón? Necesitamos una cuarta estrella como árbitro. Dos estrellas solo pueden moverse en línea recta una respecto a la otra; tres estrellas pueden desplazarse en un plano en relación con las demás; hace falta otra estrella para establecer una dimensión objetiva. Pero entonces se presenta otra duda: ¿cuál es la cuarta estrella?
{ Todo lo que forma parte del funcionamiento del todo es legítimo. }
Por lo tanto, este es el principio básico sobre el que se erige todo el universo. El movimiento depende de la comparación con algo que permanece relativamente inmóvil. No puede haber ningún movimiento sin comparación.
Así, cada individuo contiene todo lo que acontece en el universo. Con ayuda del láser, podemos fotografiar un pequeño fragmento de un negativo fotográfico y a partir de ese diminuto fragmento reconstruir la imagen de mayores dimensiones a la que pertenece, porque las tensiones cristalinas en ese determinado fragmento contienen el contexto global de las tensiones cristalinas que pertenecen a ese negativo en concreto. Exactamente del mismo modo, cada uno de nosotros, en tanto individuos, contenemos el mundo y, recíprocamente, el mundo nos contiene. Somos formaciones naturales. No estamos determinados por el universo: nos movemos en él y con él tan armoniosamente como las olas en el océano, como las hojas en el árbol, como las nubes en el cielo.
No acusamos a las nubes de cometer errores estéticos. Desde esta misma perspectiva, todos los seres humanos son formas perfectas de la naturaleza. Podemos establecer refinadas distinciones respecto a quién es hermoso y quién es feo, diferenciaciones metafísicas en relación con quién está enfermo y quién sano, o albergar un discernimiento moral sobre quién es bueno y quién malvado, pero se trata de puntos de vista: todos ellos relativos. Todo lo que forma parte del funcionamiento del todo es legítimo. Por consiguiente, incluso tus puntos de vista relativos son legítimos, pues ellos también forman parte de la naturaleza.
La clave es vivir en múltiples niveles a la vez. Si somos capaces de hacerlo, descubriremos que no hay errores. Todo se mueve de acuerdo al Tao, el curso de la naturaleza. Y si observas ese sentimiento básico, la sensatez habitará en ti. Al mismo tiempo, podemos elegir participar de un punto de vista más restringido, en el que las cosas son buenas o malas, tal como en una habitación determinada podemos establecer un arriba y un abajo. Sin embargo, también hemos de saber que en cualquier zona específica en realidad no hay arriba ni abajo; simplemente se trata de términos relativos.
Estos dos puntos de vista no se contradicen entre sí. Sin embargo, si únicamente asumimos el punto de vista discriminador –es decir, que existe una diferencia fundamental entre el bien y el mal–, haremos nuestro el complejo cristiano. Esta diferencia básica deriva en la construcción de un cielo y de un infierno eternos, y la distinción entre ambos no podría ser más radical. Y el resultado de esa creencia es una enfermedad conocida como culpa crónica, una de las emociones más destructivas que cualquiera pueda padecer. Acabarás sintiéndote como un marginado del universo, enfrentado a la realidad y al propio Dios. Esta actitud enloquece a la gente y es responsable de buena parte de la necedad de la civilización occidental.
Esto no equivale a decir que no exista una distinción importante entre el bien y el mal; tan solo implica que esa diferencia no es fundamentalmente decisiva en un marco más amplio. Hemos de aprender a admitir diversos grados de importancia; no podemos decir que una distinción carece de importancia por no ser absoluta. Después de todo, tu propia constitución física no es absoluta, pero es inequívocamente relevante.
Dispones de un organismo psicofísico. Al mismo tiempo, estás integrado en la actividad del universo. En su mayor parte, considero que la astrología moderna es una seudociencia, pero en la práctica de esbozar un mapa del alma de una persona en correlación con un mapa del universo hay una verdad significativa. Tal vez sea una imagen rudimentaria, pero es el dibujo de la individualidad de esa persona.
Tu alma es aquello que contiene tu cuerpo. Tu cuerpo no alberga el alma en su interior, como a una especie de fantasma. Todo el cosmos es tu alma. El cosmos te moldea en el punto que conoces como el aquí y el ahora. Recíprocamente, tú das forma al universo; uno depende del otro. En tanto occidentales, experimentamos dificultades a la hora de asumir simultáneamente estas ideas diversas porque durante muchos siglos nos han lavado el cerebro con dos abyectas y contrapuestas teorías sobre nuestra naturaleza. Por un lado, se nos ha dicho que somos pequeños súbditos, miserables y desobedientes, de un rey eterno. Por otro, se nos ha inculcado que somos un mero aglomerado fortuito de átomos en un mecanismo irracional de una vastedad atroz. Tras alimentar estas dos teorías durante largo tiempo, somos incapaces de entender que tanto nosotros como el universo mantenemos una relación causal mutua o –utilizando una expresión china– nos sometemos a una generación recíproca.