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Qué significa la inteligencia

El occidental medio, cuyo sentido común y cuya perspectiva del universo deriva de las filosofías y el pensamiento científico en boga en el siglo XIX, se enfrenta a un obstáculo significativo. Por un lado, la organización del universo era supuestamente inteligente y reflejaba el teísmo dominante, que representaba antropomórficamente a Dios como a un anciano caballero barbudo que habitaba el cielo. Por otro lado, se nos dijo que ese Dios estaba irremediablemente muerto.

¿Qué significa esto en términos de un universo inteligente? Empecemos con la palabra inteligencia, que resulta difícil de describir. Es como la palabra amor; parece que todos sabemos lo que significa, pero intentemos definirla. Otro tanto ocurre con los términos tiempo y espacio.

Ahora bien, hay ciertos elementos de la inteligencia en los que la mayoría estaremos de acuerdo. Probablemente incluiremos la complejidad como uno de esos elementos, entendiendo que la complejidad es un sistema ordenado de diferentes categorías de sutileza. Pero esto nos plantea otro reto: ¿qué queremos decir con ordenado? Con esta palabra específica, ¿estamos insinuando que todo está en orden, como si hubiera sido inteligentemente dispuesto?

Utilizamos muchas palabras imprecisas. Las reconocemos cuando aparecen, pero no estamos seguros de su significado y no lo pensamos más. ¿Y si empezamos con la hipótesis de que nosotros somos inteligentes? También podríamos haber abrazado ese supuesto porque si no somos inteligentes, entonces nada lo es. Por lo tanto, siguiendo adelante, pongamos por caso que afirmamos que los seres humanos somos, de hecho, inteligentes. Ahora bien, si esto es cierto, de ahí se deduce que el entorno en el que vivimos también debe ser inteligente, porque somos síntomas de ese entorno. Una cosa va con la otra. Te costará convencerme de que los síntomas inteligentes son posibles en una organización carente de inteligencia.

Pertenecemos a este mundo. No hemos llegado aquí procedentes de otro lugar. En este universo, no somos turistas: somos expresiones del universo, así como las ramas y los frutos son expresiones de los árboles. En ningún lugar encontraremos organismos inteligentes viviendo en entornos no inteligentes. El entorno en el que vivimos es un sistema de cooperación mutua entre varios organismos –una vasta complejidad de diferentes tipos de organismos– y el equilibrio total de todo ello hace posible nuestra vida. Empezando desde abajo, la vida humana forma parte de un mundo bacteriológico de extremada complejidad que en ocasiones nos enferma, pero que en gran medida nos ayuda con sus colonias, sociedades y métodos de reproducción. Nuestra sangre y nuestras venas, huesos e intestinos dependen de ese mundo, y eso si solo atendemos al nivel bacteriológico.

Los insectos también son tremendamente importantes para nosotros. Si hablamos con un entomólogo instruido, nos hará entrar en pánico al revelar cierto número de razones concluyentes por las que los insectos heredarán la Tierra. Entretanto, no estamos del todo dominados por las moscas, porque existe un número suficiente de arañas para mantenerlas a raya. Y hemos de considerar los pájaros y las flores. Los pájaros e insectos se necesitan entre sí, así como las flores y los insectos, especialmente las abejas. Su aspecto es diferente, pero desde cierto punto de vista podríamos decir que las flores y las abejas son aspectos diferentes del mismo organismo porque unas no podrían existir sin las otras. En esta mezcla interdependiente, si introducimos las complejidades de las cualidades atmosféricas y otras, pronto nos daremos cuenta de que lo que llamamos cuerpo y cerebro están profundamente implicados en esta red de otro tipo de organismos.

No encontramos huevos sin gallinas, ni gallinas sin huevos; en cierto sentido, una gallina es la forma que tiene el huevo de transformarse en más gallinas y huevos. Todo va de la mano, pero a los occidentales nos cuesta entenderlo porque estamos fundamentalmente comprometidos con el uso de un método analítico de percepción que subraya aspectos particulares del mundo. Por otra parte, solo atribuimos nombres y símbolos a aspectos del mundo que consideramos significativos, y existen muchos otros elementos del universo que ignoramos por completo. Los niños pequeños señalan y preguntan «¿Qué es esto?». Pero no les respondemos a menos que reconozcamos lo que perciben y lo consideremos importante. ¿Con qué palabra podemos designar un espacio seco? ¿Cómo llamamos a la superficie interior de un tubo? ¿Por qué los inuits tienen muchos nombres para la nieve y los aztecas empleaban un mismo término para la nieve, el granizo y el hielo?

Nombrar aquellas cosas que consideramos importantes implica aislarlas como entidades separadas. Pero solo están separadas de forma puramente teórica y solo porque lo establecemos así: en realidad no son independientes material o físicamente. Es muy importante ser conscientes de este hecho porque cuando no lo somos incurrimos en las mayores necedades. Intentamos resolver los problemas atacando los síntomas de esos problemas, como en el intento de eliminar los mosquitos. Olvidamos que los mosquitos forman parte de determinado tipo de entorno, y que al matarlos estamos alterando ese ecosistema; por ejemplo, acabamos por matar a las criaturas que dependen de los mosquitos para su existencia.

Por la misma razón, antes de inyectar medicamentos en el organismo humano o alterarlo con ciertas operaciones, debemos estudiar el cuerpo en gran detalle o nos arriesgamos a infligir consecuencias perniciosas o impredecibles. También hemos de examinar minuciosamente la ecología de una zona antes de implementar la agricultura, y resulta fácil entender que no actuar así provoca resultados devastadores. Y a fin de superar nuestro característico sentimiento de hostilidad hacia el mundo exterior y dejar de conquistar la naturaleza con excavadoras y el espacio con cohetes, tenemos que comprender que el universo somos nosotros mismos, tanto como lo son nuestros cuerpos. Tenemos un cuerpo interior y un cuerpo exterior, y los dos son inseparables. Esta indisociabilidad debería frenar a todos los tecnólogos, ya que probablemente no deberíamos afrontar una situación específica con penicilina y DDT sin conocimiento de causa, porque ¿cómo sabremos cuándo parar? Sin saberlo, podríamos estar discriminando el excedente de un determinado aspecto –por ejemplo, los grillos o la flora estomacal– y en consecuencia tener que fomentar un nuevo crecimiento poblacional o arriesgarnos a las consecuencias.

Esta es la razón por la que los taoístas enseñan el wu wei. Viene a significar algo así como «no interferencia», en especial en lo que atañe a la naturaleza y a la política. Se acerca a nuestro concepto de laissez-faire, pero no del todo, porque los taoístas entienden que actuar en la naturaleza es inevitable; no podemos aislarnos totalmente del mundo. A cada aliento que damos, interferimos en algo. El arte del wu wei consiste en que, al interferir, hemos de procurar no oponer resistencia. Al cortar madera, conviene seguir la dirección de la veta. Si alguien te ataca, utiliza el judo; la violencia de la otra persona provocará su caída. Análogamente, navegar respeta el wu wei, remar no.

A diferencia de lo que ocurrió en Occidente, los taoístas consideraban el cosmos como un vasto organismo universal que no obedece a una deidad. En la filosofía china no hay una figura que produzca el mundo u ordene su aparición. No existe un principio central y no hay nada que emita órdenes a las partes subordinadas. Por el contrario, todo se organiza, con inteligencia, por sí mismo.

{ ¿Qué cambiarías si fueras Dios? }

Este es el principio de ziran, que significa «por sí mismo» o «lo que es en sí mismo». Para los taoístas, todo el universo es un sí mismo, un sistema autorregulado, y el individuo no es simplemente una parte de ese organismo de mayores dimensiones, sino la expresión del todo. Y, como he expresado en otra parte, el todo depende de su expresión particular, así como la expresión depende del todo. El término japonés jijimuge también recoge este principio de interdependencia mutua.

Sin embargo, al observar la imagen de conjunto, resulta un tanto enigmática, y se nos despiertan todo tipo de objeciones a la hora de considerarla inteligente. Podemos pensar en ciertas mejoras, como si gracias a cierta ciencia consciente pudiéramos reconstruir el universo y eliminar la necesidad de mosquitos o reorganizar el cuerpo humano de forma óptima. No hace falta decir que añadir nuestras mejoras tendría otras consecuencias, y probablemente no disfrutaríamos de todas ellas. De ahí el dicho «Ten cuidado con lo que deseas».

¿Qué cambiarías si fueras Dios? ¿Qué tipo de universo diseñarías? Conviene pensarlo de vez en cuando. Soy de la firme opinión de que, si se nos exigiera dar forma a nuestro propio universo y observar los resultados, acabaríamos por establecer el modelo exacto que todos conocemos. Todos estos principios fundamentales –vibración, energía y el equilibrio del yin y el yang de los elementos positivos y negativos– configuran este modelo, algo que resulta increíble.

Aun así, experimentamos dificultades para concebir el universo como un organismo inteligente. Los físicos han elaborado mapas para describir el comportamiento de los núcleos que incluyen partículas rotacionales u ondas-partículas, que parecen más matemáticas que los organismos vivos porque esperamos que un organismo tenga un aspecto viscoso, con carne, sangre y todo lo demás. Si observamos con el microscopio, no veremos el organismo, pero al observar en la otra dirección, al resto del universo, nos descubrimos aquí, sentados y desplazándonos en uno de esos electrones. Una de las razones por las que nos resulta difícil formular la idea de que existe una inteligencia operando aquí se debe a que todo lo que somos capaces de percibir son fuegos artificiales: el gran espectáculo del gas radiactivo. Gran parte escapa a nuestra inspección consciente, y no podemos ver el diseño total.

Por lo tanto, cometemos el error de concebir el universo como una especie de artilugio y pensamos en nosotros mismos como en una realidad que ha llegado a existir por accidente. Es gracioso que nos despreciemos diciendo que somos fortuitos, una suerte de accidente químico acontecido en una roca insignificante que orbita en torno a una estrella menor en el borde una galaxia sin importancia. Y se supone que eso es lo que somos, y que flotamos en un universo que reacciona con indiferencia ante nosotros. Al mismo tiempo, este miserable y diminuto accidente químico es capaz de reflejar una imagen del vasto cosmos en el interior de su diminuta cabeza, y es consciente de actuar así. Por lo tanto, somos pequeños en tamaño, pero vastos en comprensión. ¿Cuál de estos dos aspectos es más importante?

Si somos capaces de comprender –es decir, desde un punto de vista estrictamente científico– que un organismo individual forma parte de su entorno (las abejas con las flores, las flores con los gusanos, los gusanos con los pájaros, y así sucesivamente), entonces, ¿cómo podemos definirnos a nosotros mismos como lo que ocurre simplemente dentro de nuestra piel? Todo lo que acontece en nuestro cuerpo resuena con todo lo que sucede en el exterior y constituye, por lo tanto, un único campo complejo de conductas y comportamientos diversificados. Incluso cuando la consideramos solo desde un punto de vista físico, la red resulta evidente.

Sin embargo, leer libros de ecología, botánica, zoología, astronomía y física solo derivará en el tipo de comprensión teórica de la que estoy hablando. Por sí misma, este tipo de comprensión no nos llevará muy lejos. Específicamente, no tendrá un gran efecto en nuestra forma de vivir el día a día. Ese nivel de cambio exige un conocimiento de una naturaleza emocionalmente más convincente. Si pretendemos cambiar nuestra forma de actuar en relación con nuestro entorno –por ejemplo, evitar seguir destruyéndolo como hacemos hasta ahora–, necesitaremos algo más que un conocimiento puramente teórico.

Conciencia ecológica

El Congreso de Estados Unidos ha aprobado una ley para considerar la quema de la bandera nacional como una ofensa grave. Este gesto viene acompañado por múltiples discursos patrióticos, mucha retórica y lectura de poemas. Se trata del ejemplo más delirante de la confusión americana entre símbolo y realidad que cabe imaginar, porque el mismo Congreso es directa o indirectamente responsable de quemar lo que la bandera representa, es decir, al Estados Unidos geográfico y a su gente. Se aprueba este tipo de legislación al tiempo que no se hace nada sustancial mientras los bosques son devastados, el agua y la atmósfera se contaminan y se agotan los recursos naturales, y se difunde un sistema económico que en circunstancias de cordura sería considerado un delirio absoluto. No podemos distinguir entre los símbolos y la realidad porque todos hemos sido hipnotizados por las palabras y los símbolos, una de las razones primordiales por las que el conocimiento teórico no nos llevará muy lejos.

Cuando una bandera es más valiosa que su país, solo podemos afirmar que la locura se ha apoderado de todo. Cuando la gente confunde el saludo a la bandera con amar a su país, cometen un triste error. Amar a nuestro país implica participar en su vida con respeto y consideración, no exterminar a sus criaturas con insecticidas venenosos y otras prácticas nocivas. No entendemos que el mundo exterior no es una cantera de recursos minerales que podemos explotar a voluntad. Para consumir ternera, alguien debe criar el ganado: alguien debe cultivar y ocuparse de las vacas. Lo mismo puede decirse de la pesca. Y como no hemos gestionado correctamente la población de ballenas, ahora están en riesgo de extinción. Este es el precio que pagamos. Si vivimos a costa de los animales, deberíamos cuidar de ellos.

Añadiré un prejuicio específicamente personal. Una de las formas de apreciar a los animales que nos comemos es cocinarlos adecuadamente. Si nuestro objetivo principal es masticar e ingerir lo que supuestamente nos confiere energía y alimento, nuestra actitud revela una relación irreverente con los animales y plantas ahora muertos. Sus vidas merecen nuestra reverencia; sencillamente, esa es la respuesta correcta. Por lo tanto, el acto de cocinar debería parecerse a los rituales de un sacerdote en un altar, y las cocinas no deberían concebirse como laboratorios en los que arrojamos cosas para su mero consumo.

Sin embargo, todo ello requiere una situación en la que los seres humanos sean vivamente conscientes de que el mundo exterior forma parte de sí mismos al mismo nivel que sus cuerpos. Lo que vemos ahí fuera no es algo meramente exterior: está en nuestra mente, y nuestra mente está en el mundo exterior. Se condicionan mutuamente. Y el respeto por el mundo exterior exige contemplarlo tal como concebimos lo que hay por debajo de nuestra piel. La mayor parte de la gente considera que un pedazo de madera no es más que un fragmento de materia, pero eso no es lo que piensa un carpintero; al menos, un carpintero muy bueno.

Si tratamos las cosas que vemos ahí fuera como realidades insensibles, como bloques de materia inerte, nuestros problemas se multiplican. Volamos las montañas con dinamita porque no las consideramos seres vivos. He visitado a un grupo de indios americanos y me han dicho que un día el continente de Estados Unidos se los sacudirá a todos, como un perro se sacude las pulgas. Las tormentas serán más duras. Los terremotos, incendios e inundaciones serán más devastadores. Las plagas se multiplicarán adoptando todo tipo de rostros, hasta que el continente se libere de nosotros y devuelva la tierra a los pueblos que originalmente la habitaron y que aún saben cómo tratarla con respeto y reverencia.

Cuando explico estas cosas en círculos académicos y científicos, especialmente si tienen que ver con la experiencia mística, soy muy cuidadoso en la terminología que empleo. En efecto, no hablo de experiencia mística; más bien la llamo conciencia ecológica. Es un término mucho más aceptable en entornos académicos, y equivale más o menos a lo mismo. A la academia no le gusta hablar de misticismo, es evidente; para los académicos es una palabra sucia y asociada a una vaga niebla intangible.

Hasta la fecha, la ecología aún no ha madurado como ciencia. Bueno, tal vez sería más acertado decir que la importancia de la ecología, en tanto ciencia multidisciplinar que estudia las relaciones entre los organismos y su entorno, goza de amplio reconocimiento, pero su existencia en las universidades entra en conflicto con las políticas de los departamentos. La mayoría de las universidades se basan en la antigua idea de que existen distintos departamentos de conocimiento, aunque la clasificación y la relativa importancia de los mismos ha cambiado con el tiempo. Por ejemplo, durante la Edad Media, el departamento de mayor rango era la teología, considerada la reina de las ciencias, tal como la física o la química hoy. Sin embargo, en la actualidad la teología ha perdido su elevado estatus: tal vez exista un departamento de estudios religiosos, pero ocupa una oscura serie de habitaciones en la facultad de filosofía, en sí misma ubicada en la periferia del campus.

Los departamentos académicos nunca han sido entidades fijas durante mucho tiempo. Los departamentos de física y biología alumbraron la biofísica; la biología y la química engendraron la ciencia de la bioquímica; y de la física y la astronomía llegamos a la astrofísica. Y a medida que cambian las formaciones, surgen difíciles consecuencias políticas por la sencilla razón de que los miembros de la facultad y los jefes de los departamentos se muestran celosos por proteger sus puestos. Esto explica por qué cuando se inauguran departamentos híbridos, el establishment siempre considera que sus miembros son aficionados. Ocurre exactamente así en el floreciente campo de la ecología, a cuyos especialistas se le dice, hasta la saciedad, que deben tener una formación más sólida en biología, zoología, botánica, bacteriología, etcétera.

Esta acusación es absurda por muchas razones. En el mundo académico, a los estudiantes se les suele pedir que cumplan diversos requisitos previos; es decir, tienen que realizar determinado curso antes de poder acceder al siguiente, según el itinerario pedagógico. Resulta evidente que este planteamiento es, en gran medida, innecesario. A medida que pasa el tiempo, los estudiantes desarrollan la capacidad de absorber conocimientos sin pasar por los requisitos previos, así como la teoría de la relatividad de Einstein es más fácil de comprender hoy que en el pasado distante. No hace falta una prolija demostración en una pizarra, con todo tipo de extraños diagramas: los jóvenes la asimilan más rápidamente. No tienen más dificultades para comprender los principios básicos de la relatividad que las que tuvimos nosotros a la hora de asimilar que la tierra es esférica y no plana. El sentido común cambia con el tiempo, y la necesidad de conocimientos se ajusta por sí sola.

Es obvio que tiene que haber una forma de vincular los departamentos de conocimiento ya consolidados –física, química, historia, antropología, etcétera– que durante largo tiempo han actuado como enormes adoquines. Las pequeñas hierbas crecen siempre entre los adoquines, y el mayor crecimiento del presente se da en los intersticios entre estos departamentos finitos. La ecología es uno de los intersticios más importantes que se me ocurren, porque ahora disponemos de un grado de tecnología jamás visto en la historia, y estamos aplicando el poder de esa tecnología para alterar nuestro entorno. Debemos asegurarnos de que esta actividad no profundice en su destrucción.

En la perspectiva china y japonesa de la naturaleza, no encontramos esta hostilidad entre el organismo humano y su entorno, sino más bien la sensación de ser uno con él, junto al énfasis en la colaboración con la naturaleza. En Occidente carecemos de esta perspectiva matizada. Por el contrario, una escuela de pensamiento parece querer llevar el progreso tecnológico tan lejos y tan rápidamente como sea posible, y en todas partes apreciamos los resultados de este planteamiento; por ejemplo, así es como llegamos a lo que llamo losangelización: la proliferación de comunidades urbanas que al ser observadas se asemejan a grupos de células cancerosas más que a una estructura biológicamente sana. Por otro lado, otro planteamiento occidental –popular entre jóvenes que ahondan el abandono escolar– pretende liberarse del hormigón, fingir ser indios americanos y volver a las praderas. Son dos puntos de vista completamente extremos.

Me gustaría explorar la posibilidad de un camino intermedio, un camino que conciba la tecnología no como una manifestación puramente antinatural, sino como una evolución perfectamente idónea de las capacidades humanas. Al mismo tiempo, la tecnología debe utilizarse con una actitud correcta, con la atención adecuada, para no perturbar irremediablemente los equilibrios de la naturaleza. En los equilibrios de la naturaleza, ninguna especie debería desviarse para dominar a todas las demás, como pretende hacer el ser humano.

El I Ching, también conocido como Libro de los cambios, es un antiguo texto fundamental que nos acerca a formas chinas de pensamiento. Se basa en un análisis de los procesos de la naturaleza en términos del relativo equilibrio de las dos fuerzas del yang y el yin. Tal vez fuerzas no sea una palabra del todo correcta, porque los taoístas –y, de hecho, los budistas y los hindúes– conciben el universo como un único sistema de energía. Ni siquiera energía es la mejor opción, porque la palabra indica algo en movimiento, y no podemos ser conscientes del movimiento si no es en relación con la quietud, y viceversa. Lo que en esencia es esta energía-quietud no puede ser pensado, definido o analizado en modo alguno, y sin embargo es básico para todo lo que experimentamos y no experimentamos.

Esta energía-quietud básica es como la membrana de un altavoz, que produce todos los sonidos que escuchamos en la radio –la voz humana, todo tipo de instrumentos musicales, aviones, automóviles, etcétera–, y que no distingue entre los sonidos que transmite. Todo lo que oímos es, en realidad, una serie de vibraciones en esa membrana, pero el locutor no lo anuncia cada mañana. Cuando una circunstancia es constante, con el paso del tiempo tendemos a ignorarla, y eso es lo que ocurre con la membrana. No pensamos en ella, pero es absolutamente esencial. Sin ella, no podríamos oír nada en la radio.

{ Es posible descubrir que somos idénticos a la energía fundamental del universo. }

Análogamente, no solemos hablar del sustrato que fundamenta al ser. Desde el punto de vista lógico, es absolutamente insignificante hablar de una realidad común a todas las cosas. Sin embargo, el punto de vista lógico no abarca todas las formas de conocimiento, y es posible que los seres humanos seamos conscientes de este sustrato, no como objeto, no como algo que podemos aislar y observar, sino como una realidad de la que podemos ser intensa y sensualmente conscientes. Así recuperaremos una sensación renovada de nuestra propia identidad, de nuestro propio ser, no como una mera cosa más o como un acontecimiento insignificante entre otros, sino como la sensación de la verdadera identidad en tanto ser, el único campo de energía que no puede ser definido ni identificado.

Si comprendemos esta realidad, tal vez podamos suprimir la desesperada angustia de intentar protegernos indefinidamente como organismos independientes, enfrentándonos al resto de las criaturas e interpretando estos juegos elaborados en nuestro intento por aprovecharnos de los demás. Si somos capaces de hacerlo, podremos superar la ansiedad que nos induce a considerar la naturaleza como nuestro enemigo, un enemigo que debe ser conquistado y subyugado.

Este descubrimiento no equivale a una creencia o una idea. La energía fundamental del universo no se puede abarcar en una idea, en un concepto, en una serie de palabras o en una explicación. Elude toda clasificación. No podemos poseerla o dominarla. Formamos parte de ella, y si intentamos poseerla, eso quiere decir que no somos uno con ella. En el zen, esto se conoce como «ponerle patas a una serpiente». Aun así, las personas tratan de dominarla o apoderarse de ella por medio de la inacción, pero ambos planteamientos suponen el intento de capturarla, cuando no hay ninguna necesidad de actuar así.

Es posible descubrir que somos idénticos a la energía fundamental del universo. Es nuestro verdadero yo y, aunque no cambia las cosas, todas las diferencias se establecen, en cierto modo, a partir de ella y, por lo tanto, es la diferencia de las diferencias. Sin embargo, su naturaleza es completamente básica.

Es como si fuéramos un jugador extremadamente rico y ahora nos apostáramos unos cacahuetes. Nos sumergimos en el juego y nos sentimos irritados o frustrados cuando no ganamos. ¿Vamos a perder todos nuestros cacahuetes? En realidad, no hay nada que temer, porque los cacahuetes solo son cacahuetes. Pero estamos tan absortos en el juego que olvidamos el contexto más amplio en el que el juego tiene lugar.

Exactamente del mismo modo, cada individuo está tan ciegamente atrapado en los detalles de su nacimiento y de su muerte que ha olvidado por completo el contexto en el que acontecen el nacimiento y la muerte. Hemos sido sistemática y progresivamente hipnotizados por nuestra educación para creer que solo somos este ego particular en este cuerpo concreto, y estamos tan convencidos de esta creencia que el contexto en el que todo esto sucede es completamente reprimido.

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