Kitabı oku: «Los esclavos»
ALBERTO CHIMAL LOS ESCLAVOS
NARRATIVA
DERECHOS RESERVADOS
© 2008 Mauricio Alberto Martínez Chimal
© 2009 Editorial Almadía S.C.
Avenida Monterrey 153,
Colonia Roma Norte,
México, D.F.,
C.P. 06700.
RFC: AED 140909BPA
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Primera edición: febrero de 2009
Primera reimpresión: octubre de 2009
Segunda reimpresión: enero de 2013
Tercera reimpresión: septiembre de 2015
ISBN: 978-607-8667-66-6
En colaboración con el Fondo Ventura A.C.
y Proveedora Escolar S. de R.L. Para mayor información:
www.fondoventura.com y www.proveedora-escolar.com.mx
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
a)
Digo mis principios y lo digo deliberadamente: pues no me han sido dados al azar como a las demás mujeres…
CHODERLOS DE LACLOS
1
Marlene enciende las luces.
2
Detrás de la cama hay unas cortinas rojas, un poco sucias y desgarradas en los bordes superiores. La cara del Potro, inexpresiva, siempre con los labios hacia delante y los párpados entrecerrados, sólo enrojece levemente con la llegada de la excitación. Podría ser un muñeco, con cabello artificial implantado en la cabeza y dos ojos de cristal oscuro, secos y brillantes: hace muchos años un cliente le habló a Marlene de autómatas, juguetes de acabado finísimo, insuperables en la artesanía de sus músculos fingidos, sus pieles de plástico suave y oloroso, sus engranes y bandas secretas destinados a regir los pulsos del sexo que aquí, ahora, con este autómata, de pronto y sin más ceremonias no sólo se ha levantado, enorme y ciego y fiero, sino que ya está en el interior de Yuyis, quien quiere actuar un poco y, entre gemidos, mueve la pelvis de izquierda a derecha, de vuelta, la sube y la baja, mientras las sábanas de la cama se desordenan y se arrugan bajo el peso de los cuerpos desnudos.
Marlene, quien los mira a través del ocular, ha pensado mucho en la cara de piedra del Potro y en el misterio que le permite moverse sobre Yuyis y adentro de Yuyis como si estuviera dormido o muerto. Pero nunca ha formulado la pregunta con palabras: cuando no piensa en el autómata, del que sólo tiene una imagen vaga, piensa en una muñeca inflable, de boca siempre abierta en un círculo rosa y tres pestañas pintadas sobre cada ojo. De modo que sólo puede seguirse admirando, mientras mueve la cámara para verlo todo, del vigor inextinguible del Potro, de cómo ataca y ataca y vuelve a atacar, de cómo, incluso, su velocidad no decrece sino aumenta cuando él y Yuyis han superado la marca de los diez minutos y la muchacha empieza a quejarse de otra manera y el autómata sigue y sigue, siempre con el mismo empuje, cuando mucho con un poco de humedad en la frente y una vacilación, una nimia falta de firmeza, en los labios, que la lente enfoca (en un primerísimo plano) cuando se entreabren y dejan ver un colmillo afilado, amarillento, puntiagudo como el de un animal, que en su pequeñez y tosquedad se ve mucho mejor que la sonrisa tensa de Yuyis, falsa, repleta de incisivos cuadrados y terminada en las encías rojas a donde no llega la luz. La muchacha tiene las piernas tan abiertas como al principio pero está meramente cansada: rendida a ese esfuerzo diferente que el del Potro, deseosa de terminar.
3
–Aquí es donde hago mis cosas –dice Marlene.
Asombrados, los dos distribuidores –venidos aquí especialmente desde la capital– observan la calidad de los decorados que se guardan en uno de los cuartos del piso de arriba. Ya han visto la variedad de las películas: un catálogo de más de doscientos títulos elaborados aquí, sin interferencia de nadie.
–Todo lo hacemos aquí –dice Yuyis, pero su desnudez perturba a los dos hombres, de modo que Marlene la hace callar. Los hombres no se relajan: Yuyis, además, está encadenada por el cuello a una argolla de metal fija toscamente al piso de cemento. Hay argollas semejantes en varios cuartos de la casa.
Marlene la suelta.
–Fuera –le ordena, y ella se marcha. Camina ligeramente encorvada y con la vista fija en el piso. Los dos hombres ya la han visto en varias de sus mejores escenas.
4
El hombre es repartidor de pizzas, diría el texto en la caja (pero las cajas nunca llevan textos, ni fotos, ni nada ). El hombre llega a la casa. Su aparición es un poco rara en este lugar, al borde de la carretera y del que parten dos calles polvorientas, y más aún porque la casa está iluminada con focos rojos, azules, verdes y amarillos, como el escaparate de una tienda de baratijas, y porque la motocicleta del repartidor trae pintado sobre su tanque y en la caja contenedora, como invitación para hacer pedidos, números telefónicos de otra ciudad, con más dígitos. Pero cuando el hombre toca el timbre, Yuyis abre y de inmediato se pasa la lengua por los labios, con lo que el hombre (que es repartidor de pizzas pero lleva desnudo el torso firmísimo, y además se lo ha aceitado hasta hacerlo resplandecer) tira al piso la caja de pizza y le arranca la blusa a Yuyis y la tira en la cama, que está justo detrás de ellos y es el único mueble en toda la estancia.
5
Marlene no tiene ya la apariencia de cuando ella misma salía en películas, pero sigue siendo guapa. En cualquier caso, sólo se permite una coquetería, y es sólo para ella: cuando se sienta ante su mesa de trabajo, puesta en medio del comedor vacío de la casa, se mueve sobre el asiento de un lado para el otro y deja que los bordes de su falda comiencen a subir por sus muslos. En otro tiempo, esta torpeza estudiada le permitió agradar a más de un hombre; ahora, le permite recordar, y también reírse un poco de Yuyis, que cuando la observa no comprende el juego de insinuación y descubrimiento que tiene lugar ante su vista.
Marlene se sienta ante la mesa, sobre todo, para hacer cuentas. Antes dedicaba cierto tiempo a la escritura de guiones, pero ahora sólo escribe cuando desea grabar alguno de sus proyectos “personales”, que implican siempre elaboradas actuaciones de Yuyis y unos pocos actores de su “establo” más selecto. La gente de ahora ya no quiere historias que vistan los coitos sino sólo el sexo, y ni siquiera con encuadres bien planeados ni iluminación profesional: ahora los videos deben parecer hechos por aficionados, miradas furtivas y rápidas como las que Yuyis hace a las faldas de Marlene cuando la ve sentarse.
6
–Ahora vengo –dice Marlene.
–Sí.
–Perra –agrega, desde la puerta, antes de cerrar por fuera.
Yuyis, quien tiene la carne blanda y magra a la vez, los ojos opacos y los dedos largos y huesudos –siempre esconde las manos–, pasa muchos días sola, sin nada que hacer, mientras Marlene sale a atender sus asuntos. No le importa mucho quedarse atada o suelta: le desagradan más las tardes, que además de solitarias son apenas tibias, llenas del polvo maloliente que flota siempre en el aire. Peor aún, son aburridas: no hay siquiera coches que pasen afuera de la casa. Cuando hay coches, a Yuyis le gusta quedarse escuchándolos: puede anticipar su llegada por el sonido cada vez más agudo de los motores, y nunca deja de sorprenderle el hecho de que cuando ya están aquí, cuando se oyen con más fuerza, ya es el momento de que partan. La partida es, según ha descubierto, una progresión inversa, desde el rumor que casi suena verdadero hasta la nada. Casi como debe ser, piensa Yuyis, el estar dentro de un coche.
Ahora, de pronto, mientras Yuyis se entretiene de espaldas en el piso y escuchando el rumor pegajoso que suena en su cabeza mientras se talla los ojos, hay un coche que viene: casi inaudible, lento, está allí, en sus oídos, durante varios segundos antes de que ella se decida –no está encadenada– a moverse.
Pero casi de inmediato, una vez que se ha resuelto, también ha saltado de la cama, ha corrido hacia la ventana, se ha acordado de que debe tener los labios bien pintados y se ha tirado al piso a buscar un bilé.
Cuando por fin lo ha encontrado, y se ha pintado la boca, y se ha quitado el brasier y se ha puesto los zapatos de tacón y ha abierto la ventana, el coche ya ha pasado y ya se aleja.
Durante un largo rato, con su voz chillona (su voz de tonta, dice Marlene), Yuyis grita insultos al aire.
7
–Tu, este…, hechizo…, ¿cómo era, sí es hechizo? –dice Yuyis, y se calla. Mira para un lado y para el otro. El gorro puntiagudo cae de la cabeza del actor.
–“Tu hechizo convierte a la más buena en mala”, pendeja –dice Marlene, furiosa. Yuyis no se levanta–. Ya, no digas nada, olvídalo.
El actor, de pie, se mira la entrepierna.
–Y tú –ordena Marlene– ve y trae la llave stilson.
–Un ratito y puedo –se queja el actor, pero obedece.
8
Entonces, ya encerrada sin escape posible en el baño de la casa (que finge ser un baño de un hotel), Yuyis descubre que las dos mujeres policías que no dejan de mantenerla inmóvil, cada una aferrada a uno de sus brazos, son en realidad esclavas sexuales del capitán, quien ha acabado con la belleza de las dos luego de años de sexo desenfrenado y torturas ardientes y las ha dejado gordas y fofas. Por eso el hombre busca ahora una nueva víctima. Yuyis (aunque aquí se llama Trixy, o Trixxxy) pide ayuda pero las dos mujeres obedecerán a su macho hasta la muerte, aunque eso signifique que las dos sean desechadas como basura para dar paso a una nueva favorita. Ahora la obligan a arrodillarse junto a ellas. Ahora le arrancan la ropa. Ahora le dicen las palabras que debe pronunciar mientras se abre la puerta del baño. ¿Podrá escapar Yuyis de su destino, o más bien le encontrará el gusto a someterse a los deseos bestiales del Capitán del Sexo?
9
Yuyis misma le ha pedido a Marlene la mayoría de sus atuendos. Según esté de humor, puede querer desde ropas muy breves o muy modestas hasta los trajes más caprichosos. Y Marlene, quien ha “abusado” de Yuyis no sólo más que de cualquier otra persona, sino “mucho más de la cuenta”, casi siempre se deja llevar por una sensación semejante a la culpa, pero compuesta a partes iguales de alivio y de hartazgo: ella, después de todo, es quien la ha educado, quien le ha enseñado la sumisión y la ha mantenido encerrada desde el co mienzo.
De modo que se resiste un poco, y a veces puede retrasar su respuesta con amenazas o golpes, pero al fin cede a los ruegos o los gritos y entrega los regalos en grandes cajas de cartón, envueltas en papel periódico para dar la apariencia engañosa de que contienen baratijas. Yuyis da la apariencia de no saber lo que contienen mientras rompe el papel, y así van a dar a los armarios el tutú blanco cuyas vueltas de tela se pliegan hacia arriba, y se cierran como una flor perezosa, para dejar ver cuanto esté más abajo de la cintura; los penachos rojos y amarillos para llevar en la cabeza, fijos a la espalda o como remate de tangas finísimas; el traje azul eléctrico de vaquerita, que consiste de sombrero, cinturón, pistoleras y botas; la botarga de oso que se abre de golpe en dos mitades, anterior y posterior, que caen al piso; el miriñaque y el kimono con los frentes abiertos; los numerosos pantalones de mezclilla, con o sin agujeros, con o sin tapones; los trajes sastre de colores severos que tanto gustan –dice Marlene– a ciertos públicos; las veinte playeras, cada una de un color distinto, con las palabras PUTA BARATA escritas en lentejuela; los cuatro trajes de hule: negro, rojo, blanco y azul (todos con máscaras completas, con las bocas dibujadas y sólo un par de aberturas para respirar) que se pegan a la piel, hacen sentir tanto calor y cuesta tanto lavar.
Yuyis las mira cuando están colgadas. Ella, como Marlene, sueña con los momentos en que habrá de ponérselas y quitárselas ante la cámara. Pero Marlene lo sueña con mucha mayor tenacidad y constancia: las más de las veces Yuyis está pidiendo más ropa cuando no ha estrenado aún las adquisiciones más recientes, y en esto puede verse un rasgo central de su carácter: su proclividad al tedio, que Marlene debe combatir en casi cada toma una vez que han pasado los primeros minutos de trabajo.
10
Los dos hombres, que ahora se encuentran uno detrás y el otro delante, se habían presentado como productores famosos y ricos.
–Tú tienes todo para ser estrella.
–A lo grande.
–¿No quieres?
–No, pues sí –había dicho Yuyis–, pues sí quiero.
–¿Carro del año –había dicho el que ya estaba sin pantalones–, casa en Acapulco…?
–Ay, sí, papito.
–¿Y todos los hombres que quieras?
–¿Y yo qué tengo que hacer? –había preguntado Yuyis, mientras el segundo hombre también se desnudaba.
(La película se titulaba El Macho Mágico e iba a ser la primera de una serie sobre un personaje muy atrevido, que se metía en las casas y edificios más inusitados, solo o con amigos que llevaba para organizar sesiones multitudinarias, y tenía sexo con la mujer que elegía, porque su poder de convencimiento y seducción era tan notable que superaba en mucho al tamaño de su miembro: cada vez que mostrara su miembro se verían luces estroboscópicas a su alrededor y las víctimas pondrían cara de tener un orgasmo de tan sólo mirarlo.)
11
Por supuesto, no se puede olvidar a las compañeras, las amigas, las hermanas de Yuyis. Todas se encuentran en mejor situación que ella: además de tener condiciones más placenteras de trabajo, ninguna vive en la casa. Yuyis sospecha, incluso, que no todas son habitantes del pueblo y acuden a sus grabaciones en autobús o por otros medios, desde sitios lejanos.
Yuyis las ve muy poco, limitada como está a su cuarto y los pocos lugares que le son permitidos cuando no está grabando, y mencionarlas a todas equivaldría a hacer una lista de cierta extensión, desde Abelina –la “enana gorda presumida y pendeja”, dice Yuyis–, quien por su estatura aparece en pocas producciones pero se las da de estrella por haber tenido el segundo crédito en Tampones lejanos, hasta Zorayda, que en realidad se llama Fabiola, es afanadora en la clínica del pueblo y tardó más de un año en dejarse convencer por Marlene y aceptar al fin, además de limpiar y ayudarla con objetos de utilería, pasar frente a la cámara para sus primeras tomas. En cualquier caso, Yuyis no lleva la cuenta de todas las personas a las que conoce ni con las que comparte la mirada y las órdenes de Marlene. Algunas podrían ser personas interesantes –está Frida, por ejemplo, que es un transexual con tan enorme cantidad de implantes que tocarla en cualquier sitio produce sensaciones de lo más curioso e inquietante– pero en el fondo Yuyis siente por todas el mismo desprecio: por igual cuando habla con ellas, cuando le toca besarlas o recibir sus besos o enterrar la cara entre sus piernas, cuando hay un descanso entre dos tomas y se juntan en un rincón a comer desnudas mientras la cámara se mueve o las luces se cambian, cuando les pagan y las mira vestirse y salir por alguna de las puertas que tiene invariablemente prohibidas, todas le hacen recordar que su posición es especial: que, pese a todos los regalos y mimos que le da Marlene, no deja de ser una prisionera.
–Está muy raro tu asunto –le dijo una vez una tal Pepina, de senos pequeños y caídos, un aro en la nariz y dos ideogramas chinos, en negro y rojo, tatuados y deformes sobre el vientre lleno de estrías; Yuyis nunca supo su nombre, pero la recuerda así porque las dos hicieron juntas una escena en la que jugaban con vegetales–. ¿Cómo es, te paga, tú la obedeces porque te da una lana, o es nada más por gusto?
La escena tuvo que repetirse en varias ocasiones porque, sin que la propia Yuyis entienda hasta ahora el porqué, las palabras inocentes y en realidad bastante estúpidas de Pepina la pusieron furiosa, y cada tanto, en lugar de continuar moviendo la zanahoria o el tallo de apio o lo que fuera que debía mover, se ponía a farfullar:
–Rara tú lo serás, hija de la chingada –con lo que Marlene cortaba, suspiraba, se disgustaba, se ponía a gritarle, al final sacaba de golpe el pepino o el plátano y lo blandía contra ella, para golpearla en la cara o sobre el pecho.
12
–Lávate bien –le ha dicho Marlene desde siempre, y ella obedece con gusto cuando se le permite usar la vieja tina de fibra de vidrio: le gusta observar la espuma, el modo en que el agua va cambiando de color, los ocasionales fragmentos, pequeñísimos, fugaces, infinitamente flexibles, que suben hasta la superficie o se acumulan en el fondo de la tina.
13
En uno de sus raros viajes fuera del pueblo, Marlene encontró un puesto pirata que vendía sus películas afuera de una estación de subterráneo. Los discos venían en bolsas de plástico. No reconoció el logotipo, pésimamente impreso, del distribuidor, pero sí a Yuyis, fotografiada con las piernas abiertas, dos dedos sobre los labios y todo el cuerpo rasurado.
–Señora.
Ella misma había tomado aquella foto: tal vez en el reverso de la bolsa estarían la gorda, la anciana y el transexual que completaban el reparto.
–Seño.
El muchacho que vendía las películas estaba a punto de echar a Marlene cuando ésta recordó que una señora decente no se detiene ante un puesto de películas porno y se marchó, riendo por lo bajo como si hubiera hecho una travesura.
14
Marlene comparte un problema con Yuyis: no se concentra ante el televisor y no puede resistir un par de minutos sin cambiar de canal, mirar hacia otro lado o preguntarse por detalles que no percibió de lo que estaba viendo. Sentada a sus pies, Yuyis se retuerce, igualmente inquieta, pero Marlene no hace caso y en cambio se levanta, enciende la radio o el estéreo, o bien abre la puerta del cuarto, sale y la vuelve a cerrar.
Entonces, sola, sube las escaleras hacia uno de los cuartos del primer piso, que está por completo cerrado para Yuyis. A Marlene le gusta pensar que es, en parte, un acto misericordioso: Yuyis está descalza –y desnuda– casi todo el tiempo, y el piso es de cemento, lleno de asperezas e irregularidades, al igual que las paredes. (En realidad, los únicos arreglos posteriores a la mera construcción son los trozos de plástico o madera que cubren los huecos donde iban a estar las ventanas, y los cables de la luz, que suben desde la cocina por la pared exterior de la casa.)
Ya en el cuarto al que deseaba llegar, Marlene sigue el cable hasta encontrar el foco (acostumbra dejarlo en el piso, junto al agujero donde iba a estar el marco de la puerta), lo levanta, lo enciende y, sosteniéndolo en alto como si fuera una vela, se queda admirando, durante largo rato, los estantes donde guarda su colección de videos originales.
Están todos, desde el primero hasta el último, en orden cronológico y rotulados con títulos convenientes que ella se toma tiempo para inventar pero no siempre aparecen en las cajas que se van a vender. Ella sabe que es inútil conservar una “copia maestra”, como dice uno de sus compradores, porque ellos sacarán las copias que deseen y las venderán al precio que deseen, donde y por el tiempo que deseen. Pero cada título, escrito en plumón indeleble sobre la caja de cartón o de plástico correspondiente, le trae recuerdos: sonidos, aromas, movimientos, colores de piel y manchas en la piel, y sobre todo sus numerosas voces de mando, que ya no puede asociar a momentos concretos pero siempre han estado en todos sus trabajos, en todas sus largas sesiones. Que las actrices abran las piernas, que los actores cierren la boca, que se tiendan, que se levanten, que se concentren, que digan lo poco que van a decir: Marlene recuerda una admonición aquí, un regaño allá, y sonríe mientras su vista se detiene cada vez por más tiempo en La perra de la maestra, Cortesanas del placer 2, El ojo del changuito o cualquiera de los centenares de títulos.
Marlene siempre concluye estas visitas apuntando la luz hacia los estantes aún vacíos, que le hacen creer en un largo futuro.
15
La trama de Pocos huevos gira alrededor de Adrián López, que podría ser un semental pero tiene traumas de la infancia, por lo que todo le da miedo y necesita aprender a darle lo suyo a las mujeres. El actor es inexpresivo y su cara de pánico es igual que todas sus otras caras, pero en cualquier caso su problema se olvida a los pocos minutos de comenzada la acción, cuando ve a Yuyis y, sin que se mueva un solo músculo de su rostro, la viola repetidas veces, en varias combinaciones y con varios pretextos, durante los siguientes sesenta o setenta minutos.
16
–¿Qué hace falta? –pregunta Marlene, quien ha traído una libreta y un lápiz.
–Huevos.
–Qué más.
–Leche y crema.
–¿Ya se acabó?
–Mermelada de fresa, jamón, queso, papel del baño.
–¿Ya te lo acabaste?
–Pues tengo que cagar.
–Cállate, no seas…
–Cállate tú.
–¡Me lleva la chingada…! –grita Marlene y se va sobre Yuyis– ¿No te acabo de decir que te calles? ¿No te estoy diciendo que te calles?
La muchacha apenas puede cubrirse con los brazos.
–Perra –dice, mientras Marlene le pega con el puño cerrado, tratando de acertarle en la cabeza–. Pinche ruca. Puta barata.
Marlene desiste y la empuja con tal fuerza que la hace caer al suelo.
–Si soy una ruca –dice, mostrándole la bolsa–, entonces a ti te va a tocar hacer esto.
Yuyis palidece pero responde:
–No.
–¿No? Ahorita te voy a dar tu no –dice Marlene, y y la levanta en vilo, la pone de pie y comienza a empujarla hacia la puerta de la sala. Yuyis grita, se retuerce, se zafa momentáneamente y pretende salir de la cocina por la otra puerta, huir a su cuarto, pero Marlene la agarra de los cabellos y la hace gritar mientras tira de ella y la detiene. Yuyis se vuelve y le da una patada en el vientre. Marlene responde con otra en la entrepierna de ella y, tras hacerla caer por tercera vez, la inmoviliza en el suelo bajo su peso y le aprieta la cabeza contra las baldosas agrietadas y sucias de tierra. Siempre que Yuyis logra levantarse un poco, Marlene se apoya de nuevo y la hace chocar contra el piso. Por fin la muchacha se rinde y comienza a llorar.
–Ahorita vas y sales a la tienda y compras todo lo que hace falta.
–No sé dónde está.
–No tiene pierde, es todo derecho hasta donde dice “Abarrotes”. Seguro que sí sabes leer.
–No.
–Me consta que sí sabes.
–No quiero ir.
–Sales, te doy dinero y compras todo.
–No –repite Yuyis, pero sigue sollozando.
–Y si no lo traes no regresas.
–Pero si voy tengo que salir.
–Pues sí, tarada, de eso se trata, de que salgas.
–¡Pero no puedo!
Marlene se ríe.
–¿Y por qué? –dice, mientras la obliga a golpearse otra vez contra el piso–. ¿Porque estás encuerada? –otro golpe–. Es por eso, ¿no? –otro golpe–. Si quieres te visto.
Yuyis deja salir un aullido prolongado, fortísimo, que cuando al fin se corta se convierte en un llanto convulso. Las lágrimas caen y se mezclan con el polvo.
Marlene, después de un rato, se relaja y por fin se permite levantarse, mirar desde arriba. La piel de Yuyis no parece haber sufrido daño, lo cual es importante porque en unas pocas horas llegarán varios actores y actrices y habrá que dar continuidad a ciertas escenas del día anterior. No es que Marlene se preocupe en demasía por la calidad de sus productos, pero cree innecesario sobrepasar ciertos límites de chapucería y de indolencia.
Yuyis deja de llorar y se queda dormida en el piso. Marlene se pregunta si debería cubrirla, pero luego decide que la noche es lo bastante tibia y que no sería bueno darle demasiadas muestras de afecto después de una escena semejante. Da una zancada para pasar sobre ella sin pisarla, recoge el lápiz y la libreta, escribe rápidamente la lista de la compra, arranca la hoja, toma la bolsa y sale. Antes de caminar hacia la tienda cierra la puerta por fuera.
17
Una vez, sonó el teléfono y Yuyis (quien lo tiene terminantemente prohibido) jugó a contestar.
–¿Bueno? –dijo una voz.
Yuyis, nerviosa, rió. Luego dejó salir un sonido sin significado.
–¿Bueno?
Yuyis sintió la vibración de la bocina junto a su oreja y tuvo una idea.
–¿Bueno?
Después de una o dos tentativas, sin embargo, concluyó que su idea era impráctica y que la forma de la bocina era muy incómoda incluso para la sola tarea de sostenerla con los muslos o entre los pechos.
18
En otro de sus viajes, Marlene tuvo oportunidad de asistir a una fiesta en honor de varios cineastas. Estaban en una ciudad fronteriza, en la casa enorme aunque más bien rústica de un distribuidor, y mientras un director preparaba una barbacoa, otros conversaban alrededor de una fuente de piedra. Como en otras ocasiones, Marlene notó que no pocos la miraban con extrañeza o franco rechazo. Pero le bastaba presentarse como la creadora de ciertos filmes muy exitosos –las tres entregas de Locas excitadas, por ejemplo, o Cara de crema – para obtener, si no una aclamación, al menos un gesto de asentimiento o de sorpresa.
Sólo uno de ellos la insultó en voz alta:
–Lesbiana –pero Marlene, en el fondo, no había ido para buscar la aprobación de nadie y terminó por quedarse al margen de las conversaciones, con una botella de cerveza y un plato de carne.
19
De visita en la casa de un anciano moribundo, un cura y dos monjas van a darle los santos óleos. Sin embargo, el cura confunde el frasco del ungüento con otro, que contiene el preparado hecho por una bruja, y al aplicarlo en la frente del viejo éste no sólo se repone, sino que muestra una erección de caballo y unos modales de macho cabrío que espantan a todos. Al santiguarse, el cura se unta el mismo menjunje y bajo su sotana, como activado por un resorte, su propio miembro se levanta, exigiendo acción. Las dos monjas se aterrorizan aún más:
–Ay, cabrón –dice Yuyis en el papel de una de ellas.
Pero rápidas aplicaciones del preparado las vuelven –previsiblemente– dos hembras ardientes e insaciables. Pronto, los cuatro se han ayuntado de todas las formas concebibles y llaman por teléfono al resto de las monjas y curas del convento del que provienen. Todos llegan hasta la casa junto a la carretera en la parte de atrás de un camión de redilas, lo que resulta un poco extraño, al igual que el número bastante elevado de los curas en relación con el de las monjas; del mismo modo resulta extraño que les abra un personaje –Marlene– que no vuelve a aparecer, pero en cuanto entran en el cuarto reciben de inmediato la unción que los prepara no para la muerte sino para una larga noche de placer y, después de ello, nada más importa y la acción en cierto modo se detiene: no hay más vueltas del argumento y casi todas las tomas restantes son primeros planos, uno tras otro, sin explicación, de felaciones realizadas por Yuyis.
( Las monjas calientes es el título de esta película.)
20
Marlene regresa con los víveres y otras cosas que ha comprado. Abre la puerta para entrar y la cierra tras de sí. Está cansada. Dentro de poco, cuando Yuyis haya dejado la basura de la casa en el contenedor, ella tendrá que sacarla y llevarla hasta el contenedor central, que se encuentra a una cuadra del Palacio Municipal. Y luego tendrá que retomar algunos trabajos pendientes, lo que no le dejará tiempo para nada más. Debe tomar una de muchas decisiones intrascendentes, pero ineludibles, cuya necesidad no previó al comenzar la etapa presente de su vida. Cuando está cansada, basta una orden para que Yuyis comience a preparar la cena: la muchacha no tiene talento para cocinar pero sabe seguir órdenes y prepara pasablemente la mayoría de las recetas que Marlene le ha enseñado. Sin embargo, dado que no puede usar siquiera un delantal, todas las comidas que está autorizada a preparar son comidas frías, que a Marlene le causan un desasosiego inexplicable y profundo. Sin duda (lo leyó en una revista) se debe a algún trauma de su infancia; pero no le gusta pensar en tales asuntos y, en todo caso, es mucho más reciente el recuerdo de la única vez en que Yuyis, realmente una pobre tonta, intentó cocinar un par de huevos estrellados: unas gotas de aceite hirviendo le cayeron en un hombro y le dejaron una cicatriz pequeña pero bien visible. Tal vez debió haber pensado en alguna excepción para su regla, firmísima, de desnudez. ¿Qué habría sucedido, se pregunta siempre Marlene, si el aceite le hubiese caído en los pechos, en la cara, en el sexo?
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