Kitabı oku: «Los cuadros de la muerte», sayfa 2

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Pero él le esquivó la mirada y permaneció en silen­cio, en­tonces, y ya desde el umbral, ella preguntó:

—¿Qué tiene que ver esa chica... Isabel, con vos?

Kesman la observó detenidamente por un instante y luego fue tajante:

—Está enamorada de mí.

Cuando cesó la enloquecida campanilla que pendía de la puerta, Kesman vio cruzar frente a los cristales la silueta ende­ble de la joven y luego oyó el raudo alejamiento de su auto­móvil. Afuera, la noche ya era cerrada y las luces de la ciudad resplandecían alejando la espesa oscuridad hacia los jardines, de donde emanaban aromas fragantes de romeros y de cedro­nes.

Los días subsiguientes fueron de mucho sol y escasa nu­bo­sidad, pero aquel día la mañana primaveral se mos­traba des­lumbrante. El sol resplandecía en el cielo azul y una fresca brisa hacía mecer los rosales del jardín de la vi­vienda del padre Agustín. Ana, la viuda del profesor de lite­ratura que ejerció en el magisterio, fue quien sugirió ubicarlos allí, al costado y al fondo de la parroquia. Agustín acató dicha sugerencia creyendo que embellecería el predio de la iglesia y sabiendo, además, que significaba un home­naje póstumo para quien fuera no solo un profesor respe­tado, sino un eximio urbanista y que su pro­yecto, junto con otros, pretendieron ser en vida aportes para los paseos de la ciudad. Pero con su muerte se convirtieron en de­seos in­cumplidos. Con sumo interés observó los planos cuando supo que eran de Pablo. Una vez construidos los peque­ños canteros y los caminitos de polvo de ladrillos, admiró con asombro la capacidad del profesor; lamentó su muerte, re­cordó que se produjo al poco tiempo de haber sido él desig­nado párroco de la iglesia. Cuánto tiempo había pasado desde enton­ces. Nunca pensó que profesaría la vida espiritual y cuidaría de tan buena gente, y menos imaginó que Nuestra Señora del Ro­sario fuera la patrona y la protectora de una región de hombres esperanzados. Por eso, al abrir la ventana de la habitación, se sintió absorbido por cierta reminis­cencia de su tiempo de misio­nero por aquellos sufridos países del África, por esos lu­gares en donde todo era dife­rente. Retenía en su mente aún a aquellos niños desnutridos y hambrientos por consecuencia de las gue­rras intestinales que destrozaban toda fe, toda fuerza. No podía creer el buen pastor —pues daba por sentada la existen­cia del Dios todo­pode­roso— que el mundo fuera tan incapaz de comprenderse y tan ajeno a la solidaridad. Pero luego, cuando a su mente llega­ban los sucesos crudos del pueblo, se sumía en tristeza; sus ojos denunciaban preocupación. ¿Por qué la gente estaba con­curriendo asiduamente a la iglesia? Le hubiera gus­tado que esa actitud fuera cotidiana, sin embargo, era claro que esto se debía a los abominables crímenes que venían suce­diendo.

No logró desayunar, su estado de ánimo no le permitió in­gerir alimento alguno a pesar de que las tostadas y la manteca junto con la exquisita fragancia del café eran irrechazables. Así y todo, la de­sazón y la angustia que sentía pudieron más y re­nunció al ape­tito.

Vistió su sotana y salió a la calle; afuera todo era calmo y desolado. Luego de andar y andar, y casi sin darse cuenta, reco­rrió las cuadras que lo separaban de la redac­ción de Quintana. Cuando llegó frente a la puerta, observó a través de los cristales y vio al hombre en su escritorio le­yendo un diario viejo. Gol­peó y esperó a que saliera a recibirlo.

—Padre, ¿cómo está usted? —saludó Quintana, sor­pren­dido al verlo.

Tras estrecharle un buen tiempo la mano, Quintana se quitó los anteojos y entonces pudo verle los ojos cansados. Lucía como siempre: camisa blanca arremangada y un chaleco de traje os­curo que usaba desprendido. Sin dudas, su rostro era el reflejo de las personas entrega­das a la labor; sus manos lo demostraban: siempre impreg­nadas de tinta.

—Bien, hijo, bien —le respondió.

—Pase, padre, pase. Por favor, siéntese.

No bien se ubicó en uno de los sofás, notó la austeri­dad de la pequeña sala. Solo algunos cuadros barrocos col­gaban de la pared y junto a ellos, unos recortes enmarcados de periódicos que no alcanzaba a distinguir bien; dedujo que serían notas im­portantes. En un rincón había un per­chero de pie, antiguo, y al lado, una pequeña mesita en la que se recortaba la oscura si­lueta del teléfono; este daba la sensación de que su timbre inte­rrum­piría en cualquier instante. También pudo notar un gran reloj de pared al lado de la ventana, cuyas cortinas desplegadas de­jaban ver la confluencia de las calles Sucre y Estanislao del Campo; por esta, al 1178, se encontraba la redacción. Detrás del escrito­rio de fino roble, estaba la escalera que daba ingreso al sótano; de allí salía un espeso hedor a tinta que impregnaba todo el ambiente, más el aturdimiento monótono y molesto de las planchas impresoras.

—¿Qué lo trae por acá, padre? —preguntó Quintana reco­giendo los papeles y guardando el viejo periódico cuidadosa­mente en un cajón del escritorio.

—Tantas cosas, hijo mío. No he podido dormir anoche —confesó con inocultable abatimiento.

—Creo que nadie puede hacerlo en los últimos tiempos, padre —agregó Quintana—. El pueblo está conmocionado, necesitamos saber qué nos pasa.

—Es cierto, es una necesidad imperante, necesitamos vol­ver a la calma, la paz debe volver a reinar en nuestra socie­dad.

—Padre, ¿usted sabe lo fundamental que es la Iglesia en estos días? Precisamos mucha ayuda espiritual hasta tanto no logremos que...

Agustín notó ese titubeo, entonces, y con acierto, dijo:

—Joaquín, sus recuerdos aún lo acongojan, ¿verdad?

—Sí, —afirmó Quintana, y agregó—: ¡Pobre Natalia, qué destino le ha tocado!

Entonces, Agustín, no queriendo ser inoportuno, dijo mirándolo:

—Hijo mío, pensemos que está en el reino de Dios.

—¿Y su cuerpo, padre? ¿Dónde está su cuerpo, podría us­ted decírmelo? Ella merece un lugar para su descanso, un lugar donde podamos llorarla.

—Sí, tiene razón, pero es muy extraño todo esto —balbu­ció Agustín con un dejo de nostalgia.

—¿Comprende usted lo que es vivir con esa incertidum­bre? Muerta, perdida, raptada. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Quién? Ya me cuesta creer en la justicia —aseveró Quintana.

Agustín, compungido por el dolor, solo hizo silencio, pero su mirada se escapó por la ventana y fue a enfrentarse con el cielo matinal cuando escuchó que Quintana le decía:

—Padre, ¿ve esas magnolias? Fueron plantadas por ella, y es lo único que conservo, ahora dígame, ¿cómo hacer para que cada mañana al mirarlas no la recuerde? ¿Cómo olvidarme de haberla visto enchastrada bajo la lluvia con la azada, cuidán­dolas y sin descuidar nada del hogar? ¿Usted cree que no se habrá sentido indefensa cuando esa bestia la atacó? ¿Cómo puedo convencerme de que no fue por mi culpa?

Agustín observó las bellas plantas del jardín y se llenó de tristeza.

Pasaron algunos minutos, luego, Quintana, levantándose, dijo:

—Quiero enseñarle algo, padre.

Agustín se incorporó complacido, creyó oportuno un cam­bio de aire; era necesario quitarse de la cabeza aquellos hechos desagraciados.

Ambos salieron por la puerta que daba al fondo y se inter­naron en el jardín cuando de pronto la sorpresa se instaló en el rostro del religioso; petrificado, se quedó observando el frente in­maculado de una pequeña vivienda. Transitaron a través de un caminito embaldosado y se detuvieron frente a un alero que de manera oblicua dejaba ver sus tejas enmohecidas. La puerta es­taba cerrada al igual que las ventanas; aunque una de ellas se encontraba con las cortinas recogidas. El interior era sombrío. Dentro había una pequeña mesa con un mantel violeta que casi ocultaba las dos sillas de mimbre que la rodeaban. Por la blanca pared pendían algunos pósteres juveniles y un pequeño mural cuyas dos placas de acrílico hacían resaltar la sonrisa de una joven pareja; igual, el sintético pelaje de un oso panda que se encontraba a su lado, daba la sensación de apocarles la alegría porque unas minúsculas y casi invisibles telarañas que resaltaban incandescentes bajo el rayo del sol lo cubrían dándole una li­gera sensación de olvido.

—Son sus padres, él es mi hermano Carlos —dijo Quin­tana, y agregó, señalando al oso panda—: Y ese es el regalo que le hice a mi sobrina para su comunión.

Agustín tocó con sus manos la pared fría de la vivienda y luego sacó el rosario que llevaba colgando del cuello, lo entre­lazó en sus manos y aferrándose a él con fuerza, casi estruján­dolo, bajó la vista al piso y dijo una oración en silencio.

Luego, casi sin palabras, retornaron a la sala. Las voces de los jóvenes que operaban en las máquinas en el interior del sótano se dejaron oír; el ruido sórdido continuaba sin interrup­ción. Quintana, sin molestarlos, se asomó y observó que todo estuviera bien, y luego se dirigió a la cocina a preparar café.

—Nunca entré en su habitación desde que ha desaparecido —dijo desde allí con voz grave—. Sus cosas deben permanecer tal cual quedaron, porque sabe, padre, aún no perdí las espe­ranzas de encontrarla —aseveró con valentía luego de un pro­nunciado silencio.

El religioso, al escucharle este comentario, comprendió su increíble fuerza, su inquebrantable fe, y, como no era ajeno a los comentarios de la calle ni adepto a la conducta del comisa­rio Kesman, de quien por cierto se esperaba que tuviera más cordura y menos atropellos, preguntó casi con resignación:

—¿Qué ha dicho Kesman de todo esto?

—¿Kesman? ¡Eh!... —respondió Quin­tana, sarcástico, mientras volvía de la cocina—. Solo hallo de él protes­tas por­que parece no gustarle mi forma de informar. Pero debo decirle que no me atemoriza —aseveró—, aprendí de mis pa­dres a ser fuerte y a sobrellevar cualquier circunstancia hasta las últimas consecuencias.

Quintana era hijo de una pareja albanesa, albanesa por adopción porque en realidad en sus venas corría sangre cánta­bra, de la España más antigua. Habían llegado al país cuando él era pe­queño escapando de las persecuciones políticas y luego de que se radicaran unos años en Durazzo. Su padre, Edmundo Quin­tana, había tomado en su juventud el oficio y el arte de la im­prenta, que a posteriori lo llevaría a ser acusado de anar­quista; en su tiempo de universitario le descubrieron que im­primía de manera clandestina ciertos folletos que lo compro­metían con facciones disidentes del poder. Él, Edmundo Joa­quín Quin­tana, adoptó su oficio y por todos los medios trató de reivindi­carlo del ostracismo al que fue sometido; aunque más no fuera —solía decir— por honor a su memoria. Le molestaba que se llamara ‘anarquista’ a personas que solo buscaban la verdad a través del derecho, por lo tanto, jamás permitía que lo adularan aquellos capaces de entregar dignidad a costa de si­lencio. En su periódico, nunca autorizó comentarios espurios ni anuencias.

—Mi hermano y su mujer murieron en un accidente.

—Sí, lo recuerdo —respondió el párroco, luego agregó—: Fue un otoño fatal.

—Milagrosamente, Natalia se había salvado entonces; era aún una niña. —Tras decir esto hizo un prolongado silencio, luego continuó acongojado—: La crié como a una hija. Como usted sabe, yo... enviudé y ella era todo para mí.

—Sí, hijo, lo sé —respondió Agustín, observándole los ca­bellos encanecidos que circundaban una calvicie incipiente que le sumaba años. Tuvo, además, la sensación de que si no ocurría algo importante en la vida de ese hombre, jamás sus ojos firmes y llenos de decisión lograrían otra vez hacerse de algún brillo de sonrisa. El dolor había sido profundo y había dejado sus huellas.

—Algo indescriptible siento en el alma, no la he podido proteger —aseveró Quintana, y tras estas palabras sus ojos fue­ron llenándose de lágrimas hasta que se desmoronó—. Veinte años acababa de cumplir, ¡Dios mío!, no podré perdonarme jamás —dijo tomándose el rostro con sus manos entintadas.

Al salir el padre Agustín de la redacción, vio a lo lejos, nítidamente reflejada en el cielo azul, una nube de pa­lomas blancas que giraron de modo uniforme sobre una pequeña ar­boleda. Se detuvo al contemplarlas hasta que se perdieron tras la alameda. Luego dijo para sí con devoción, como no pu­diendo despren­derse de ciertos remordimientos que le vidria­ban los ojos:

—¡Queridos hermanos, recemos mucho!

Los días fueron pasando con mucha monotonía, nada no­vedoso había ocurrido; aunque Kesman, favorecido por esos días de calma, continuaba con su escritorio atestado de papeles intentando en vano, una y otra vez, sacar algo en claro. La des­cripción del hombre que Isabel y su amiga Julieta aseguraban las había estado siguiendo, lo perturbaba. Ellas no fueron capa­ces de precisar detalles debido al susto y solo pudieron decirle que era alto y de abundante cabellera. “¿A quién buscar?”, se pregun­taba internándose en la construcción imposible de un identikit. ¿De rostro ovalado, cejas pobladas, nariz aguileña? Cuán­tos detalles fundamentales le hacían falta. Recordó que había ocu­rrido en altas horas de la noche, y esto le hizo pensar, ob­ser­vando los acetatos, que dependía más que nunca de la ge­niali­dad inventora de Hung Mc Donald y de su propia capaci­dad.

Las horas transcurrían inexorables hasta que de pronto, como salido de sí, se incorporó del sillón y sus ojos se fijaron en un punto inexistente; transitaba en su mente el re­cuerdo de la única persona que fuera acusada por una similar y horrenda virtud. Un joven, quien luego de evadir los claustros de la cárcel de Córdoba, fuera recapturado e internado en un hospital por estricto pedido del juez de turno. Este había optado por enviarlo allí porque se decía del lugar que era lo más apropiado para conocer los infiernos.

En silencio observó la luz de la lámpara, que hacía esca­bullir la oscuridad penosamente hacia los rincones del despa­cho; quizá, pensando que necesitaba un halo de luz similar para esclarecer los hechos, ya que lo único concreto y que atesti­guaban los informes del forense era que, en todas las víctimas, las dos heridas de arma blanca no habían sido efectuadas de frente. Esto lo llevó a deducir que fueron sorprendidas o que en ningún mo­mento habían pensado que podían ser asesinadas. Luego las extrañezas se trasladaron a las heridas: eran oblicuas en el abdo­men y con la particularidad de que el mayor espesor de las incisio­nes estaba en la parte inferior.

—Esto es curioso —advirtió mientras trataba de compren­der la metodología usada por el asesino—. Ahora, si no las atacó de frente... mm... ¿Por la espalda? —murmuró tomándose la cabeza.

Lo cierto es que ninguna de ellas poseía heridas en la es­palda, por tanto, irresoluto y repasando nuevamente y por sexta vez los informes, verificó si hubo signos de violación. Su ánimo de repente se desvaneció porque nada decían al respecto, ni un mínimo indicio. “Estrangula­ción—pensó entonces— seguida de muerte”, pues eran comunes en las mentes violentas y pervertidas. Pero de nuevo los in­formes lo aplazaron sumán­dole ansiedad.

—Qué misterio todo esto —dijo mientras el reloj denun­ciaba inquebrantable el paso del tiempo.

De pronto, algo se inmiscuyó en su mente, se levantó y, de manera enérgica, marcó el número del hospital público.

—Soy el comisario Kesman —dijo con voz rígida—, co­muníqueme con el doctor Sierra.

Sierra era el médico forense que muy de mala gana se in­corporó en la cucheta de la guardia y, luego de observar el re­loj, preguntó molesto:

—¿Qué le pasa?

—No... no me pasa nada —respondió Kesman.

—¿Y para eso me llama, para decirme que no le pasa nada, y a esta hora? —se quejó el forense.

—¡Escúcheme, Sierra, por favor! Estoy acá con sus infor­mes y me remito a su experiencia, es sobre el caso de las chi­cas.

—¿Qué chicas? —preguntó este aún sin despabilarse.

—Las chicas muertas.

—¡Ah! Sí, dígame.

—¿Qué sensación le dio al ver los cuerpos, específica­mente las heridas?

—¿Qué quiere que le diga, comisario? Que estaban bien muertas —aseveró el forense.

—¡Sierra, por favor! ¡No se haga el estúpido! —le recri­minó.

—Bueno, bueno. Es que quizá lo sea, comisario...

—Bien, pero trate de no demostrármelo.

—Discúlpeme, comisario —interrumpió entonces el fo­rense—, el que está quedando como un estúpido es usted.

—¡Eso no se lo permito! —refunfuñó confundiendo su enérgica expresión con el rechinar del sillón, pues la manifiesta verdad de su interlocutor comenzó a irritarlo y a incomodarlo.

—No se ofusque, la gente lo interpreta de este modo —dijo insultante el forense, y luego respondió a la pregunta di­ciéndole—: Mire, lo que me llamó la atención es no encontrar en los cuerpos ningún signo de violencia. Es extraño, no es común que eso suceda.

—¿Y con respecto a las heridas?

—Bueno, como abrazándolas y apuñalándolas después —aseveró el forense.

Prosiguió un silencio que concluyó cuando Kesman, retri­buyéndole ironía, le dijo:

—Gracias y siga durmiendo. —Pero, antes de cortar y para reco­brar un pacífico diálogo, agregó—: Tuve la misma sensa­ción que usted.

Permaneció pensativo bajo el cono de luz de la lámpara. Una muerte aislada le hubiese resultado más sencilla, pero en una sucesión de crímenes era difícil hallar la punta de la ma­deja. Recorrió sus conocimientos fundados en viejas enciclo­pedias policiacas; pero la academia formaba y lo que allí había aprendido eran simples connotaciones basadas en hechos con­sumados. Lo podía tomar como ejemplo, aunque no podría contribuir con nada sobre estos hechos, era necesario aplicar nuevas metodologías y afianzar perspicacias. Con todo esto, se abocó a analizar que ninguna de las chicas era prostituta, casi todas venían de hogares conservadores, de crianzas rígi­das, en su mayoría eran la tercera o la cuarta generación de inmigran­tes euro­peos, y la Villa, conformada por población de clase media, era ajena a la marginalidad de las grandes capitales en donde era previsible que sucedieran hechos aberrantes. Los más ancia­nos y más aferrados a las tradiciones poseían —por así decir—la frialdad europea, ya que muchas colonias se hab­ían confor­mado a efectos de la Gran Guerra. Esto era una cuestión de naturaleza, aunque no así la criminalidad, puesto que esta no distingue geografía, razas, clases ni rango; bastaba con recordar los crímenes en las urbes londinenses o aquellas que rodeaban las calles céntricas de Manhattan. Pero las calles de la villa, que en viejas épocas eran calmas y demasiado man­sas, fueron adquiriendo notables efervescencias en los últimos tiempos y la juventud pasada y discreta de los viejos abdicaba horrorizada frente a las osadas libertades anatómicas de las jóvenes actuales. ¿Habrá despertado esta libertad el ins­tinto alienado del asesino? No hallaba respuestas en este análi­sis ni motivos para las muertes; además, recordaba que una de ellas era Natalia, la sobrina de Quintana, y estaba desaparecida.

Y si algo le faltaba, también Lorena había aparecido apu­ñalada a los pocos días de su llegada a la Villa y solamente podía decirse de ella que era una chica que lo venía siguiendo desde su anterior destino debido a que —según comentarios— él la había rescatado de un prostíbulo de la capital, por tanto, no se sabía de sus amistades ni de nadie que la conociera en Tu­lumba. Tal vez por eso no hubo reclamo del cuerpo. Aunque él sí la sufrió y le dio una digna sepultura.

La noche caía ocultando la muralla azul de la serranía y ese paredón quería encofrar el valle arbolado que ya iba oscu­reciéndose. Las forestadas arboledas, entre las que se destaca­ban las coníferas, dejaban caer a dos aguas sus lacias y raleadas cabelleras, mientras que las alamedas, espigadas y escuálidas, encerraban en su entorno un amarillo soleado de nostalgia. En­tre tanta belleza, el arroyo plateaba su deslizar, sereno, su­miso a los límites de su cauce, cuando la luna asomó su rostro mos­trando un maravilloso reflejo.

Ya por estas horas, la tela del foráneo descansaba en el ca­ballete con un retazo adormecido de paisaje. Pero la luna ilu­minó la pendiente dejando al descubierto su oscura silueta que, frente a la tela, era como un montículo de escombros apisonado en su cimiento. Los brazos caídos al costado del cuerpo y la cabeza hundida entre los hombros daban la sensación de que había sido abatido por un profundo sueño. ¿Qué razones corr­ían por su cabeza que hacían que la estética de su pintura no concordara en absoluto con su aspecto? Ignotas razones que permitían que de él se dijera que estaba loco. Pero tanto rea­lismo y tantas virtu­des —vestigios de una mente iluminada volcados en la tela— lograban que se aplacaran o se analizaran en profundidad todas las aprontas calificativas.

Tres horas habrían pasado de la media noche cuando se in­corporó pesadamente en el banquillo. Nada corrigió en la tela, solo se quedó observándola por un instante, como cotejando con el paisaje que frente a él era de plateada luminosidad. Esta vez el gigantesco sauce de la margen del arroyo era el motivo ele­gido, sus raquíticas hojas se desprendían tapizando de ama­rillo el suelo arenoso. Giró la vista hacia el árbol, que sufría una descalcificación de muerte y que era el único desabrido entre tantos verdes. Se quedó mirándolo un largo instante como si no comprendiera semejante despropósito; la primavera ya no lo­graba darle nuevos brotes y casi ni savia corría por los rama­jes que paulatinamente iban convirtiéndose en un oscuro esque­leto. Recogió luego sus elementos y trepó las pequeñas colinas desde donde se podía observar, como una cofradía de luciérna­gas, las luces de la Villa ya adormecida. Bajando por la pen­diente, el sendero se estrechaba y se deslizaba como una franja blanca que se perdía en la distancia; al final estaba el Camino Real. Comenzó a caminar en silencio y, cuando pasó junto a los bosques de pinos, se tornó minúsculo e insignificante. Los estilizados follajes de las coníferas oscurecieron su silueta y la luna, ocultada tras ellas, solo dejaba entrever una desflecada luz tenue de vez en cuando.

De pronto y a lo lejos, una luz pareció destellar. Alguien avanzaba por el camino. Tal vez una linterna, pero fue fugaz y no le permitió tener la certeza de que lo fuera. El hombre si­guió avan­zando sin darle importancia; pero, al girar tras un re­codo de espesas malezas, la luz se vio nuevamente, esta vez más cercana. Hasta que la luna permitió ver —y a no más de dos­cientos metros— la imagen difusa de quien venía por el camino. Ambos avanzaron, luego se detuvieron; era inevitable el en­cuentro. Luego la distancia disminuyó y los pasos se hicie­ron lentos. El de la linterna de pronto se mostró dubitativo; la ima­gen que veía era extraña, infrecuente, y más aún con esa barba descuidada y esa ropa casi deshilachada que le acentua­ban más andrajosamente el aspecto. No, no era del lugar, y al observar la tela que llevaba en la mano y el caballete que le col­gaba del hombro, más la emanación a pintura fresca y a tremen­tina, recordó aquel cuadro que las chicas habían llevado a la oficina del comisario comentando que una persona extraña se lo había olvidado. “Sí, debe ser este”, pensó y, quebrando la incógnita y el silencio que los envolvía, dijo:

—Usted, ¿quién es?

Pero nadie le respondió, entonces insistió:

—¿Usted se ha olvidado una pintura en el pueblo?

El hombre pareció no escuchar; esa actitud inco­mo­daba. Pero pronto pudo comprobar que el foráneo la miraba muy fijo bajo la visera ensombrecida de su gorra. Esa mirada le produjo fastidio, tuvo la sensación de que la estaba escudriñando inte­riormente; además, ¿qué hacía por esas horas tan lejos del pue­blo? No podía dilucidar nada; aunque pron­to se dio cuenta de que también su presencia por allí debía generar sospechas, en­tonces dijo:

—Soy la psicoanalista Martina, no he podido conciliar el sueño y he optado por esta caminata. —Luego insistió—: Us­ted, ¿quién es?

El hombre pareció meditar la respuesta o no entenderla y en ese lapsus la joven pudo comprobar que nada de ese aspecto era ágil; ni siquiera las palabras, puesto que lo escuchó tardía­mente decir:

—No tengo nombre.

Esa respuesta le produjo sorpresa; con ligereza adoptó una fingida sonrisa y una subestimación obvia en las palabras, de­bido quizás a la ordinariez y al aspecto de troglodita que veía en el extraño. Lo miró y le dijo con ironía:

—Todas las personas tienen nombre.

—Yo no —contestó a secas el desconocido y, tras tornar la vista hacia el camino, retomó la marcha con lentitud.

Giró sobre sí entonces la joven analista y por unos segun­dos se quedó observándolo: la oscura espalda y la cabellera en­mugrecida conjugaban sobremanera conformándole esa silueta casi sin contorno. Su desgarbado cuerpo se mostraba desnu­trido y enfermo.

—Sus cuadros son muy extraños —le dijo cuando ya dis­taba de él unos veinte metros.

El hombre, al escucharla, se detuvo y tras apoyar el caba­llete en el suelo la observó; en ese instante la joven, embele­sada, se le acercó fijando la vista en la tela. Escasos segun­dos transcurrieron cuando un extraño rubor fue encarnándole el ros­tro, un nerviosismo acrecentado le agrietó la frente. Frunció el ceño y se acercó aún más. Luego de focalizar con la linterna ese árbol sin hojas en cuya base dos flores rojas dañaban la somnolencia de un bello atardecer, preguntó:

—¿Qué significan esas flores rojas?

El hombre esperó otros largos segundos para contestarle y, cuando lo hizo, fue para decirle:

—El rojo es fuerza, el rojo es vitalidad.

—También muerte —acotó entonces la joven analista a la vez que sus ojos iban adquiriendo un extraño brillo y la agita­ción de su respirar comenzaba a inquietarle el pecho.

—Pueden existir muertes sin sangre —agregó entonces, con serenidad, el foráneo.

—Sí... —respondió la psicóloga y, luego de un silencio en el que no dejó de observar la tela, dijo—: Siempre he tenido interés en saber qué lleva a un artista a elegir lo que pinta. He tenido infinidad de pacientes, soy psicóloga, he cono­cido mu­chas mentes desequilibradas; pero... ¿la pintura es pa­trimonio de la locura o es el reflejo de los sueños?

—¿Sueño?... ¿Sueño o locura?... ¿Sueño o locura? —repi­tió el extraño una y otra vez; luego, tras bajar la vista como un alumno frente a una mesa de examen, dijo—: No la entiendo.

A la joven psicóloga le resultó inconcebible tamaña igno­rancia y lo objetó con mirada despectiva. Pero pronto, al obser­varlo de arriba abajo, supo que sería estéril toda intención de análisis, que no lograría de su parte nada de intelecto. El her­metismo que engarzaba su escuálida imagen y su introversión la enmudecieron y sintió que su espectro interior, ávido de im­pulsos, no podría ser alimentado a pesar de que esas flores ro­jas le producían una ligera intriga y una extraña vibración que no podía ocultar. Nada de valor creía encontrar en ese hombre, a excepción de su arte, pues su vasta inteligencia y su marcada vanidad solo aceptaban diálogos fluidos. Ella se vana­glo­riaba con sus estudios y sus investigaciones sobre la mente, que la hacían sentir como un ser distinto. Su experiencia le permitía obtener, de un pantallazo y con certeza, los síntomas precisos de sus pacientes, y la metodología de los sueños que apli­caba en sus terapias —y de la cual estaba orgullosa— era una obse­sión para su ego. Admiraba a Freud porque nadie como él había logrado traspasar las barreras de la psique. Pero tan férrea aplicación en una ciencia en constante cambio arries­gaba embaucamientos que luego podían perturbarle razo­na­mientos lógicos; más si los ramilletes de poluciones enco­frados en la mente no siempre respondían a estructuras o encasilla­mientos. Sin embargo, su pragmatismo no le per­mitía canalizar vías disímiles, sino oscuras y extrañas interpre­tacio­nes.

—Me agobian estos colores, presumo que provienen de un sueño —dijo apoyando su mano sobre su cabeza. Luego re­tomó—: Qué sería de nuestros espíritus si no acatáramos los impulsos del inconsciente.

El hombre, en silencio y parado frente a ella, parecía ido y ni siquiera esa afirmación emergida del interior excitado de la joven lograba traerlo de vuelta.

—No habrían subsistido los reinos. ¡Admiro a los hombres que protegen y se protegen con la sabiduría de los sueños! —continuó diciendo la joven analista profundizando cada afirma­ción con gesticulaciones y ademanes.

Luego, cuando recuperó la compostura, comprendió que frente a ella había una persona; al menos así pudo conside­rarlo a pesar de su detestable desaliño, entonces, tras menguar un poco su excitación, dijo:

—Quiero que pinte a una joven desnuda a orillas del arroyo; como verá, amo la estética —. Y luego de un silencio en el que su mirada se perdía en la inmensidad de la serranía, concluyó diciendo—: Todas las personas deberían convertir sus sueños en realidad y este sueño me perturba... Pero he de liberar mi camino para que se me cumpla.

Cuando de imprevisto y antes de que concluyera, el ex­traño, parado enfrente y presumiblemente enajenado, ex­presó:

—Habrá que estudiar la locura como se lo estudió a Van Gogh.

Extraña reflexión y conjetura para quien lo escuchó con la boca abierta.

—¿Piensa? ¿Este hombre piensa?... —balbució para sí la joven psicoanalista, luego dijo—: No era más que un loco.

—Pintaba sus sueños —afirmó el desconocido.

—Es verdad..., pero sus sueños eran enajenados, si hubiera pintado lo que sus ojos veían, todo hubiera sido diferente.

—Prefirió lo que su conciencia le dictaba, y eso eran sue­ños —aseveró el hombre.

Un extraño presentimiento envolvió a la joven analista. ¿Estaba realmente frente a un ser alienado? La serenidad pas­mosa que este le mostraba era increíble y la frialdad en sus pa­labras permitía diversas conjeturas.

—Pero lo sacaron de la sociedad, y opino que los enajena­dos deben pudrirse en las cárceles o en los hospitales.

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