Kitabı oku: «Diario de la pandemia», sayfa 4
Los náufragos
Pedro Mairal
Buenos Aires, 3 de abril— Somos náufragos de balcón. Nos saludamos de lejos desde las naves apestadas, con señas, mensajitos, gritos largos que atraviesan a medias las corrientes del viento de la calle. A las nueve de la noche se instaló, a través de redes y noticieros, la costumbre italiana o española de aplaudir a los profesionales de la salud que están peleando en la primera línea contra la pandemia. En Buenos Aires primero fueron los aplausos, una descarga colectiva, una nueva sensación de hermandad. Muy puntual. Alguien publicó en Twitter: Si ponés el arroz 20:50, los aplausos te indican cuando ya está listo. Otra escribió:Estábamos cogiendo con mi encuarentenado, tuvimos como hace tiempo no nos pasaba un gran polvo cósmico de orgasmo simultáneo y, cuando nos derrumbábamos en la gloria, el barrio entero nos empezó a aplaudir. Eran las nueve.
Y a esa hora empezó a sonar la música. Acá tengo que decir algo cruel: no somos Cuba. La música es ponerse de acuerdo, escuchar lo que propone el otro y sumarse al tempo, a la armonía, es decir, es colaboración. Tengo idealizada musicalmente a Cuba, por culpa del Buena Vista Social Club, y por culpa de videos de YouTube que los turistas filman por las calles de La Habana. Alguien con unas congas, otro con un tres, se agrega un trompetista y una cantante por la calle, y hacen una versión de “Lágrimas negras” improvisada en un umbral, como nunca escuchaste antes. Se suman. Hacen música. En Buenos Aires empezó como una competencia de talent shows.
Uno sacó los parlantes al balcón y tocó bastante bien el Himno Nacional con el bajo. Pero al día siguiente el saxofonista de la cuadra quiso hacer “Adiós Nonino”, de Piazzolla, y se superpuso con los (probablemente) hermanos que querían hacer “De música ligera”, de Soda Stereo, con batería y guitarra eléctrica y micrófono. Se chocaron las músicas. Cada uno, sordo del otro. Y no aflojaban. El ruido del infierno son simplemente dos armonías alienadas que suenan en paralelo. Esos momentos de las ferias donde se entrecruzan las canciones de dos músicos callejeros y surge de pronto la banda sonora del terror.
No hubo consenso entre los músicos. Y la sensación de hermandad colectiva, la impresión de que somos una aldea global enfrentando esta dificultad, la unidad de los argentinos frente a la pandemia, se empezó a resquebrajar. Una especie de individualismo jodido se hizo notar. Muy sutil aún. Se peleaban por el prime time de las nueve para lucirse. Los músicos de monoambiente, los guitarristas de sofá, los multiinstrumentistas que se graban ellos mismos cumpliendo todos los roles de la banda en pantalla dividida, querían tener su momento, su escenario colgante. Y se pisaban. Los aplausos igual eran generosos, para uno, para otro. Bravo.
Pero algo nuevo empezó a aparecer, un disenso más hondo. Quizá en la Argentina no soportamos tanto tiempo la buena onda. Estamos encerrados, caminando por las paredes y la bronca tiene que salir por algún lado. Encima tenemos la desgracia de estar pegados a un país modelo. Los dirigentes políticos uruguayos decidieron mancomunadamente bajarse los sueldos para aportar con el dinero sobrante la compra de recursos sanitarios. En la Argentina se les pidió ajuste a los ciudadanos, pero el poder político hasta el momento no se bajó los sueldos. La espuma social subió en silencio, primero. Fue creciendo la bronca de los que no los votaron. Se programó un cacerolazo. La gente se empezó a embanderar, se prepararon para la contienda.
La primera noche sonaron todavía los aplausos de ánimo y apoyo humanitario, también cantó algún músico al que le quedaban aún ganas de figurar. Y a las nueve y media empezó a sonar puntual un cacerolazo tintineante, de teflón, nada de aluminio tóxico y ruido a lata, un cacerolazo wok, cacerolazo Essen, acero alemán, templado, casi cuenco tibetano. Cuando se silenció el ruido, una mujer les gritó en el balcón con la furia de sus pulmones sanos: “¡Barrio de garcas, barrio de desagradecidos, cacerolean, caceroleensé la chota!” Alguien la grabó con el celular. Se viralizó en tiempos del coronavirus la reacción de la mujer empoderada. A la noche siguiente ya el aplauso de las nueve fue claramente de apoyo al gobierno y el cacerolazo fue antigobierno. Y aparecieron gritos a los caceroleros: “¡Garcas! ¡Gorilas! Viva Perón, carajo!” Insultos cruzados, de edificio a edificio, de balcón a balcón. La violencia del encierro abrió las jaulas de la cuarentena y los gritos desaforados llenaron el aire de las cuadras.
A la mierda con la hermandad sanitaria. ¡Qué lindo putearse! Desde el anonimato oscuro de la cuarentena pandémica, putear a otro desde la sombra. Cada balcón un púlpito, un paraavalancha donde aguantar los trapos, orgullo de barra brava que muere peleando solo, porque el otro es todo lo que pensaste y peor, peor, es más gorila, es más peroncho, es el enemigo, es todo lo que está mal, es el culpable de la miseria de este país hermoso. ¿Y el aplauso emocionado? ¿Y el aviso de Coca-Cola —aún no filmado pero ya protagonizado por todos— con la humanidad cantándole a enfermeros y médicas y camilleros? ¿Y los ojos húmedos del amor por el prójimo? Qué poco que duró.
Mientras tanto en el planeta se apilan los muertos. Buscan camiones frigoríficos para guardarlos. Los dejan abandonados en las calles. Improvisan morgues en pistas de patinaje sobre hielo. Crece la cuenta de las bajas. Se viene el Apocalipsis pero vos estás peleado con tu vecino. Hace 15 días estabas preocupado por algo que sucedía del otro lado del mundo, pero no sabías que tu vecino necesitaba unos pesos para los remedios de su hijo. Ahora lo conocés, sabés que es del partido político contrario. Lo marcaste. Le hiciste la cruz. Inquina, saña, veneno, guerrita de cárteles en el ascensor, denuncias, ejércitos de sombras para la puerta de al lado. Afuera, sin cuarentena, deambula gente desesperada. ¿Quién te va a salvar dentro de algunas noches cuando llegue el fin del mundo? ¿Y vos, a qué náufrago vas a sacar del agua negra?
Butman
Chiara Valerio
No hay nada más efímero que darse cuenta.
Fleur Jaeggy
Milán, 4 de abril— Me gustaría seguir imaginando a los murciélagos como los hermanos de Batman. Y sin embargo no consigo pensar en ellos más que como alimento. Comestibles, preciados, murciélagos deliciosos en los mercados de China que son vendidos y devorados y que, entre estos dos verbos, como en ángulo, colgados de cabeza, diseminan un virus que nos infectará a todos. Mejor dicho, que ya nos ha infectado. La primera sorpresa de este mes tiene que ver, así, con mi imaginación: cuando pienso en los murciélagos me los figuro cocinados. ¿Es posible, me pregunto, caminando alrededor de la mesa, que un superhéroe como Batman —no un verdadero superhéroe, se entiende, sólo es rico, su superpoder es el dinero—, es posible que el superhéroe del capitalismo y de la orfandad más desenfrenada le deba hoy su fortuna y su imagen a un platillo típico? Por otro lado, como decía Benjamin, y estoy de acuerdo, el capitalismo no tiene días feriados y no tiene santos, pero sin duda tiene un superhéroe. Entonces pienso que es natural que lo tenga, pues el objetivo del capitalismo es el mismo que el del superhéroe: el bienestar. El dinero es tan inmaterial como el sueño, pero a diferencia del sueño tiene una gramática de divisas, intereses, títulos de crédito fuertes y confiables, creativos, como las más grandes historias del mundo. Así, es justo que Batman se convierta en un asado de murciélago, particularmente ahora que el capitalismo revela sus defectos y ve menoscabado el último recurso natural disponible y con un costo de producción de casi cero: nosotros. Me gustaría mucho poder saborear a Batman, pero no consigo encontrar murciélagos, ni siquiera las variedades locales que suelen resultarme simpáticas porque, además de enredarse en el cabello, se comen los mosquitos. Y yo odio los mosquitos. Como no consigo murciélagos muerdo la batiseñal que uso como mouse pad. Que usaba. Porque ahora los mouse pads son obsoletos, están pasados de moda. Pero no quiero hablar del mouse pad, que de todos modos no es comestible; me gustaría decir que en el futuro cambiarán las cosas que ya cambiaron. Aunque el futuro parezca lejísimos. Si hubiera logrado quedarme niña no me habría importado; el pasado habría sido “hace unos días” y el futuro “dentro de unos días”, y en cambio hoy estoy contando. Los conteos siempre resultan espantosos. Como las listas.
Las listas lo contienen todo. Las propiedades y las deudas de un ser humano, las necesidades cotidianas y los deseos. Pasado y futuro, y tal vez también presente. Las listas contienen a los vivos y a los muertos. Las listas son la base del patrimonio de una persona, y la base de las recriminaciones y las loas. Antes de salir hacia la casa o al trabajo se ordenan las cosas que se llevan y las que se dejan atrás. Se enlista, siempre, todo lo que tiene un valor real, simbólico o afectivo, y lo que no lo tiene. Cuando una persona muere, al ordenar se hace una lista de las cosas que ha dejado. Las listas son vertiginosas, establecen lugares geográficos y son juegos de mesa. Y las clasificaciones son listas. Las personas compran con base en listas compiladas por otros a los que se les paga por hacerlo, y se rinden diariamente a la fascinación de los bienes, porque en la lista de la compra ya está aquello que falta en casa. Las listas son la versión explícita de nuestras posesiones.
Las personas tienen miedo a los números porque los números ordenan las posesiones, que no son un acto sino una conquista. Ser algo o alguien. Tener algo o a alguien. El dinero es el único número que todos aspiran a conocer íntimamente, es la medida de las personas. Una medida precisa. Como altura, peso, teléfono y rfc. Una banda transportadora, una cadena de montaje, un trabajo organizado en turnos, objetivos, pasos y de nuevo una lista. En las listas, como en el amor, el tiempo no existe. En los catastros neoasirios están inscritos lo niños, medidos en palmos, para poder contarlos, a los pocos años, como parte de los nuevos ciudadanos adultos. Es otro tipo de divisa. En las listas de difuntos, los muertos todavía tienen un nombre. Las cosas que pueden ser nombradas existen. Por eso las personas temen también a los nombres. Pero no quiero concentrarme en las listas, querría concentrarme en el futuro y en que existen al menos dos formas intuitivas de representarlo. La de siempre: un plano cartesiano, el tiempo en el eje horizontal, el espacio en el eje de las ordenadas. El tiempo corre y el espacio cambia, dibujando una gráfica, un trayecto. Pero observándolo me doy cuenta de que ya no tiene sentido, porque todos somos función del espacio. Somos como Batman sin batiseñal, encerrados en casa. Entonces. Consideremos el espacio en el eje de las abscisas y el tiempo en el eje de las ordenadas, porque estamos detenidos, el tiempo se acumula en vertical. Estamos congelados, cada uno en su casa, bajo diversos niveles de presente. Cuando el tiempo se acumula no pasa, por eso, a veces, durante el día y a pesar de la luz, no sé qué hora es. El tiempo me rodea y todo el futuro se vuelve presente. Una torre de presente. Es por esto que creo que cambiará aquello que ya ha cambiado. Cuando el futuro se reanude, no sé cómo, tendremos muchísimo presente que digerir. El presente indicativo de estar en el mundo.
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Me doy cuenta de que abandonar la idea del Batman superhéroe para pasar a la realidad del Batman cocinado puede resultar peligroso. Sin embargo. Hay que considerar la circunstancia. O al menos la revelación. Con 42 años cumplidos pensaba en mi vida, satisfactoriamente encauzada, como una vía cuyo recorrido y horizonte podía intuir. Y que mis aventuras serían, esencialmente, interiores. Y en cambio ya no es así. No es que las vías se hayan recorrido: es la posibilidad la que se movió. No me gustan los cambios. Nunca me han gustado. Cuando tenía 10 años el maestro de primaria nos pidió que desarrolláramos en un ensayo qué había cambiado después del verano, y yo escribí —lo sé porque mi madre conservó esas líneas en el libro de corcho de las cosas importantes—, escribí Puesto que la muerte es el cambio más grande que pueda ocurrirle al hombre, espero que después del verano no haya cambiado absolutamente nada. La verdad es que no hay nada extraño en este texto; los niños hablan con frecuencia de la muerte y matan moscas, lagartijas, mosquitos.
Como sea, y a pesar de que no me gustan los cambios, me agradan las posibilidades. Y este virus dramático e inesperado las ha abierto. O tal vez pienso todo esto porque durante muchos años estudié matemáticas y sé muy bien —saber como recordar— que la existencia de las soluciones depende del conjunto en el que se mueven. Y así, al haber cambiado el conjunto dentro del cual nos movemos no podemos tener las mismas soluciones a los mismos problemas. Incluso podrían no existir soluciones, pero mi talante no me permite pensarlo. De modo que leo. Leo mucho. Debo decir que lo único que consigo leer sin pensar en nada más, que casi me cambia la respiración, como si hiciera yoga, es Dürrenmatt, La guerra invernal del Tíbet, La muerte de la Pitia, La promesa. Una escritura en la que la razón apenas puede iluminar una pequeña fracción de la realidad. Me refiero a la razón humana. Tal vez existen otras razones. Qué significa razón cuando las formas de vida son distintas de la nuestra. Qué significa razón, vida, inteligencia, conciencia. ¿Tiene sentido definirlas? Por ejemplo, ¿qué piensa, cómo razona, tiene una conciencia el océano de Solaris? Me lo pregunto mientras adapto para Radio Rai 3 la novela de Lem. También consigo leer Solaris, tal vez por la misma razón. Una escritura donde la razón evidentemente no es suficiente. Escritura donde el contexto conocido también revela ser otro. Como para nosotros. Como para mí. Tenemos la posibilidad de razonar con todo el cuerpo, cada uno con el propio y como cuerpo colectivo.
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No creo que el virus se combata con libros, pero sé que si Primo Levi contó en La tregua que consiguió sobrevivir a la deshumanización gracias a gestos comunes que pertenecían a su vida previa, como lavarse y arreglarse la barba aunque sólo tenía a la mano agua sucia, yo —como todos— puedo seguir las reglas que nos indican los médicos y los investigadores, las prácticas para evitar el contagio y desacelerarlo. En los libros no está la solución, pero sí otras formas de vida, en el tiempo y en el espacio. Aventuras no sólo interiores. Y pensar que la propia forma de vida y de consumo no es la única podría ser ya un principio de solución. En los modelos matemáticos de dispersión de las epidemias y, en general, cuando se habla de soluciones, como decía antes, se evalúan las condiciones del entorno. No existe una solución en sí misma; depende del entorno. Evaluar las condiciones del entorno significa entender las características del conjunto, del mundo, sobre el cual actuamos. Con base en estas características una misma ecuación puede admitir o no admitir solución. Primo Levi cuenta cómo se salvó de un flagelo externo gracias a una praxis. Tuvo suerte, claro, pero también tenía una praxis.
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Así, me lavo las manos. Pero tras cuatro semanas de incansable, responsable y necesario lavado de manos me siento lady Macbeth. En el caso de esta señora lavarse las manos obedecía a una indeleble mancha de sangre causada por una culpa indeleble. Pero en mi caso, ¿de dónde viene esta exigencia continua de lavarme las manos? Soy una mujer occidental blanca nacida a fines de los años setenta del siglo xx. Desde el punto de vista social probablemente me parezco más a mis abuelos que a mis padres. Nacidos a inicios de los años 50 del siglo pasado, mis padres formaron parte de la generación que luchó y obtuvo el divorcio, servicios de salud, amortiguadores sociales. Yo trabajo por honorarios y tengo el mínimo de todo, cuando tengo algo; para mí la palabra “vacaciones” y la palabra “bono” son como la pregunta que lady Violeta, interpretada por Maggie Smith, hace en Downton Abbey: “¿Un fin de semana? ¿Qué es eso?” Mis abuelos, que nacieron durante la primera década del siglo xx, tenían la experiencia directa (o casi) de la gripe española y del tifus, y vivían en un sistema de salud precario. A mí ya me tocó ver el VIH, el ébola, la influenza aviar y ahora el coronavirus, y vivo en un sistema de salud pública excelente que todavía no puede controlarlo todo. En Italia le estamos pidiendo a nuestro sistema de salud lo que le pedimos, desde fines de la década de los años 90, a la escuela pública: que se enfrente a la educación sentimental obtenida gracias y a pesar de la familia, a las tardeadas de la iglesia, los partidos políticos o el sindicato. Y no se lo pedimos a la institución, que está acéfala, sino a los doctores (tal vez sin mascarilla), como se lo pedimos antes a los maestros. Las cosas en nuestro interior tienen que cambiar. Cada uno de nosotros es el sistema de salud. Somos el sistema de salud nacional, somos la educación pública. ¿Es más difícil ser Batman?
Quiero subrayar que esta excepción, fantástica y racional, de organizar la sociedad y amortiguar las dificultades económicas de los ciudadanos, ya tiene algunas generaciones. Por motivos distintos, antes y después no ha habido más que incertidumbre, y soluciones cuya enorme y justa accesibilidad, en un momento como éste, no puede dejar de parecer insuficiente. Sin duda pueden mejorarse, pero yo, a diferencia de mi abuelo, no corro el peligro de morir de sarampión. Tengo que recordarlo, porque la vida está marcada todo el tiempo por incidentes y accidentes que hacen que la suerte y los momentos sean los que son. El significado de esta composición de vacíos y llenos es obligarnos a valorar los accidentes, incluso el coronavirus 2019, no sólo desde el punto de vista médico sino también desde un punto de vista cultural.
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Busco la mancha en mis manos y la encuentro. Será por Batman que le pertenecía al capitalismo, será porque estoy paralizada bajo una torre de presente. Las máquinas provienen de la Revolución industrial, y hasta ahora no pensé que fuera real. Inmutable, estable. La sobreproducción es una revolución industrial y no existen revoluciones industriales que no se cobren víctimas. ¿Gozar de la sobreproducción, desinteresarse de la estacionalidad de las verduras, del origen del pescado y la carne, pensar que la sed de conocimiento y haber estudiado nos dan derecho a los viajes de bajo costo, subestimando su impacto ambiental, significa que nos manchamos con una culpa que nos dejó señales invisibles en las manos? Y no he aprendido nada, si quiero comerme a Batman. O tal vez he aprendido pero no he entendido. O tal vez entendí pero no aprendí. Navego entre esas cosas, pero —but, como escriben los angloparlantes—. Butman, pienso. Butman. Si dejo a Batman queda Butman, la aventura de las adversativas. Una adversativa, al inicio de una oración, indica en italiano que se pasa a un nuevo argumento. Pero. But. Este cambio de argumento implica, por ejemplo, que si compro una lonja de salmón y la veo de color rosa, y me digo Ay, qué lindo, debería pensar que seguramente es un color artificial, porque probablemente este salmón no fue pescado. El color posiblemente se debe a una sustancia que se llama xantina. Lindo nombre, por lo demás.
Mañana volverá a ocurrir lo que ya ocurrió hoy. Las cosas suceden cuando las aceptamos, y las aceptamos o nos las aceptamos cuando nos conciernen. Aceptaremos que nuestras libertades personales valen sólo en la medida de lo que valen las de nuestra comunidad. Que en cualquier escala de tamaño: ser humano, condominio, barrio, ciudad, país, mundo, el valor de las libertades individuales debe ser equivalente al de la comunidad.
Pienso en los fractales. Figuras geométricas que se caracterizan por la repetición al infinito de un mismo motivo en escalas cada vez más pequeñas. Un fractal es un conjunto que goza de la propiedad de la autosemejanza, es decir la unión de una cierta cantidad de partes que, al ampliarlas en un factor determinado, reproducen todo y pronto generan un grupo de copias de sí mismas a diferentes escalas. Los fractales tienen una estructura fina que revela sus detalles con cada amplificación, de modo tal que no es posible definir en forma clara y absoluta los límites y el interior. El interior de nuestros errores es un fractal. Desde el salmón que me como y mis ganas de probar a Batman hasta la hiperproducción. Si el interior de los errores humanos y de los sentimientos humanos es fractal, ¿podría serlo también el de nuestra libertad? Y si lo es el de nuestra libertad, ¿podría serlo también el de nuestra economía?
Así, ¿comprenderemos que tenemos la oportunidad, la necesidad de aplanar las desigualdades económicas entre persona y persona, entre región del mundo y región del mundo?
Yo mientras me quedo con Butman, el superhéroe de las adversativas, y también, tal vez, de las alternativas.
Traducción del italiano: Renata Parés