Kitabı oku: «Diario de la pandemia», sayfa 8
La ansiedad
Mariana Enriquez
Buenos Aires, 13 de abril— Mando un mensaje. Necesito resolver una cuestión administrativa de trabajo. Responden y resuelven más o menos rápido y la persona que me atiende agrega, antes del saludo de despedida, “esto parece uno de tus cuentos”.
esto es la pandemia, claro.
Le respondo con un lacónico “gracias”, sin hacer referencia alguna a su observación sobre mis cuentos que, en efecto, son de terror. No sé qué decirle. Casi todo el tiempo no sé qué decir y constantemente me piden que diga algo. Una columna sobre cómo llevo el confinamiento. Una opinión sobre la naturaleza mutante del virus. ¿Me parecen bellas las ciudades vacías y recuperadas parcialmente por animales? Todo es contradictorio y angustiante. Un escritor, un artista, debe poder interpretar la realidad, o intentarlo al menos. Como persona que trabaja con el lenguaje debería colaborar en la discusión pública. Pensando, escribiendo, interpretando. Pero cada día que pasa, pensar en esta pandemia se convierte en una neblina pesada: no veo, estoy perdida, apenas alcanzo a distinguir mis manos si las extiendo. La escritora Carla Maliandi comenta en su Facebook que el filósofo Karl-Otto Apel, amigo de su familia, les contó, entre empanada y empanada, que “durante la Segunda Guerra Mundial le tocó algo así como la colimba —el servicio militar— de Alemania. Su tarea era patrullar las calles dentro de un tanque de guerra mientras afuera explotaban bombas y el mundo era el infierno mismo. Nos dijo que ese fue un momento muy importante en su formación y que gracias a ese encierro pudo leer y estudiar por primera vez a Aristóteles, a Kant, a Hegel”. Ella se pregunta cómo es posible semejante concentración a propósito de una nota donde varios escritores dicen que no pueden leer, no pueden ver películas, están ansiosos e hiperalertas y pasan la mitad del tiempo en videollamadas o chequeando si los familiares y amigos necesitan algo.
¿Por qué tengo que ser intérprete de este momento? ¿Porque escribí algunos libros? Me rebelo ante esta demanda de productividad cuando sólo siento desconcierto. Poder, poder, poder, qué podemos hacer, qué podemos pensar. En una charla con una amiga le dije, sinceramente: “pienso corto”. Es verdad. No encuentro reflexiones. Encuentro: cómo (no) usar el homebanking con bancos que ofrecen sistemas hostiles, no atienden el teléfono y son implacables en la demanda del pago. Encuentro: cómo evito el miedo cada vez que mi pareja sale a comprar la comida que necesitamos. Qué hago si se enferma. Es muy poco probable que esto pase, me digo y me dicen los expertos. Todo lo que me repito no sirve de nada y tengo terror de que termine en un hospital de campaña. O que termine ahí mi madre. Desde otro medio me mandan una serie de preguntas a ver si las puedo contestar: “¿Qué miedos genera el aislamiento? ¿Qué trauma nos trae? ¿Qué va a pasar con la humanidad? ¿Cómo construimos la nueva normalidad?”
Todas las preguntas me dejan muda. Todos los traumas, todos los miedos, no sé qué va a pasar con la humanidad, cómo pensar en “humanidad”, qué significa eso, por qué tenemos que pensar en la nueva normalidad si la pandemia recién empieza, al menos en la Argentina. Todas estas palabras que escucho, todo este ruido de opiniones y datos y metáforas y recomendaciones y vivos de IG y la continuidad de las actividades en formato virtual, toda esta intensidad, ¿no es acaso pánico puro? ¿Qué agujero se intenta tapar? ¿Qué fantasía de extinción? Pienso en insectos escapando de la mano que enarbola el veneno. Esa cucaracha que corre y corre y logra esconderse detrás del lavarropas.
Me siento como si acabara de tener un accidente de auto. Veo cómo sale humo del motor, huelo a quemado, no sé si habrá una explosión o no, el cuerpo no me duele porque el golpe es muy reciente y, desde el otro lado de la ventanilla, 20 personas me preguntan: “¿Vas a comprar un auto nuevo? ¿Creés que éste se puede arreglar? ¿Podrás vivir tu vida normal si tienen que amputarte una pierna? ¿Sobrevivieron los del auto que impactaste? ¿Si quedaron con secuelas los ayudarás económicamente? ¿Pagarás el entierro si murieron? Tu hijo, que estaba en el asiento de al lado, ¿llevaba cinturón de seguridad?” Así todos los días.
A veces logro sentir algo que me excede en otro sentido, no el del desborde cotidiano. Algo sublime, profundo. Un silencio en el mundo causado por este agente que no está ni vivo ni muerto, que necesita un huésped para vivir hasta que se aburre de él o lo mata. Cierta hermandad global. Me dura poco. Tengo miedo de tener una apendicitis y que no me operen y morir porque están las camas ocupadas por pacientes con coronavirus. Tengo miedo de ser horriblemente mezquina y poco solidaria. Tengo miedo de ver por las calles del conurbano de Buenos Aires las mismas escenas que en Guayaquil, los cadáveres en las calles, la gente ahogada arrastrándose en salas de emergencias, el hombre que dejó a su madre muerta en un banco y usó un parasol para proteger el cuerpo envuelto en una tela colorida. Los ataúdes de cartón. No quiero atravesar ese horror de ninguna manera, ni como espectadora ni como testigo ni como cronista ni como víctima. A veces me levanto y creo que vivir así no vale la pena, otras me digo que todo pasa, que siempre que llovió paró, que los virus tienen ciclos, que las pandemias se terminan, que las vidas se reconstruyen. Ayer me alegraba de haber vivido intensamente, de todos los viajes, todos los conciertos, todas las drogas, todos los amantes. Como si me estuviese despidiendo del mundo. Este estado es de duelo. Pero no sé bien qué ha muerto. O si está muriendo. No lo sé. Me lo siguen preguntando, y yo no lo sé. ¿Qué leo? Nada. Empecé, porque teletrabajo desde casa, con La condesa sangrienta, de Valentine Penrose, y la historia de la espantosa Erzsébet Báthory me entretiene, quizá porque vivió en un mundo infinitamente más cruel y más difícil, con enfermedades detrás de cada árbol, con brujas del bosque que secuestraban niños para hacer filtros con sus corazones. ¿Qué veo? Twin Peaks, porque sumergirme en una pesadilla ajena es una especie extraña de alivio. No mucho más: el resto del tiempo me la paso al teléfono o frente a pantallas o trabajando con una lentitud asombrosa o leyendo noticias hasta enloquecer. Sé que debo leer menos noticias y que toda esta información no sirve para nada, pero da alguna ilusión de control y además no se habla de otra cosa y perdón, pero no tengo la presencia de ánimo ni la distancia ni el equilibrio como para ponerme a leer a Eurípides. Admiro a los que se sientan con La montaña mágica y a los que aprenden recetas y sobre todo a los que se aburren.
No tengo carácter.
No tengo temple.
Quizá estoy deprimida: igual la terapia en este momento es virtual y no sé si me atrevo a empezar una medicación hoy, con el consejo de no acercarse a hospitales. También: mi propia crisis emocional me parece idiota. Es idiota. Estoy en un rincón, de rodillas, esperando que esto pase, se vaya, se apague. No estoy hecha para las crisis. Trato de recordar otras. 2001-2002: un año o más cobrando la mitad del sueldo y viviendo con mi madre en una barriada peligrosa; todas las noches escuchaba disparos y, si se me hacía tarde, iba corriendo hasta la avenida a comprar cigarrillos porque los robos eran comunes pero también podía quedar en el medio de una balacera. La adolescencia con hiperinflación, 1989, crisis energética, cortes de luz programados, padres sin empleo, dormir en un sillón porque no tenía cama propia y no había dinero para comprarla ni lugar donde ponerla. Hay más, algunas personales que no tiene sentido ni quiero hacer públicas. ¿Ninguna me preparó para esto? Ninguna me preparó para esto.
Llega otro mail, otra entrevista, otro mensaje. Qué pienso de esto como escritora de terror. Cómo se resignifica el miedo. Queremos tu opinión sobre el miedo que tenemos todos.
Intento ser irónica y ensayo unos renglones: que las pandemias son del terreno de la distopía, que yo no escribo en ese subgénero, que me gusta pero no lo leí tanto (es todo cierto). Borro lo escrito. Es una tontería. Leo un artículo fabuloso del pintor y escritor Rabih Alameddine acerca de cuando se enteró del diagnóstico de VIH positivo. Vivía en San Francisco mientras en su tierra natal, el Líbano, rugía la guerra civil; decidió volver, sin embargo, porque tenía miedo y no quería morir solo. En poco tiempo estaba de vuelta en California. Empezó a jugar al futbol. La mitad de su equipo murió. Él sigue vivo, hoy, y dice que no recuerda a cuántas personas ha visto morir. Recuerdo los días terribles del sida, yo era muy chica, recuerdo el miedo que el barrio les tenía a los posibles infectados, recuerdo a los amigos de mi madre que morían solos porque, además, eran rechazados por sus familias. Aquello fue tan cruel. La valentía de ellos. Mi vergonzosa cobardía. Pienso en las víctimas de los tsunamis, de las guerras, de los naufragios en el Mediterráneo, del narco, de la violencia institucional, de otras epidemias, del hambre. La muerte masiva y trágica y solitaria es la regla. Me doy cuenta de mi privilegio. Me da vergüenza ese privilegio, especialmente en este continente. No puedo salir de la autorreferencia y eso me abruma, porque intento evitar el yo yo mi mi. Quejarse es patético. No me quejo en voz alta. Lo intento, pero estas palabras deben ser una queja.
¿Sirve este texto? ¿Es exagerado? ¿Por qué decir: no puedo decir? Aquí habla sólo mi ansiedad. Y la sensación de inminencia. Es posible que hoy esté constituida apenas de ansiedad. Me deja muda e inmóvil en un sillón, encerrada. No en mi casa, eso no importa. Encerrada en mi cabeza.
Final del viaje
María Soledad Pereira
Buenos Aires, 14 de abril— Dicen que los síntomas no difieren mucho de una gripe normal —fiebre, dolores musculares y tos seca— y que por eso mismo hay que estar atento. Dicen que los más viejos y quienes padecen de otras patologías son el grupo más vulnerable. Dicen que las personas que tengan fiebre y sientan dificultad para respirar deben comunicarse con el SNS24: el Centro de Contacto do Serviço Nacional de Saúde. Según las últimas noticias, en Portugal hay 59 casos positivos de covid-19 y los pronósticos, en el país y en el mundo, son todos desalentadores. La ministra de salud Marta Temido pide que se refuercen las medidas de contención y apela al buen juicio de los portugueses. Es miércoles 11 de marzo. Es 2020 y estoy en Lisboa.
Por WhatsApp recibo un mensaje de Buenos Aires. Una amiga manda un archivo al grupo. “El juego del coronavirus”, dice: una mezcla de instructivo higiénico y treta para niños que consiste en pintarse en el dorso de cada mano un coronavirus, un bicho que desaparece a partir del lavado frecuente. Quien logre que los bichos desaparezcan gana un punto, que se acumulará para un premio futuro. Enseguida me acuerdo de las indicaciones que, una vez, hace unos 20 años, me dio la psicóloga: llevar un registro de las veces en que, a diario, me lavaba las manos. Lo hizo para demostrarme, mediante algunos números azarosos, eso que yo ya sabía: que me las lavaba en exceso hasta hacerlas sangrar, una práctica que con el tiempo he moderado, pero nunca destituido.
Llevo alcohol en gel en la mochila desde mucho antes de la gripe A, en 2009, abro puertas con el codo, prefiero hacer equilibrio a agarrarme de un pasamanos: la higiene es, en suma, un hábito —o acaso, una reacción xenófoba contra la enfermedad— que practico naturalmente de un modo excesivo. Las medidas de prevención lanzadas por los gobiernos del mundo a cuento del nuevo virus me resultan, lógico, obviedades: limpiar regularmente superficies, cubrirse la nariz y la boca con el codo flexionado al toser o estornudar, lavarse las manos con frecuencia, ¡por fin! De repente, otro mensaje. Desde hace tres días, las comunicaciones por WhatsApp desde Buenos Aires se multiplican: Guillermo, Anita, Mariana, Pablo, ahora Rodrigo. Me preguntan que cómo estoy. Y me dicen que por favor me cuide. Un “cuídate” que a la distancia es una clara señal de alarma. A estas preguntas, se suman (día de por medio y desde hace una semana) las advertencias de mi tío, el hermano de mi padre, cosa extraña porque él habla poco: “Extremá cuidados de higiene”, me dice en uno de sus últimos mensajes. Me río o intento reírme. Que alguien me diga que extreme cuidados de higiene es como que le digan a Mick Jagger que no deje de bailar. Desde el trabajo, una compañera me advierte que a la vuelta tendré que quedarme en casa, en cuarentena, durante 14 días. Según las últimas decisiones del Ministerio de Salud de Argentina, quienes regresen de áreas de circulación de coronavirus deberán permanecer en sus domicilios, aunque no presenten síntomas, durante dos semanas.
Pero en Lisboa son las once y media de la mañana y el día está hermoso. Miro por la ventana. La Avenida Duque D’Ávila resplandece bajo un sol de incipiente primavera: cielo azul, monopatines y bicicletas en las vías de circulación, gente en los cafés. Dos de mis amigas, Filipa y Andreia, me dicen que fueron a trabajar normalmente. Filipe, un amigo, está como cada miércoles en su puesto, en la feria de libros usados del Jardín Constantino. La realidad —la vida misma— demuestra ser más luminosa que la que pintan los medios, medios que, para no enloquecer, empiezo a leer de modo selectivo. No obstante, estoy preocupada. Las nuevas medidas del gobierno nacional y la intención de Aerolíneas Argentinas de cancelar los vuelos de regreso desde Europa no son un invento. Ante la incertidumbre, busco en internet pasajes a Buenos Aires. Al día siguiente, jueves 12 de marzo, voy a una agencia de viajes y reservo un asiento por dos mangos para dos días después. Lo apresurado de la decisión me estremece. Viajaré vía San Pablo para evitar el paso por Madrid donde, en las últimas horas, la situación se ha descontrolado (España es el segundo país de Europa, después de Italia, con mayor número de infectados). Mientras María José, la agente de viajes, se ocupa de la emisión de mi pasaje, salgo a tomar aire. El domingo 8 de marzo, café de por medio, planeaba con Filipa un almuerzo en Corroios para el fin de semana siguiente. Y ahora, cinco días después, estoy organizando, violentamente y muy a mi pesar, un viaje a Buenos Aires. Acabo de confirmar una reserva y dudo sobre lo acertado de la decisión tomada: ¿Será oportuno volar en una situación de emergencia sanitaria? Pienso en si podré controlar la ansiedad en un ambiente cerrado con más de 300 personas; me pregunto si sobreviviré a la fila del check in y al hecho de tener que poner en la bandeja (nunca desinfectada) de control de seguridad mi mochila, mi campera, mi cámara de fotos. Lo pienso y transpiro: me transpiran la espalda, las manos. ¿Acaso, seré capaz de mantener la calma en un espacio donde la sensibilidad está lógicamente exacerbada? No lo sé, pero el viaje es inminente y está confirmado. Vuelvo a la agencia, pago, retiro el pasaje. Le doy las gracias a María José y le pido que me desee suerte. “Todo va a salir bien”, me dice. Y por un segundo, su voz —dulce, terapéutica, conocedora— me tranquiliza.
*
En el año 2000, cuando visité Lisboa por primera vez, en la ciudad no había caravanas de tuktuks —vehículos de tres ruedas semidescapotables—, ni había combos promocionales de pasteles de bacalao con vino verde, y Fernando Pessoa no había alcanzado todavía la categoría mediática de souvenir en forma de cenicero. En barrios como Ajuda o Alfama no era extraño ver a mujeres de edad avanzada (antiguas propietarias) vestidas de negro y con pañuelos en la cabeza, cumpliendo, a lo mejor, algún luto lejano. El populoso tranvía 28, en su trayecto desde Campo de Ourique hasta la plaza Martim Moniz, permitía aún cierta comodidad a bordo. De aquel tiempo a esta parte, pasaron cosas. Hoy Lisboa es una de las capitales más apetecidas de Europa, y el sector turístico —para bien y para mal— no para de crecer. Filipe es librero y se queja. Dice que los lisboetas ya no pueden vivir en Lapa ni en Santos ni en Madragoa ni… “Desde que los extranjeros empezaron a copar las casas del centro y a transformar predios en hoteles de lujo, los alquileres se dispararon y la ciudad empezó a cambiar”, dice con algo de nostalgia, la noche del 10 de marzo, mientras caminamos desde Estrela hasta Cais do Sodré.
Por lo demás, Filipe pone en duda la gravedad de la epidemia. Esa noche, a mitad de camino, nos sentamos a tomar una cerveza. Es invierno en el hemisferio norte, pero parece primavera. Lo veo pagar y luego armarse un cigarrillo: tabaco, boquilla, envoltorio y lengua sobre el papel. Ese descuido higiénico me desconcierta (con todo lo que se está diciendo), pero lo disimulo (soy siempre la misma hipocondríaca). Le digo que en Lisboa vi algunos de los acontecimientos que cambiaron la historia del mundo para siempre: la caída de las Torres Gemelas, en 2001, por ejemplo; el comienzo de la guerra de Irak, en 2003. Y, ahora, la irrupción del “Corona”.
“Corona suena a nombre de jugador de futbol del club de Porto”, dice. Y nos reímos.
*
El 10 de marzo, en una nota publicada en el matutino The New York Times, el periodista Martín Caparrós hizo referencia a un tuit del actor español Eduardo Noriega. “Si cada invierno —había escrito Noriega en su cuenta de Twitter—, nos informaran en tiempo real de los atendidos, hospitalizados, ingresados en UCI y fallecidos por gripe en España viviríamos aterrorizados”. El tuit incluía cifras verificables, y la nota de Caparrós analizaba la situación mundial más allá de los circuitos del miedo. Sin embargo, el viernes 13, mientras tomo el desayuno, pienso en cosas que me atormentan sólo en los peores ratos: en lo impredecible, en lo imponderable, en la fragilidad de la vida y pienso también en la muerte. Por email recibo un mensaje de latam, la aerolínea con la que volaré a Buenos Aires, es casi la una de la tarde. “En latam —dice el mensaje—, queremos que usted viaje con tranquilidad: infórmese aquí sobre todas las medidas y procedimientos relativos al covid-19”. Pero en lugar de tranquilizarme, la noticia me incomoda. Dos horas después, Aerolíneas Argentinas me avisa, también por correo electrónico, que mi vuelo programado para partir de Madrid el 29 de marzo ha sido cancelado y que las millas canjeadas me serán devueltas. Voy a mi agencia de viajes y le pregunto a María José si lo mío está confirmado. La rapidez de los cambios me hace suponer que cualquier catástrofe podría ocurrir dentro de los siguientes 10 minutos. “Está confirmado”, me dice y me aclara que la única noticia que recibieron fue lo de la cuarentena dispuesta por el gobierno argentino. Paso por el supermercado: hay góndolas semivacías, otras, desmanteladas. Faltan frutas y verduras y agua y sobre todo faltan latas: de atún, de sardinas, de bacalao. “¿Serán los estragos del miedo —me pregunto— o el mismo apocalipsis?” Salgo y corro a refugiarme en mi cuarto de la Av. Duque D’Ávila. Desde que llegué, hace dos semanas —tras haber terminado un curso de un mes en Sevilla—, estoy alojada en una casa en la que curiosamente, años antes, funcionó una editorial independiente: la 70 o Edições 70. Una casa o, mejor dicho, un caserón —más de 100 años, tres plantas luminosas, fachada pintada de amarillo—, un lugar en el que me quedaría a vivir y en el que no hay —no puede haber—, trato de convencerme, lugar para virus peligrosos.
Paso el resto de la tarde armando valijas y escuchando música. Escucho el mismo tema tres, cuatro, cinco veces. Y repito la letra como si fuera un mantra. “Ring the bells that still can ring —canta Leonard Cohen— Forget your perfect offering/ There is a crack, a crack in everything/ That´s how the light gets in”.
*
El 14 de marzo me levanto a las cinco. A las apuradas, tomo un café con leche y salgo. Al llegar al aeropuerto, me cubro la boca y la nariz con un cuello de invierno y voy a asegurar la valija. Subo al primer piso, resuelvo el check in y paso directo al control de seguridad. Soy un robot que ejecuta órdenes a comando. Meto el carrion en la cinta, y en una bandeja, la campera, la mochila y la cámara de fotos. “La bufanda también”, me despabila de golpe un agente. Lo último que haría en la vida sería poner mi cuello de invierno en la bandeja, así que me hago la distraída y, en un descuido del hombre, me lo guardo rápidamente en uno de los bolsillos del buzo polar. Paso por el escáner, retiro mis cosas al final de la línea y limpio con alcohol en gel el cuello de la campera. Ahora sí, corro en busca de la puerta 41A y entro automáticamente en el free shop —mezcla de perfumes y vendedoras sonrientes—, que en un segundo me devuelve a la normalidad de la vida.
Lo que sigue es un trayecto de nueve horas —las más largas que recuerde a bordo—, en el que me veo rodeada de pasajeros con barbijos. Pasajeros quietos, silenciosos, adormecidos. Cada uno (me incluyo) dentro de su propia isla, haciéndose invisible, impalpable, inaccesible, como queriendo desaparecer, anularse para protegerse y, a lo mejor, en un acto de solidaridad genuino, proteger también al otro.
Llego a San Pablo a las cinco de la tarde. Llamo a mamá. “Llegué”, le digo y me pongo a llorar. Desconsolada. En el aeropuerto todo el personal y la mayoría de los pasajeros están embarbijados. Por el altoparlante, las recomendaciones de higiene se repiten cada cinco minutos. Para mi vuelo a Buenos Aires faltan todavía cuatro horas. En otras circunstancias me hubiera sentado a tomar un café, en éstas, lo único que quiero es salir de acá. Cuanto antes.
La entrada del aeropuerto de Guarulhos está semi desierta: una decena de taxis, unos pocos pasajeros despidiéndose, todavía a los abrazos. Este escape y esta suerte de páramo me reconfortan. Cruzo las vías de circulación y camino como drogada hacia uno de los laterales, camino hasta que no puedo avanzar más y me doy cuenta de que a mi alrededor no hay un alma. Un rato después, el sol empieza a ponerse en mi propia cara de sobreviviente. Un atardecer hermoso, inesperado, conmovedor, como escribió Borges en uno de sus poemas. “Siempre es conmovedor el ocaso —escribió— por indigente o charro que sea,/ pero más conmovedor todavía/ es aquel brillo desesperado y final/ que herrumbra la llanura/ cuando el sol último se ha hundido”.
Sé que hoy cuando el último sol se haya hundido y “el unánime miedo de la sombra” me acometa, tendré que correr en busca de mi próxima puerta de embarque y ponerle el cuerpo al segundo tramo de este viaje alucinado. Pero para eso todavía falta, así que saco mi cámara de 35 mm y me hundo en aquel otro cielo. Azuloso y rosado. Y (casi) puedo disfrutarlo.