Kitabı oku: «La vida digital de los medios y la comunicación», sayfa 2

Yazı tipi:

Desintermediación a la latinoamericana

A juicio de Baricco, es la cultura occidental de los últimos siglos la que está siendo jaqueada por nuevas prácticas y soportes. Esta mutación acontece en América Latina con importantes diferencias respecto de los países centrales. En Latinoamérica la estructura concentrada, conglomeral y centralizada de la propiedad de las industrias de producción y circulación masiva de bienes y servicios de la cultura y la comunicación (ver Fox y Waisbord, 2002), se conjuga con un proceso de ampliación de las capacidades sociales de expresión (proceso que se inició en los años 80 tras la recuperación de la forma constitucional de gobierno en muchos de los países sudamericanos) y con el decisivo impacto de la convergencia digital que repercute en la crisis de la influencia del sistema de medios de comunicación tradicional. La carencia de servicio público complementa así un panorama singular.

En América Latina el sistema de medios como columna vertebral de la cultura industrializada acusa la crisis a través, por un lado, de nuevas regulaciones que revelan un modelo de intervención estatal diferente del desarrollado durante las últimas décadas del siglo XX en la región y, por otro lado, de la convergencia digital.

En el sector cultural la producción de tendencias sobre los primeros años del siglo XXI permite intensificar las observaciones acerca de la evolución globalizada de una América Latina cuyos procesos de modernización tardía, de constitución nacional al amparo de instituciones estatales y de sincretismo cultural-popular con la colaboración de medios de comunicación audiovisuales (la radio y el cine primero, luego la televisión, con el agregado actual de redes digitales), reclaman una mirada específica y documentada para continuar la necesaria labor de exploración de la incubación en curso.

Suele definirse a las crisis como el momento en que un modelo viejo no acaba de morir y el nuevo no acaba de nacer. La presente transformación de las industrias de la cultura y la comunicación bien podría caracterizarse con esa frase, en un momento histórico en que la disputa por la atención social es estremecida por la expansión de la digitalización y su consecuente multiplicación de soportes que habilitan prácticas culturales novedosas. Las industrias culturales tradicionales (medios de comunicación incluidos) están en crisis, es cierto. Sus modelos de negocios sobrellevan una amenaza terminal y sus audiencias protagonizan una suerte de éxodo incompleto e iconoclasta hacia nuevas plataformas. Pero en realidad el alcance de la crisis es mayor: lo que la llamada revolución digital pone en cuestión es la manera en que se produce, edita, almacena, distribuye, usa y consume la cultura a nivel masivo. Se trata de una mutación social y no solo industrial. Lo que Frédéric Martel llama “capitalismo cultural contemporáneo” refiere a relaciones sociales en una deriva con final abierto.

La centralización fordista de la producción en una misma empresa que, integrada verticalmente, controla todas las fases de agregación de valor, fue reemplazada por sistemas más descentralizados en la ejecución de los procesos productivos pero monitoreados –mediante el uso intensivo de tecnologías digitales–. La creciente presencia de capitales financieros en las industrias de la cultura y, en particular, en los medios masivos, expresa la importancia económica de un sector que se fusiona con las telecomunicaciones y que se disemina –y valoriza– con Internet. La metamorfosis de las etapas de la producción cultural es acompañada por cambios, también hondos, en los consumos, usos y prácticas culturales.

En América Latina la desigualdad económica condiciona la expansión de la revolución de las comunicaciones en los países centrales que, históricamente, presentan un mapa social más cohesionado. Al mismo tiempo, algunos países latinoamericanos adoptan –con compromiso, aplicación y eficacia muy dispares– nuevas regulaciones legales motivadas por la centralidad política y económica de las industrias culturales y su transformación. El escenario socioeconómico, la iniciativa política y de organización regulatoria de los bienes y servicios de la información y la comunicación, y el cambio radical del paisaje tecnológico representan ejes en tensión que se combinan a la hora de examinar los hábitos contemporáneos de recepción y consumo de la cultura.

En el área de la cultura y la comunicación latinoamericanas, más aún que en otros espacios, las políticas neoliberales de fines del siglo pasado se tradujeron en la transferencia de los activos públicos al sector privado. Estas privatizaciones beneficiaron en una primera etapa a capitales nacionales, y progresivamente ese patrimonio fue enajenado a capitales financieros con una marcada e inédita (y en algunas industrias, predominante) presencia de capital extranjero. El análisis de esa estructuración conduce a problematizar su régimen de propiedad, sus modos de financiamiento y sus posibilidades de acceso por parte de diferentes actores sociales, incluso los más postergados a nivel socioeconómico. Ahora bien, esas posibilidades de acceso están también condicionadas por un eje relativo a la arquitectura del sector cultural, lo que remite a reflexionar sobre la convergencia, sobre usos y costumbres, y sobre los modos de intervención estatal en el sector cultural.

El caso argentino merece especial atención. Como se señaló, la Argentina tiene, por lo menos desde hace un siglo, un destacado desarrollo de las industrias de la cultura y de la comunicación en el contexto regional, aunque se trate de un desarrollo afectado por los espasmos de crisis económicas que retraen la actividad del sector e impactan en los hábitos de uso. Como expresaron Aníbal Ford y Jorge Rivera en un panorama descriptivo sobre las industrias culturales argentinas del siglo XX, además de una base productiva diversa en lo editorial y audiovisual con infraestructuras asentadas, el mercado interno de consumidores es amplio debido a la alfabetización extensa de la población, y ello se combinó con la formación de cuadros profesionales que, en el campo de la producción, crea géneros, formatos y posee reconocidas capacidades de gestión y comercialización.

La Argentina es el país latinoamericano con mayor penetración de la televisión de pago, que alcanza al 85% de los hogares. La televisión es el medio de comunicación que, al promediar la segunda década del siglo XXI, ocupaba la mayor cantidad de horas de atención de los distintos sectores sociales, aunque en los últimos años los de mayor poder adquisitivo y, notablemente, los menores de 35 años, protagonizan una migración constante hacia otros medios, pantallas y contenidos, especialmente a través de dispositivos móviles.

Al mismo tiempo, Argentina es uno de los países con mayor circulación de medios impresos per capita del continente y es, detrás de España y México, el tercer productor de libros de Iberoamérica. En cuanto a las conexiones a Internet, fijas y móviles, el país está apenas por debajo de los indicadores de Uruguay y Chile, si bien en el caso argentino con una calidad y velocidad de navegación inferior. La propagación de las conexiones móviles es significativa y configura lo que algunos autores llaman un “régimen de conectividad perpetua” por parte de los usuarios consumidores, dada la ubicuidad de los dispositivos multiplataforma que los acompañan durante todas las horas de su jornada, todos los días de la semana, incluso los no laborables.

A partir de 2014 se expandieron las conexiones móviles 4G y la relevancia que adquirieron los datos impacta no solo en el negocio de los operadores, sino que también influyen en una reconfiguración del mercado de terminales, con altas tasas de renovación de los equipos.

La evolución de las comunicaciones y la progresiva “convergencia” de soportes, servicios y la más reciente concentración por la fusión de empresas de telecomunicaciones, medios e Internet no son procesos meramente tecnológicos. La propia definición de tecnología alude al uso y a la apropiación social. La tecnología es, en sí misma, parte de la sociedad. Lo es porque articula usos sociales. Esa relación inseparable entre tecnología y sociedad constituye un eje medular para comprender cambios del pasado reciente argentino, así como del presente, y enmarca el desempeño de los medios e industrias culturales en una sociedad con necesidades y expectativas cambiantes.

Las nuevas tecnologías tienden a desprogramar una lógica de funcionamiento que basó su desarrollo histórico en proveer programación definida a partir del fabricante de contenidos, que coincidía mayormente con el transportador de ese contenido. La convergencia conmueve los cimientos de esa lógica: halla en la desprogramación una de sus características más salientes, a la vez que desagrega distintos eslabones de la cadena productiva, al menos en su fase actual.

La desprogramación es un proceso que excede a los medios y al propio sector de la cultura y la comunicación. La literatura sociológica que estudia el debilitamiento de instituciones “fuertes” o “sólidas” que organizaban una suerte de agenda cohesionada para el grueso de los grupos sociales ayuda a comprender este proceso. Si bien algunas de las teorías que desembocan en el cuestionamiento de la programación clásica como formato organizativo del relato mediático son propias de contextos de países centrales, en donde la calidad de la conectividad es muy superior a la latinoamericana; este proceso es visible también en la metamorfosis de los medios de la región.

Como efecto, el peso de nuevos medios así como la emergencia de intermediarios que no son, en sentido estricto, medios de comunicación, se siente en los balances de las empresas de medios tradicionales, que acusan una merma de ingresos publicitarios, ya que las campañas se canalizan también a través de los medios digitales, y una disminución de sus audiencias, seducidas por la multiplicación de la oferta.

El alcance cada vez mayor del acceso a las redes convergentes está condicionado por fracturas socioeconómicas y geográficas, pero contribuye al proceso de desintermediación de la industria cultural tradicional. Este consiste en la creciente desprogramación de los usos sociales de los medios y en una simbiosis entre el tiempo de vida y el tiempo de conexión y exposición a redes, en las que conviven, de modo conflictivo, los medios tradicionales con servicios provistos por actores corporativos de nuevo cuño y, en muchos casos, de escala global como Google, Facebook, YouTube o Twitter.

Hay que agregar que los servicios convergentes no son solo la adición de los contenidos de información y entretenimiento producidos por las industrias culturales, sino que suponen también nuevos servicios y formas de socialización entre personas y grupos sociales, lo que fundamenta la adopción de conceptos como el de “autocomunicación de masas” por parte de autores como Castells. El carácter masivo de las industrias culturales tradicionales es reconfigurado por redes individualizadas que son masivas en cuanto a su extensión pero cuyos contenidos son customizados a través de contactos y, sobre todo, de los algoritmos definidos por las empresas propietarias de dichas plataformas.

Lecturas polarizadas de la crisis

El presente es más aciago para las empresas periodísticas de países de la periferia que no cuentan con el capital ni con las audiencias globales del The New York Times, The Washington Post, The Guardian o The Financial Times. Como la profundización de la crisis de los medios en la Argentina coincidió en términos generales con el fin del segundo gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y el inicio del mandato de Mauricio Macri, durante el primer año (2016) de su gestión la interpretación de la responsabilidad del cierre de medios de comunicación se acomodó a la polarización de la agenda política.

Así, editores y columnistas afines al gobierno de Macri difundían la hipótesis de que la crisis era el último estertor de la errática, discrecional e hiperdiscursiva inmersión del gobierno kirchnerista en las comunicaciones, lo cual tenía el atractivo de lo (muy) simple y fácilmente compartible. Ejemplos como el vaciamiento del Grupo Veintitrés (de Sergio Szpolski y Matías Garfunkel) eran referencia obligada y reiterada para aludir a las políticas de la anterior administración.

El inconveniente de la explicación es que se trataba de una coartada falsa, como se demostró durante todo el año siguiente (2017), cuando grupos empresariales que predicaron a favor del ciclo macrista con el mismo fervor militante con el que otros grupos comprometidos en sus finanzas lo habían hecho con el gobierno kirchnerista, cerraron empresas como La Razón, la Agencia DyN (Diarios y Noticias) e incluso el propio gobierno encabezó los despidos en el sector al impulsar el desmonte de la agencia estatal de noticias Télam (y que la Justicia ordenó a mediados de 2019 la reincorporación de todos los trabajadores) y la reducción significativa de personal en Canal 7 y en las señales audiovisuales Encuentro, PakaPaka y DeporTV.

Dado el sesgo de la explicación anterior, hay quienes, en cambio, amplían la mirada para aludir a un fenómeno que no solo desborda al kirchnerismo y a los usos que el macrismo realiza de su herencia, sino que supera con creces las fronteras del país y de la región. La escena, que es catastrófica a nivel planetario para la institucionalidad mediática, opera con el poder contundente de la naturalización e impide percibir qué hay de específico en el caso argentino.

El cierre de medios no conoce fronteras y, en particular, afecta a los de escala local, produciendo así una desertificación del espacio informativo en localidades medianas y pequeñas que impacta en su diversidad cultural y en su cultura democrática porque se reducen las perspectivas de análisis e interpretación de la realidad circundante que permiten a la ciudadanía expresar puntos de vista, contrastarlos y luego elaborar sus propias síntesis.

Sí, la crisis es global. La digitalización progresiva de todas las actividades productivas, proceso que desborda a los medios de comunicación y que tiene efectos directos en la estructuración social, económica, cultural y política del mundo contemporáneo, fue también la ruina de la edad dorada de los grandes medios. La intermediación de gigantes digitales globales como Google y Facebook afectó el funcionamiento de la cadena productiva de la información y el entretenimiento quitándoles a las industrias de medios el control no solo de la organización de los contenidos que producen sino, también, de su distribución, exhibición y comercialización. Es decir, que los intermediarios digitales, caracterizados desde los medios como depredadores que parasitan los contenidos creados por estos, lograron insertarse como molestos eslabones estratégicos del ecosistema de contenidos capturando así porciones crecientes de la renta del sector.

Además, como complemento fatídico, las audiencias continúan su migración hacia otras pantallas o propuestas. La fuga, más lenta de lo que se vaticinó, desplaza a los usuarios y consumidores desde lógicas programadas y editadas (radio, televisión, diarios y revistas) hacia ofertas desprogramadas que disuelven el control que otrora ejercían los medios en toda la cadena productiva de los contenidos masivos.

Los efectos de la crisis a nivel global son múltiples según se observe la economía del sector, su infraestructura y soportes tecnológicos, sus usos, aplicaciones y significaciones sociales, su contenido cultural, sus formatos y orientaciones, las políticas públicas de cada país y su sistema de protección a las actividades culturales y noticiosas, las rutinas productivas que involucra y el tendal de despedidos que, a su vez, produce un salvaje disciplinamiento de quienes aún conservan su trabajo, lo que coloca el interrogante sobre la capacidad de articulación y respuesta de los sindicatos ante la actual etapa. Hay ya una biblioteca dedicada a la crisis de los medios, pero uno de sus indicadores más elocuentes hoy es la metamorfosis del Grupo Clarín, que tras ser creado en 1945 como diario y convertirse en multimedios en las décadas de 1980 y 1990, en la actualidad celebra su mutación como operador de telecomunicaciones gracias a la fusión entre Cablevisión y Telecom, convenientemente lubricada con decretos y resoluciones del gobierno nacional.

Por cierto, antes de la irrupción de la era digital los medios tenían competidores en su labor de troquelado de la agenda pública, por lo que sería inexacto asignarles omnipotencia. Otras instituciones (políticas, sindicales, religiosas, educativas, deportivas) disputaban las jerarquías, los enfoques y las atribuciones asignadas a temas y personas protagonistas de la programación de los medios. Estos, además, debían negociar sus prioridades con el humor social para que los llamados atajos cognitivos con los que actuaban sobre valores y encuadres sintonizaran con las tendencias generales de una sociedad pues, a la inversa, sus mensajes caerían en la indiferencia. Esa negociación con el humor y con los valores sociales –humor y valores condicionados, desde luego, por una alfabetización que tenía y en cierta medida sigue teniendo a los medios y al resto de las instituciones como artífices– es una de las sustancias irremplazables que nutren de predicamento a la actuación de los medios, la alquimia que el registro coloquial alude como “el poder de los medios”.

La escena digital expresa una doble derrota para planificar desde los medios esa negociación cotidiana con otras instituciones y con el humor y valores sociales en el troquelado de la agenda pública: por un lado, el quiebre de su monopolio en la distribución, exhibición y comercialización de contenidos es percibido por otros actores (como gobiernos y empresas) como una oportunidad para desintermediar sus mensajes y dirigirse directamente a sus interlocutores sin pagar el peaje (simbólico y económico) para usar como plataforma de comunicación a los medios; por otro lado, la irrupción de intermediarios de Internet como Google y Facebook erosiona la capacidad de los medios para medir la temperatura del humor social, las tendencias y gustos cambiantes de los diferentes grupos, así como para interpretar las razones mutantes de la agregación y desagregación de las audiencias.

Cierto es que el ecosistema digital tiene todavía un puente de oro hacia el sistema de medios, ya que es adicto a los contenidos. Y tanto los medios como el entramado de industrias culturales siguen siendo los principales (no únicos) polos abastecedores de los contenidos que son luego distribuidos y también reorganizados por los intermediarios de Internet. “El contenido es rey” es una consigna que tiene validez incluso sobre el cierre de la segunda década del siglo XXI. Pero el rey ya no está solo, su corona luce oxidada y sus dominios se encogen. La reina es el contexto, como dijo Julieta Shama (Facebook), en una charla organizada por el Centro de Estudios sobre Medios y Sociedad en Argentina (MESO) en 2017. Shama se refería a que el contenido no gobierna en soledad; su reinado no puede pensarse sin el contexto. Y las variables de ese contexto están definidas, de modo creciente, por los intermediarios digitales. El rey debe, pues, ceder sus pretensiones en función de las determinaciones del contexto.

El fastidio que provoca en los medios tradicionales la intervención de Google y Facebook suele obturar la comprensión de las diferencias entre ambos gigantes globales: mientras Google condiciona la circulación de contenidos por su sistema de búsqueda e indexación (lo que motiva quejas de los medios como la difundida por el principal grupo editor de Alemania, Axel Springer, a raíz de la discrecionalidad con la que el algoritmo define la suerte de muchos emprendimientos periodísticos), Facebook es, dentro de la nueva especie de criaturas digitales, una alteración genética que descompagina las ediciones de los medios tradicionales y que aísla las notas embebiéndolas en su plataforma. Mientras Google puede responder a la exasperación de los medios con el hecho de que les aporta tráfico en sus sitios web, aunque les quite renta y los someta a sus criterios de indexación, Facebook asume el control de la exposición de los contenidos, a los que aspira desde los sitios web corporativos hacia su propia red, dosificándolos en la navegación de los usuarios.

Las batallas que dan los medios en el nuevo escenario tienen el gusto amargo del monarca destronado que pretende ser repuesto en el trono, con la ilusoria voluntad de borrar de un plumazo las dos últimas décadas y sus protagonistas. Tal vez sería más prudente y realista mejorar el espacio fundamental que aún conservan, que es el de la creación de contenidos de información y entretenimientos que son socialmente significativos. De otro modo, seguirán perdiendo energías en la recreación de un pasado irrepetible. Como advirtió Darwin en su clásico El origen de las especies: “Ni las especies aisladas ni los grupos de especies reaparecen una vez que se ha roto la cadena de la generación ordinaria”.

Como siempre que estén involucradas fuerzas sociales y económicas, también ahora el sentido de las políticas públicas puede agravar, mitigar o reconducir hacia otros horizontes la crisis en el sector de los medios. De hecho, basta observar lo que ocurre en términos comparados: en cada país el impacto es diferente, y depende tanto de la capacidad y la voluntad estatal para atenuarlo como de la habilidad de los actores de la propia industria para afrontar una etapa para la cual están muy poco preparados.

Uno de los indicadores más elocuentes de la radical transformación en las formas de producción digital y circulación social de la cultura, de la información y el entretenimiento es que hasta sus protagonistas carecen de una hoja de ruta que los aproxime como guía en el temporal que atraviesan y cuyo horizonte luce insondable. Los dueños y accionistas de las industrias culturales se preguntan si es más necesario para su supervivencia tomar decisiones conservadoras o rupturistas, los trabajadores culturales dudan acerca de cómo podrán, con sus competencias y habilidades actuales, prosperar mañana, y todos los eslabones de la cadena de valorización de sus creaciones auscultan el futuro inmediato con una mezcla de temor y desconcierto. Hasta los financiadores publicitarios emiten señales contradictorias.

Las plataformas de producción de contenidos, así como los medios tradicionales para su distribución y acceso, están asediados por nuevas organizaciones, intermediarios, soportes y dispositivos que, por ahora, conviven en un contexto de alta inestabilidad con los actores de la vieja escuela, varios de los cuales intentan actualizarse, en algunos casos imitando a nuevos medios digitales, en otros realizando alianzas y, también, recreando parte de sus actividades y prácticas.

La incertidumbre organiza hoy el sector de las comunicaciones. Pero si la política pública no atiende las grandes asimetrías que surcan el escenario de la cultura global, la digitalización será una oportunidad de crecimiento y progreso desaprovechada.

El nuevo ecosistema digital encandila con su amigable promesa de apertura, acceso ilimitado y conservación infinita de contenidos que no son sometidos a desgaste, cuando, si bien crea posibilidades inéditas de producción y circulación de información y entretenimientos, también establece peajes en los cuales se incuba una cultura iconoclasta en la que solo las especies con mejores aptitudes para amoldarse al cambio perpetuo podrán sostenerse.