Kitabı oku: «Álvaro Obregón», sayfa 3

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En su testamento resulta muy difícil saber si Obregón era un hombre poderosamente rico, tal y como se ha sugerido a lo largo del tiempo. No existe ningún indicio que lo ratifique en pesos y centavos. Sin embargo, otros documentos permiten observar que sí, se trataba de un hombre acaudalado. Baste recordar cómo, durante su retiro, entre 1917 y 1919, a pesar de su fracaso rotundo en negocios como la exportación de tomates con la casa W. R. Grace, [69] él mismo tuvo que solventar una parte de la deuda con su propio dinero, aproximadamente 5 000 dólares, lo cual no fue suficiente para cubrir el total, por lo que la deuda restante continuó aumentando, más intereses, hasta después de su muerte en 1928. [70]

Sin embargo, entre 1917 y 1919 Obregón sí logró sus objetivos, y con creces, pese a su estado de salud:

Los desórdenes fisiológicos que debió causar su mutilación lo impelían a comer en exceso. Obregón engordó, encaneció, se abotagó. Jorge Aguilar Mora explica el proceso:

Después de la amputación, comenzó a sufrir trastornos reales e imaginarios, y aprovechaba cualquier ocasión, que de preferencia coincidiera con alguna diligencia de sus negocios, para visitar hospitales norteamericanos. La preocupación por su salud se volvió obsesión y anotaba mentalmente todos los cambios que se producían día a día en su cuerpo. A medida que aumentaba la agudeza de su auscultación, iba confundiéndose más y más con la mirada escrutadora de los otros. A los cuarenta años, cinco después de su mutilación, era ya un hombre viejo…

Durante este periodo llevó a cabo la creación y consolidación de la empresa Oficina Comercial Obregón, [71] la cual representaba a una serie de cooperativas, todas ellas dedicadas a la producción del garbanzo. Primero, a nivel local, captando los mercados de Sonora, Sinaloa y Chihuahua, principales zonas de sus bases de poder político, y más tarde a nivel internacional, sobre todo en Estados Unidos, en las ciudades con alta ascendencia hispana, como California, Texas, Chicago y Nueva York. Sus constantes viajes a Estados Unidos durante este periodo fueron bien aprovechados por Obregón al abrir vetas comerciales muy importantes para la producción agrícola garbancera del norte y centro del país. Además, existe información documental de que Obregón, aparte de realizar una buena cantidad de actividades comerciales entre clientes e instituciones, públicos y privados, por lo menos hasta 1920, cuando el precio del garbanzo vino a la baja, logró penetrar comercialmente en espacios poco explorados, como el del ejército estadounidense, que lo compraba para “elaborar pan”. Asimismo, la oficina de negocios estadounidense se benefició de la Casa Comercial Obregón al adquirir el producto a un precio razonable para después venderlo más caro a los países centroamericanos. [72]

Pero, ¿debemos considerar las constantes idas de Obregón al país del norte como meros viajes de negocios y de salud? Seguramente no. En el fondo, Obregón quería mostrar a Carranza su presencia y poder desde un aparente exilio. Los informes consulares al Departamento de Estado, en donde se da cuenta minuciosa de las actividades de Obregón, podrían contribuir a afirmar nuestra teoría. [73]

Fortalecida su empresa exportadora, ayudado para su consolidación a través de su prestigio, posición y favores políticos, desde sus primeros viajes a Estados Unidos, Obregón fijó su posición. Abiertamente nunca había declarado sus intenciones políticas, aunque en la interpretación de los cónsules estadounidenses siempre quedó claro que sus actividades comerciales no se encontraban limitadas a ello. [74] De no ser así, entonces valdría la pena considerar por qué se le recibía con honores militares a su llegada a Estados Unidos, [75] por qué se ponían a su disposición, por órdenes de la Casa Blanca, guías e intérpretes para sus estadías, visitas, consultas médicas, reuniones comerciales de trabajo y, más allá, por qué era recibido por el propio presidente estadounidense para conversar sobre la situación política de México y el mundo. ¿Se trataba de una mera cortesía, del trato a un distinguido invitado? La prensa se encargó de esparcir los más disímbolos rumores acerca de su presencia, desde que había viajado con el fin de estudiar el terreno y repartir propaganda nazi, pues apoyaría a los alemanes en contra de Estados Unidos, y que se encontraba ahí para dirigir al ejército estadounidense para la guerra. [76]

Sin embargo, quizás el gobierno de Estados Unidos tan sólo estaba convencido de que el sonorense era el único indicado para sustituir a Carranza en la presidencia en 1920, reconociendo con ello su trayectoria de militar victorioso, su enorme influencia y apoyo político en las diversas esferas de poder político y militar en México, además de su fructífero ascenso y consolidación como empresario, y lo más importante: su ascendencia y simpatía por su gobierno. [77] Obregón se dio el lujo de manipular su lugar de privilegio ante el gobierno estadounidense, disuadiéndolo de que con la posición de Norteamérica ante su inminente intervención en el conflicto mundial podría estar de lado de los aliados, o, en su caso, de los alemanes. Probablemente negoció su adhesión a Estados Unidos y con ello logró su apoyo para convertirse en 1919 en el candidato a la presidencia de México. [78]

La candidatura de Obregón fue creciendo y se hizo inminente para finales de 1918 y principios de 1919. Para esas fechas comenzó a cosechar todo aquello que había sembrado desde poco antes de que se retirara de la vida pública. Había enmendado su poder político y económico, pero nunca su poder físico, pues en realidad estaba mermado por sus dolencias. En julio de 1919 hizo oficial y pública su candidatura a la presidencia, postulado por el Partido Liberal Constitucionalista y apoyado por el Congreso, [79] y aunque la realidad política no fue la misma que vivió entre 1916 y 1919, pues ya como presidente tuvo que pagar la factura de todo aquello que embargó para lograr, entre otras cosas, el reconocimiento de Estados Unidos. Personalmente se puede asegurar que cumplió con sus objetivos. Álvaro Obregón se convirtió en el presidente de México para el periodo de 1920 a 1924.

Pero junto con él engordó su bolsillo. En unos años, la Quinta Chilla pasó de 180 a 3 500 hectáreas, sembradas en su mayor parte de garbanzo. [80]

En 1925 realizó otro testamento, en el que, como en el anterior, nunca quedó clara la cantidad de sus bienes ni de su fortuna. Lo que sí se sabe es que al paso del tiempo su poder político, como sus condiciones físicas, fueron mermando; sus negocios fueron decayendo, al grado de morir totalmente endeudado, y lo que dejó, según su nuevo testamento, fue repartido en partes iguales para sus seres queridos, tal y como sucedió en 1916, pero en éste se le tuvo que restar alguna parte de la gran deuda heredada. [81]


El presidente Álvaro Obregón, Harris & Ewing, 1921. Biblioteca del Congreso, Washington, EUA.

El general y el intelectual
ALEJANDRO ROSAS

UNAM


José Vasconcelos se encontraba en el exilio cuando se enteró del asesinato de Álvaro Obregón. Aunque habían atado su destino en 1920 para llevar a cabo una utopía educativa, poco duró la cruzada cultural. Vasconcelos fue Rector de la Universidad Nacional de México y luego secretario de Educación Pública durante el régimen obregonista (1920-1924), al que se sumó con abierto optimismo, pero las diferencias políticas, la imposición de Calles y la facilidad con la que Obregón apretaba el gatillo, los distanció de manera definitiva; Vasconcelos ni siquiera terminó el cuatrienio al frente de la Secretaría de Educación. En 1924 partió al exilio y nunca más volvió a ver a Obregón.

A pesar de todo fue una combinación exitosa; el general y el intelectual; el hombre de la pistola junto al hombre de los libros. El hombre del poder que escuchó y dejó hacer al hombre del pensamiento. Las circunstancias fueron favorables y durante un par de años, a pesar del marcado idealismo de la cruzada educativa, fue un periodo luminoso, un momento en que se abrió la posibilidad de pensar un México distinto que Vasconcelos resumió en una frase: “Lo que este país necesita es ponerse a leer La Ilíada”. Leer, había llegado el tiempo de leer.

EL CAUDILLO

El asesinato del presidente electo en 1928, no sorprendió a Vasconcelos. “La desaparición de Obregón causó alivio en el público –escribió el otrora ministro de Educación-, levantó las esperanzas del país. Cuando conocí los detalles de su ejecución recordé aquella frase de Obregón: ‘En este país, si Caín no mata a Abel, Abel mata a Caín’. En efecto, lo había matado Abel. Toral era el hombre de paz, de vida pura que elige el asesinato como medio de purificación y acompañado de la inmolación de sí propio”.

José de León Toral era una sombra. La sombra que le arrebató la vida al invicto general Obregón; al caudillo, al hombre carismático, alegre y elocuente. ¿Complot? ¿Asesino solitario? ¿Venganza? Todos eran sospechosos. Los fanáticos religiosos por su abierta oposición al jacobinismo de los sonorenses expresada con las armas en la mano desde 1926. El presidente Calles por mera ambición y manifiesta rivalidad. El líder obrero Luis N. Morones porque había perdido la carrera por la silla presidencial frente al “manco”. Incluso la vieja guardia revolucionaria tenía sus motivos: el ambicioso general modificó la Constitución para violentar el ya entonces sagrado principio de la no reelección y perpetuarse en el poder.

El asesinato en todo caso se presentaba como el desenlace natural de una vida en que si “las balas no parecían tomarlo en serio” —como escribió Martín Luis Guzmán— la muerte menos. Durante sus ocho mil kilómetros en campaña —título de sus memorias— fue herido en varias ocasiones y por momentos tocó las entrañas de doña muerte. Obregón tenía más vidas que un gato.

La revolución curtió su carácter. Por encima de su apego a la vida, estaba su desmedida ambición y si en el largo recorrido hacia la presidencia hubo obstáculos, no dudó en eliminarlos. “Obregón es extraordinario, tipo de temperamento sanguíneo y nervioso –escribió Ramón Puente-; hay en su espíritu contradicciones formidables, cualidades y defectos en confusión: valor, temeridad, audacia, junto con disimulo y sencillez; egoísmo llevado a la egolatría y afabilidad en el trato; desprendimiento y codicia; fuego y frialdad para disponer de la vida humana sin inmutarse. Cualquiera se pega chasco con su carácter efusivo y su apariencia simpática. Sabe dar y quitar lo mismo los honores que la vida”.

El éxito guió su destino. En los negocios, en la carrera de las armas y en la política la suerte siempre estuvo de su lado. No estudió formalmente para nada. Era un improvisado con “el mejor sentido práctico del mundo”. Antes de unirse a la revolución fue mecánico, tornero, profesor, maestro de ceremonias y agricultor. Con su carácter jovial y alegre se ganaba el afecto de quienes lo conocían. No quiso incorporarse al movimiento maderista de 1910, pero en 1912 defendió al régimen de Madero combatiendo discretamente contra Pascual Orozco.

Su momento, como el de muchos otros notables revolucionarios, llegó al estallar la revolución constitucionalista en marzo de 1913. A pesar de ser un improvisado, su capacidad para organizar ejércitos, ejecutar maniobras y enfrentar al enemigo era muy superior a la de los militares de carrera, situación que le provocó ciertas envidias. Los hechos, sin embargo, hablaban por sí solos, y Carranza —hombre práctico también—, depositó su confianza y futuro en el sonorense. En julio fue ascendido a general y en septiembre fue nombrado jefe del Cuerpo del Ejército del Noroeste.

Cuando sobrevino la ruptura revolucionaria a finales de 1914, Obregón siguió a Carranza. No por una lealtad incondicional ni eterna, lo creía apto para restablecer el orden en términos políticos lo cual significaba a la larga su acceso al poder. Además, se veía a sí mismo con la capacidad militar suficiente para derrotar a Villa. En su pragmática visión se veía como el triunfador indiscutible. No tenía duda. En el primer semestre de 1915, el sonorense sostuvo las batallas más importantes de toda su carrera militar. Enfrentó al ejército villista en el Bajío y lo despedazó a un costo personal relativamente bajo: su brazo derecho.

Con el restablecimiento del orden constitucional en 1917, se retiró a la vida privada para atender sus negocios particulares. Regresaba a su estado natal como el caudillo vencedor, admirado y aplaudido. Durante los siguientes dos años, su hacienda “La Quinta Chilla” prosperó como nunca antes. La producción de garbanzo se convirtió en su mina de oro. Indudablemente le gustaba la vida campirana, pero su desinterés por la vida pública era sólo una apariencia. Bromista, alegre, parlanchín, con una memoria deslumbrante, su lenguaje era el de la simulación. Decía todo sin decir nada, pensaba lo que decía pero no decía lo que pensaba. Se preparaba para ser político.

“Me pareció un hombre que se sentía seguro de su inmenso valer —continúa Martín Luis Guzmán—, pero que aparentaba no dar a eso la menor importancia. Y esta simulación dominante, como que normaba cada uno de los episodios de su conducta: Obregón no vivía sobre la tierra de las sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado; no era un hombre en funciones, sino un actor. Sus ideas, sus creencias, sus sentimientos, eran como los del mundo del teatro, para brillar frente a un público: carecían de toda raíz personal, de toda realidad interior con atributos propios. Era, en el sentido directo de la palabra, un farsante”.

“AQUÍ TODOS SOMOS UN POCO LADRONES”

Al acercarse la sucesión presidencial de 1920, el enfrentamiento con Carranza se tornó irremediable. El viejo quiso imponer un candidato civil sin considerar que el heredero natural del poder era Obregón. Con un “madruguete”, Carranza intentó procesar al sonorense por una supuesta conspiración contra el gobierno, pero siempre un paso adelante, el general huyó de la ciudad disfrazado de fogonero al tiempo que iniciaba la revolución de Agua Prieta en el estado de Sonora, encabezada por dos de sus más fieles hombres: Adolfo de la Huerta y Plutarco Elías Calles.

El asesinato de Carranza en mayo de 1920 le dejó el camino libre. Obregón cumplió con la mexicanísima tradición de hacer legal lo ilegítimo: si bien los sonorenses habían derrocado a carranza por las malas —rebelión más asesinato—, el manco de Celaya quiso taparle el ojo al macho y vestirse de demócrata, buscó llegar a la presidencia por la vía legal, hizo campaña electoral y ganó las elecciones. El 1 de diciembre protestó como presidente constitucional. “Aquí todos somos un poco ladrones, la diferencia es que mientras mis rivales tienen dos manos, yo sólo tengo una” —dijo Obregón. Se sentó en la silla presidencial y se sintió muy cómodo, estaba hecha a su medida.

El nuevo presidente comenzó la reconstrucción del país después de tantos años de violencia revolucionaria; se negociaron acuerdos internacionales en materia bancaria para solucionar el problema de la deuda mexicana; las vías férreas y los caminos dañados por la revolución fueron reconstruidos; comenzó el reparto agrario y la voz de los obreros se hizo escuchar a través de las primeras organizaciones sindicales. José Vasconcelos recordaría años después:

Las ideas revolucionarias, que en algunos otros ‘generales’ producían un caos mental, a Obregón lo dejaban sereno, pues era un convencido de los métodos moderados y su aspiración más profunda era imitar los sistemas oportunistas de Porfirio Díaz. Era militar estricto en campaña, pero amigo de las formas civiles en la vida ordinaria y en el gobierno. Poseía el talento superior que permite rodearse de consejeros capaces, y aunque su comprensión era rápida, sus resoluciones eran reflexivas. Los primeros años de su gobierno determinaron progreso notorio de todas las actividades del país. La agricultura y el comercio prosperaron bajo una paz que no era fruto del terror, sino de la tranquilidad de los espíritus y de la ausencia de atropellos gubernamentales.

Le sentaba bien la presidencia. Paladeaba el poder con gusto norteño. Era un improvisado de la política pero, con sonrisa franca y alegre carácter, se dejó guiar por su pragmatismo reuniendo bajo la sombra de la silla presidencial a hombres notables. Al igual que Porfirio Díaz, dejó hacer en todos los ramos de su administración, pero las decisiones de orden político se concentraban en última instancia en su voluntad.

A nadie resultó extraño que llegara al poder un general, ranchero, escasamente culto y fanático de los toros. “Tenía Obregón la preparación de la clase media pueblerina que lee el diario de la capital y media docena de libros principalmente de historia” —escribió Vasconcelos—. Lo verdaderamente sorprendente fue su apuesta por el nacimiento de una cultura propia, puramente mexicana. Bajo su gobierno fue creada la Secretaría de Educación Pública. José Vasconcelos —su titular y el más notable de los ministros del gabinete— emprendió una cruzada educativa que se desarrolló entre la realidad y cierta utopía romántica y personal.

EL OTRO CENTENARIO

El 21 de mayo de 1920, Álvaro Obregón recibió a José Vasconcelos en la estación del ferrocarril. Llegaba a la Ciudad de México luego de varios años de exilio debido a su manifiesta oposición a Carranza. El general y el intelectual ya se conocían, pero la escisión revolucionaria de finales de 1914 los llevó a tomar distintos bandos. El movimiento rebelde contra Carranza —que como una paradoja aquel mismo día había sido asesinado—, los unió nuevamente.

Vasconcelos ocupó la rectoría de la Universidad Nacional a instancias del presidente interino, Adolfo de la Huerta. Una vez en el poder, Obregón lo ratificó y apoyó el proyecto de crear una Secretaría de Educación; hasta entonces, la educación no contaba con su propio ministerio, siempre había estado unida a las bellas artes.

Mientras se organizaba el nuevo ministerio, Vasconcelos tuvo que involucrarse con una ocurrencia del nuevo gobierno: celebrar el Centenario de la consumación de la independencia en 1921 con una serie de fiestas y espectáculos populares, para darle un sentido distinto de las que organizó con fastuosidad el gobierno de Porfirio Díaz en 1910.

La celebración era un despropósito dadas las circunstancias del país. México atravesaba por una terrible situación económica; las arcas públicas estaban vacías; la sociedad se encontraba polarizada aún por el asesinato de Carranza; la nueva administración no contaba con el reconocimiento del gobierno de Estados Unidos, las vías de comunicación estaban destruidas mayormente luego de tantos años de guerra. Parecía evidente que no era momento para fiestas. José Vasconcelos, ministro de Obregón, escribió al respecto: “nunca me expliqué cómo un hombre de juicio tan despejado como Obregón se dejó llevar a fiestecitas”.

Y sin embargo, nadie pudo detener el proyecto del “otro” Centenario. El comité organizador se encargó de preparar desde conciertos de ópera hasta desfiles militares; música popular en las principales plazas, corridas de toros, cine, teatro, juegos deportivos. El mes de septiembre comenzó acompañado de grandes recepciones, banquetes y fiestas. Vasconcelos diría al respecto: “...El alboroto de las fiestas emborrachaba a la ciudad, deslumbraba a la república.”

Diversos y emotivos fueron los eventos del Centenario de la consumación de la independencia. La programación de la temporada de ópera estuvo a cargo de un hombre que era un fanático y además practicante del bell canto: el expresidente Adolfo de la Huerta. Se organizaron verbenas populares en el Zócalo y “noches mexicanas” en el Bosque de Chapultepec. Del 11 al 17 de septiembre, se conmemoró la ‘Semana del niño’, con la realización de conferencias, exposiciones y festivales infantiles y el día 15 más de 70 mil niños de diversas escuelas de la república, juraron lealtad a la bandera mexicana.

Durante una semana las puertas de teatros y cines se abrieron para que la gente pudiera ingresar a las funciones de manera gratuita. Además, se vendieron decenas de miles de boletos a un precio bajísimo —subsidiados por el gobierno— para que los obreros pudieran asistir al teatro con sus familias.

El Centenario de la consumación propició el estreno de obras patrioteras. La compañía del Teatro Principal estrenó La bandera trigarante de los hermanos Alberto y Alejandro Michel. Los cronistas de espectáculos criticaron severamente el uso de la bandera con fines políticos. En el Teatro Esperanza Iris se presentó una zarzuela titulada Las fiestas del Centenario, al final, en una apoteosis en la que aparecían personajes políticos mexicanos, figuraba el general Álvaro Obregón, presidente de la república, al lado de Hidalgo, Juárez, Porfirio Díaz y Madero, caracterizados fielmente por los actores. Irónicamente al aparecer el actor caracterizando a don Porfirio una estruendosa ovación no se hizo esperar; en cambio, un silencio incómodo se produjo cuando hizo su entrada el personaje de Carranza —asesinado el año anterior, presumiblemente por los sonorenses—. En funciones posteriores fueron suprimidos ambos personajes.

Las fiestas por el Centenario de la consumación no tuvieron ni la importancia, ni el lujo ni el impacto de las de 1910. Indudablemente fueron días de entretenimiento para la gente, pero no dejaron nada más. El nuevo régimen ni siquiera podía justificar históricamente la conmemoración pues Iturbide había sido arrojado al infierno cívico de la patria y desde la época de Maximiliano no se le rendía reconocimiento.

Paradójicamente, unos días después de concluidos los festejos, el congreso retiró el nombre de Iturbide en letras de oro que se encontraba en el muro de honor de la cámara. José Vasconcelos escribió: “nunca se habían conmemorado los sucesos del Plan de Iguala y la proclamación de Iturbide, ni volvieron a conmemorarse después. Aquel centenario fue una humorada costosa. Y un comienzo de la desmoralización que sobrevino más tarde.”

LA MEXICANIDAD, ÍMPETU DE LA CULTURA

“Al decir educación me refiero a una enseñanza directa de parte de los que saben algo, en favor de los que nada saben —expresó José Vasconcelos—; me refiero a una enseñanza que sirva para aumentar la capacidad productiva de cada mano que trabaja, de cada cerebro que piensa [...] Trabajo útil, trabajo productivo, acción noble y pensamiento alto, he allí nuestro propósito. Esto es más importante que distraerlos en la conjugación de los verbos, pues la cultura es fruto natural del desarrollo económico...”

El 29 de septiembre de 1921 fue creada la Secretaría de Educación Pública y el 12 de octubre siguiente, José Vasconcelos asumió el cargo como secretario. Comenzó así una intensa campaña en contra del analfabetismo y a favor del desarrollo de escuelas rurales, de la creación de bibliotecas, del impulso a las bellas artes, de la edición de libros. Había un proyecto nacionalista atado a la cultura universal.

“La obra de la secretaría debía ser triple en lo fundamental, quíntuple en el momento —escribió Vasconcelos—. Las tres direcciones esenciales eran: escuelas, bibliotecas y dirección de las bellas artes. Las dos actividades auxiliares: incorporación del indio a la cultura hispánica y desanalfabetización de las masas. Cuando nosotros empezamos a crear no había, ni en la capital, una sola biblioteca moderna bien servida”.

La virtud de Obregón fue permitirle a Vasconcelos hacer y deshacer. Desde la trinchera de la Secretaría de Educación Pública, el ministro alentó el surgimiento de la mexicanidad, parida por la revolución y desconocida hasta entonces por la sociedad mexicana.

Del afrancesamiento porfiriano quedaban sólo escombros. La cultura, la educación, el conocimiento del nuevo estado debía abrevar de dos fuentes: los clásicos de la cultura universal y los valores mexicanos. Vasconcelos se comprometió con su idea, proyectó obra espiritual y obra material. Por cuatro años México se convirtió en la capital cultural de América Latina, el viejo sueño bolivariano de la unidad continental parecía cumplirse al menos en el ámbito de la educación y la cultura.

Desde el ministerio se emprendieron un gran número de obras por todo el país: escuelas públicas, bibliotecas, se construyó el Estadio Nacional en la Ciudad de México, porque de acuerdo con la visión vasconcelista de la educación, no era suficiente con la formación intelectual de las nuevas generaciones, también era indispensable el ejercicio físico “Mente sana en cuerpo sano”, era la frase del momento.

A través de la Secretaría de Educación se desarrollaron programas como los desayunos escolares para los alumnos de escasos recursos, se organizaron misiones culturales, a través de las cuales, los maestros recorrieron el país llevando la letra escrita, libros y enseñanza. Para este programa Vasconcelos se inspiró en los misioneros del siglo XVI que recorrieron el territorio novohispano para evangelizar a la población.


El presidente Álvaro Obregón y el licenciado José Vasconcelos durante una ceremonia de entrega de diplomas de la Secretaría de Educación Pública, ©42024, ca. 1922. Secretaría de Cultura-INAH, SINAFO.

El secretario de Educación impulsó un amplio programa editorial que contempló la publicación masiva de los “clásicos” de la literatura y cultura universal con la intención de que llegaran al mayor número de lectores posibles aunque, por entonces, el nivel de analfabetismo todavía era escandaloso, rebasaba más del 90% de la población. También se publicaron importantes revistas culturales como El maestro.

Fueron años fundacionales para la cultura. Luego de la turbulencia revolucionaria, la sociedad encontró en las raíces de lo mexicano —su paisaje, su historia, sus tradiciones, su música, sus letras— elementos para las nuevas creaciones. A partir de 1922, Vasconcelos entregó a Diego Rivera, José Clemente Orozco y otros artistas, los muros de distintos edificios públicos para que plasmaran su propia visión de la historia y la cultura nacional, dando pie al nacimiento del muralismo mexicano. En ese mismo año, Vasconcelos viajó a Sudamérica para asistir a las fiestas del Centenario de la independencia de Brasil.

Para Vasconcelos era fundamental que la gente se acercara a otras manifestaciones del arte y la cultura a través de los espectáculos y, por lo cual, desde la Secretaría de Educación Pública se organizaron conciertos sinfónicos los domingos por la mañana, primero en los teatros, y poco después al aire libre.

“Llevé a uno de estos conciertos a Obregón —escribió Vasconcelos— que tenía bastante sentido de la cultura para soportarlos. Le gustaban, sin embargo, más los festivales al aire libre. Por el momento, a mí también, porque ellos eran creación y germen para el desarrollo de muchas artes nacionales, del traje, la danza y el canto. Sacar el espectáculo al sol era una de mis preocupaciones”.

En una ocasión, se presentó Electra en uno de los teatros de la capital a la cual asistió Vasconcelos; terminada la obra le pidió a la empresa que ofreciera la misma puesta en escena en el viejo Hemiciclo de Chapultepec, al aire libre. El artista Roberto Montenegro improvisó un escenario griego y la representación fue un éxito.

Siguiendo el ejemplo puesto por Vasconcelos durante su gestión como secretario de Educación Pública, en los siguientes años se construyeron teatros al aire libre, como el de San Juan Teotihuacan (1925), al cual fue el presidente Calles no pocas veces; el teatro al aire libre de la colonia Hipódromo-Condesa (1928), obra de los arquitectos Leonardo Noriega y Francisco Xavier Stavoli, estilo art-déco y que fue bautizado con el nombre de Charles Lindbergh, luego de que el famoso piloto que hizo el primer vuelo trasatlántico de Nueva York a París en 1927 sin escalas, viniera de visita a México. Otro teatro al aire libre fue el de Balbuena construido en 1929 al igual que la carpa itinerante “Morelos”, erigida a instancias del gobierno del Distrito Federal para llevar espectáculos a distintos puntos de la ciudad.

Algunos intelectuales, escritores y artistas, decidieron también presentar una alternativa cultural al teatro de revista. En enero de 1928 comenzó la primera temporada del Teatro Ulises, en un improvisado local de la calle de Mesones, donde se montaron obras inéditas y de autores hasta ese momento desconocidos, traducidas por intelectuales de la talla de Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Antonieta Rivas Mercado, entre otros. Fue la misma Antonieta, la que impulsó, un año después, junto con Carlos Chávez, la creación de la Orquesta Sinfónica de México, que inició su temporada de conciertos en el Teatro Esperanza Iris.

Al finalizar la década de 1920, el Atlas General del Distrito Federal señalaba como principales centros de espectáculos de la Ciudad de México, “el Teatro Principal, en la calle de Bolívar; Teatro Iris, en la calle de Donceles; Teatro Fábregas, en la calle de Donceles; Teatro Ideal en la calle de Dolores; Teatro Lírico, en la calle República de Cuba; Teatro Politeama, entre la Plaza de las Vizcaínas y San Miguel; Teatro de la Comedia (antes Hidalgo) en la calle de Regina; Teatro Regis, en la avenida Juárez”.

EL FIN DE LA UTOPÍA

La situación política hacia finales de 1923 puso fin a la cruzada educativa de José Vasconcelos. Con la sucesión presidencial en ciernes, a fines de 1923, Adolfo de la Huerta renunció a la Secretaría de Hacienda para lanzarse a competir por la silla presidencial. Obregón le cerró el paso. Tenía ya designado al sucesor: Plutarco Elías Calles. Don Adolfo se opuso a la imposición y se levantó en armas. Para hacer frente a la rebelión, y buscando tener el reconocimiento de Estados Unidos, el gobierno obregonista firmó los Tratados de Bucareli que favorecían a las compañías petroleras establecidas en México.

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