Kitabı oku: «Un final para Benjamin Walter», sayfa 2
VI
Recordé una frase de W. G. Sebald mientras leía el capítulo que me había señalado Teresa. Estaba sentado en el Zambile, un bar que encontré a pocos pasos de la estación. En frente de la terraza, un estanco frecuentado por bastantes clientes, sobre todo franceses que bajaban a Portbou a comprar cajetillas de tabaco.
Me había pedido un café y tenía abierto uno de los cuadernos, por si tenía que apuntar alguna cosa. La frase de Sebald que anoté era esta: a partir de cierto tamaño, todos los edificios llevan el germen de su propia destrucción. Eso es lo que pensé cuando levantaba la vista y veía la estación internacional de ferrocarril. Una construcción desproporcionada, demasiado grande para un lugar tan pequeño, al menos si tenemos en cuenta el número de viajeros que la usan. Los habitantes de Portbou emplean una frase que describe perfectamente las enormes dimensiones de una instalación como esa. Portbou, dicen, no es un pueblo que tenga una estación, sino al revés: es la estación la que tiene un pueblo construido a su alrededor.
Puede que durante los primeros años de funcionamiento su actividad fuera mucho más frenética de lo que es hoy. No lo sé. Su condición fronteriza o su proximidad con la costa pudieron ser dos de los estímulos que llevaron a construir algo de esas proporciones, porque si observamos la estación desde alguna colina próxima, descubrimos una mole enorme, pesada, un extenso mar de vías y de edificios más impactantes incluso que la orografía del territorio en el que se encuentra.
A partir de cierto tamaño todos los edificios guardan el germen de su destrucción. De esta manera podemos resumir el inicio de esta historia. Portbou podía haber sido una pequeña ensenada con barracas de pescadores, pero algo sucedió para que se trasformara en un lugar distinto. Así se iniciaba también una extraña paradoja: el comienzo de su construcción estaba anticipando su propio final.
VII
Según el libro que me prestó Teresa, la estación fue construida originalmente en 1878, gracias a la Compañía de los Ferrocarriles de Tarragona a Barcelona y Francia, fusionada más tarde con la red Madrid-Zaragoza-Alicante. En alguna otra parte tenía anotada otra fecha para el inicio de la construcción: 1872. No recuerdo si es algo que leí o que me explicaron. Tampoco he podido confirmarlo. En todo caso, hablamos del último tercio de un siglo tan apasionante y tan convulso como debió de ser el XIX. La estación fue inaugurada en 1878, aunque posiblemente fuera distinta a la que conocemos en la actualidad, más parecida a otras construcciones del estilo, como la Estació de França en Barcelona o la de São Bento en Oporto.
Después de la fusión entre las dos compañías ferroviarias, la estación se amplió todavía más. Se añadió una gran marquesina de metal y vidrio, obra de los talleres de Joan Torras i Guardiola, el que fuera maestro de otros arquitectos: Font Carreras, Elies Rogent o el mismo Antoni Gaudí. Hay otros datos que apunté en mi libreta. Hacen referencia a la distribución del edificio: doce vías de ancho ibérico, una oficina de policía, otra para venta de billetes, un punto de información, una cafetería, un aseo. En un lateral, bajo la marquesina, se instalaron dos vías de ancho internacional y dos andenes que usan los ferrocarriles franceses. Ahí terminan su trayecto. Después regresan vacíos a Francia, como les ocurre a los trenes españoles que se detienen en Cerbère.
El libro conserva algunas frases subrayadas por un lector anterior. Muy pocas, pero unas cuantas en todo caso. También en el capítulo que leí mientras apuraba el café en la terraza del Zambile. Una de ellas es esta: «Dado su carácter internacional, la estación dispone de un edificio para viajeros. La estructura posee unas grandes dimensiones y se compone de una planta rectangular y tres pisos de altura». Lo que aparece subrayado es la primera parte de la frase, eso del carácter internacional, como si aquel lector desconocido quisiera dejar bien claro por qué se había construido un edificio así. Tal vez fuera la misma Teresa, aunque lo dudo. Las veces que hablé con ella me daba la impresión de que tampoco entendía cuál fue el motivo que hizo pasar las vías por un territorio tan abrupto. Una obra de ingeniera inexplicable, porque existen lugares, algunos relativamente cercanos, mucho más manejables por los que trazar un recorrido como ese.
Hay otro dato interesante. El edificio contaba con unas oficinas de aduanas que fueron cerradas por la apertura de fronteras en Europa. Es una información clave, porque en último término nos conduce a la situación actual del pueblo. Volvemos a la paradoja: cuando se abren las fronteras, las aduanas se cierran. Ese hecho, que sin duda nos pareció un espléndido avance, tiene lecturas particulares que a menudo olvidamos. Una de esas historias se localiza aquí, en Portbou. Mientras los europeos disfrutábamos de un camino sin fronteras, los edificios dedicados a controlar el paso de viajeros de un país a otro caían lentamente en el olvido. Lentamente también se abandonaban.
VIII
Figueres y Perpignan han sustituido a Portbou y a Cerbère. Ambas se van trasformando en un recuerdo cada vez más lejano. Dos puntos neurálgicos prácticamente abandonados, dos vestigios de un pasado remoto, dos manchas desfiguradas entre collados y senderos, dos sombras. Eso es lo que son. Sobreviven gracias a un ancho de vía, pero en cuanto ese ancho de vías desaparezca, en cuanto ya no exista la obligación de cambiar de trenes, todo lo que está a su alrededor desaparecerá para siempre. Por eso me vino a la mente aquella frase de W. G. Sebald. La construcción de esas edificaciones escondía en su interior un terrible peaje. Una trampa. Quién podía imaginar que el progreso, o lo que se creía como progreso, traería el germen de su propia destrucción. Muchos regalos se envenenan con el paso del tiempo, y sin embargo seguimos dejándonos llevar por el entusiasmo, por ese delirio de lo nuevo, aunque lleve inscrito en algún pliego oculto el acta de su propia defunción.
Aún es pronto para saber qué ocurrirá con Portbou o con Cerbère. O quizás sea demasiado tarde y apenas existan posibilidades de enmendar lo sucedido. Sólo el tiempo podrá explicarnos algo. No obstante, es el presente quien nos llama. El único al que podemos acceder a pesar de todo. No existe más certeza que esa. Y mi presente, justo en el lugar donde me encontraba, se reducía a una terraza por la que no pasaba nadie. Absolutamente nadie. Tenía razón Teresa y tenían razón algunos de los habitantes de Portbou con los que charlé durante aquellos días. Alguien se había inventado un pueblo para luego abandonarlo.
No creo que Sebald pensara en la estación internacional de tren de Portbou. Ni siquiera sé si alguna vez visitó el pueblo. Sin embargo, sé que su lectura hubiera encontrado allí un lugar idóneo, porque Portbou era uno de esos edificios que al llegar a cierto tamaño estaba condenado a su propia destrucción.
IX
Hay estaciones que se parecen a catedrales, aunque sean catedrales ya abandonadas. Su única función es la de albergar por unos cuantos minutos los vagones de un tren fantasma. El viaje, entonces, deja de ser un simple tránsito y se convierte en una lectura de símbolos, en una reconstrucción de vestigios y de huellas. En esas estaciones no sólo esperamos la llegada de un tren, sino la vuelta de un pasado remoto, lejano. Es en ese instante, durante el tiempo de espera, cuando sentimos un frío casi glaciar. Surge el miedo ante la perspectiva de perder una combinación de trenes, el miedo a vernos allí para siempre, hasta el final de los días, desplazados en una estación que se mantiene a duras penas, casi a punto de venirse abajo. Pienso en la estación de Portbou, en la de Cerbère, y en otras muchas estaciones perdidas en algún punto del mapa. En la de Monfragüe, por ejemplo. Una estación que está en el origen de mis primeros viajes, cuando volvía a Plasencia desde Barcelona, después de atravesar toda la península. Aún guarda esa imagen espectral, como sacada de otra época. Su origen no lo sitúo en las últimas décadas del siglo XIX, sino más lejos aún. En un tiempo ya clausurado, aunque todavía se detengan algunos trenes procedentes de Madrid. Los edificios que rodean la estación están deshabitados. Poco queda de los trabajadores que debieron ocuparlas, o del trajín que imagino en tiempos anteriores. Ahora no es más que un apeadero aislado entre montañas.
Hay estaciones que son bellas como puntos de partida y otras que lo son como metas. Existen algunas que son bellas de las dos formas, como origen o destino de un viaje. Me viene a la memoria la Estación Central de Praga. O la de París-Saint-Lazare. Lugares de tránsito que van de uno a otro lado, en los que no importa en qué tramo del trayecto hayamos caído en ellas. Siempre imprimen algo especial, algo único, extraordinario. Sin embargo, hay otras estaciones que no sabemos dónde situar exactamente, si como punto de partida o como un lugar de llegada. Estaciones que conservan una belleza distinta, fuera de toda codificación. No nos sirven como destino, tampoco como inicio de algún viaje. De esa forma construyen su propia epopeya: haciendo de su estatismo una extraña forma de huida. Como si, al detenerse, también avanzaran.
X
No subí a las antiguas aduanas durante los primeros días. No me sentía con demasiadas fuerzas como para encontrarme, por segunda vez en poco tiempo, frente a otra muestra de desidia y abandono. Por eso preferí dejarlo para más adelante. Intentaba encontrar una luz distinta, una perspectiva más luminosa de todo lo que tenía delante. Algo que aportara una claridad distinta, que no pareciera a punto de precipitarse por alguna pendiente y cayera después sin que nadie lo notara. Buscaba esa porción de presente invariable, uno de esos instantes que consiguen mantenerse en pie a pesar de todo. Aunque pasen muchos años y el tiempo parezca debilitarlos, hay ciertos momentos y ciertos lugares que han sido capaces de continuar a salvo, incólumes ante cualquier amenaza.
En Portbou, sin embargo, era difícil no sucumbir ante esos mismos estragos producidos por el paso del tiempo. Todo seguía en pie, pero por alguna parte cojeaban. Grandes edificios que permanecían abandonados, solares y casas vacías, antiguas construcciones ya en desuso. De nuevo, el pueblo parecía estar fuera del mapa, un no lugar que se evadía por la frontera, en la línea divisoria que separa una mitad de otra, como si alguien partiera en dos trozos un papel y arrojara a la basura uno de los bordes que se descuelga de la página.
No recuerdo el día exacto que vi por primera vez el antiguo ayuntamiento. Debo tener anotada la fecha, pero carece de importancia. Mis días en Portbou se confunden, forman parte de un todo que se va encadenando, como una enredadera que cubre nuestra memoria y la convierte en un algo único, continuado, sin fechas ni días exactos.
El antiguo ayuntamiento es hoy un edificio semiabandonado, ni siquiera en ruinas. Conserva su estructura como por inercia. A pocos pasos, hay un panel medio oxidado en el que se explica que será rehabilitado, pero la placa donde se inscribe el proyecto se ha ido borrando y apenas pude distinguir en qué consistía exactamente esa rehabilitación. El presupuesto sí que aparece con letras visibles: 20000 euros. En algún lado podemos leer que en un futuro ese edificio se trasformará en un centro de investigación sobre Walter Benjamin. Hay una imagen de cómo quedará tras las reformas. La fachada principal se conservará en su mayor parte y se tratará de ampliar los laterales y la zona trasera, con nuevas ventanas abiertas a la montaña. Sin embargo, las subvenciones, aunque prometidas, nunca llegan. Siempre se posponen.
En lugar de rehabilitarlo se optó por construir un edificio muy distinto, en otro lugar. El nuevo ayuntamiento es diametralmente opuesto al antiguo: una mole de cemento y hormigón levantada en uno de los extremos del paseo marítimo, llena de ventanas perfectamente alineadas, con esa geometría insulsa de los edificios racionalistas, como les ocurre a casi todos los edificios que idearon los arquitectos rusos durante la dictadura. No se trata de una construcción de grandes dimensiones, pero verlo ahí, enclavado entre el mar y la montaña, es un himno al mal gusto, un ejemplo de ese vicio por edificar lo que sea y como sea que tanto ha perjudicado a buena parte de la costa española, sobre todo en su vertiente mediterránea. En el fondo, ese edificio no es más que la constatación de un hecho: aunque resulte paradójico, sale más barato construir algo nuevo que rehabilitar lo antiguo.
Mientras escribo esto, me ha venido a la mente una película de Éric Rohmer. No lo pensé cuando estaba frente al nuevo ayuntamiento, pero me parece un paralelismo bastante oportuno. La película de Rohmer se llama El árbol, el alcalde y la mediateca. Pienso en ella ahora porque ahí se narra un caso semejante: la posibilidad de construir un gran centro cultural en lugar de aprovechar para ese fin algunos de los edificios abandonados que aún se mantenían en pie, en un pueblo del norte de Francia. Una mediateca con todas las comodidades para el visitante: teatro, salas de proyecciones, aparcamientos, biblioteca. Daba igual que el uso no amortizara del todo la inversión. Lo importante era situar al pueblo en el mapa, y un edificio viejo no llamaría la atención a sus vecinos de la capital. Las ayudas se destinaban a construir algo nuevo, no para rehabilitar lo que ya estaba edificado.
Esa es la trampa. Poco importa que no se cumplan las expectativas iniciales. Lo que urge es dejar una impronta en el paisaje, una huella que permita pasar a la posteridad, aunque no beneficie en nada al pueblo ni mejore la vida de sus habitantes. En el fondo, no es más que la mísera megalomanía que invade a muchos políticos cuando descubren que pueden manejar las arcas públicas sin que ocurra nada. Absolutamente nada. Además, siempre cuentan con la socorrida muletilla de mal llamado progreso, y quienes se oponen a sus planes, por muy delirantes que sean, se les incluye inmediatamente en el grupo de los reaccionarios, de los miopes, de los nostálgicos, ese grupo de gente que antepone su visión anticuada de las cosas y se niega a vislumbrar un futuro innovador mucho más atractivo. Con ese planteamiento, los visionarios del progreso tienen carta blanca para hacer y deshacer lo que les venga en gana. Malversaciones, contratos ilegales, favores devueltos, cláusulas, presupuestos inflados, tejemanejes, chanchullos, desmanes. Una potente maquinaria a la que es muy difícil poner freno. Por eso, pasado el tiempo nos encontramos con edificios que ya no sirven para nada. Construcciones faraónicas que nadie emplea, que son el triste recuerdo de una forma de operar demasiado habitual entre quienes confunden lo público y el beneficio privado. Simplemente basta con un breve paseo por nuestras propias ciudades. No creo que debamos invertir demasiado tiempo en encontrar ese tipo de lugares inútiles, vacíos, inservibles, mastodónticos. Edificios que componen el tejido de una ciudad y la convierten en un espacio mucho más vulnerable.
Todos los lugares arrastran su propia culpa. O dicho de otra forma: todos los lugares cuentan con sus propios culpables. Ciudades, pueblos, distritos, barrios, todos ellos emprenden su particular travesía por el desierto, a la búsqueda de un poco de agua. Un oasis en medio de la nada que les enseñe cómo revivir lentamente, cómo levantarse de nuevo sin que vuelvan a salir mal parados. La historia de las ciudades se resume en su acierto o en su torpeza para saber recuperarse. En su capacidad de reinvención. Sólo así seremos capaces de averiguar si todo lo que tenemos frente a nosotros es una lejanía que regresa y se sitúa a nuestra altura, como un horizonte que se abre y dilata el mundo, o es simplemente un acontecer vacío, hueco, sin relato alguno.
Por eso conviene mirar detenidamente lo que nos parece desubicado: un bloque de edificios en donde nunca ha vivido nadie, un complejo cultural sin actividad alguna, un nuevo ayuntamiento al lado del mar en el que parece haber sido arrojado todo el cemento del mundo.
XI
Esperé hasta el uno de noviembre para visitar el cementerio. Supongo que esa demora fue el resultado de una especie de superstición literaria. Pensaba que una visita justo ese día me iba a permitir sumar una mayor intensidad a lo que pudiera encontrarme una vez que estuviese dentro. Imagino que así fue, porque conservo un buen número de notas en mi cuaderno.
Las vistas de la bahía eran cada vez más espectaculares a medida que avanzaba por el camino que bordea la montaña. Me detenía de vez en cuando y miraba lo que quedaba bajo mis pies: el paseo marítimo, la combinación de viejas y nuevas construcciones, las pequeñas embarcaciones varadas en la costa, la torre de la iglesia. Veía un pueblo sitiado por las últimas montañas del Pirineo y por el mar que comenzaba a ensancharse hacia Francia.
No me cuesta traer de vuelta ese escenario. Apenas necesito revisar las notas o las fotos que debí tomar mientras subía. Es algo que consigo actualizar en el presente sin excesiva dificultad. Hay lugares que se nos quedan fuertemente grabados en nuestra memoria, una serie de imágenes que guardamos en nuestro interior y nos acaban sirviendo como fe de vida. Cerramos los ojos y eso que vemos nos desplaza a otro sitio distinto, un recuerdo que reaparece con tal intensidad que, por un momento, logra separarnos del punto exacto donde nos encontramos, como si hubiéramos cobrado el don de la ubicuidad. Eso es lo que sucede cuando mezclamos memoria e imaginación. Las imágenes se disparan con tanta fuerza que conseguimos estar en todas partes. Aunque sea por una mínima fracción de tiempo.
En Portbou no hay solo un cementerio, sino dos. Uno religioso y otro laico. Me lo había comentado Xavier, a quien conocí una tarde en la terraza del Juventus, uno de los pocos hoteles, si no el único, que abre en invierno. Se encuentra en una pequeña calle, aunque en el callejero aparece como avenida. Frente a él, un solar abandonado que sirve de aparcamiento. La avenida desemboca en el paseo marítimo, como casi todas las calles del pueblo.
Xavier fue una de las primeras personas con las que hablé en Portbou. Era un hombre jovial, amable, empático. Para alguien que viaja solo y que intenta trazar una composición del lugar en el que se encuentra ese tipo de reuniones son casi una bendición. Se trata de un favor mutuo, porque siempre hay quien desea explicarte cosas que, sin un interlocutor entregado, acabarían por olvidarse. Un trato justo y una transacción muy sencilla a la que suele prestarse quien elije viajar sin compañía alguna. La conversación fluye con facilidad, de manera extremadamente natural, con la seguridad de estar explicando algo que al otro le parece indispensable. Todo cuenta, cualquier mínimo detalle, cualquier recuerdo. Todo es un material valioso, porque cada evocación, por insignificante que parezca, tiene una importancia superlativa. Cada dato que se añade o cada evocación que se trae de vuelta nos sirven para entender mejor lo que tenemos delante. Una memoria viva que no aprendemos en las páginas de un libro, sino ahí mismo, en el sitio exacto donde se entrecruzan lo narrado y el lugar donde sucede, una de esas simbiosis que cuando ocurren tienen algo de invocación y encantamiento.
Los recuerdos de Xavier se agolpan, se mezclan unos con otros. Comenzó hablándome del cementerio laico y con él retrocedió a sus juegos de infancia, a una fosa común fuera del cementerio en donde se juntaban algunos niños del pueblo para desenterrar huesos. Un juego macabro y una lección inmejorable de biología. Dudo que exista un pasatiempo más eficaz para que un niño comience a comprender lo que significa la muerte. Hoy esas fosas están a salvo, pero la memoria de aquellos juegos perduraba en Xavier. También el acceso al cementerio laico, al que solo podía llegar campo a través. Ahora ambos cementerios están conectados, antes no. En otro tiempo el cementerio laico quedaba fuera del camposanto. Ese era el lugar al que destinaban a los proscritos, a los apóstatas y masones, a los suicidas. Un arrabal de la propia muerte en el que, me explicó Xavier, estaba enterrado su tío, por su decidido anticlericalismo. Me pregunto qué clase de ideas pueden gestarse en un niño que visita a un familiar cuyos restos no forman parte del cementerio común, sino de otra clase de eternidad, una eternidad expatriada, marginal, un segundo destierro que le arroja aún más lejos que el resto de cadáveres. Quizás por eso visité el cementerio laico en primer lugar. Supongo que subí allí directamente por cumplir una especie de tributo, de homenaje. O tal vez porque la historia de Xavier era nueva, y la novedad, cuando está a nuestro alcance, siempre es un buen reclamo.
Observo ahora unas cuantas fotografías que tomé mientras caminaba por los pocos pasillos del cementerio laico. Las lápidas tienen inscritas símbolos masónicos, dibujos de escuadras y compases cruzados. A su lado, algunas flores y piedras. Todos esos emblemas les proporcionan una existencia distinta, una alegoría de la vida y de la muerte que escapa por algún lado y se dispara hacia un sitio diferente, mucho más recóndito y extraño. Aún más desplazados, más fuera del mundo, como si quedaran sujetos a una duda que no puede resolverse y nos hicieran creer que su espíritu, o lo que quede de ellos, consigue vagar por un lugar remoto, no ausentes del todo, sino manteniendo una presencia difusa, fantasmagórica, etérea, como fosas cavadas en el aire. Bastan unos pocos símbolos para disparar nuestra imaginación, unas pocas inscripciones para difuminar los límites que separan una existencia de otra. Y aunque a mí siempre me haya resultado muy difícil aceptar la posibilidad de una vida ultraterrena, reconozco que revisando esas fotografías y leyendo nuevamente los nombres ahí inscritos me sobreviene algo parecido a la fe, a la esperanza. No una esperanza o una fe que tengan que ver forzosamente con otra vida. Me refiero a una especie de confianza en el ser humano, en su capacidad para crear imágenes que le sirvan de consuelo, en la imaginación que despliega para afrontar aquello que no comprende del todo. Una esperanza que radica en la fabulación, en el mito, en esas leyendas que explican lo inexplicable y nos mantienen un poco más vivos, asumiendo la ficción y la mentira como una fórmula para ser algo mejores de lo que realmente somos. Para alargarnos y extendernos sin final, porque es imposible concluir lo que no tiene origen, lo que carece de un principio concreto, definido, inapelable.
Estar frente a esas tumbas y detenerme en ellas ahora, en la pantalla del ordenador, es una constatación de eso mismo. La prueba de que si algo hemos aprendido durante tantos años es a perpetuarnos de otra forma. Una manera más humana y también más frágil de no desaparecer del todo, porque ahí reside uno de los cometidos más exclusivos del ser humano, en su voluntad casi obsesiva de evitar que las cosas se evaporen sin que nadie lo note. Como esas lápidas que veo justo en este momento, como los apellidos inscritos sobre el mármol y la piedra: Lloveras, Brugués, Basach, Valls. Alguna de ellas, no sé cuál, es la del tío de Xavier.