Kitabı oku: «Un final para Benjamin Walter», sayfa 3
XII
Supongo que habrá otros muchos cementerios en el mundo que estén situados sobre una colina, otros muchos en los que se pueda divisar la línea de la costa o el semicírculo irregular de una bahía. Sé que el de Portbou no es el único cementerio que tiene unas vistas así, tan magnéticas y espectaculares. Un espacio que no es sólo un lugar para la muerte, sino un espléndido mirador desde el que observar una inmensidad acotada, frente a ese mar con esquinas que es el Mediterráneo.
En España, si la memoria no me falla, no existen más que dos o tres cementerios con una localización parecida. Acostumbrados a tanta necrópolis de cemento, llena de nichos apilados en bloques de hormigón y pasillos claustrofóbicos, se agradece un lugar como este, porque supone una forma distinta de asumir o de afrontar la muerte. Un territorio que nos inspira mucha más serenidad y mucho más sosiego que otros cementerios del sur de Europa. Un camposanto en el que poder sentir cierta calma, la misma calma que surge cuando aceptamos que la muerte no es más que un proceso inscrito en la propia naturaleza y que, precisamente por eso, su ubicación no puede desligarse de los elementos naturales que la envuelven. Es al separarlos cuando lo ineludible se vuelve, también, inexplicable. Inútil y aterradoramente inexplicable, cuando deja de ser ley para convertirse en accidente, como escribió Jorge Guillén en uno de sus poemas más célebres. Lejos quedan otros cementerios que no reducen su riqueza al tamaño de sus monumentos funerarios, o a la geometría funcional con la que disponen sus nichos. Me vienen a la memoria muchos cementerios del norte de Europa, de Berlín, Copenhague o París, por ejemplo. De entre todos ellos recuerdo uno especialmente, el cementerio judío de Varsovia, ya en las afueras de la ciudad. Si resulta inabarcable no es sólo por la acumulación dispersa y desordenada de sus lápidas, sino por la forma que tiene para introducirse en un bosque y perder de vista los límites que abarca.
XIII
Después de aquella visita durante el primero de noviembre, subí varias veces al cementerio, a los dos cementerios. Solía quedarme un buen rato sentado en las escaleras, mirando el mar sobre el tejado y los cipreses, que parecían dividir el agua en dos mitades. Estar allí no era muy distinto a encontrarse en un barco que realza su perfil en el horizonte, como si hubiera estado navegando durante siglos. A la izquierda, los acantilados trazaban ese espacio difuso que separa un país de otro, una tierra de nadie entre dos aguas. Siempre que recuerdo mi paso por el cementerio de Portbou, me viene a la memoria un poema de Charles Simic. Se titula “Cementerio sobre una colina” y parece escrito allí mismo. Cada vez que lo releo surge en mí esa necesidad por ubicar el territorio del poema en alguno de los pasillos del cementerio o sobre alguna plataforma en la que pudiera divisar el mar debajo. Es el mismo viento de enero que aparece en el poema, las mismas lápidas y la misma mala hierba, son los mismos árboles que se inclinan hasta casi romperse, las mismas hojas muertas que voy pisando mientras trato de recomponer las mismas ramas que caen al suelo.
Sin duda, uno de los paisajes más bellos en los que he estado nunca, como dicen que le ocurrió a Hannah Arendt cuando visitó el cementerio. Buscaba los restos de su amigo Walter Benjamin. Se lo explica a Gershom Scholem en una carta: «Es un cementerio en terrazas, excavado en la roca; a los ataúdes los depositan en nichos abiertos, en los muros de piedra. Es uno de los lugares más fantásticos y más bellos que he visto nunca».
Por ese motivo estaba yo también en Portbou. Esa era razón por la que me había pasado unos cuantos meses leyendo sus libros, mientras planificaba una visita al lugar donde, según la versión que conocemos, acabó con su vida. Por eso solía subir al cementerio, para encontrarme más cerca de alguien que ya no estaba. Me cuesta creer que bajo las piedras haya algo, ni sedimentos ni vestigios, ni siquiera huesos. La tumba debió cambiar tantas veces de sitio que es casi imposible imaginar que los restos sigan ahí, tanto tiempo después. En realidad, poco importa. Tal vez lo verdaderamente importante esté en el lugar que se erige ahora, el pequeño dolmen que sobresale de la tierra, las piedras que se acumulan y que dejan constancia de otras visitas, o la placa de mármol en la que aparece un fragmento de su libro Tesis de filosofía de la historia: «No hay ningún documento de la cultura que no lo sea también de la barbarie».
Pienso en esa frase y me digo que sí, que es cierto, que no existe ningún documento, ningún archivo o registro, incluso ningún cementerio que no nos hable del despotismo y la barbarie. Por eso importa poco que bajo esas mismas piedras aún perduren los restos de Walter Benjamin. En el fondo, lo relevante es que exista un lugar que active nuestra memoria y nos haga recordar por qué alguien como él acabó allí su vida. Algo que me recuerda también a la tumba de Antonio Machado en Collioure. Ignoro si el estado alemán ha pedido alguna vez la repatriación de los restos de Benjamin, siguiendo los pasos de algunos políticos españoles que aún se empeñan en recuperar los restos de Machado, como si esa recuperación solo consistiera en trasladar unos huesos de un sitio a otro y olvidaran por el camino los motivos que les condujeron a morir en un lugar que no era el suyo.
Encontrarme frente a la tumba de Benjamin era encontrarme también frente a otras tumbas. La de Machado en Collioure o la de Bertolt Brecht en el cementerio de Dorotheenstädlicher Friedhof de Berlín, en donde me entretuve hace unos años buscando las tumbas de Hegel y Heinrich Mann. Pienso en Lourmarin y en su pequeño cementerio situado a las afueras del pueblo, al que se accede siguiendo un camino de tierra que pasa casi inadvertido desde la carretera. Ahí sigue Albert Camus, aunque no sé por cuánto tiempo, porque en repetidas ocasiones han intentado trasladarlo al Panthéon, junto a otros escritores insignes de la república francesa. Posiblemente un pequeño pueblo de la comarca del Luberon, en la Provenza, hable más de él o lo explique mejor que una especie de circuito turístico que parece sepultar por segunda vez a un ser humano.
Por eso importa poco que la tumba de Walter Benjamin siga guardando sus restos. Lo que realmente debe llamar nuestra atención es esto: que ahí no solo reposa lo que queda de un hombre, sino la suma de restos y de personas que alguna vez huyeron de la barbarie.
XIV
El memorial de Dani Karavan, situado a la entrada del cementerio, me hizo creer durante bastante tiempo que Walter Benjamin se había suicidado arrojándose al mar. Me parece que no fui el único en pensarlo. Lo comentó el mismo Karavan en una ocasión, durante una entrevista con David Mauas, el director argentino que rodó un documental sobre las últimas horas de Benjamin en Portbou. Creía que aquel pasillo de metal que desciende por el acantilado estaba dibujando la forma que había elegido Benjamin para acabar con su vida. Eso pensé durante unos años, cuando apenas conocía lo que había sucedido realmente, si es que alguna vez sabremos a ciencia cierta lo que ocurrió durante esas últimas horas.
En ocasiones, no entraba al cementerio. Sólo subía a la colina para acercarme al memorial. De hecho, creo que no hubo un solo día en el que no visitara la obra de Karavan. A veces iba a primera hora de la mañana, cuando el pueblo comenzaba a salir de su letargo nocturno. Otras, me acercaba poco antes de que anocheciera. Lo que realmente me atraía era encontrarme allí durante esas horas intermedias que sirven de tránsito entre un estado y otro, a medio camino entre la luz y la oscuridad, como esos días en los que parece no haber amanecido completamente y todo está inmerso en una atmósfera difusa, real e irreal al mismo tiempo. Algo así como los breves instantes que separan la vigilia del sueño. El cielo plomizo, amenazando con descargar toda la lluvia del mundo, se interponía en mi forma de observar el pueblo desde arriba. La bahía era una ficción, igual que los bloques de pisos que se esparcían por la ladera, o la torre de la iglesia. La estación internacional de ferrocarril parecía formar parte de una fantasmagoría. Su tono grisáceo se mimetizaba con el paisaje, lo convertía en algo único, excepcional, como el interior del túnel de Dani Karavan.
Había visualizado ese mismo túnel en varias ocasiones antes de ir a Portbou, pero nunca imaginé lo que supondría bajar por las escaleras hasta encontrarme con el panel de cristal, poco antes de pisar las rocas en las que, con una pesadez mecánica y rutinaria, rompen las olas. A veces sólo llegamos a conocer completamente algo si nos encontramos dentro de él, aunque tanta lectura previa nos haya hecho creer que ya lo habíamos interiorizado del todo. Por mucho que hubiera visto imágenes o por muchos comentarios y explicaciones que hubiera leído, la experiencia que supuso adentrarme en aquel túnel fue mucho más intensa, más vigorosa de lo que imaginaba en un comienzo.
Antes de visitarlo, sólo contaba con unos pocos datos que había escrito en mi libreta. Cuándo se comenzó a construir, por ejemplo, o cuándo se inauguró. También una idea que leí en varios manuales, como si se hubieran copiado unos a otros: Karavan no sólo incorpora el paisaje, sino que es el paisaje el que activa la obra, porque visto desde el aire parece un pliegue que divide la montaña y la convierte en un paisaje granítico y oxidado. Esa era la descripción técnica que había leído, aunque no supiera exactamente a qué se refería. No digo que no sea una buena descripción, pero dudo mucho de que eso me bastara para entender lo que hizo Karavan. Para entenderlo, o para aproximarme al menos, era necesario estar allí, era necesario subir a visitarlo una vez al día, o varias veces, cuando la necesidad o la falta de otros planes me encaminaban nuevamente en dirección a la montaña.
XV
Aunque toda la atención se centre en el túnel y en las escaleras que bajan al remolino de agua, la construcción de Karavan está compuesta por otros dos elementos: un viejo olivo y una plataforma de meditación abierta al horizonte. Los tres se agrupan bajo el nombre de Pasajes, una denominación que guarda una doble referencia: por un lado, el aciago paso de Walter Benjamin por Portbou; por otro, el nombre nos recuerda a su Libro de los Pasajes, una obra que Benjamin no llegó a finalizar y en la que reunía, desde 1927, diversos textos e imágenes que ilustraban los pasajes y los tránsitos de la vida urbana. En algún lugar leí que ese era uno de los manuscritos que llevaba en la famosa maleta perdida. Puede que por ese motivo la guardara con tanto celo, como explican los que estuvieron a su lado durante sus últimas horas. O tal vez no, y en la maleta no conservara ninguna de las páginas de ese libro. Puede incluso que no existiera tal maleta, aunque prefiramos pensar que sí, que aún hay una parte de Benjamin, otra más, que permanece inconclusa, no resuelta del todo, como el libro que supuestamente llevaba consigo.
Los pasajes son una cosa intermedia entre la calle y el interior, escribió Benjamin. Me parece que no existe una forma mejor de definir el trabajo de Karavan, porque cuando me encontraba en el interior del pasillo, con toda la pendiente que se desplegaba ante mí, con la vista puesta en el mar, en ese trozo de mar y de acantilados que podía observar mientras bajaba, lo que percibía era un estado intermedio entre lo que está fuera y lo que sucede dentro, como si se estableciera un intenso diálogo que convocara a partes iguales al territorio y a la mirada. No existe una comunicación tan viva como esa, una conversación tan llena de matices. No sólo observamos lo que tenemos delante, sino nuestra propia memoria. Durante un tiempo muy breve, el lugar es el único que consigue activar esas zonas ocultas que hemos desplazado a un rincón, esos pliegos velados que necesitan de ciertos paisajes para resurgir nuevamente.
La mayor parte de las veces, cuando me encontraba dentro del túnel, no sabía con exactitud si estaba inmerso en un camino de ida o de vuelta, si las escaleras eran un sendero que conducía a la huida o al regreso. Me ocurría al detenerme en mitad del pasillo y miraba a uno y otro lado, en ese punto en donde queda a la misma distancia el remolino de agua y el cielo, encuadrado por la puerta metálica de uno de los accesos. La acústica también formaba parte del recorrido, los sonidos que parecían rebotar por todos lados, las voces que llegaban desde alguno de los extremos, aunque no hubiera nadie alrededor y estuviera completamente solo, en medio de un pasillo lleno de escaleras y paredes de metal. Me parece que eso es lo que siempre han generado en mí los pasajes de Karavan, una mezcla de confusión y desconcierto. Era capaz de percibir el sonido de otras voces, como una especie de aleph en el que se convocaran todos los ruidos del mundo, todas las conversaciones del presente y todas las que sucedieron tiempo atrás, ruidos que venían desde muy lejos y me recordaban otras vidas, otros exilios y otras persecuciones. En el fondo, era el mismo túnel por el que intentaba escapar Agustí Centelles, desde la estación internacional de trenes. Sin embargo, en la obra de Karavan es muy difícil escapar. Es casi imposible encontrarnos completamente a salvo, porque siempre hay algo que nos recuerda la amenaza, el asedio. Las verjas que tenemos frente al mirador nos empujan a subir un peldaño más. Igual que el búnker construido por los alemanes en la colina. Al bajar por el pasillo de metal su presencia a lo lejos nos sigue manteniendo en alerta.
El memorial de Karavan es sólo un tránsito, una promesa. Es la huida hacia delante de quien trata de escapar a toda costa, porque en ciertos momentos la supervivencia nos libera de la condena que supone elegir entre dos posibilidades. Hay una única salida y no hay marcha atrás. Sólo un punto de luz que significa mantenernos con un poco más de vida. Una suma de voces que es una sola voz, una señal que al repetirse se dirige hacia adentro y nos trasmite lo que conoce del exilio y la barbarie. Una voz que, a pesar del dolor y la soledad que acumula en cada palabra, en cada frase, también nos habla de esperanza, de algo parecido a la esperanza.
XVI
El Comodoro cerró, así que tuve que trasladarme al único hotel que permanecía abierto en esas fechas, el Juventus. Me instalé en una habitación de la tercera planta. El alojamiento era algo más modesto que el Comodoro. Perdí un baño individual, pero gané un balcón con mejores vistas. Si me inclinaba sobre la barandilla, podía ver parte de la playa.
Ahí solía coincidir con Xavier, en la terraza del Juventus, frente al solar que servía de aparcamiento improvisado para coches. A veces sólo nos saludábamos y otras podíamos estarnos la tarde entera charlando. Por aquel entonces, mi estancia en Portbou sólo perseguía un único objetivo: escribir un artículo sobre las últimas horas de Walter Benjamin. Un texto que salió publicado poco después en Quimera, la revista para la que trabajo desde hace algunos años. Lo escribí allí mismo en su mayor parte. Tenía notas suficientes como para comenzar a redactarlo, así que decidí no posponerlo demasiado. Pensaba que esa localización podría ayudarme, como si trabajar sobre el terreno me permitiera una cierta fluidez que debía aprovechar antes de volver a casa. Cuando regresé a Barcelona nuevamente, llevaba conmigo ese texto prácticamente acabado. Quizás añadí alguna cosa una vez que estuve de vuelta. Detalles sin importancia, cuestiones formales, correcciones de estilo, estructura del texto… Poco más. El artículo se tituló Un tal Benjamin Walter y salió publicado durante los primeros meses de 2015.
La historia podía haber acabado ahí. Mi idea de viajar a Portbou y escribir sobre todo eso se había resuelto moderadamente bien. De alguna forma, podía pensar que esa deuda había quedado saldada. Sin embargo, hubo algo que descubrí mientras terminaba de dar forma a ese artículo. Descubrí que mi primer propósito había cambiado, se había trasformado en otra cosa ligeramente distinta. En el texto que se publicó, esa especie de viraje sólo aparece insinuado entre la acumulación de datos y descripciones diversas. Está oculto en la crónica de aquellos paseos por el pueblo en busca de algún rastro que pudiera aclararme lo que sucedió realmente. Cuando volví a casa y comencé a releer lo que había escrito, recuerdo que aquel texto me pareció un palimpsesto que escondía, a su vez, un texto bajo la superficie del papel. Por eso añadí unas pocas líneas antes de concluirlo. Estas: «Fui en busca de un escritor y me acabé encontrando un pueblo. Más aún: acudí al pasado sin saber que sólo me estaba desplazando hacia el presente. Ese tipo de presente que nos asalta de improviso, en un instante y en un lugar concretos, y sobre el que planeamos su propia memoria, como un aura». Eso es lo que añadí. De alguna forma, lo que trataba de explicar, o de explicarme a mí mismo al menos, era que aquel viaje a Portbou no sólo había consistido en contrastar unos pocos datos, sino que la historia se había desplazado de tal manera que había conseguido implicar al propio territorio. Es más, llegado a un punto esa geografía que creía secundaria comenzaba a ocupar un papel esencial en todo lo que yo pudiera escribir sobre el tema, como si lo que rodeaba al suceso tuviera más importancia que el objeto de investigación que me había impulsado a viajar hasta allí. En realidad, acudir al pasado me estaba desplazando hasta el presente, porque la comprensión de un tiempo pretérito, alejado, casi impenetrable, me permitía entender un poco mejor lo que estaba sucediendo en la actualidad.
Por eso la historia no acabó ahí. Tenía demasiadas notas, demasiados apuntes y quizás también demasiada curiosidad como para no archivar esas páginas y depositarlas entre otro montón de papeles, condenados a una especie de antesala del olvido. Si un artículo como aquel no me bastaba, era porque aún quedaban algunos flecos sin resolver, algunas anotaciones que podía alargar con el fin de acercarme un poco más lo que había visto. Tenía razón Walter Benjamin: se perderá lo mejor quien sólo hace el inventario de sus hallazgos sin señalar en qué lugar conserva sus recuerdos. Por eso los auténticos recuerdos no deben exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logra atraparlos.
Tal vez no hubo investigación, ni hallazgos, ni inventarios, pero sí hubo lugar, sí hubo un suelo en el que se conservaban algunos recuerdos. Una geografía cargada de memoria, sucia de miradas anteriores a la mía, llena de ojos que habían señalado un punto fijo mucho antes que yo. Cuando pensaba en todo eso, mientras daba por concluido el artículo e iniciaba un viaje ya distinto, pensé en un verso de Antonio Gamoneda. Lo repetí varias veces en voz baja, como si al pronunciarlo en repetidas ocasiones esas palabras se desligaran del poema y se convirtieran en parte de una evocación, de un conjuro. «éste no es mi lugar, pero he llegado». «éste no es mi lugar, pero he llegado». «éste no es mi lugar, pero he llegado».
XVII
Llegué a las antiguas aduanas varios días después. Si me acerqué más tarde, no fue por falta de curiosidad, ni por preferir otros emplazamientos más cercanos. Imagino que, ya por entonces, intuía que ese lugar encerraba demasiadas cosas y que quizás aún no estaba preparado.
Subí a pie, siguiendo la carretera. De tanto en tanto echaba la vista atrás y me detenía a observar el paisaje desde algún punto elevado. A mi espalda, no sólo quedaba un pueblo, una pequeña bahía entre montañas, sino algo distinto, un sendero escondido que se escapaba por algún punto y se despedía entre vertientes y acantilados. Detrás estaba Portbou y con él un país y la historia que lo acompañaba.
El Coll de Belitres marca el punto limítrofe entre un territorio y otro. Más que una frontera es un museo de la memoria, un testimonio de primera mano que nos atrae hacia el pasado, aunque de todo aquello no queden más que unos cuantos paneles con fotografías, algunos símbolos franquistas y unos cuantos edificios ruinosos y abandonados. El mísero estado de las instalaciones, de las ruinosas oficinas que funcionaron como aduanas, de los decrépitos edificios que albergaron comercios o bares, nos volvía a remitir en última instancia a nuestra realidad más inmediata. Un presente sin memoria que ha perdido su interés en lo que sucedió hace poco tiempo, mucho menos tiempo de lo que imaginamos. Esas construcciones casi deshechas eran la consecución de un viejo vicio, el de abandonar algo para que no nos genere complicación alguna. Quizás resulte más cómodo aparentar que no se sabe nada, porque así nos ahorramos tener que dar explicaciones.
Poco antes de cruzar la frontera, justo en frente de la antigua aduana, se conserva un símbolo construido durante el franquismo, un pequeño monolito situado en la ladera de la montaña. Las piedras apiladas aún mantienen visibles una cruz. Hay algunas letras y una cifra en la base, pero no sé decir exactamente qué significan. Las piedras también se oxidan, y ese color que nace en ellas va borrando cualquier rastro anterior. A un lado del monolito, un panel nos ofrece, en cuatro lenguas distintas, la siguiente explicación: «El régimen franquista impulsó una política conmemorativa en todos los rincones del Estado español que se traducía, a menudo, en la construcción de recintos y monumentos simbólicos que rememoraban su victoria. El objetivo principal era dejar huella para la posteridad de sus supuestas gestas y erigir un nuevo imaginario colectivo que borrara el legado republicano. En el marco de esta memoria oficial franquista, entre 1939 y 1949, se instaló en el Collado de Belitres este monolito en homenaje de los caídos de la IV División de Navarra». El monolito, sigue diciendo, evoca la ocupación de Portbou y de una gran extensión de Francia el 10 de febrero de 1939 por parte de los requetés navarros. La ocupación de ese punto, en el imaginario franquista, adquirió un carácter legendario. La llegada a esa cumbre y el control militar de los Pirineos se presentó como la culminación de un hito histórico: «el exterminio de “los sectores separatistas del enemigo: Vascongadas y Cataluña”».
Puede que el imaginario actual también interfiera, aportando una cierta exclusividad en lo que a propósitos militares se refiere. Eliminar cualquier aspiración nacional de esos dos territorios era, qué duda cabe, uno de los propósitos principales del bando nacional, pero no el único, porque su intención, más allá de todo eso, era borrar la historia inmediata para implantar sus propios signos, su propia forma de contar los hechos, con toda la imaginación y todo el delirio de quien se cree en este mundo destinado a satisfacer una causa.
Por eso no conviene perder ningún dato, ninguna explicación ni ningún testimonio, porque prescindir de la historia nos conduce al abismo, nos arroja en caída libre por una pendiente de la que es imposible salir sano y salvo. Son esos datos los que nos permiten evitar que al mirar atrás, poco antes de chocar contra el suelo, ya sea demasiado tarde.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.