Kitabı oku: «El conde de montecristo», sayfa 9
Capítulo 13 Los cien días
El señor Noirtier resultó un profeta verídico. Tal cual los auguró pasaron los sucesos. Todo el mundo conoce lo de la vuelta de la isla de Elba, suceso extraño, milagroso, que no tiene ejemplo en lo pasado ni tendrá imitadores en lo porvenir probablemente.
Luis XVIII no trató parar golpe tan duro sino con mucha parsimonia. Su desconfianza de los hombres le hacía desconfiar de los acontecimientos. El realismo, o mejor dicho, la monarquía restaurada por él vaciló en sus cimientos mal afirmados aún; un solo gesto del emperador acabó de demoler el caduco edificio, mezcla heterogénea de preocupaciones y de nuevas ideas. Villefort no alcanzó de su rey sino aquella gratitud inútil a la sazón y hasta peligrosa, y aquella cruz de la Legión de Honor, que tuvo la prudencia de no enseñar a nadie, aunque el señor de Blacas le envió el diploma a vuelta de correo, cumpliendo la orden de Su Majestad.
Napoleón hubiera destituido a Villefort, de no protegerle Noirtier, que gozaba de mucha influencia en la corte de los Cien Días, tanto por los peligros que había corrido, como por los servicios que había prestado. El girondino del 93, el senador de 1806, protegió pues a su protector de la víspera; tal como se lo había prometido.
Durante la resurrección del imperio, resurrección que hasta a los menos avisados se alcanzaba poco duradera, se limitó Villefort a ahogar el terrible secreto que Dantés había estado en trance de divulgar.
El procurador del rey fue destituido de su cargo por sospechas de tibieza en sus opiniones bonapartistas. Sin embargo, restablecido apenas el imperio, es decir, apenas habitó Napoleón en las Tullerías que acababa de abandonar Luis XVIII, apenas lanzó sus numerosas y diferentes órdenes desde aquel gabinete que conocemos, donde encontró abierta aún y casi llena sobre la mesa de nogal la caja de tabaco del rey Luis XVIII, Marsella, a pesar del vigor de sus magistrados, empezó a dejar traslucir en su seno las chispas de la guerra civil, nunca apagadas enteramente en el Mediodía. Muy poco faltó para que las represalias fuesen algo más que cencerradas a los realistas metidos en su concha, los cuales se vieron obligados a no poder salir de su casa, porque en las calles los perseguían cruelmente si se dejaban ver.
Por un cambio natural, el naviero, que como dijimos pertenecía al partido del pueblo, llegó a ser en esta ocasión, si no muy poderoso, porque Morrel era prudente y algo tímido, como aquel que con su laborioso trabajo va amasando lentamente una fortuna, por lo menos, alentado por los bonapartistas furibundos que criticaban su moderación, hallóse, repetimos, bastante fuerte para levantar la voz y hacer una reclamación, que como ya se adivinará, fue en favor de Dantés.
Villefort continuaba siendo sustituto, a pesar de la caída del procurador: su boda, aunque resuelta, habíase aplazado para mejores tiempos. Si el emperador se afianzaba en el trono, necesitaba Gerardo de otra alianza, que su padre buscaría y ajustaría; pero como una segunda restauración devolviese Francia al rey Luis XVIII, crecería la influencia del marqués de Saint-Meran, y la suya propia, con lo que llegaría a ser la proyectada unión más ventajosa que nunca.
El sustituto del procurador del rey era el primer magistrado de Marsella, cuando una mañana se abrió la puerta de su despacho y le anunciaron al señor Morrel.
Otro cualquiera se hubiera alarmado con el solo anuncio de semejante visita; pero el sustituto era un hombre superior, que tenía, si no la práctica, el instinto de todas las cosas. Hizo aguardar al señor Morrel en la antecámara, tal como había hecho en otro tiempo, y no porque estuviera ocupado con alguien, sino porque es costumbre que se haga antesala al sustituto del procurador del rey. Hasta después de un cuarto de hora, pasado en leer tres o cuatro periódicos de diferentes colores políticos, no dio orden de que entrase el naviero, que esperaba encontrar a Villefort abatido, y le halló como seis semanas antes, firme, grave, y con esa ceremoniosa política que es la más alta de todas las barreras que separan al hombre vulgar del hombre encumbrado.
Había entrado en el despacho de Villefort convencido de que el magistrado iba a temblar a su vista, y como sucedió al revés, él fue quien se vio tembloroso y conmovido ante aquel personaje interrogador, que le esperaba con el codo apoyado en la mesa y la barba en la palma de la mano.
El señor Morrel se detuvo a la puerta. Miróle Villefort como si le costase trabajo reconocerle, y después de una larga pausa, durante la cual no hacía el digno naviero sino darle vueltas y más vueltas a su sombrero entre las manos, el sustituto dijo:
-Si no me engaño… , sois… el señor Morrel.
-Sí, señor; el mismo -respondió Morrel.
-Acercaos, pues -prosiguió el juez, haciéndole con la mano un signo protector-; acercaos y decidme a qué debo el honor de esta visita.
-¿No lo sospecháis, caballero? -le preguntó el señor Morrel.
-No, ni remotamente; aunque eso no impide que esté dispuesto a serviros en cuanto de mí dependa.
-Todo depende de vos -repuso el naviero.
-Explicaos, pues.
-Señor -prosiguió Morrel animándose a medida que iba hablando y conociendo así lo fuerte de su posición, como la justicia de su causa-; señor, ya recordaréis que pocos días antes de saberse el desembarco de Su Majestad el emperador, vine a recomendar a vuestra indulgencia a un desdichado joven, segundo de mi barco, a quien se acusaba, como seguramente recordaréis, se acusaba de mantener relaciones en la isla de Elba. Aquellas relaciones, entonces criminales, son hoy títulos de favor. Entonces servíais a Luis XVIII y le castigasteis, caballero… , fue vuestro deber. Hoy servís a Napoleón, debéis protegerle, porque también es vuestro deber. Vengo a preguntaros qué ha sido de aquel joven.
Villefort hizo un violento esfuerzo para decir:
-¿Cuál es su nombre? Tened la bondad de decírmelo.
-Edmundo Dantés.
De seguro Villefort hubiera preferido batirse en duelo a veinticinco pasos, que oír pronunciar este nombre así a boca de jarro; pero ni pestañeó.
«Con esto -dijo para sí-, nadie me podrá acusar de haber hecho una cuestión personal de la prisión de ese hombre.»
-¿Dantés? -repitió-: ¿Decís Edmundo Dantés?
-Sí, señor.
Abrió entonces Villefort un grueso libro que yacía en un cajón de su mesa, y después de hojearlo mil y mil veces, se volvió a decir al naviero, con el aire más natural del mundo:
-¿Estáis bien seguro de no engañaros?
Si Morrel hubiese sido un hombre más versado en estas materias, le chocara que el sustituto del procurador del rey se dignase responderle en cosas ajenas de todo en todo a su jurisdicción. Entonces se hubiera preguntado por qué no le hacía Villefort recurrir al registro general de cárceles, a los gobernadores de las prisiones, o al prefecto del departamento. Pero Morrel, que había esperado encontrar a Villefort temeroso, creía hallarle condescendiente. El sustituto lo había comprendido.
-No, caballero, no me equivoco -respondió Morrel-. Conozco hace diez años a ese joven, y hace cuatro que le tengo a mi servicio. Hace seis semanas, ¿no os acordáis?, vine a rogaros que fuerais con él clemente, así como hoy vengo a rogaros que seáis justo. ¡Harto mal me recibisteis entonces, y aún me contestasteis peor; que los realistas entonces trataban a la baqueta a los bonapartistas!
-¡Caballero! -respondió Villefort parando el golpe con su acostumbrada sangre fría-, yo era entonces realista porque creía ver en los Borbones no solamente los herederos legítimos del trono, sino los electos del pueblo; pero las jornadas milagrosas de que hemos sido testigos pruébanme que me engañaba. El genio de Bonaparte sale vencedor. El monarca legítimo es el monarca amado.
-Enhorabuena -exclamó Morrel con su natural franqueza-; me da gusto oíros hablar así, y ya pronostico buenas cosas al pobre Edmundo.
-Aguardad -repuso Villefort hojeando otro registro-: ya caigo… , ¿no es un marino que se iba a casar con una catalana? Sí… , sí… , ya recuerdo. Era un asunto muy grave.
-¿Cómo?
-¿No sabéis que desde mi casa se le llevó a las prisiones del Palacio de Justicia?
-Sí; ¿y bien?
-Di cuenta a París, enviando los papeles que le hallé… , ¿qué queréis? Mi deber lo exigía. Ocho días después de su prisión me arrebataron al reo.
-¿Os lo arrebataron? -exclamó Morrel-; ¿y qué han hecho con él?
-¡Oh, tranquilizaos! Seguramente habrá sido transportado a Fenestrelles, a Pignerol o a las islas de Santa Margarita… , lo que se llama deportación en lenguaje jurídico, y el día menos pensado le veréis volver a tomar el mando de su buque.
-Que venga cuando quiera, le reservo su puesto. Pero ¿cómo no ha venido ya? Paréceme que el primer cuidado de la policía debió de ser poner en libertad a los presos de la justicia realista.
-Mi querido señor Morrel, ésa es una acusación temeraria -respondió Villefort-. Para todo hay una fórmula legal. La orden de prisión vino de arriba y de arriba ha de venir la de ponerle en libertad. Ahora bien, como apenas hace quince días de la vuelta de Napoleón, todavía no es tarde.
-Pero habrá algún medio de activar el asunto, ahora que nosotros mandamos, ¿verdad? Tengo amigos y alguna influencia: puedo lograr que se eche tierra a la sentencia.
-No ha sido sentencia.
-Pues que le borren del registro general de cárceles.
-En materia de política tampoco hay registros. Muchas veces importa a los gobiernos que un hombre desaparezca sin dejar rastro alguno. Las anotaciones del registro general podrían servir de hilo conductor al que le buscara.
-Eso sucedería quizás en tiempo de los Borbones; pero ahora…
-En todos tiempos sucede lo mismo, mi querido señor Morrel. Los gobiernos se suceden unos a otros imitándose siempre. La máquina penitenciaria inventada por Luis XIV sigue hoy en uso, y es muy parecida a la Bastilla. El emperador ha sido más severo al reglamentar sus prisiones que el gran rey mismo, y el número de los presos que no constan en el registro general de cárceles es incalculable.
Tanta benevolencia hubiese borrado hasta las sospechas más evidentes, que Morrel no tenía por otra parte.
-Pero, en fin, señor de Villefort -le dijo-, ¿qué os parece que haga para apresurar la vuelta del pobre Dantés?
-Una sola cosa: haced una solicitud al ministro de Justicia.
-¡Oh!, caballero, ya sabemos el destino de las solicitudes; el ministro recibe doscientas cada día y no lee cuatro.
-Sí -respondió Villefort-, pero leería una dirigida por mi conducto, recomendada al margen por mí, y remitida directamente por mí.
-¿De modo que os encargaríais de que llegara a sus manos esa solicitud?
-Con mucho gusto. Dantés podía ser entonces culpable; pero ahora es inocente, y es mi deber el devolverle la libertad, como entonces lo fue quitársela.
Villefort evitaba así una requisitoria, aunque poco probable, posible; requisitoria que sin remedio le perdería.
-¿Cómo se escribe al ministro?
-Sentaos ahí, señor Morrel -dijo Villefort levantándose y cediéndole su asiento-. Voy a dictaros.
-¿Tendríais tanta bondad?
-Desde luego. No perdamos tiempo, que ya hemos perdido demasiado.
-Sí, caballero. Pensemos en que el pobre muchacho aguarda, sufre y quizá se desespera.
Villefort tembló al recuerdo de aquel desgraciado que le maldeciría desde el fondo de su prisión; pero había ya avanzado mucho para retroceder. Dantés debía desaparecer ante su ambición.
-Dictad -dijo el naviero sentado en la silla de Villefort y con la pluma en la mano.
Villefort dictó entonces una instancia, en la que exageraba el patriotismo de Dantés, sus servicios a la causa bonapartista, y pintándole, en fin, como uno de los agentes más activos de la vuelta de Napoleón.
Era evidente que a tal solicitud el ministro haría al punto justicia, si ya no la había hecho.
Terminada la solicitud, Villefort la volvió a leer en voz alta.
-Así está bien -dijo- Ahora confiad en mí.
-¿Y partirá pronto esta solicitud, caballero?
-Hoy mismo.
-¿Recomendada por vos?
-La mejor recomendación que yo podría ponerle es certificar que es cierto cuanto decís en la solicitud. Y sentándose a su vez, escribió Villefort al margen su certificado.
-Y ahora ¿qué hay que hacer, caballero? -le preguntó el armador.
-Esperar -repuso Villefort- yo me encargo de todo.
Esta seguridad volvió las esperanzas a Morrel; de modo que cuando dejó al sustituto le había ganado enteramente. El naviero fue en seguida a anunciar al padre de Edmundo que no tardaría en volver a ver a su hijo.
En cuanto a Villefort, guardó cuidadosamente aquella solicitud que para salvar en lo presente a Dantés le comprometía tanto en lo futuro, caso de que sucediese una cosa que ya los sucesos y el aspecto de Europa dejaban entrever: otra restauración.
Por lo tanto, Edmundo continuó en la cárcel. Aletargado en su calabozo no oyó el rumor espantoso de la caída del trono de Luis XVIII, ni el más espantoso aún de la del trono del emperador.
Sin embargo, el sustituto lo había observado todo con ojo avizor. Durante esta corta aparición imperial llamada los Cien Días, Morrel había vuelto a la carga insistiendo siempre por la libertad de Dantés; pero Villefort le había tranquilizado con promesas y esperanzas. AI fin llegó el día de Waterloo.
Morrel había hecho por su joven amigo cuanto humanamente le había sido posible. Ensayar nuevos medios durante la segunda restauración hubiese sido comprometerse en vano.
Luis XVIII volvió a subir al trono. Villefort, para quien Marsella estaba llena de recuerdos que eran para él otros tantos remordimientos, solicitó y obtuvo la plaza de procurador del rey en Tolosa.
Quince días después de su instalación en esta ciudad se verificó su matrimonio con la señorita Renata de Saint-Meran, cuyo padre tenía más influencia que nunca.
Y con esto Dantés permaneció preso, así durante los Cien Días como después de Waterloo, y olvidado, si no de los hombres, de Dios a lo menos.
Danglars comprendió toda la extensión del golpe con que había perdido a Dantés, al ver volver a Francia a Napoleón. Su denuncia acertó por casualidad, y como aquellos hombres que tienen cierta aptitud para el crimen y un mediano arte de saber vivir, llamó a esta rara casualidad decreto de la Providencia.
Pero cuando Napoleón volvió a París, y al resonar su voz imperiosa y potente, Danglars tuvo miedo, ya que esperaba a cada instante ver aparecer a Dantés, a su víctima, enterado de todo, y amenazador y terrible en la venganza. Manifestó entonces al señor Morrel su deseo de abandonar la vida marítima, logrando que el naviero le recomendase a un comerciante español, a cuyo servicio entró a fin de marzo, es decir, diez o doce días después de la vuelta de Napoleón a las Tullerías.
Partió, pues, para Madrid, y ninguno de sus amigos volvió a saber de su paradero.
Fernando no comprendió nada de lo sucedido. Dantés estaba ausente. Con esto se contentaba.
¿Qué le había sucedido?
No trató de averiguarlo; sólo con el respiro que le dejaba su ausencia se ingenió como pudo, ora para engañar a Mercedes sobre las causas de la desaparición de Edmundo, ora para meditar planes de emigración y robo. Quizás, y eran estos momentos los más tristes de su vida, se sentaba a la punta del cabo Pharo, desde donde se distinguen a la par Marsella y los Catalanes, contemplándolos triste e inmóvil como un ave de rapiña, y soñando a cada instante ver venir a su rival vivo y erguido, y para él también nuncio de terribles venganzas. Para entonces estaba tomada su decisión: mataba a Edmundo de un tiro, y después se suicidaba; pero esto se lo decía a sí mismo para disculpar su asesinato.
Fernando se engañaba a sí mismo. Nunca se hubiera él suicidado, porque tenía esperanzas aún.
En medio de estos tristes y dolorosos acontecimientos, el imperio llamó a sus banderas la última quinta, y todos cuantos podían empuñar las armas se lanzaron fuera del territorio francés a la voz del emperador.
Fernando fue de éstos; abandonó a Mercedes y su cabaña con doble dolor, pues temía que en su ausencia volviese su rival y se casase con la que adoraba. Si alguna vez debió Fernando matarse fue al abandonar a su amada Mercedes. Sus atenciones con ella, la compasión que demostraba a su desdicha, el cuidado con que adivinaba sus menores deseos, habían producido el efecto que producen siempre las apariencias de adhesión en los corazones generosos. Mercedes había querido mucho a Fernando como amigo; y su amistad creció con el agradecimiento.
-Hermano mío -le dijo atando a la espalda del catalán la mochila del quinto- hermano mío, mi único amigo, no te dejes matar, no me dejes sola en este mundo en que lloro, y en el que estaré enteramente abandonada si tú me faltas.
Estas palabras, dichas por despedida, fueron para Fernando un rayo de esperanza. Si Dantés no regresaba, quizá Mercedes llegaría a ser suya.
Esta se quedó, pues, enteramente sola en aquella tierra árida, que nunca se lo había parecido tanto, con el mar inmenso por único horizonte. Bañada en lágrimas, como aquella loca cuya doliente vida cuenta el pueblo, veíasela de continuo errante en torno a los Catalanes; ora quedándose muda e inmóvil como una estatua bajo el ardiente sol del Mediodía, para contemplar a Marsella; ora sentándose a la orilla del mar, como si escuchara sus gemidos, eternos como su dolor, y preguntándose al propio tiempo a sí misma si no le fuera mejor que esperar sin esperanza, inclinarse hacia delante y dejarse caer por su propio peso en aquel abismo que la tragaría. Mas no fue valor lo que le faltó, sino que vino en su ayuda la religión a salvarla del suicidio.
Caderousse fue, como Fernando, llamado por la patria; pero tenía ocho años más y era casado, con lo que se le destinó a las costas. El viejo Dantés, a quien sólo la esperanza sostenía, la perdió con la caída del imperio, y cinco meses más tarde, día por día de la ausencia de su hijo, y a la misma hora en que Edmundo fue preso, expiró en brazos de Mercedes. El señor Morrel cubrió todos los gastos del entierro y las mezquinas deudas que el pobre viejo había contraído durante su enfermedad. Esto, más que filantropía, era valor, porque el país estaba en llamas, y socorrer, aunque moribundo, al padre de un bonapartista tan peligroso como Dantés, podía ser tomado por un verdadero crimen político.
Capítulo 14 El preso furioso y el preso loco
Al cabo de un año aproximadamente después de la vuelta de Luis XVIII, el inspector general de cárceles efectuó una visita a las del reino.
Desde su calabozo, Dantés percibía el rumor de los preparativos que se hacían en el castillo, y no por el alboroto que ocasionaban, aunque no era grande, sino porque los presos oyen en el silencio de la noche hasta la araña que teje su tela, hasta la caída periódica de la gota de agua que tarda una hora en filtrarse por el techo de su calabozo, y adivinó que algo nuevo sucedía en el mundo de los vivos: hacía tanto tiempo que le habían encerrado en una tumba, que podía muy bien tenerse por muerto.
En efecto, el inspector iba visitando una tras otra las prisiones, calabozos y subterráneos. A muchos presos interrogaba, particularmente a aquellos cuya dulzura o estupidez los hacía recomendables a la benevolencia de la administración: sus preguntas se redujeron a cómo estaban alimentados y qué reclamaciones tenían que hacer a su autoridad. Todos convinieron unánimemente en que la comida era detestable, y pedían la libertad. El inspector les preguntó entonces si tenían otra cosa que decirle. Su respuesta fue un ademán de cabeza. ¿Qué otra cosa que la libertad pueden pedir los presos?
El inspector se volvió sonriendo, y dijo al gobernador del castillo:
-No sé para qué nos obligan a estas visitas inútiles. Quien ve a un preso los ve a todos. ¡Siempre lo mismo! Todos están mal alimentados y son inocentes por añadidura. ¿Hay algunos más?
-Sí, tenemos los peligrosos y los dementes, que están en los subterráneos.
-Vamos -dijo el inspector con aire de aburrimiento-. Cumplamos nuestra obligación en regla. Bajemos a los subterráneos.
-Aguardad por lo menos a que vayan a buscar dos hombres -respondió el gobernador- que los presos, sea por hastío de la vida, sea para hacerse condenar a muerte, intentan tal vez crímenes desesperados, y podríais ser víctima de alguno.
-Tomad, pues, precauciones -dijo el inspector.
En efecto, enviaron a buscar dos soldados, y comenzaron a bajar una escalera, tan empinada, tan infecta y tan húmeda, que el olfato y la respiración se lastimaban a la par.
-¡Oh! ¿Quién diablos habita este calabozo? -dijo el inspector a la mitad del camino.
-Un conspirador de los más temibles: nos lo han recomendado particularmente como hombre capaz de cualquier cosa.
-¿Está solo?
-Sí.
-¿Y cuánto tiempo hace?
-Un año, con corta diferencia.
-¿Y desde su entrada en el castillo está en el subterráneo?
-No, señor, sino desde que quiso matar al llavero encargado de traerle la comida.
-¿Ha querido matar al llavero?
-Sí, señor: a ese mismo que nos viene alumbrando. ¿No es cierto, Antonio? -le preguntó el gobernador.
-Como lo oye, señor -respondió el llavero.
-¿Está loco este hombre?
-Peor que loco, es el diablo.
-¿Queréis que demos cuenta a la superioridad? -preguntó el inspector al gobernador.
-Es inútil. Bastante castigado está. Ya raya en la locura, y según la experiencia que nuestras observaciones nos dan, dentro de un año estará completamente loco.
-Mejor para él -dijo el inspector-, pues sufrirá menos.
Como se ve, era este inspector un hombre muy humano, y digno del filantrópico empleo que gozaba.
-Tenéis razón, caballero -repuso el gobernador- y vuestra reflexión da a entender que habéis estudiado la materia a fondo. En otro subterráneo que está separado de éste unos veinte pies y al cual se desciende por otra escalera, tenemos un viejo abate, jefe del partido de Italia in illo tempore, preso aquí desde 1811. Desde fines de 1813 se le ha trastornado la cabeza, y ya nadie le podría reconocer físicamente. Antes lloraba, ahora ríe; antes enflaquecía, ahora engorda. ¿Queréis verle antes que a éste? Su locura es divertida y os aseguro que no os entristecerá.
-A uno y otro veré -respondió el inspector-. Hagamos las cosas como se deben hacer.
Era ésta la primera vez que el inspector hacía una visita de cárceles, por lo que deseaba dar a sus jefes buena idea de sí.
-Entremos, pues, en éste -dijo.
-Bien -respondió el gobernador, haciendo una seña al llavero, el cual abrió la puerta.
Al rechinar de las macizas cerraduras; al rumor de los pesados cerrojos, Dantés, que estaba acurrucado en un rincón del calabozo recreándose deleitosamente en el exiguo rayo de luz que penetraba por un tragaluz con gruesísimos barrotes, Dantés, repetimos, levantó la cabeza. Viendo a un desconocido alumbrado por dos llaveros que llevaban antorchas encendidas, custodiado por dos soldados y respetado por el gobernador de tal manera que le hablaba con el sombrero en la mano, comprendió Dantés el objeto de su visita, y viendo en fin que se le presentaba coyuntura de hablar a una autoridad superior, saltó hacia él con las manos en actitud de súplica. Los soldados calaron bayoneta, temiendo que el preso se dirigiese al inspector con malas intenciones; éste retrocedió un paso, asustado. Dantés comprendió que le habían pintado a sus ojos como un hombre temible. Procuró entonces poner en su mirada cuanto de humildad y mansedumbre hay en el corazón humano, y con una elocuencia piadosa que admiró a todos los circunstantes trató de conmover al recién llegado. Escuchó hasta el fin el inspector el discurso de Dantés, y volviéndose al gobernador le dijo en voz baja:
-Ya va haciéndose humano, y los sentimientos dulces empiezan a dominarle. Observad cómo el temor obra en él su efecto; retrocedió ante las bayonetas, y el loco no retrocede ante peligro alguno. Sobre este síntoma he hecho ya en Charentón observaciones muy curiosas. Después, volviéndose al preso:
-En resumen-le dijo-, ¿qué pedís?
-Pido que me digan el crimen que he cometido; que se me nombren jueces; que se me juzgue; que se me fusile si soy culpable, pero que me pongan en libertad si soy inocente.
-¿Coméis bien? -le preguntó el inspector.
-Sí, yo lo creo… , no lo sé; pero eso importa poco. Lo que debe importar, no solamente a mí, pobre preso, sino a todos los que se ocupan en hacer justicia, y sobre todo al rey que nos manda, es que el inocente no sea víctima de una delación infame, y no muera entre cerrojos maldiciendo a sus verdugos.
-¡Qué humilde estáis hoy! -le dijo el gobernador-. No siempre sucede lo mismo, de otra manera hablabais el día que quisisteis asesinar a vuestro guardián.
-Es verdad, señor -respondió Dantés-, y por ello pido humildemente perdón a este hombre, que ha sido siempre bondadoso conmigo. Pero ¿qué queréis? Yo estaba loco, yo estaba furioso.
-¿Y ahora, ya no lo estáis?
-No, señor; porque la prisión me doma, me anonada. ¡Hace tanto tiempo que estoy aquí!
-¡Mucho tiempo! ¿En qué época os detuvieron? -le preguntó el inspector.
-El 28 de febrero de 1815, a las dos de la tarde.
El inspector se puso a calcular.
-Estamos a 30 de julio de 1816; no hace más que diecisiete meses que estáis preso.
-¿No hace más? -repuso Dantés-. ¿Os parecen pocos diecisiete meses? ¡Ah!, señor, ignoráis lo que son diecisiete meses de cárcel; diecisiete años, diecisiete siglos, sobre todo para un hombre como yo, que estaba próximo a ser feliz; para un hombre que vela abierta una carrera honrosa, y que todo lo pierde en aquel mismo instante, que del día más claro y hermoso pasa a la noche más profunda, que ve su carrera destruida, que no sabe si le ama aún la mujer que antes le amaba, que ignora en fin si su anciano padre está muerto o vivo. Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado al aire del mar, a la independencia del marino, al espacio, a la inmensidad, a lo infinito; caballero, diecisiete meses de cárcel es el mayor castigo que pueden merecer los crímenes más horribles del vocabulario humano. Compadeceos de mí, caballero, y pedid para mí no indulgencia, sino rigor, no indulto, sino justicia. Justicia, señor, yo no pido más que justicia. ¿Quién se la niega a un preso?
-Está bien, ya veremos -dijo el inspector.
Y volviéndose hacia su acompañante añadió:
-En verdad me da lástima este pobre diablo. Luego me enseñaréis en el libro de registro su partida.
-Con mucho gusto -respondió el gobernador-, pero creo que hallaréis notas tremendas contra él.
-Caballero -prosiguió Edmundo-, bien sé que vos no podéis hacerme salir de aquí por vuestra propia decisión, pero podéis transmitir mi súplica a la autoridad, provocar una requisitoria, hacer en fin que se me juzgue. ¡Justicia es todo lo que pido! Sepa yo al menos de qué crimen se me acusa, y a qué castigo se me sentencia. La incertidumbre es el peor de todos los suplicios.
-Contadme, pues, detalles del asunto -dijo el inspector.
-Señor -exclamó Dantés-, por vuestra voz comprendo que estáis conmovido. ¡Señor! ¡Decidme que tenga esperanza!
-No puedo decíroslo -respondió el inspector-, sino solamente prometeros examinar vuestra causa.
-¡Oh! Entonces, caballero, estoy libre, ¡me he salvado!
-¿Quién os mandó detener? -preguntó el inspector.
-El señor de Villefort -respondió Edmundo Dantés-. Vedle y entendeos con él.
-Desde hace un año que el señor de Villefort no está en Marsella, sino en Tolosa.
-¡Ah! , no me extraña -balbució Dantés-. ¡He perdido a mi único protector!
-¿Tenía el señor de Villefort algún motivo para estar resentido con vos?
-Ninguno, señor; antes al contrario, fue muy bondadoso conmigo.
-¿Podré fiarme de las notas que haya dejado escritas sobre vos, o que me proporcione él mismo?
-Sí, señor.
-Pues bien: tened esperanza.
Dantés cayó de rodillas levantando las manos al cielo, y recomendándole en una oración aquel hombre que había bajado a su calabozo como el Salvador a sacar almas del infierno. La puerta se volvió a cerrar, pero la esperanza que acompañaba al inspector se quedó encerrada en el calabozo de Dantés.
-¿Queréis ver ahora el libro de registro -dijo el gobernador-, o bajamos antes al calabozo del abate?
-Acabemos la visita -respondió el inspector-. Si volviese a salir al aire libre quizá no tendría valor para acabarla.
-Este preso no es por el estilo del otro, que su locura entristece menos que la razón de su vecino.
-¿Cuál es su locura?
-¡Oh!, muy extraña. Se cree poseedor de un tesoro inmenso. El primer año ofreció al gobierno un millón si le ponía en libertad; el segundo año le ofreció dos millones; el tercero, tres, y así progresivamente.
Ahora está en el quinto año: es probable que os pida una entrevista, y os ofrezca cinco millones.
-Manía rara es, en efecto -dijo el inspector-. ¿Y cómo se llama ese millonario?
-El abate Faria.
-Número 27 -dijo el inspector.
-Aquí es. Abrid, Antonio.
El llavero obedeció, con lo que pudo el inspector pasear su mirada curiosa por el calabozo del abate loco, que así solían llamar a aquel preso.
En mitad de la estancia, dentro de un círculo trazado en el suelo con un pedazo de yeso de la pared, veíase agazapado un hombre casi desnudo, tan roto estaba su traje. Ocupábase en aquellos momentos en hacer dentro del círculo líneas geométricas muy bien trazadas, y parecía tan preocupado con su problema como Arquímedes cuando le mató el soldado de Marcelo. Ni siquiera pestañeó al rumor de la puerta que se abría, ni dio muestra alguna de sorpresa cuando el resplandor de las antorchas iluminó con desusado brillo el húmedo suelo en que trabajaba. Volvióse entonces y vio con gran sorpresa la numerosa comitiva que acababa de entrar en su calabozo.