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1. Shanti, shanti
Sutra: Desacelerar lo cambia todo

Shanti, shanti fueron las dos palabras que más escuché en mi primer viaje a la India.

Cada vez que me precipitaba a hacer algo, comportándome como un típico urbanita procedente del mundo capitalista industrializado, un hindú me respondía con esta expresión. Tardé un tiempo en comprenderla, pero una vez que lo hice, ya no la olvidé.

Aunque puede entenderse como paz en un sentido espiritual, dentro de la cotidianeidad y las calles de la India, shanti, shanti es lo que los americanos expresarían como «Take it easy» o nosotros los españoles como «Para el carro» o «Tómatelo con calma».

¿Cuántas veces escuché a mi sabia abuela decir aquello de «Ve despacio que tengo prisa»? Por desgracia, no le hice caso, y cuando pisé Asia por vez primera, era un acelerado occidental hiperactivo.

Una de las claves para ser feliz es darse cuenta de lo que sucede. Sentir e integrar las vivencias resulta fundamental, pero en nuestras aceleradas vidas, solemos perdernos en la inacabable agenda pendiente que arrastramos.

Nos dejamos llevar por la hiperactividad, porque nos hace sentir importantes y tapa todo tipo de problemas o emociones que no queremos reconocer.

El «Ahora no tengo tiempo» o el «Es que no paro» son algunas de nuestras frases favoritas. Unos van como una moto, otros reconocen el estrés o lo utilizan de pretexto...

No niego que en ocasiones la vida nos somete a situaciones que requieren cierta urgencia, pero no está de más valorar aquello que verdaderamente es importante.

Hay que aprender a dar sentido al tiempo, midiendo la hiperactividad desbordante y no hay que caer en el engaño de creer que el estar muy ocupados nos hace más felices.

El ser humano necesita integrar, antes de meterse en otra cosa, ya sea en el terreno emocional, sensorial o intelectual. El mundo moderno nos ha hecho insaciables y, cuando tenemos algo, ya queremos algo más. De modo que al final vivimos en la insatisfacción de no tenerlo todo o no alcanzar lo inabarcable. En el patrón de respiración de muchos occidentales, la pauta es inhalar de forma compulsiva, acorde con la hiperactividad, no tener conciencia de la retención de aire y exhalar de forma brusca, ineficiente y escasa. Solo pensamos en acumular aire, no en soltar, ni en dar tiempo para oxigenar las células.

En las primeras sesiones de yoga, el alumno aprende a respirar, alargando los tiempos de inhalación, retención y exhalación. De pronto, descubre que una simple relajación o pausa en la respiración puede cambiar sus pautas de conducta y su estado mental.

La respiración es uno de los recursos principales, no solo para calmar la mente, sino para hacer circular la energía de la luz universal que está en todas partes y también en nosotros. Se trata de respirar de forma muy sutil, suave y pausada. De esto habla también el T’Ai I Chin Hua Tsung Chih, conocido como El secreto de la flor de oro, un texto que, en el prólogo de la traducción de Richard Wilhem, Carl Jung considera un tratado de alquimia, además de texto taoísta de yoga chino. Personalmente, lo considero una de esas joyas que Oriente nos ofrece y que releo a menudo, comprobando cómo evolucionan sus contenidos con el curso de mi propia vida. Es uno de esos libros que inicialmente fue transmitido de forma oral y que cristalizó dentro de un círculo esotérico de China. Su primera edición data del siglo VIII, pero no llegó a Occidente hasta 1929 con la traducción alemana de Richard Wilhem, de la que se hizo una versión americana dos años más tarde. Luego fue reeditado en varias ocasiones durante la contracultura americana de los años sesenta.

«Cuando te sientas a meditar, debes mantener el corazón tranquilo y la energía concentrada. ¿Cómo podemos acallar y calmar el corazón?

Mediante la respiración.

El corazón simplemente ha de ser consciente del flujo de la inhalación y la exhalación; no se debe escuchar mediante los oídos. Si no es escuchada, entonces la respiración es la luz; Si es luz, entonces es pura.»1

La flor dorada es un símbolo, una metáfora que nos habla de la luz y de cómo hacerla circular por nuestro cuerpo. Detrás de esta luz, se esconde la esencia de la energía verdadera, del ser trascendente, el Uno.

En el contexto de la filosofía taoísta a la que se vincula el texto, lo trascendente sería la naturaleza, pero si lo extendemos a cualquier otra forma de pensamiento o religión, el concepto sería igualmente válido.

Hemos de aprender a conectar lo interno con lo externo, sabiendo mover la energía llamada chi o prana dentro de nosotros.

La luz de la flor de oro no es solo nuestro cuerpo, ni lo que está fuera de él como los ríos y las montañas, sino también el sol y la luna. Todo el universo conforma esta idea de luz o energía universal con la que podemos conectar. Una de las claves para conseguirlo es la respiración, la quietud mental y la apertura de corazón.

En un conocido sutra budista llamado Suramgama Sutra se dice:

«Concentrando los pensamientos uno puede volar; concentrando los deseos, uno se pierde. Solo mediante la contemplación y la quietud surge la verdadera intuición».

En palabras de Buda: «Cuando fijas tu corazón en un punto, entonces nada es imposible para ti». El problema es que normalmente el corazón quiere acción y distracción para poder huir, por eso evitamos sentir desde el corazón.

Una de las mejores técnicas para enfocar y sentir nuestro corazón es la respiración silenciosa, pero para ello hay que desacelerar y rendirse a la inacción.

«El secreto de la magia en la vida consiste en usar la acción para alcanzar la inacción.»

Así lo postula El secreto de la flor de oro, siguiendo una de las premisas clave del pensamiento taoísta, que veremos en este capítulo.

Si logramos aplicar este principio de desacelerar en nuestra vida cotidiana, aparece un espacio vacío que permite observar, sentir, emocionarse, tomar decisiones y muchas otras cuestiones que en la precipitación o prisa no existen.

La cuestión reside en cómo introducir esta nueva premisa de desacelerar en tu vida cotidiana, dentro de un contexto ya creado que te incita a vivir al límite y estresado. Resulta muy difícil cambiar una conducta adquirida.

Allí es donde puede entrar la potencialidad del arte de viajar. El viaje te saca de contexto, creando una burbuja en forma de nuevo entorno, que se potencia si el territorio desconocido se rige por otras pautas de conducta. No se trata tanto de miles de kilómetros, sino de formas y cadencias. Nueva York es más de lo mismo y en mayor aceleración. Hay que aprender de otras formas culturales. A mí, me ha servido el continente asiático, pero a otros les servirá África o Sudamérica. No importa, la cuestión es poder levar amarras y desplazarse a un lugar sin las referencias de la cotidianeidad. Esta es la razón por la que París o Londres tampoco sirven como destino donde cambiar nuestras formas de relacionarnos con el tiempo y la actividad.

Con respecto a esto, mi primer aprendizaje fue en la atmósfera caribeña cubana, donde la impaciencia, la frustración o el enfado por la pérdida de tiempo fruto de un pinchazo se convirtió en el regalo de una noche en mitad de la nada, escuchando los grillos bajo las estrellas.

En la India, comprendí el concepto de desacelerar, pero allí hay tanta energía que no pude llevarlo a la práctica. Diría que empezó a calar en mí visitando países budistas, y probablemente fue Laos el que mejor me transmitió la práctica de ir por la vida a un ritmo más pausado.

La contemplación del discurrir del agua de un gran río como el Mekong apacigua el ánimo y te lleva a un estado de meditación. Si lo prolongas durante un buen rato, tarde o temprano, llegas a comprender qué significa fluir, otra enseñanza oriental que veremos en el capítulo siguiente.

La prisa y la aceleración no son más que el producto de un plan, de una previsión, de una meta, de haber calculado llegar en un tiempo. Sin embargo, ¿qué sucede si no hay cálculo, sino hay plan? De pronto, la tensión desaparece, porque ya no hay objetivo, ni meta, ni timing.

Ciertamente, resulta desconcertante, porque no sabes a qué aferrarte, pero si le das espacio, vas comprendiendo que puedes desenvolverte en la vida dejándote fluir como el agua que se adapta a los cambios, sorteando obstáculos, avanzando sin prisa, pero sin pausa.

La experiencia de desacelerar la podemos aprender en entornos rurales, aldeas, en el campo, contemplando montañas o ríos, pero difícilmente se va a dar en un entorno urbano, ni occidental, ni asiático.

Mi consejo es perderse en algún lugar recóndito, muy lejos del aeropuerto que nos ancla a nuestro mundo conocido de prisas y rutinas. Aprender a desacelerar es una de las grandes conquistas para una vida mejor.

Mi paraíso del tiempo pausado, que no perdido, fue Laos, un país en el que incluso en su capital Vientiane, la gente vive fluyendo pausadamente como el río que les da la vida.

País/territorio: Laos

Laos es un pequeño país que ronda los seis millones de habitantes y que formó parte del protectorado francés, dentro de la antigua Indochina. Su trazado se extiende a lo largo del río Mekong, que es su principal vía de comunicación y de recursos.

Situado entre China, Myanmar, Vietnam, Camboya y Thailandia, ocupa una posición central y estratégica en el sudeste asiático. Sin embargo, su angosta geografía, especialmente en el montañoso y selvático norte, lo han convertido en un territorio poco explorado por el turismo y sin demasiados vínculos con sus países vecinos.

Laos fue impunemente bombardeado por Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, algo que ha sembrado el territorio de minas y explosivos hasta nuestros días.

Pese a los intentos americanos por detener el comunismo, este sistema rige en esta república democrática popular desde 1975. En su capital, Vientiane, sigue ondeando la bandera de la hoz y el martillo a lo largo de su paseo principal junto al río Mekong.

Recomiendo encarecidamente visitar el Museo de Historia Nacional, una joya histórica por el contenido de una colección que rebosa comunismo y antiamericanismo con fuentes gráficas de todo tipo. Pese a ello, no hay que creer que el país es un lugar hostil y peligroso para un occidental. En Laos no anida el resentimiento lógico que uno puede encontrar en Vietnam. Parece que el budismo les ha enseñado a perdonar o a desprenderse de las tragedias de su historia reciente, algo que puede compartir con Camboya.

Laos es un tranquilo y remoto lugar que alberga uno de los tesoros más importantes del sudeste asiático: Luang Prabang, una villa reconocida por la Unesco y visitada por los turistas. El acceso no es sencillo, pese a encontrarse a pocos kilómetros de Vientiane o de Hanói, la capital del norte de Vietnam. El lugar parece el corazón de las tinieblas descrito por Joseph Conrad, cuando despierta con las brumas de la mañana. Sin embargo, en cuanto el sol alcanza las cúpulas doradas de su centenar de pagodas, este pequeño pueblo resplandece como un oasis en mitad de las montañas selváticas.

En él se encuentran diversos afluentes, del gran Mekong, bajo una colina que alberga un templo primitivo: That Phu Si, que ofrece sobrecogedoras vistas al atardecer.

Pese al turismo incipiente que ha instalado un nightmarket con artesanía local, la atmósfera del pueblo sigue anclada entre la vida monacal de los miles de monjes que la habitan y el aroma colonial que dejaron los franceses con bellas villas y cafés. Este es uno de esos lugares donde se encuentran el Oriente y el Occidente más refinados. Luang Prabang es un lugar para quedarse a ver pasar las horas, un espacio de esos que el turismo considera que se visitan en dos días. Sin embargo, si uno se queda por más tiempo, se contagia del espíritu de una tierra que invita a desacelerar, a escuchar el ritmo de la vida y a percibir desde otro lugar, más allá de la mente. La potencia del río Mekong es tal que, aunque no se esté ante él, se presiente, de un modo parecido a los mantras y plegarias de los monjes que acontecen sigilosamente dentro de los monasterios. Si uno quiere, puede participar de ellas, escuchando y meditando, pero aún sin hacerlo, hay algo en Luang Prabang que te alcanza y te invita a bajar de revoluciones, a sentir la vida pausadamente.

El calor tropical ayuda, al igual que el manto de estrellas en la noche, pero no hay un porqué concreto, es algo inherente a la magia ancestral del lugar.

Vivencias

Aterricé en Laos en un avión de hélices, procedente de Hanói, la capital del norte de Vietnam. Mi puerto de entrada fue Luang Prabang, porque quise ir directamente al lugar del que tanto me habían hablado. El norte resultaba un lugar remoto en el que durante la antigüedad los pueblos solo podían ser alcanzados por vía fluvial o mediante penosas expediciones por la selva tropical, salpicada de montes.

El viajero y escritor Norman Lewis, en su libro de viajes por Indochina titulado A Dragon Apparent (1951), fue de los primeros en hablar de la belleza de sus pagodas.

Llegué casi al anochecer, entre el rumor de las aguas que envuelven a esta aldea que parece una isla rodeada por cuatro ríos. Los mantras de la tarde se habían callado, pero todavía podía olerse el incienso y palparse el calor del final del verano. Los niños jugaban en la calle y el mercado de noche se preparaba para recibir a los turistas de paso, que se movían con la cadencia apresurada del viajero occidental que considera que un lugar tan pequeño no necesita más de dos días de visita. Yo había venido para quedarme, al menos durante una semana.

Así pude observar, permanecer y entrar en la forma de vida de este pequeño paraíso, que se levanta poco antes del amanecer, cuando los monjes salen a la calle a pedir limosna, y se acuesta con el sol, entre rezos y plegarias.

En Luang Prabang encontré el culto budista integrado en la cotidianeidad y oficiado en el marco de unos templos históricos y monumentales que seguían vivos, no convertidos en reliquias o en museos aptos para la visita turística, como en otros puntos de Asia. Los monjes permitían compartir ceremonias y ser observados en pleno culto, siempre que hubiera un respetuoso silencio y se siguieran normas básicas como descalzarse al entrar en los templos y mantener una actitud considerada.

La primera pista que detecté en relación con la desaceleración fue la cadencia de los movimientos de los monjes, pues sus cuerpos parecían estar detenidos en la meditación y se movían como lo hacen las palmeras cuando el viento las mece.

Me recordaban la cadencia del tao, el ritmo que establece la naturaleza, tal como la entiende esta antigua forma de sabiduría china. Siguiendo el tao o el modo de ser de la naturaleza, alcanzas un estado de ánimo semejante a lo natural.

Este concepto de naturalidad que yo veía en los monjes de Luang Prabang se conoceen China como wu wei, que podría traducirse como «no hacer nada», algo que asociamos comúnmente con la meditación. Craso error, porque el wu wei es un equilibrio dinámico, un reposo para comprender con atención, un vacío de la mente para percibir completamente, una comprensión del todo desde la no acción. Un lugar en el que la sombra del pensamiento, que media entre el estímulo y la acción, desaparece. Esta es una de las claves para meditar que los monjes practican diariamente hasta alcanzar la perfección.

Desde el exterior, allí donde casi siempre estamos los modernos hombres civilizados, parece no suceder nada, pero internamente, están captando todo aquello que a nosotros se nos escapa. Pueden ser las armonías sutiles de la naturaleza como plantea el taoísmo o la mirada íntima hacia tu dios interior del budismo.

Chuang Tsé, el gran filósofo chino taoísta que vivió en el siglo IV a.C., cuando habla del wu wei nos dice:

«La mente del sabio por estar en reposo deviene espejo del universo, espectáculo de toda la creación.

Reposo, tranquilidad, quietud y naturalidad son los niveles del universo, la perfección última del Tao.»

Vuelvo a los monjes y escucho sus mantras, prestando atención a la sonoridad de unas palabras que no comprendo, pero cuya lenta cadencia apacigua mi estado de ánimo. Nada parece romper la armonía de un entorno que transcurre a un ritmo parecido al de las aguas del río Mekong. Suave, constante y fuerte.

Una tarde subí a la colina principal de Luang Prabang para visitar su templo y contemplar las vistas panorámicas de toda la región que desde ahí se divisan.

Con una terrible humedad, los ciento noventa escalones, solo podían ser superados a bajas revoluciones y a un ritmo constante. Una vez en la cima, las vistas parecían sacadas de un cuadro simbolista, con paisajes como los de Gustave Moreau, aquellos que recuerdan acuarelas japonesas, con colinas fantasmagóricas entre el vapor de las aguas del río fusionándose con las nubes. De pronto, el crepúsculo irrumpió para llenar de un color morado todo el cielo y los cientos de turistas quedamos paralizados, incapaces de hacer una fotografía durante unos preciosos segundos en los que el tiempo se detuvo.

Dentro del templo, apenas había nadie, tan solo dos chicas locales que habían ido a consultar una especie de oráculo, que consiste en sacudir un cubilete lleno de varillas con números. Me invitaron a participar y fue divertido ver sus caras ante mi supuesta suerte, que apenas me pudieron transmitir, porque no hablaban inglés. Me fui con la experiencia y la visión de un paisaje que no podré olvidar. Allá arriba, la vida parecía detenida, quieta y estática.

Probablemente, aquella forma de oráculo provenía del I Ching o libro de las mutaciones, el texto más antiguo de la China, que fue usado como oráculo imperial, a partir de una base cosmológica y metafísica, que también inspiró tanto al taoísmo como al confucianismo. También se lanzan unas varillas y, como sucede en casi todas las formas de adivinación primitivas como la cábala, la numerología pitagórica o la tántrica, los números establecen un oráculo. Aunque el I Ching es mucho más que esto. Por ejemplo, en él se recoge la sabiduría de los cinco elementos y temas de la medicina china.

Con la conciencia del oráculo, remonté el Mekong para visitar las cuevas de Paok See, famosas por los centenares de estatuillas budistas depositadas como ofrendas durante siglos por los devotos.

Subido a bordo de una larga y estrecha barcaza, un hombre curtido, con callos en las manos de tanto asir el remo, puso en marcha el motor. La corriente nos varaba continuamente, pero poco a poco corregíamos rumbo y ascendíamos sobre unas aguas arenosas con un caudal estremecedor. A uno de los lados, se divisaba alguna aldea de campesinos, pero el otro costado era casi imposible de ver debido a la enorme distancia. Cielos azules, con alguna nube sobre las verdes colinas selváticas. Unas horas más tarde, llegamos a las cuevas. La primera, junto al río, resultaba más luminosa y bella, pero también más visitada y ruidosa que la que descubrí internándome unos metros en la selva, siguiendo una escalinata que daba a una cavidad que invitaba a adentrarse en la oscuridad. Pasado el umbral, un bello Buda reclinado, ocupaba un altar que apareció bajo la luz de mi linterna.

Un poco más hacia el interior, en otra sala lateral y todavía más profunda, diversos Budas se alineaban de pie, como un ejército de la templanza. Silencio y oscuridad, cobijo y refugio de la luz cegadora del exterior. Toda una experiencia en el corazón de las tinieblas, un lugar en el que el tiempo parecía detenerse, un espacio donde serenarse, antes de volver a las aguas del río, que, ya de regreso, te llevaban como si fueras montado sobre una gran ola.

El arte budista ofrece numerosas variaciones. Normalmente, su espacio más conocido son las estupas o chortens, esas estructuras cónicas que apuntan al cielo, originadas como lugar de custodia de reliquias del Buda. Son lugares de culto exterior, cubiertas de oro, que relucen ante la luz del cielo e irradian su entorno. En cambio, las cuevas son espacios de recogimiento y meditación, con ese algo ancestral que nos devuelve al útero, al origen del que procedemos, a la noche de los tiempos, al silencio de la inmortalidad. Hoy suelen visitarse en compañía de fieles devotos o simples turistas, pero, si se llega a primera o última hora, queda la esperanza de vivir la experiencia en solitario, pudiendo sentir la atmósfera de recogimiento. Si esto no es posible, siempre queda la contemplación estética de los cientos de Budas que la gente ha ido depositando a lo largo de los siglos.

Aquí, en Laos, todos eran Budas alargados con bellas coronas flamígeras y expresivas sonrisas. Brazos gráciles y cuerpos en movimientos armónicos que demostraban un arte escultórico muy avanzado. El interior poco tenía que ver con la belleza de las grutas del arte budista hindú, como Ellora o Ajanta, pero quedaba compensado con su esplendor natural, con las cuevas suspendidas sobre el gran río, escondidas en mitad de la selva tropical. Llegar hasta ellas devenía en todo un ritual, una experiencia casi iniciática.

Al llegar al embarcadero de Luang Prabang, me quedé hipnotizado, observando el planear de las embarcaciones, que, para cubrir el trayecto de orilla a orilla, debían trazar virtuosas diagonales y curvas sinuosas que compensaban la fuerza contraria de la corriente. Lo que para unos hubiera sido un ejercicio de pánico, se vivía con toda tranquilidad. Simplemente, integraban el Tao en sus movimientos, siguiendo el flujo de la corriente del río. Si todos pudiéramos hacer lo mismo con nuestras vidas, tal vez sería todo más sencillo.


Embarcadero de Luang Prabang al atardecer sobre el río Mekong.

El wu wei puede entenderse como un juego del hombre que retorna a la niñez para compenetrarse con los elementos de la naturaleza y actúa desde la acción espontánea. Cuando de adultos adquirimos la conciencia del Yo, que en sánscrito se denomina Ahamkara, esta se apropia de la acción y la subordina a sus propios fines. Cuando actuamos desde este Yo, la acción se estropea, se premedita y no fluye.

Al desacelerar y pausar, activas la capacidad de escuchar las armonías de tu entorno y la acción surge de una forma espontánea y natural. Sin embargo, esto no se puede confundir con la velocidad. Espontaneidad no es celeridad, sino naturalidad desde una cadencia, que se ajusta al entorno que te rodea.

La cadencia de Luang Prabang era reposada desde el amanecer. Recuerdo la ritualidad de unos desayunos coloniales, entre muebles de teca y ventiladores, viendo pasar la vida.

La gente local se movía de forma silenciosa y apacible, entre turistas que iban y venían, persiguiendo con sus cámaras a los monjes en su rito matinal de recoger alimentos por las calles.

Un día trabé amistad con un monje que sabía mucho de fútbol y tenía ganas de aprender inglés. Resultaba curioso comprobar cuánto sabían de fútbol los monjes, tanto como cualquiera de los nativos dedicados al transporte o el turismo. Tal vez esta era la religión nuestra que más les llegaba o, simplemente, era la punta de lanza del voraz capitalismo comercial, que se enriquece vendiendo camisetas en cualquier lugar del mundo.

Los monjes saben de fútbol y también son personas. Este descubrimiento de aquel día rompía mi estúpido tópico de pensar que eran personas que vivían la vida en plena reclusión y aislamiento. Su visión del deporte era serena, sin pasiones, estridencias o alteraciones de tono, casi comprendiendo el sentido reverencial que para muchos de nosotros puede tener esta especie de religión del urbanita occidental contemporáneo.

A mi alrededor, los templos se disponían junto a una estupa central blanca cubierta por esferas desconchadas y restos dorados. Los tejados de los edificios parecían posarse sobre el suelo, adornados por preciosas filigranas ornamentales en madera policromada, en tonos rojos y colores terrosos. Había en ellos un indudable estilo, procedente de la antigua China.

No podía dejar de contemplar aquellas maravillas, mientras el monje seguía hablándome de su día a día, de los años que le quedaban de formación, de la imagen que él tenía de Occidente. No es que sus palabras fueran ruido para mí, pero lo que expresaba, lo que verdaderamente me hablaba era su tono melodioso y pausado.

Aquel era un lenguaje universal, cuya cadencia parecía ajustarse con la melodía del río y el sentido de las nubes, detenidas sobre las colinas.

Luang Prabang fue declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco y, desde entonces, su paz puede quebrarse por la irrupción de todos los turistas que venimos a conocer su magia y, en ocasiones, nos perdemos en el detalle de una superficie que no nos deja escuchar su silencio. Para ello, hay que detenerse, frenar y quedarse un tiempo.

Un lugar para permanecer unos días, más allá de lo establecido en las guías o en la idea típica del mundo civilizado que viene a ver lo que hay que ver en un tiempo preestablecido, para seguir acumulando millas y trofeos turísticos.

Luang Prabang invita a comprender el poder de la desaceleración, pues en la lentitud y en la pausa se hace visible lo más sutil.

Algo de todo esto se mantiene en Vientiane, la capital de Laos, pero, como es de esperar, la ciudad rompe la magia de los lugares remotos. En comparación con otras metrópolis asiáticas, Vientiane resulta un balneario a orillas del Mekong, pero sus vibraciones son bastante reconocibles para cualquier occidental. Tráfico, bares, bullicio, alta oferta hotelera, bazares y templos en reconstrucción que hablan de una ciudad que se abre al mundo, desde el anclaje de un régimen comunista que le ha aportado un cierto candor por su anacronismo.

El mayor espectáculo son los atardeceres en el paseo del Mekong, donde las mujeres acuden a practicar aeróbic al aire libre, a un ritmo endiablado, más propio de un after ibicenco que de un pequeño país budista.

Me hubiera gustado seguir el descenso por el Mekong hasta las cascadas de Pakse y, desde ahí, llegar a la vecina Camboya, pero me lo reservo para otra ocasión.

No hay que correr, ni ansiar acumular más millas, solo desacelerar y observar qué sucede en tu interior.

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