Kitabı oku: «Darshan», sayfa 3
Cita
«Sí, he visto poco de los mares de Oriente, pero lo que más recuerdo es mi primer viaje allí. Ya sabéis, amigos míos, que existen esos viajes que parecen hechos para ilustrarte la vida, que podrían mantenerse como un símbolo de existencia.
Luchas, trabajas, sudas y casi te matas tratando de conseguir algo que no puedes. En cualquier caso, es culpa tuya. Simplemente, no puedes hacer nada, es así.»
JOSEPH CONRAD,
El corazón de las tinieblas
2. Todo está en permanente cambio
Sutra: Saber fluir
Creemos que podemos poseer el tiempo, detenerlo, mantenernos firmes en una postura, anclados en nuestras convicciones, pero en muchos casos nos acabamos dando cuenta de que lo que fue válido ayer ya no lo es hoy.
Del mismo modo, como viajeros tratamos de regresar a un lugar para revivir aquellas experiencias que tanto nos gustaron y descubrimos que nada vuelve porque todo cambia. Olvidamos que el buen caminante no deja huellas, tal como propone el Tao Te King, ese antiguo tratado de sabiduría china atribuido al sabio Lao Tsé, quien, ante un supuesto viaje a Occidente, se propuso concentrar en un breve texto un sistema metafísico basado en la dualidad.
El ser y el no ser se engendran mutuamente, lo fácil y lo difícil se complementan, y el antes y el después se suceden recíprocamente...
«El Tao que puede ser expresado no es el verdadero Tao.
El nombre que se le puede dar no es su verdadero nombre. Sin nombre, es el principio del universo; y con nombre, es la madre de todas las cosas.»
Así empieza esta obra fundamental del pensamiento oriental, que es bueno revisar continuamente. Si es cierto que fue escrito por Lao Tsé, es un misterio como lo es la propia naturaleza del Tao. Lo que sí sabemos es que el texto era desconocido en Occidente hasta el siglo XIX, cuando fue traducido con el título de The Way of Life.
Una de las más grandes lecciones del Tao Te King es la impermanencia, el comprender que todo fluye, también la vida. Sin embargo, en nuestra cultura consumista, que todo lo compra, queremos vivir en ese mito de la eterna juventud, anclados a aquellos maravillosos años de nuestra adolescencia, repitiendo patrones de entonces, sin comprender que la vida tiene ciclos.
En la actualidad, en muchos países europeos no solo presenciamos el síndrome del eterno Peter Pan, sino a gente que entra en la tercera edad con conductas infantiles. Es conocido el relativo retorno a la infancia que se produce en la vejez, pero resulta absurdo ver a ancianos conduciendo descapotables y adoptando las posturas de cuando tenían veinte o treinta años.
Hay que comprender que las fases de la vida se mueven en consonancia con los ciclos estacionales de la naturaleza y que esto es algo inmutable. Hay que saber fluir y cambiar con las estaciones de la vida. Esta es la lección en la concepción global del tiempo.
Al hacerlo de una forma concreta, en la inmediatez del presente, es asimismo básico comprender que todo está en permanente cambio, tal como han establecido diversas filosofías orientales, como el taoísmo chino o el vedanta hinduista. Por lo tanto, la energía, que unos llaman chi y otros prana, está en constante movimiento y se desplaza por todas partes, incluyendo nuestro cuerpo, entorno y naturaleza.
Al igual que los planetas se desplazan y la Tierra rota, la energía que nos rodea y también nuestras células están en permanente cambio. En el pensamiento oriental, hay mayor tendencia a vincular este flujo a lo mental, adoptando posturas más flexibles, asimilando las cosas como vienen, sin un plan determinado, fijo e impostado.
Occidente quiere el plan, el control, la planificación, por eso muchas veces surge la frustración cuando las cosas no salen como las hemos previsto. En cambio, la mayoría de los países asiáticos (tal vez en este capítulo deberíamos descartar la más mecanizada mente nipona) se deja llevar por la improvisación de lo que viene, comprendiendo que todo fluye y que es absurdo aferrarse a las cosas, ideas, etc.
Nosotros, los occidentales, pensamos que somos la misma persona todos los días y no nos damos cuenta de que ningún día es igual, por mucho que fijemos una rutina que nos garantice vivir en una zona de confort.
El destino puede cambiar todo cuanto nos rodea en un simple día, como bien saben muchos habitantes asiáticos expuestos a tornados, tsunamis, inundaciones o terremotos, que pueden acabar en nada con todo lo que poseen. Ahí están los casos de desastres naturales que han asolado Myanmar, Camboya, Vietnam, Indonesia y Nepal.
Muchos de estos países deben convivir con el peligro de estas amenazas y la inclemencia de las lluvias monzónicas que les visitan cada año.
De esta forma, la naturaleza parece imponer su ley, recordando que todo aquello que existe en este momento habrá dejado de ser en unos segundos.
El medio natural parece querer decirle al hombre que su vida está en permanente cambio, como lo están sus cuatro elementos: agua, tierra, fuego y aire.
Por mucho que el ser humano quiera controlar, cogerse a lo que le funciona, le gusta o le resulta cómodo, las cosas cambian de forma imprevista. Es la ley del azar, del fluir que nos obliga a dejarnos llevar, al igual que el tronco que navega en la corriente del río, sorteando obstáculos, evitando quedar estancado, siguiendo la línea de menor resistencia.
La cultura occidental conoce esta ley gracias al sabio presocrático Heráclito, quien dijo que es imposible volver a bañarse en el mismo río, pero parece haber olvidado la lección. En cambio, esto es algo que en lugares del sudeste asiático como Thailandia, Laos, Camboya o Vietnam conocen muy bien, porque sus vidas transcurren en el agua, ya sea sobre el mar, los ríos y canales o en las tierras interiores encharcadas, sobre las que crecen las plantaciones de arroz.
Sus gentes, pescadores o campesinos, al igual que los que viven en las montañas de los Himalayas, asimilan perfectamente las lecciones de su elemento natural, algo que se ha perdido en Occidente, debido a la concentración urbana e industrial.
Además, nosotros creemos dominar la naturaleza con nuestra fuerza tecnológica, pero quienes están en el Tao comprenden el modo de ser de la naturaleza.
«El gran Tao es como el río que fluye en todas las direcciones.
Todos los seres le deben la existencia y él a ninguno se la niega. Cuando realiza su obra, no se la apropia.
Cuida y alimenta a todos los seres sin adueñarse de ellos.
Carece de ambiciones, por eso puede ser llamado pequeño.
Todos los seres retornan a él sin que los reclame, y por eso puede ser llamado grande.
De la misma forma, el sabio nunca se considera grande, y así, perpetúa su grandeza.»
Tao Te King, XXIV
El agua es tránsito, símbolo del alma, elemento que se vincula con las emociones y la creatividad. La materia de la cual procedemos y que ocupa gran parte de nuestro organismo.
Si simplemente nos limitáramos a escucharla, comprenderíamos que debemos perder nuestro miedo al cambio. Todo fluye... Entonces, ¿para qué aferrarse, por qué negarlo?
Aprende a liberar tu carga y a transitar atento al eterno cambio, al movimiento continuo que nos envuelve.
Es inútil resistirse al fluir de los acontecimientos y al flujo continuo de la naturaleza.
País/territorio: Thailandia
El país de los tais es uno de los destinos más amables que pueden encontrarse en toda Asia. Si bien es cierto que su capital, Bangkok, es una inmensa metrópolis con una energía que puede llegar a ser extenuante, el carácter tailandés fascina por su amabilidad y talante budista.
Su gente vive sin prisas, sin exigencias y sin quejas, independientemente de cuál sea la situación. Puede haber restos de agresividad en los conductores de tuk-tuks en las grandes ciudades, aunque mayoritariamente lo que uno encuentra en Thailandia es dulzura y formas elegantes, al igual que en los países vecinos del sudeste asiático, como Myanmar, Laos o Camboya, también bajo la forma de budismo Hinayana, que cree en la liberación en esta vida.
Bangkok es el epicentro financiero y comercial. Ubicada junto al río Chao Praya que la convirtió hace siglos en importante puerto de intercambio, hoy ejerce de hub asiático que conecta Occidente con muchas destinaciones de Asia.
Asimismo, se ha convertido en el lugar de residencia de múltiples occidentales. El país vive bajo una monarquía cada vez menos absolutista y con la voluntad de abrirse al mundo, por detrás de gigantes asiáticos como China o India. Al igual que estos, puede ser un lugar de contrastes, aunque las diferencias entre ricos y pobres no son tan exageradas. Probablemente, solo en los grandes y lujosos centros comerciales de zonas de Bangkok, como Silom, se note la distancia entre los muy ricos y el resto de la población.
Con localidades como Chang Mai y Chang Rai, el norte es más rural y montañoso, con zonas selváticas que se adentran en el prohibido triángulo del opio: una zona fronteriza, que une a Thailandia con Laos y Myanmar, en la que el tráfico de droga ha causado estragos desde hace décadas.
La droga y la prostitución son inherentes al paisaje humano tailandés, una herencia de la ya lejana guerra de Vietnam, que desde entonces atrae a los occidentales en busca de hedonismo, escapismo, vicio y diversión.
La alta concentración de prostitución en diversas zonas de Bangkok, como Nana o Pat Pong, pueden convertir este destino en una especie de Estación Termini de la decadencia de Occidente.
Esta es una cara de Thailandia que hay que tener en cuenta, pero se trata de algo que uno encuentra si lo va a buscar, o cuando a lo largo del viaje se visitan determinadas destinaciones, como la playa de Pattaya o alguna de las supuestas islas paradisíacas del archipiélago tailandés. Si se viaja por zonas rurales del interior, como Lampang, todo esto desaparece. Lo mismo sucede en Bangkok, evitando ciertos barrios.
Mi experiencia como viajero en Thailandia ha sido casi siempre la de estar de paso, he recurrido a Bangkok como enlace para otros destinos. Sin embargo, han sido tantas las veces que he pasado por esta ciudad que se ha convertido en una de mis ciudades predilectas del continente asiático. Casi siempre me he alojado cerca del río, cerca del Hotel Oriental, con la proximidad del embarcadero que te permite tomar las lanchas públicas, que remontan el río en dirección al barrio chino, el Palacio Real o el barrio mochilero de Kaosan Road, en el norte.
En ocasiones, he llegado a emprender cortas excursiones para visitar lugares de interés histórico, como las ruinas de Ayutayya y Sukhotai, que cobijan los restos del antiguo reino de Siam, o a la más lejana Phimai, con templos que anticipan la civilización jemer de Angkor Wat.
En todos los casos, mi impresión de Thailandia ha sido la de un país amable, donde se me hace fácil seguir el fluir de su gente, donde puedo improvisar sin temer que las cosas puedan complicarse. Se trata de un lugar de esos que los americanos denominan easy going. Tal vez lo más duro de Thailandia sea la alta humedad relativa que dispara la sensación de calor a estados de tedio bastante sofocantes. Como compensación, puede recurrirse a sus tradicionales masajes o a los placeres de una comida picante como pocas, pero sanamente vegetariana y equilibrada.
Gran Buda reclinado del Wat Pho en Bangkok.
Vivencias
Siempre recuerdo de Bangkok la imagen desde la lancha, remontando el río, camino del embarcadero junto al Wat Pho, porque es el primer lugar que suelo visitar para pedir a su gran Buda reclinado que me otorgue protección durante el viaje.
Además, detrás del templo está la reputada escuela de masajes, a la que acudo para quitarme los males de un largo vuelo intercontinental.
Bangkok suele ser mi puerto de entrada al continente asiático. Las horas de vuelo y el jet lag te dejan el cuerpo traspuesto y la contundencia de un masaje tailandés, en manos de las ancianitas o señoras ya expertas, te recoloca todos los huesos y terminaciones nerviosas, además de disolver todos los nudos que te bloquean. El cuerpo es como un mapa interno de nuestra conducta externa.
La idea de fluir es esencial también para el cuerpo. Si existe un bloqueo, por ejemplo, en el cuello o las cervicales, se rompe la comunicación entre el cerebro y el corazón, lo que tiende a convertirnos en robots, que amputan sus emociones en el típico nudo en la garganta.
El Tao establece la flexibilidad como una de las propiedades de la vida.
«El hombre, al nacer, es blando y flexible, y al morir queda rígido y duro.
Las plantas, al nacer, son tiernas y flexibles, y al morir quedan duras y secas.
Lo duro y lo rígido son propiedades de la muerte.
Lo flexible y blando son propiedades de la vida.
Por esto, la fortaleza de las armas es la causa de su derrota, y el árbol robusto es abatido.
Lo duro y lo fuerte es inferior, y lo blando y frágil es superior.»
Tao Te King, LXXVI
Por lo tanto, si nos sentimos rígidos, estamos más cerca de la muerte. Asimismo, la rutina de la sociedad industrializada nos educa para ser fuertes y duros, de modo que debemos desaprender y recuperar aquella flexibilidad que teníamos al nacer.
Un buen masaje es un buen principio para alcanzar esto de una forma inmediata, después de los efectos de un largo viaje y la carga que solemos llevar de nuestras rutinas. Es importante desbloquear nuestro cuerpo con masajes, yoga, terapias o prácticas físicas, que nos aproximen al arte de vivir fluyendo.
Lo orgánico tiene mucha más influencia sobre nuestra mente y nuestras emociones de lo que nos pensamos. El ser humano funciona como un todo holístico, en el que existe una interacción entre todas sus partes. Por eso, es básico para aprender a fluir, primero, deshacer los nudos de nuestro organismo, limpiando los canales energéticos mediante masajes, reiki, yoga o lo que se quiera.
Un buen masaje al iniciar un viaje, además de colocar el cuerpo en su sitio, prepara la mente para que deje de ser tan rígida como de costumbre.
En una ciudad tan caótica, bulliciosa y cargada de tráfico como Bangkok, lo mejor es recurrir al sky train, un tren elevado que cubre parte del centro urbano, o desplazarse en las pequeñas embarcaciones motorizadas, que amarran en distintos puntos del río que la atraviesa.
La primera vez que visité Bangkok, recuerdo que me impactó el espectáculo de la ciudad vista desde las aguas del río, con el trajín de los marineros lanzando y recogiendo los amarres. Recorrí la ciudad vieja visitando casi todos los templos más importantes, que se hallan a uno y otro costado del río Chao Praya.
En la orilla opuesta al Palacio Real y el Wat Pho, visité el Wat Arun, con sus torretas apiñadas y aquellos barrios humildes, que rodean al templo y en los que pude ver la vida sobre las aguas. Muchas casas eran todavía de madera y se sostenían sobre troncos y estructuras que las elevaban del nivel de río. Sobre las aguas, brotaban plantas y, en ocasiones algunas flores de loto, abriéndose paso entre la suciedad y la contaminación propias de una gran metrópoli. No todo lo que vi fue bucólico y arcaico, pero diría que en Bangkok hay espacio para todo. En ella conviven modernidad y tradición, vicio y moralidad, orden y caos.
Más tarde, cuando el sol ya se hacía insoportable, me bajé en el embarcadero de Rajchawongse, que me metió de lleno en el oscuro laberinto colorista de uno de los chinatowns más fascinantes que he visto en Asia.
Aquella exploración supuso todo un reto para mi torpe capacidad de fluir y dejarme llevar, ya que el laberinto puso a prueba mi sentido de la orientación. Como buen occidental, me resistía a no saber por dónde iba y me incomodaba no llegar al destino concreto que había determinado en el mapa. En aquel entresijo de callejones atestado de gente y mercancías invadiendo tu camino, era imposible orientarse. No había referencias exteriores, porque apenas podías ver el cielo o la posición del sol. Te perdías, quisieras o no. Presentando resistencia, te enfadabas, pero si te dejabas llevar, todo cambiaba, así que me dediqué a fluir y a vivir la experiencia como una sorpresa. Recordé nuevamente las leyes del Tao. El camino del cielo es saber vencer sin combatir, responder sin hablar, atraer sin llamar y actuar sin agitarse.
Tracé un recorrido sin rumbo, sin ningún fin más allá de vagar, contemplar e impregnarme del placer sensorial, que suponía cruzar partes del mercado con crujientes patos cantoneses, fideos pad thai y herboristerías con tés de todas clases.
Al llegar a la zona de los paquetes de mil bolígrafos y las esquina con peluches gigantes, me vi dentro de una pesadilla infantil, pero al final pude salir sano y salvo. Toda una experiencia.
Así ha sido cada vez que he visitado el Chinatown de Bangkok, nada ha cambiado desde entonces.
Con el tiempo fui aprendiendo algún itinerario parcial, pero, en un momento u otro, sigo perdiéndome, lo que hace distinta cada visita.
En la capital de Thailandia, otra de mis vivencias fue descubrir la lancha que se toma en el puente de Phanfa y cruza la ciudad de forma transversal, surcando un estrecho canal de apenas tres metros de ancho, entre puentes y todo tipo de barrios. La embarcación iba llena de tailandeses, ajenos al salpicar del agua, cada vez que se aproximaba a tierra firme. Este era un vestigio de la antigua Bangkok, que llegó a considerarse la Ámsterdam asiática y que hoy ha perdido la mayor parte de sus canales.
Al caer la noche, la ciudad se transformaba en un espectáculo de neones y modernidad, con trenes y autopistas sobrevolando mi cabeza, entre rascacielos que se erigían como gigantes en una imagen que parecía sacada de la película Blade Runner. El exceso de estímulos sensoriales seguía poniendo a prueba mi capacidad de fluir. Tampoco podía sacarme de la cabeza las voces de los replicantes protagonistas de la película que venían a encontrarse con el dios de la ingeniería genética que los había creado, para pedirle que les permitiera vivir más. Los androides no solo podían soñar con ovejas mecánicas, como plantea el título original de la novela de Philip K. Dick en la que se basa la película, sino que, además, pueden tener sentimientos y crecer con esa tara tan nuestra del miedo a la muerte. También ellos se resistían al eterno cambio y a los ciclos de la vida.
Un día, mi amigo Pol Comesana, que llevaba ya unos años viviendo en la ciudad, al frente de su web y agencia de viajes Mundo Nómada, me llevó a la terraza de uno de esos modernos hoteles de veintitantas plantas, en las que te sentías muy frágil, mientras el viento parecía mecer todo el edificio. Allí arriba, uno era un ser diminuto ante las luces de la ciudad bulliciosa. También podías sentirte como un dios que observa desde las alturas, aunque a mí esa distancia en el espacio me conectó con mi interior.
Al ver a la ciudad moviéndose, pensé que mi organismo era también una metrópoli en movimiento a la que debía cuidar y atender.
En otra visita a Bangkok, pasé el fin de semana en el gigantesco mercado de Chatucchak, situado al norte de la ciudad y que constituye uno de los mayores bazares del mundo donde puedes encontrar desde serpientes cobra, hasta baterías de cocina o diversos modelos de atrapasueños.
Recuerdo que un día vi una prenda y luego quise volver para comprarla. Me pasé dos horas, tratando de encontrar aquellos pantalones de yoga azules que me había mostrado una vendedora china. Fue imposible, así que acabé comprando otros muy parecidos. En mi obsesión por que fueran los mismos, aturdido por el intenso calor, diría que se me apareció Heráclito, para recordarme la lección de la inmediatez: vive en el presente, porque las cosas no regresan, fluyen.
Uno de mis mejores recuerdos de Thailandia fue la primera vez que, volviendo de las ruinas de Ayuthayya, regresé a Bangkok por vía fluvial. El trayecto duró unas cuatro o cinco horas, en las que pude contemplar la vida rural en ambas riberas del río, como si todo fuera un pesebre de la antigüedad. En esos tiempos, iba de fotógrafo intrépido y viajaba en compañía de una canadiense que acababa de conocer. Jugábamos y competíamos a ver quién hacía mayor cantidad de fotos, o quién tenía el objetivo más largo, o cuál era la mejor posición de la cámara. Ella era muy rápida y yo acabé exhausto, sin vivir la experiencia por estar pegado al visor.
De pronto, entró la luz del atardecer y la gran ciudad emergió sobre las aguas.
El espectáculo era tan especial que el furor fotográfico se detuvo irremediablemente. Fue una contundente lección para los dos. Habíamos estado perdiendo el tiempo con nuestras cámaras, obsesionados con captar y poseer instantáneas, cuando lo importante era vivenciar, parar, contemplar y fluir con lo que aconteciera.
Fijar imágenes en el tiempo y el espacio no vale para nada si no hay experiencia.
La fotografía fija una espontánea, pero, como establece la ley de la impermanencia budista, bajo la doctrina conocida como anicca, debemos considerar siempre la naturaleza transitoria de las cosas. Las formas solo existen porque están en permanente cambio.
Ram Dass, quien fuera conocido como Richard Alpert, antes de abandonar su carrera de psiquiatría en Harvard junto a Timothy Leary (el gurú del movimiento psicodélico), lo explica muy bien en su libro autobiográfico Aquí todavía, cuando un derrame cerebral lo tuvo a las puertas de la muerte.
Dos décadas antes, a mediados de los sesenta, se instaló en la India para practicar meditación budista y convertirse al hinduismo.
«La práctica de la meditación en Boghgaya me sensibilizó respecto a la impermanencia y sobre cómo tratamos de eludirla. Este reconocimiento provocó una gran ansiedad en mí; revelaba la fragilidad del lugar en el que intentaba mantenerme. Mi Ego puso obstáculos a la verdad; edificado sobre la ilusión de su sólida existencia aparte, luchó contra la abrumadora evidencia de que, como cualquier otra cosa, era impermanente.»2
En el mismo libro, cuenta que los monjes budistas son instruidos en los osarios o en lugares donde los cuerpos son abandonados para que sean devorados por los buitres. Normalmente, esto se da en cimas elevadas, señaladas por escaleras pintadas de blanco, sobre la piedra y cubiertas de banderas multicolores de plegarias budistas. Allí los monjes meditan entre los cuerpos en descomposición para aprender la naturaleza impermanente del cuerpo y de todas las cosas vivientes. Esta meditación permite obtener el desapego de lo físico y aproximarse, desde el alma, a la contemplación de la mente y el cuerpo.
La impermanencia también es un modo de comprender la importancia de focalizar la atención en el momento presente. Si todo está en permanente cambio, ¿para qué preocuparse por prever lo que traerá el futuro o anclarse en el pasado?
La última vez que estuve en Bangkok fue camino de Myanmar. De nuevo, llegué con dos amigos fotógrafos, esta vez con la intención de escribir una parte de este libro, que en un principio se iba a titular El país de las sonrisas y que debía centrarse en los países del sudeste asiático. Al final, como las cosas se torcieron con mi editor, pasados seis meses de espera y estancamiento, en vez de aferrarme a mi idea inicial, decidí transformar aquel proyecto en lo que hoy es este libro. Una prueba más de la aceptación del fluir, ya que, después de tanto tiempo, el libro ya no era el mismo, porque yo estaba en otro momento. Sentí que la primera idea se había encallado por algo, así que lo mejor era empezar de nuevo.
Del mismo modo que el libro tuvo sus cambios y avatares, nuestro viaje sufrió un revés en cuanto llegamos, pues al entrar a la habitación del hotel supimos que Gino, el hermano de Teo, acababa de morir. Tenía apenas cincuenta años y la familia estaba destrozada.
Teo llevaba mucho tiempo planeando nuestro viaje, incluso había pedido un crédito para realizarlo. Estaba muy ilusionado con volver a sentirse fotógrafo de viajes después de pasarse unos años inmerso en la rutina y las obligaciones de un padre de familia.
Durante todo el día las llamadas se sucedieron, mientras crecían nuestras dudas sobre qué hacer. Finalmente, le pusieron un billete de vuelta en la mano y para sorpresa mía y de Mariano, el otro compañero fotógrafo, nos dijo que regresaría unos días más tarde, directamente a Yangon. Fue una muestra de entrega y valentía, además de una lección sobre cómo encajar y asumir una situación.
Despedimos a Teo en una tarde lluviosa, con el cuerpo desencajado y el alma partida, pues, Mariano y yo, que nos quedábamos, apenas nos conocíamos y tuvimos que fluir sin nuestro hombre enlace, el nexo que nos había involucrado en el viaje.
Sin embargo, se creó una camaradería inmediata, tal vez como consecuencia de la situación tan dramática que habíamos vivido. Era como si la muerte le hubiera quitado trascendencia a todo, por lo que resultaba absurdo discutir sobre dónde ir, qué comer o cómo pagar o protestar por lo que fuera. Nos sentíamos unos privilegiados y todo estaba bien. Se lo debíamos al gesto de Teo y a la celebración de seguir vivos en el viaje de la vida. La muerte lo cambia todo y, aunque no hay que temerla, es un profundo recordatorio de la necesidad de fluir.
Carpe diem, vive al día, como si cada amanecer fuera el último. Fluye con lo que viene y adáptate a los cambios frente a lo que es inexorable.
El Tao nos dice que vivir es llegar y morir es volver.
Tal como había prometido, Teo volvió tres días después. Venía ojeroso, descompuesto, casi muerto, pero satisfecho consigo mismo.
Durante aquel viaje por Myanmar, la memoria de su hermano estuvo con nosotros y cada visita a un templo o pagoda tuvo una carga simbólica especial.
Viajar es también una oportunidad excepcional para transitar un duelo. La distancia te ubica en un lugar adecuado para la reflexión, la interiorización y la toma de conciencia, que en cambio no facilitan la rutina y el entorno establecido. En mis viajes a Asia, he podido llorar muertes de seres queridos años después de que hubieran sucedido. Es necesario cumplir, sentir y transitar el duelo, porque, si no, se enquista.
La vida hay que sentirla como un fluir, como ese lugar en el que estamos de paso, cuyo cuerpo es vehículo de un alma que al morir seguirá su curso, fluyendo como las aguas del río.
Al menos así es como la contemplan los orientales.
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