Kitabı oku: «Noche de alacranes», sayfa 2

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4

Regresó al salón con una bandeja sobre la que llevaba una taza humeante de tila, y un platito con un pastel de los que se había traído del instituto. La directora se había puesto pesadísima con los pasteles.

—Llévatelos, llévatelos...

Colocó la bandeja sobre la mesa baja, frente a la butaca, y fue a buscar al mueble aparador la botella de licor. La destapó y olió el tapón como si fuera una experta sumiller, a continuación echó un chorrito en la taza de tila. Añadió azúcar y lo removió todo cuidadosamente con la cucharilla. Luego, cogió la taza con ambas manos y se sentó en la butaca. Sentía cómo sus dedos se iban calentando y bebió un sorbo, y luego otro, y otro más.

Se dejó abrazar por el respaldo de la butaca y clavó la mirada en el ramo de rosas rojas que había metido en un jarrón lleno de agua, con una aspirina para que durasen más. Pensó que la habían agasajado muy bien en aquel instituto, pues le habían obsequiado con dos de las cosas que más le gustaban: las rosas rojas y los pasteles. También le habían regalado una placa dorada sobre una peana de madera, con una inscripción y con su nombre grabado con unas letras muy historiadas. Pero las placas no le hacían mucha gracia, siempre le recordaban las frías lápidas de los cementerios.

Sin embargo, las rosas eran espléndidas, y además desprendían un olor que se notaba en toda la casa. Desde que era una niña le habían entusiasmado las flores.

Quizá la culpable de aquella afición hubiera sido su propia madre, que siempre tenía tiempo para liar ramilletes con las flores que iba arrancado de los matorrales que crecían junto a los senderos, de los prados, de entre los pedregales, del bosque, de las orillas del río... Llenaba su mandil con ellas hasta que rebosaba. Al llegar a casa las desparramaba sobre las lanchas del suelo, junto a la puerta, y las iba agrupando. Unas, permanecerían lozanas unos días más, en un jarro con agua; otras, las dejaría secar y luego las guardaría en saquitos de tela.

Para su madre, las flores no eran solo flores, sino que encerraban en sí mismas todo un mundo de propiedades casi mágicas. A Catalina le fascinaba oírle contar lo que una simple flor, unas hojas, un tallo o una raíz encerraban dentro. Quizá por eso, en muchas ocasiones, la provocaba con sus preguntas, solo por oírla, por embelesarse con su sabiduría.

—¿Qué flor es esta, madre?

—Tragapán le decimos por aquí, aunque otros la llaman Narciso. Es mano de santo para la tos ferina.

—¿Y aquella otra?

—Azucena silvestre; con sus bulbos, cocidos y aplastados, se hace un emplaste que cura los forúnculos. Y aquella es la achicoria, que afloja las tripas. Con la flor del escardamulos se hace una infusión que cura las dolencias del hígado. Y el arándano alivia los males de orina. Y la ortiga corta la cagalera.

—Hay plantas para todo, madre.

—Para casi todo. Si creciera en estos montes una planta que engordase a las personas te la daría a todas horas, que me causa desazón verte en los huesos. Pero está visto que para engordar lo que hace falta es pan, y cuando no lo hay...

—Pero algunas plantas dan ganas de comer a quien no las tiene, ¿no es verdad, madre?

—Sería un delito dártelas a ti –la madre negaba repetidamente con la cabeza–. ¿Para qué abrir el apetito cuando no se tiene qué comer?

—Yo no paso hambre, madre.

—Comes menos que un jilguero, así estás de delgada. Las tripas se encogen cuando no las echamos comida suficiente.

—¿Mis tripas se han encogido, madre? –preguntaba Catalina con un poco de preocupación.

—Las de todos los que vivimos aquí se han encogido, de hambre y miedo, que el miedo también las encoge. Pero las tuyas han encogido más, por eso no engordas ni creces, aunque estás en la edad de hacerlo.

El recuerdo de la madre se volvía tan nítido en la mente de Catalina, que en algún momento llegó a pensar que, por algún misterioso encanto, estaba hablando con ella en la realidad. Podía verla sentada en una silla, a su lado, mirándola con esos ojos, grandes y claros, que ella había heredado. Unos ojos que hablaban por sí mismos, que eran como una ventana abierta sin visillos ni cortinas que dejaba al descubierto su atormentado mundo interior.

—Madre –llegó a decir en voz alta.

Luego se asustó por haber creído en aquel espejismo y, a continuación, sonrió y se llamó vieja un par de veces. Pero no renunció al juego, que le incomodaba y le apasionaba a la vez, y cogió otro pastel. Miró la silla vacía donde había creído ver a su madre y dijo en voz alta:

—Este por usted, madre. Las tripas son como un acordeón: se encogen, pero también se estiran. Estos pasteles no están tan ricos como las rosquillas que usted hacía en la sartén en ocasiones especiales, esas que te dejaban en la boca un regusto anisado y dulce, pero se dejan comer.

Pensó que las madres de entonces no eran como las de ahora. Las de entonces callaban siempre, pasase lo que pasase. Eran firmes y duras, como una montaña, y jamás exteriorizaban sus sentimientos y sus emociones, aunque en sus entrañas se cociese la lava de un volcán.

Así había sido su madre.

Cuando quería saber qué le bullía dentro de la cabeza, Catalina la miraba a los ojos sin que se diese cuenta y trataba de leer en ellos. Por lo general, lo que descubría le causaba espanto y una gran desazón, sobre todo desde aquel día en que los guardias se presentaron de madrugada en casa, derribaron la puerta y registraron hasta el último rincón. A los tres los mantenían fuera, en fila, vigilados en todo momento. Desde allí podían escuchar los golpes que ocasionaban los destrozos de sus escasas pertenencias.

Cuando se cansaron de romper, uno de los guardias se acercó a ellos y, pistola en mano, les preguntó:

—¿Dónde están?

Nadie respondió a la pregunta que el guardia no volvió a repetir. Señaló primero a la madre y luego al hermano. Los demás guardias, a empujones, los obligaron a caminar.

—Vámonos –gritó el que mandaba la partida.

—¿Y esta? –uno de los guardias se fijó en Catalina.

—No ves que es una niña.

Catalina vio cómo los guardias se alejaban por el sendero formando dos filas. Entre medias caminaban su madre y su hermano. Entonces sintió una congoja muy extraña, que le salía de lo más hondo. Se sorprendióde que algo tan fuerte pudiera caber dentro de su cuerpo. Era una fuerza misteriosa que se agarraba a sus entrañas como un náufrago se aferra a una tabla en medio del océano. Y le dolía mucho aquel estrujamiento que poco a poco se iba extendiendo por todo su ser; el dolor era muy raro y muy fuerte.

Sentía ganas de llorar, pero de llorar como nunca antes lo había hecho, y de gritar con rabia. Pero no hizo ni una cosa ni otra. Cuando los perdió de vista, entró en la casa y contempló la desolación. Entonces se dio cuenta de que ahora todo dependía de ella. Tendría que recomponer las cosas que aquellos hombres de uniforme habían roto y ocuparse de las tareas de su madre y de su hermano sin descuidar las suyas. Cuando ellos regresasen debían encontrarlo todo como si nada hubiera ocurrido.

Durante varias semanas cavó la mísera huerta, a pesar de que los dedos se le llenaron de ampollas. Ordeñó la vaca que estaba recién parida y caminó cada día cargada con un cántaro los diez kilómetros que le separaban de la casa del médico de la zona, donde la vendía. Se ocupó de que las gallinas tuvieran algo que picotear y de que a la cabra no le faltase pasto. Preparó a diario la escasa comida y, al poner la mesa, colocaba siempre tres platos y tres cubiertos. Barrió cada mañana la casa. Nunca faltó agua fresca en las tinajas. Incluso, una tarde, a la caída del sol, cogió la caña de su hermano y se fue a pescar como él hacía; regresó con una trucha, un remojón y una satisfacción difícil de explicar. Si por la noche oía aullar al lobo, salía de casa envuelta en una manta con una estaca que apenas podía sostener entre las manos y permanecía vigilante, sin dejar que el miedo se apoderase de ella.

Un mes después, mientras unas patatas terminaban de cocer en la olla con media docena de vainas y unas hojas de laurel, por la ventana entreabierta le pareció descubrir algo. Salió corriendo de la casa y se plantó en medio del sendero. Al descubrir las figuras de su madre y de su hermano, la embargó un enorme sentimiento de felicidad. Quería gritar de alegría, reír, saltar, correr hacia ellos, abrazarlos... Pero volvió a contenerse. Quizá por primera y única vez en su vida se preguntópor qué era así, por qué toda la gente de aquella tierra contenía sus emociones y sus impulsos. No podía explicarlo, ni siquiera compartirlo; pero era consciente de que ella pertenecía también a aquella tierra de costumbres tan rudas.

Los dos habían adelgazado, a pesar de que ya estaban muy delgados cuando se los llevaron los guardias. El hermano tenía la cara amoratada y el labio inferior partido, cojeaba visiblemente al andar, como si le costase apoyar uno de sus pies en el suelo. La madre no tenía señales visibles de violencia, pero su aspecto estuvo a punto de hacerle perder el sentido: le habían afeitado totalmente la cabeza y la habían obligado a caminar así hasta su casa, sin una miserable tela con la que poder cubrirse, como un animal marcado con un hierro candente.

Al llegar a su altura, la madre y el hermano se detuvieron un instante. Cruzaron una fugaz mirada. A pesar de todo, Catalina sentía una inmensa satisfacción por volver a tenerlos en casa.

—La comida está preparada –les dijo.

5

Sostenía la taza de tila entre sus manos como si se tratase de una deslumbrante piedra preciosa. La envolvía con sus dedos para retener el calor que se extinguía poco a poco. Fue a beber de nuevo y se dio cuenta de que estaba vacía. La dejó entonces sobre la mesa y pensó si sería conveniente meterse en la cama o permanecer un rato más en la butaca, aguardando la llegada del ansiado sueño.

Muchas noches se había quedado dormida en la butaca. De pronto, empezaba a sentir una placidez que la envolvía y que relajaba todo su cuerpo, como un masaje muy suave, casi imperceptible. Comenzaba a pesarle la cabeza más de la cuenta y los párpados se cerraban a su antojo, sin pedirle permiso. Entonces se entregaba como una amante sumisa y dejaba que el sueño la abrazase con pasión y dulzura. Todo se borraba en su mente, como si una ola del mar diluyese la tinta con la que estaba escrita su propia vida.

Decidió esperar un rato en la butaca, hasta que la tila y el licor le hicieran efecto. Pero algunos síntomas comenzaban a desasosegarla. La noche estaba llena de sonidos y, lo que era peor, ella podía oírlos: unos pasos en el piso de arriba, el televisor de algún vecino a demasiado volumen, la mala digestión de alguna cañería, un mueble de madera que bosteza, un crujido misterioso, algo que parecía haberse caído... Desde muy pequeña había constatado que la noche es el lugar de los sonidos; al contrario que el día, que es el lugar del ruido.

Ruido era lo que se había formado al terminar el acto en el instituto. Al aplauso entusiasta y generoso de los zagales, había sucedido un enorme barullo que nadie podía controlar. La rodearon por todas partes y le ofrecieron papeles, cuadernos, libros de texto... Cualquier cosa valía para que ella les estampase su firma, como si se tratase de un futbolista de moda o un cantante famoso.

Con gran esfuerzo, Julio Cega y otros profesores consiguieron que los muchachos al menos formasen una fila ante la mesa de Catalina.

—Si te molesta firmarles un autógrafo, o si estás cansada... –comenzó a decirle Julio.

—No, no –replicó ella–. Nunca me había pasado algo

así. Les firmaré ese autógrafo, aunque no sé qué de

monios harán con él.

Y mientras firmaba un autógrafo en las guardas de un libro de Matemáticas a un zagalón de cerca de dos metros de estatura que la miraba con la boca abierta, sintió el primer fogonazo de un flash. Giró la cabeza y descubrió a dos hombres con grandes cámaras fotográficas, que la apuntaban desde todos los ángulos disponibles.

—Son de la prensa –le aclaró Julio.

Pensó que nunca le habían hecho tantas fotografías juntas en su vida: primero, mientras firmaba pacientemente los autógrafos; luego, caminando por los pasillos y el vestíbulo del centro, flanqueada por la directora y Julio; por último, en el despacho de la directora, donde le hicieron varias entrevistas.

¿Qué valoración puede hacer de este acto?

¿Qué le parecen los jóvenes de ahora?

¿Se siente feliz por haber regresado a su tierra?

¿Han cambiado mucho las cosas en los últimos años?

Montones de preguntas que solo invitaban al tópico, nunca a la reflexión, ni a la crítica, ni tan siquiera a hurgar entre los recuerdos.

Al despedirse de los periodistas, mientras les estrechaba la mano afectuosamente, les hizo un ruego:

—Creo que me habéis sacado cientos de fotografías. Si mañana vais a publicar alguna en vuestros periódicos, elegid una en la que haya salido, si no guapa, por lo menos favorecida. Aunque no lo parezca, siempre he sido un poco presumida.

Le hicieron gracia sus propias palabras y rió de buena gana. Su risa fue secundada por todos los presentes y los periodistas tomaron buena nota de sus deseos.

Recordar aquel momento le hacía sonreír. No había mentido a los periodistas: siempre había sido presumida, desde niña, aunque nadie se hubiera dado cuenta de ello. Ahora, al cabo de los años, se encendía otra vez aquella llama y volvía a preocuparse por su aspecto.

Aunque se lo negó a sí misma varias veces, tuvo que reconocer que el culpable de aquel arrebato de coquetería había sido Emilio Villarente, el mismo Emilio Villarente con el que bailó hasta la extenuación en las fiestas de San Roque del año... No podía recordar el año con exactitud, pero ella no tendría más de quince, y él uno más.

El prado llano, situado entre las últimas casas del pueblo y la quebrada que se desplomaba hasta el río, había sido adornado con cadenetas de colores y una tira de banderas de papel. En un extremo se había colocado una carreta, y sobre ella un taburete de madera. Era todo lo que necesitaba Sito el del Acordeón, que se ganaba la vida tocando en las fiestas de todos los pueblos de la comarca.

Emilio llegó con dos amigos algo mayores que él y enseguida se sumaron a la fiesta. No tardó Catalina en darse cuenta de que aquel muchacho no dejaba de mirarla, y eso le extrañó. Había muy buenas mozas en aquella fiesta, de su mismo pueblo y de otros pueblos vecinos, más altas que ella, más mujeres. Sin embargo, ¿por qué aquel desconocido no apartaba la vista de ella? En algún momento sintió que se ruborizaba un poco, y no le importó, pues sabía que algo de color no le vendría mal a su rostro siempre tan pálido.

Su amiga Dolores fue la primera que se dio cuenta.

—No te quita la vista de encima –le dijo.

—¿Quién es?

—No sé. Dicen por ahí que vienen de la cuenca minera.

—No tienen planta de mineros.

—Esos no han entrado en una mina en su vida –rió Dolores de buena gana–. Lo que no entiendo es qué hacen aquí.

—Habrán venido a la fiesta, como otros.

—Pero ellos no son como otros.

—¿Por qué? –Catalina no parecía entender nada de lo que le decía Dolores.

—Del que te mira tanto dicen que su padre tiene negocios.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Pues que el único negocio que tenemos los que vivimos aquí es comer todos los días un plato caliente. Ten cuidado, Catalina.

—Cuidado... ¿de qué?

—De él.

Catalina sintió que las mejillas le ardían de rubor. Una cosa era un poco de color y otra un estallido. Estaba segura de que su cara se había vuelto tan roja como un tomate maduro.

—¿Por qué me dices esas cosas?

—Porque ya se acerca hacia aquí y seguro que te invita a bailar.

—¿A mí?

Cuando Catalina volvió la cabeza se encontró con el rostro de aquel muchacho, en el que el rubor también parecía estar haciendo mella. Era un chico alto y guapo. Su pelo, que brillaba a causa del fijador, estaba dividido por una raya que parecía haber sido trazada con una regla. Tenía los ojos oscuros y chispeantes.

—¿Quieres que bailemos? –le preguntó.

Catalina se dio cuenta de que le había costado pronunciar aquellas tres palabras. Había tenido que hacer un pequeño esfuerzo y, a pesar de todo, se trabó un poco. Era tímido, o quizá le pasaba como a ella, que aún no estaba acostumbrado a esas cosas.

Catalina lo miró un instante y sus ojos se encontraron. Ninguno de los dos pudo aguantar la mirada y casi al mismo tiempo la bajaron y dejaron que se perdiera por la hierba recién segada del prado.

—Bueno –respondió al fin Catalina–. Pero yo bailo muy mal.

—Yo también –añadió Emilio.

El acordeón de Sito arañaba la tarde y las notas se dejaban balancear por un viento suave de verano, que las llevaba y traía como si quisiera jugar con ellas. A veces las arremolinaba junto a los chopos del río, otras veces las empujaba hacia lo alto del monte, donde dormitaba el oso, donde el urogallo alzaba su cabeza como si quisiera escuchar, donde la garduña se deslizaba con sigilo entre la hojarasca, donde unos cuantos hombres liaban un cigarrillo para quemar la nostalgia y la rabia.

—¿Cómo te llamas?

—Catalina. ¿Y tú?

—Emilio.

—No eres de aquí, ¿verdad?

—Vivo en un pueblo de la cuenca minera.

—Pero... tú no eres minero.

—No.

—¿Y a qué te dedicas?

—Estudio.

—¿Y qué estudias?

—El bachillerato.

—Yo no he ido al colegio. Cuando iba a empezar, llegó la guerra.

—No importa.

—Sí que importa.

Bailaron juntos toda la tarde, con una energía que solo su juventud podía proporcionar. Les daba igual la pieza que interpretase Sito el del Acordeón. Ellos danzaban y saltaban al ritmo de la música, y hasta el prado llano se les quedaba pequeño en algunas ocasiones, a pesar de que allí se habían jugado hasta partidos de fútbol. Perdieron la timidez del principio y hablaban de mil cosas sin orden ni concierto. Todo les hacía gracia y no dejaban de reír. Tan embelesados estaban que no se dieron cuenta de las miradas que algunos les dirigieron, de los comentarios que se cruzaban, de gestos demasiado elocuentes.

Al anochecer Sito guardó su acordeón y se acabó la fiesta, pues los guardias no permitían ninguna algarabía en la oscuridad.

Emilio y Catalina se despidieron junto a una fuente en las afueras del pueblo, a la que ella lo había llevado para beber un poco. El agua manaba allí mismo y un trozo de teja servía de canalillo. Bebieron hasta saciarse y se empaparon la cara.

—Me gustaría volver a verte –dijo entonces Emilio.

—Bueno –respondió Catalina.

—¿Me das un beso?

Catalina volvió a ruborizarse. Se alegró de que ya fuera de noche y de que momentos antes se hubiera mojado la cara. Se acercó un poco a Emilio y, sin mirarlo, le besó en la mejilla.

Luego, Emilio echó a correr en busca de sus amigos y ella regresó al pueblo caminando muy despacio. Nada de lo que veía le parecía igual.

6

En su casa no había espejos. Su madre había roto el único que tenían el día en que volvió con la cabeza completamente rapada.

Cuando pasaron al interior, Catalina, con una pizca de orgullo, dijo:

—Descuide, madre, que yo me he ocupado de todo.

La madre miró a su alrededor y pensó que nunca las cosas habían estado tan ordenadas en aquella casa. Se acercó a Catalina y le acarició el pelo.

—Mi pequeña –dijo en voz baja.

Fue el único momento de ternura que se permitió.

Luego descolgó el espejo de la pared y se miró la cara. Al notar que se le saltaban las lágrimas, se volvió para que sus hijos no la vieran llorar. Después arrojó con fuerza el espejo contra el suelo y lo hizo mil pedazos.

Ese día su madre se ató un pañuelo negro a la cabeza. Un pañuelo que solo le dejaba al descubierto los ojos, la nariz y la boca. Y desde entonces para Catalina la imagen de su madre permaneció asociada a aquel pañuelo, del que nunca más se separó, a pesar de que el pelo volvió a crecerle con la misma fuerza que antes.

Catalina barrió los fragmentos del espejo. Y cuando los llevaba a la basura en el recogedor, apartó el trozo más grande, que tenía forma triangular, y que cabía en la palma de su mano. Guardó aquel trozo de vidrio azogado en el hueco de un árbol, de donde lo sacaba de vez en cuando para tratar de mirarse. Pero era tan pequeño que solo podía verse por partes: ora un ojo, ora el otro, ora la boca, ora la nariz...

El día siguiente a la fiesta de san Roque en la que había conocido a Emilio, Catalina salió a primera hora de la tarde en busca de fresas silvestres. Cogió un cesto de mimbre y caminó junto al río, remontándolo, siempre cuesta arriba. Conocía algún lugar donde se daban las fresas y, si alguien no las había descubierto ya, confiaba en poder regresar con el cesto lleno. Abandonó pronto el camino y tuvo que abrirse paso entre helechos y espesos escobedos. Poco a poco, se fue dejando tragar por el bosque. Y a pesar de que no era tan recia como otras y de su carácter más bien asustadizo, en el bosque se movía a sus anchas, como un trasgo que hubiera nacido en aquellos robledales inmensos, o sobre las rocas a las que se aferraba el musgo y entre las que serpenteaba el río, cada vez más impetuoso.

Como esperaba, llenó el cesto de fresas silvestres, aunque no sin esfuerzo, pues alguno de los lugares que conocía ya había sido pelado, quizá por algún animal, quizá por algún ser humano. Pero su intuición no le falló y finalmente encontró lo que deseaba.

Sudorosa, pues agosto se mostraba implacable, decidió regresar. Pero entonces recordó que se encontraba cerca de una pequeña tabla que formaba el río después de precipitarse desde unas peñas. Era el lugar ideal para refrescarse un poco. Decidió acercarse hasta allí y se arrodilló en la orilla. El agua casi parecía remansada. Acercó su rostro y sus manos a la superficie del agua, con intención de remojarse, y entonces se dio cuenta de que ante sí tenía un inmenso espejo, mucho más grande que el que su madre había convertido en añicos.

Durante un buen rato contempló el reflejo de su propio rostro y pensó que no era feo ni desagradable y, aunque algo infantil, no era el de una niña. Entonces, sin poder explicarse los motivos de su reacción, se quitó toda la ropa y contempló su cuerpo.

Sí, estaba delgada, muy delgada, se le podían contar todas las costillas. Los huesos de los hombros y de las caderas se le notaban demasiado y, además, sus piernas eran dos palitroques. Pero no dejaba de mirarse y de sorprenderse de sus formas. A pesar de todo no era ya una niña, porque dos senos irrumpían con timidez en su pecho y porque un vello ensortijado ocultaba su sexo.

Se lanzó al agua con decisión y se zambulló entera. Estaba muy fría, pero deliciosa. Sintió cómo seleponía la carne de gallina y cómo sus pezones se endurecían. Como no sabía nadar, chapoteó para entrar en calor. Entonces pensó en Emilio y le pareció lógico que se hubiera fijado en ella, lo mismo que ella se había fijado en él. Ya no era una niña, a pesar de que su cuerpo no quisiera desarrollarse al ritmo que dictaba la madre naturaleza.

Se tumbó sobre una roca lisa para secarse. La roca estaba tibia y, a pesar de su dureza, resultaba muy agradable. El calor que desprendía la propia roca se juntaba con el del sol y, entre ambos, conseguían una sensación placentera.

A Catalina le sorprendió comparar aquella sensación que estaba experimentando con la que había sentido la tarde anterior, bailando una y otra vez con Emilio. Le dieron vergüenza sus propios pensamientos y se dijo que no tenía nada que ver una cosa con la otra.

Se vistió despacio y, antes de regresar, volvió a mirarse en el espejo que acababa de descubrir. Con los pelos alborotados, húmedos aún, se encontrómás guapa.

Su hermano partía leña frente a la casa cuando llegó. Se acercó a él y le mostró el cesto lleno de fresas silvestres. Él dejó el hacha clavada sobre un tronco y cogió un puñado.

—No vuelvas a acercarte a ese –le dijo de pronto.

Catalina se quedó cortada, sin saber muy bien a qué se estaba refiriendo su hermano. Cuando adivinó la intención de sus palabras, sacó su genio y le preguntó:

—¿Y por qué no puedo acercarme a ese?

—No es de los nuestros. Su padre tiene negocios, tiene dinero.

—¿Y eso es malo?

—A lo mejor en otro lugar y en otra época no sería malo, pero aquí y ahora sí que lo es.

—No te entiendo.

—Ya lo entenderás cuando te hagas mayor.

A Catalina le indignaron profundamente las palabras de su hermano. No tanto que se permitiera decirle lo que tenía o no que hacer, como que diese por sentado que aún no era mayor. Ella sola se había ocupado de la casa, de la huerta, de la leche de la vaca... ¡Cómo podía decirle que todavía no era mayor! Que estuviera tan flaca no era culpa suya. Además, acababa de mirarse en el espejo mágico del río y el agua clara le había revelado el secreto: era una mujer, como las demás, o más delgada que las demás; pero una mujer.

Enfadada, le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta de casa, pero la voz del hermano la detuvo.

—Catalina.

Volvió la cabeza y lo miró. Vio que la expresión de su rostro había cambiado. Ahora parecía turbado por algo, como si algún asunto lo estuviera recomiendo por dentro.

—¿Qué ocurre? –preguntó con inquietud.

—Esta noche me voy –respondió el hermano.

—¿Te vas? ¿Adónde?

—Con los del monte.

Catalina cerró los ojos. Si tenían pocos problemas, a partir de ahora iban a tener otro más.

—Pero los guardias acabarán matándolos a todos.

—Prefiero eso antes que vuelvan a llevarme al cuartelillo y... –la voz del hermano se quebró por la rabia–. Al menos allá arriba me sentiré un hombre, no una rata.

Catalina avanzó hacia él.

—¿Se lo has dicho a madre?

—No.

—¿Se lo dirás?

—No hace falta. Cuando mañana no me encuentre en casa, ya sabrádónde estoy.

Luego cogió otro puñado de fresas y comenzó a comer.

—Están buenísimas –sonrió–. Ya me dirás de dónde las coges.

—Es un secreto.

—Muchos secretos me parece a mí que tienes.

Catalina sintió una enorme tristeza, que venía a sumarse a otras tristezas. Durante los últimos años la vida parecía reducirse a eso: una pena detrás de otra pena, un dolor detrás de otro dolor... Y la cuenta parecía no tener fin. Se preguntó una vez más qué habría ocurrido en aquella tierra, en los límites para ella confusos de su propio país, para que años atrás estallara una guerra que había liberado a todos los demonios, unos demonios que ahora campaban a sus anchas por doquier.

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221 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9788467552768
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