Kitabı oku: «Noche de alacranes», sayfa 3
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A la mañana siguiente se despertó temprano. Le extrañó el silencio que reinaba en la casa y saltó de la cama. Corrió hasta la habitación de su madre y la encontró vacía. Tampoco estaba en la cocina, donde el fogón ni siquiera había sido encendido. Se vistió a toda prisa y salió al exterior. Miró a un lado y a otro. Los primeros rayos de sol se filtraban entre las ramas más altas de los árboles y los zorzales reverenciaban con su canto al nuevo día.
Catalina sintió ganas de gritar, de llamar a voces a su madre y a su hermano. Pero no lo hizo. Algo dentro de ella le decía que en aquella tierra se contenían los impulsos, se ocultaban los sentimientos, se escatimaban las palabras. Y ella, le gustase o no, formaba parte de aquella tierra. Estaba marcada para siempre por ella y por sus costumbres ancestrales.
Echó a correr por el sendero y, tras el primer recodo, descubrió a la madre. En pie, inmóvil como una estatua, con la mirada fija en el monte, en esa sucesión de montes que parecía no tener fin. Aminoró el paso y se acercó a ella. Sin decir nada, se colocó a su lado y contempló también las montañas. Varios neveros tapizaban las cumbres más altas, donde se arremolinaban algunas nubes, y los bosques espesos cubrían las laderas y los valles por los que se despeñaban los regatos que alimentaban a los ríos. Pensó entonces que no podía existir en el mundo un lugar tan bello. Pero comprendió al instante que no siempre los lugares bellos son los mejores para vivir y que incluso el ser humano no podría subsistir en algunos de ellos. ¿No estaban hechas aquellas cumbres para los osos, los corzos y otros animales? ¿Por qué entonces algunas personas tenían que refugiarse allí y vivir como las alimañas? ¿Por qué su propio hermano había decidido hacerlo?
—Se ha ido con los del monte –le dijo de pronto su madre.
—Lo sé.
—Echaremos de menos sus brazos.
A Catalina le aguijonearon aquellas palabras. ¿Cómo podía decir que echarían de menos sus brazos? ¿Solo sus brazos? A ella le tenían sin cuidado sus brazos; echaría de menos al hermano, todo entero: su voz y su mirada, su cuerpo, sus pasos, sus silencios, su complicidad, su cariño, su olor, su presencia... ¿Qué importaban unos simples brazos cuando faltaba todo lo demás?
Entonces se dijo que su madre tenía que sentir lo mismo que ella, y con mayor motivo. Era una madre que acababa de separarse de un hijo que había decidido jugarse la vida por un poco de dignidad. Pero... ¿por qué una vez más se negaba a admitir sus sentimientos,
o al menos, a exteriorizarlos? Miró una de las peñas que sobresalía entre el follaje, una peña sólida y altiva, a pesar de las múltiples heridas que los vientos y hielos de siglos le habían ocasionado, y pensó que la gente de aquella parte del mundo no nacía de madre, sino de las propias rocas. Era algo que tendría que asumir durante toda su vida. Solo asumiéndolo podría corregirlo un poco.
Desde la partida del hermano la madre se volvió aun más callada y silenciosa. Catalina lo notaba y procuraba hacerle hablar a todas horas, pues temía que de lo contrario llegase a quedarse muda. La asediaba a preguntas. Pero la mayor parte de las veces la madre le respondía con monosílabos e, incluso, con un gesto de su cabeza
o de sus manos. Su vida había sido una cadena de renuncias y ahora parecía querer avanzar un eslabón más: renunciar a las palabras, a la voz, al idioma.
El mismo día de la partida de su hermano, sintió Catalina que la tristeza se había instalado definitivamente en su casa. Nada podía hacer por combatirla. Su fuerza era muy grande, sobre todo porque no podía verse ni tocarse. Estaba allí, en todos los rincones de la casa, en los surcos de la huerta, entre los maderos del establo, incluso se extendía por el camino y por el río. Estaba allí y ella notaba su incómoda presencia. La tristeza había empezado a formar parte de aquel lugar, como las cortezas agrietadas de los árboles, el ulular del viento, la calma que sucede a la tormenta, el vuelo del azor, las esquilas de las vacas... Estaba allí, pero Catalina no sabía ni siquiera cómo defenderse.
Y cuando Catalina pensaba que tanta tristeza le estaba ahogando y que se moriría de pena, volvió Emilio Villarente.
Era domingo. Por la mañana habían ido a misa, a pesar de que no eran creyentes, porque sabían que el cura daba a los guardias un papel con los nombres de los que habían faltado, y eso siempre acarreaba complicaciones. Luego, se había afanado en acabar cuanto antes todas las tareas para tener un rato libre por la tarde y dar un paseo con Dolores y otras muchachas del pueblo. Se lavó en una palangana, se peinó y se puso el único vestido que tenía, que de tantos arreglos había perdido cualquier atisbo de gracia.
Recorría el trayecto que separaba su casa del pueblo cuando vio acercarse a Emilio en una bicicleta. Se detuvo sorprendida. Él se soltó de manos y le hizo señas.
—¡Que te vas a caer! –le gritó al ver que la bicicleta daba un vaivén imprevisto.
Pero Emilio agarró el manillar con destreza y la enderezó.
—Hola, Catalina.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a verte.
Catalina notó al instante que el rubor encendía su rostro. Bajó la cabeza y trató de disimular su turbación.
—¿A mí? –preguntó solo por decir algo, porque permanecer callada le parecía aun más embarazoso.
—Si no te importa, claro.
Catalina tragó saliva varias veces antes de poder responder.
—No me importa.
Entonces Emilio le mostró la bicicleta.
—En bicicleta solo tardo media hora en llegar hasta aquí –le explicó–. ¿Quieres que demos un paseo?
—Bueno.
Y Catalina, como si hubiera encontrado un alivio, comenzó a caminar. Pero Emilio la detuvo de inmediato.
—Me refería a un paseo en bicicleta.
Catalina no pudo evitar que se le abriese la boca de la sorpresa. Miró la bicicleta y miró a Emilio.
—No he montado nunca. No sé.
—No importa. Yo me encargaré de dar pedales y de que la bicicleta ande derecha.
—¿Cabemos los dos juntos?
Emilio, como si quisiera demostrarle que su proposición no era un disparate, sino que estaba fundada en la más pura lógica, se subió a la bicicleta, a horcajadas sobre la barra, y la mantuvo recta. Luego, le señaló a Catalina el transportín que había sobre la rueda trasera.
—Sube y agárrate a mí.
Catalina pensó echar una pierna por cada lado del transportín, pero la postura, aunque más segura, le pareció algo indecorosa. Por eso, se sentó por un lateral, con las dos piernas juntas.
—¿Así? –preguntó con un poco de miedo.
Y como si Emilio estuviera esperando una señal de partida, dio un impulso hacia delante, se sentó enelsillín y comenzó a pedalear con ímpetu. Al sentir el movimiento, Catalina se asustó más y se abrazó con fuerza al cuerpo de Emilio.
Y así atravesaron el pueblo. Y así los vieron algunos vecinos que estaban sentados al socaire, y Dolores, que la esperaba con otras muchachas.
A la salida, Emilio tomó el camino que le pareció más llano y pedaleó con más suavidad. Su cuerpo se movía cadenciosamente hacia un lado y a otro. Catalina, aunque había disminuido la presión con que lo abrazó al principio, podía percibir a través de su camisa las formas de aquel cuerpo, sus movimientos y hasta los latidos de su corazón.
—¿Vas bien? –le preguntó Emilio.
—Sí.
Se detuvieron junto al río, al lado de las ruinas de un molino que había funcionado hasta que, en la guerra, un avión dejó caer una bomba sobre él y lo convirtió en un montón de ruinas. Dejaron la bicicleta apoyada en el tronco de un árbol y se sentaron sobre la hierba.
Permanecieron más tiempo callados que hablando. Se miraban furtivamente, se sonreían, pero no encontraban las palabras para iniciar una conversación lo suficientemente larga. Así, saltaban de un tema a otro, la mayoría triviales. Solo cuando se plantearon regresar al pueblo, pues Catalina no quería que su madre la echase mucho tiempo en falta, él hizo un comentario:
—No quieren que venga a verte –dijo.
—¿Quiénes?
—Mis padres.
—¿Y por qué?
Emilio se encogió de hombros, como si no supiera la respuesta, o como si la supiera y no quisiera hablar de ello.
—A mí también me han dicho lo mismo –le dijo de pronto Catalina.
Se miraron a los ojos y a los dos les sorprendió el tiempo que pudieron mantenerse la mirada, fue como si un puente invisible hubiera surgido entre ellos, un puente mágico que solo sus miradas podían transitar.
—Y tú... ¿les vas a hacer caso? –preguntó de pronto Emilio.
—Hoy no se lo he hecho –sonrió Catalina–. ¿Les harás caso tú?
—Hoy tampoco se lo he hecho –rió también Emilio.
Regresaron al pueblo en la bicicleta, pero Catalina prefirió que no entrase y que la dejase en las afueras, junto a la fuente donde se habían despedido la primera vez.
—Tendremos que poner un nombre a esta fuente –dijo Emilio–. ¿Qué te parece Fuente de las Despedidas?
—No me gusta.
—A mí tampoco, pero se me está ocurriendo uno mejor.
—¿Cuál?
—Antes tengo que hacerte una pregunta.
—Pues hazla.
—¿Me das un beso?
Ahora no la protegía la noche ni el agua fresca en el rostro, como la primera vez; pero notó Catalina que el rubor no era tan fuerte. Ya no sentía tanta vergu¨enza por estar a solas con Emilio, por oír palabras que inducían al amor. Se acercó a él y le besó en la mejilla. Procuró que el beso fuese más largo, más sonoro, más nítido, más cálido.
Emilio sonrió de oreja a oreja y se subió en la bicicleta. Iba a empezar a pedalear, pero ella lo detuvo.
—¿No vas a decirme el nombre de la fuente?
—¿No lo adivinas?
—No.
—Te lo diréelpróximo día que nos veamos. Piensa mientras tanto.
Y cuando llegaba a las primeras casas del pueblo, Catalina descubrió el nombre de la fuente y lo pronunció en voz alta.
—Fuente de los Besos.
8
Miró el moderno reloj que su hijo le había regalado el último verano, cuando viajó desde Toulouse en coche con su esposa para pasar unos días con ella. Era una especie de caja de cristal de forma piramidal y una base dorada. La esfera blanca ocupaba casi todo el espacio, pero en un rincón, en la parte inferior, había dos muñequitos que no dejaban de bailar: media vuelta hacia un lado, media vuelta hacia el otro...
—Lleva dos pilas –le explicó el hijo–. Una para que funcione el reloj y otra para que giren los bailarines.
—Es muy original.
Le sorprendió que aquel mismo día, mientras comían, su hijo le hiciese una pregunta que nunca antes le había hecho. Una pregunta obvia, pero que pronunciada por su hijo quizá encerrase una doble lectura, o una preocupación incipiente.
—¿Te encuentras bien, mamá?
—¿Tengo mal aspecto? –respondió ella de inmediato.
—Al contrario, estás guapísima.
—Me sorprende oír a mi propio hijo hablando asía su madre –rió Catalina, y guiñó un ojo a su nuera.
—Estamos lejos, nos vemos poco... –recapacitó el hijo–. ¿No echas de menos Toulouse?
La risa de Catalina se congeló un instante en sus labios.
—Todos los días –respondió.
—¿Por qué no regresas?
—Porque, si lo hiciera, echaría de menos esto –y abrió los brazos, como queriendo abarcar muchas cosas, por supuesto cosas que no cabían entre las cuatro paredes del piso–. Pero no me preguntes por qué.
Desde aquel día el reloj de los bailarines había permanecido en un estante del mueble librería. Solo lo había movido alguna vez, lo justo para quitarle el polvo.
Y ahora ese reloj le estaba indicando que ya era muy tarde y que debería estar en la cama, durmiendo. Como decía ella, no tenía ninguna obligación y podía levantarse a la hora que le diera la gana, pero su cuerpo se había acostumbrado a unos horarios y a unas maneras. Y si las transgredía, protestaba de una u otra forma, y las protestas de su cuerpo no le resultaban agradables.
Como si no se creyera la hora que marcaba el reloj de los bailarines, miró el de pulsera que ella misma llevaba. La coincidencia de la hora la intranquilizó aún más.
—Una noche de alacranes –dijo en voz alta–. Eso es lo que me espera.
Pensó hacerse una nueva infusión de tila, pero se limitó a coger la botella de licor y a echar un buen chorro en la taza. Comenzó a beberlo despacio. Le sabía mal. Nunca había tomado licor a palo seco. Solía añadirlo a alguna infusión o a algún guiso. Nada más.
—Acabaré borracha –dijo–. ¡A mi edad!
Su mente regresó de inmediato al instituto y se vio de nuevo en la mesa que habían colocado en el escenario, rodeada de zagales que seguían preguntándole cosas, a pesar de que ya había terminado el tiempo de las preguntas.
—Recuerdos de mi abuela –le dijo de pronto una muchacha alta y guapa, que se mantenía todo el tiempo como acurrucada contra el corpachón de un compañero.
—¿Me conoce tu abuela?
—No –respondió la muchacha–. Pero me ha contado que desde que era casi una niña oyó hablar mucho de usted, y que se alegra de que haya vuelto a nuestra tierra, y que un beso muy grande de su parte.
Se levantó y besó a aquella muchacha, y también al compañero que no se separaba de ella.
—Dale un beso muy fuerte a tu abuela de mi parte –le dijo Catalina–. Y otro para ti, y otro para tu amigo.
—Es mi novio.
—Pues para tu novio.
Los vio alejarse, enlazados por la cintura, acariciándose sin reparo, cuchicheándose al oído e intercambiándose besos, a veces candorosos, a veces apasionados.
Siempre había pensado que, por mucho que cambiasen las costumbres de los seres humanos, había cosas inmutables que permanecerían por los siglos de los siglos, por ejemplo, el amor y la amistad. Sin embargo, cuando observaba a los jóvenes se preguntaba si el amor que ellos estaban descubriendo era igual al que ella creyó haber descubierto un día. Lo mismo le ocurría con la amistad.
Pensó entonces que en algo más de medio siglo las cosas habían cambiado mucho en su tierra, en el país entero, en el planeta. Además, el cambio se había producido a velocidad de vértigo. El problema era para los mayores, como ella, que parecía que habían sido teletransportados desde las catacumbas de la historia a la ciencia ficción. Por eso, en muchos mayores cundía el miedo, o la perplejidad, o la indiferencia.
Pero no era su caso. Ella era joven, a pesar de su edad. Se lo había oído decir a Picasso en una ocasión: «el que es joven, lo es toda la vida.» Lo había decidido hacía ya muchos años: sería joven hasta el último día; moriría joven, aunque tuviera cien años.
Pero en ese momento recordaba a aquella pareja de zagales y se preguntaba cómo se comportaría ella si tuviera su edad. Negó con la cabeza, como si no quisiera ni pensarlo. Recordó que siempre, desde niña, le había gustado ser rebelde y hacer, además de las cosas que debía, otras que le apetecían. Había intentado que no hubiera distancia entre sus pensamientos y sus actos. Siempre le había desconcertado una pregunta: ¿por qué pensamos una cosa y hacemos otra?
Casi todo lo que había hecho en la vida, incluso las cosas más arriesgadas y peligrosas, tenía que ver con esa pregunta, sobre todo desde que un día decidió que no quería vivir con aquella contradicción en su conciencia. Fue el mismo día en que, desoyendo los consejos que le daban, decidió volver a salir con Emilio Villarente.
Se recordó a sí misma, abrazada al cuerpo de Emilio, sobre el transportín de su bicicleta, por un camino que la lluvia y el paso del ganado hacían casi impracticable. Le parecía entonces que no podía existir nadie en el mundo con más pericia que él para esquivar cada bache y cada charco. La bicicleta se bamboleaba, saltaba incluso; pero nunca perdía el equilibrio.
Recordó de nuevo a la muchacha del instituto y a su novio, tan grandullón. Se preguntó si a pesar de las formas, de las apariencias, de la época, había un sentimiento común a ambas parejas.
—Tiene que haberlo –dijo en voz alta.
Sabía que los zagales de ahora cambiaban de pareja como de zapatos, o incluso más. A ella no le parecía mal, pues estaba convencida de que de esta forma reconocerían mejor a ese gran amor que seguro que un día se iba a cruzar en sus vidas. Y algo parecido pasaba con las amistades. Todos los jóvenes, sobre todo los de ciudad, se movían dentro de grupos muy numerosos.
Ella, sin embargo, a esa edad solo tuvo un amor y una amiga.
La amiga se llamaba Dolores y nunca salió de los confines del pueblo.
Dolores era lo contrario que ella en todos los aspectos. Era ancha de cuerpo y muy alta, le sacaba la cabeza entera. A pesar de que su dieta alimenticia no era mejor que la de Catalina, todo parecía aprovecharle mucho más. Harían falta dos Catalinas para igualar en cuerpo a Dolores. Su imagen de entonces podría haber servido para un anuncio de buena salud, con esos mofletes siempre sonrosados, con ese rostro redondo y saludable, como un pan recién cocido y unas rodajas de tomate.
Pero también el carácter las diferenciaba: una era valiente y la otra no. Una era muy fuerte y la otra no.
Discutían mucho por ello y nunca se ponían de acuerdo.
—Tú eres más valiente que yo –razonaba Catalina–. No temes a nada: ni a los caballos, cuando se espantan; ni a las vacas, cuando se empeñan en alejarse; ni te asustan los ruidos del bosque, ni las culebras que hay entre las rocas, ni la tormenta...
—Te equivocas –le replicaba Dolores–. Eres tú mucho más valiente, porque no temes decir lo que piensas ni hacer lo que sientes.
—Eso no es valentía.
—Eso es la valentía verdadera, que nada tiene que ver con guiar a las vacas, matar una culebra o reírte del canto del búho en medio de la noche. Tú eres más valiente porque no te tiembla la voz cuando dices en voz alta tus pensamientos.
—No, no y no –Catalina se negaba a aceptarlo–. Tú eres mucho más valiente porque eres más fuerte.
—Yo puedo levantar sin esfuerzo un caldero de los grandes lleno de agua y partir leña con el mismo ímpetu que un hombre –razonaba Dolores–. Mi fuerza está en los brazos, pero la tuya está aquí.
Y le señalaba la frente.
Cuando se cansaban de discutir solían quedarse un rato ensimismadas, pensando en todas las cosas que se habían dicho. Luego, Dolores rompía el silencio pronunciando siempre la misma frase, que era una pregunta que formulaba con un atisbo de inquietud:
—¿Seremos siempre amigas, Catalina?
—Siempre.
—¿Aunque tú te marches del pueblo?
—¿Por qué había de marcharme?
—No sé, pero lo harás.
—Yo nunca he pensado hacerlo.
—Tú eres valiente y no temes lo que puedas encontrarte fuera de aquí. Yo soy cobarde, y me asusta.
—Aunque me vaya seguiré siendo tu amiga.
—¿Aunque pasemos mucho tiempo sin vernos?
—Sí.
—¿Años?
—Sí.
Pensaba en aquella conversación y se le ponían los pelos de punta. Entonces no podía ni sospechar que las preocupaciones de su amiga pudieran tener una base tan sólida, que fueran como un presagio. Pero cuanto más pensaba en ello, cuantos más detalles recordaba, se daba cuenta de que todo lo que Dolores le había advertido se había cumplido inexorablemente.
—No debes salir con ese chico –le había dicho en una ocasión, refiriéndose a Emilio.
—¿Por qué?
—Porque no se casará contigo.
—No me importa –le respondió despechada Catalina.
—¿Cómo puedes decir eso? –Dolores parecía escandalizarse–. ¿Cómo puedes salir con un hombre sabiendo que no se casará contigo?
Al final, Dolores conseguía que la confusión se apoderase de Catalina, y que dentro de su mente unos pensamientos comenzasen a luchar contra otros, levantando un sólido muro amalgamado con dudas, miedos, incertidumbres, desesperanzas... Tenía entonces la sensación de que un mal sino pesase sobre su cabeza y sobre su conciencia.
Pero se reponía al instante. Derribaba el muro de un manotazo y sonreía a Dolores. En esos momentos se daba cuenta de que la amiga tenía algo de razón: dentro de su cuerpo menudo se agitaba una fuerza muy poderosa.
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