Kitabı oku: «El valle perdido y otros relatos alucinantes», sayfa 7
Al recordar mis propias impresiones me sentí más indulgente de lo normal. Traté de quitar el tono de impaciencia a mi voz:
—Y dicha influencia, ¿qué es? ¿De quién sale?
Pronunciamos el pronombre juntos, pues yo también respondí a mi propia pregunta:
—De él.
Ambos indicamos con la cabeza el suelo, pues el comedor quedaba directamente bajo la habitación.
Se me hundió el corazón, al mismo tiempo que mi curiosidad se esfumaba, dando lugar al aburrimiento. La vulgaridad de una casa embrujada era lo último que podría parecerme interesante. La idea me exasperaba, con sus insinuaciones de imaginación, nervios exacerbados, histeria y cosas por el estilo. La decepción se mezclaba con mis otras emociones. Jamás podría ver ciertas figuras o sentir “presencias”, intercambiando día tras día incidentes extraños; eso me causaba una forma persistente de fatiga.
—En realidad, Frances —añadí después de una breve pausa—, esa explicación es demasiado improbable. Las maldiciones corresponden a los cuentos de la primera época victoriana.
Tan sólo por hallarme persuadido de que sí existía algo que valía la pena descubrir, pero ciertamente no eso, me guardé de sugerir que termináramos nuestra estancia de inmediato, o tan pronto como pudiéramos, sin ser groseros.
—No se trata de casas embrujadas en este caso; tiene que haber otras causas —concluí con vehemencia, y puse de golpe la mano encima de su odioso portafolios.
No obstante, la réplica de mi hermana volvió a despertar mi curiosidad.
—Eso es lo que esperaba que dijeras. Mabel dice exactamente lo mismo. Él forma parte de ello, pero hay algo más, mucho más fuerte y complicado.
Parecía aludir a los bocetos, y aunque capté lo que ella deseaba inferir no quise decir nada, pues no deseaba hablar de eso con ella en aquel momento, ni en ningún otro, en realidad.
Me limité a mirarla y escuchar lo que me decía. Hacer preguntas no serviría de nada, desde luego. Era mejor dejar que ella se expresara en sus propias palabras.
—Él es una influencia, la más reciente —continuó ella hablando con lentitud y mucha calma—, pero por debajo hay varias capas más profundas. Si tan sólo se tratara de él, algo sucedería. Pero nunca pasa nada. Esas cosas lo impiden o lo estorban, como si lucharan entre sí por ganar predominio.
Eso mismo había sentido yo; la idea era en realidad horrible. Me estremecí.
—Es lo más feo de todo, que nunca pase nada —continuó ella—, sólo la apariencia de que está a punto de suceder, siempre en la orilla seca de una consecuencia que jamás se materializa. Es una tortura. Mabel está en las últimas. Cuando me rogó… mis sentimientos en torno a los bocetos… quiero decir…
Volvió a interrumpirse tartamudeando, igual que un momento antes. La paré abruptamente; yo la había juzgado demasiado pronto. El raro simbolismo de sus pinturas, pagano, pero sin ninguna inocencia, era resultado de una mezcla. No fingí entender, pero por lo menos pude ser paciente y quise discutir. Hablamos un poco más, pero de otros temas, sin aludir a nuestra anfitriona ni a las pinturas ni a teorías descabelladas ni tampoco a él. Sin embargo, las emociones que Frances lograba mantener reprimidas, escondidas entre sus frases, lo mismo que entre líneas en su carta, volvieron a estallar y la sacudieron de pies a cabeza:
—En tal caso, Bill, si ésta no es una simple casa embrujada, ¿qué es?
Sus palabras eran corrientes, pero la emoción residía en la voz trémula con que hablaba, en la manera en que se inclinó hacia delante y puso las manos sobre las rodillas, palideciendo un poco mientras sus ojos valientes me interrogaban y buscaban los míos con una ansiedad que bordeaba el pánico. En aquel momento se instaló bajo mi protección. Mi rostro se contorsionó. Ella prosiguió, bajando aún más su voz, aunque poniendo gran énfasis:
—¿Y por qué nunca pasa nada? Si tan sólo algo sucediera y rompiera la tensión sería un alivio. Lo que resulta insufrible es la espera.
Todo su cuerpo se estremeció al hablar, y a sus ojos asomó un toque irracional. Yo habría ofrecido mucho a cambio de una respuesta en verdad satisfactoria. Busqué frenético durante unos segundos, pero en vano. No pude encontrar nada que responder. Sentía lo mismo que ella, pero con algunas diferencias. No vislumbraba ninguna explicación definitiva. No pasó nada. Por más que quisiera tirar todo el asunto a la basura, donde la ignorancia y la superstición descargan sus hierbas ponzoñosas, no me era posible hacerlo con honestidad. Si le diera a Frances el mismo trato que a una niña con una explicación insuficiente, tan sólo dañaría su confianza en mi capacidad de protegerla, que había solicitado tan afectuosamente, además de ser débil y deshonesto conmigo mismo, al negar que yo sentía la tensión y la lucha al igual que ella. Mientras seguía buscando mentalmente, le devolví la mirada en silencio, y de pronto Frances, con más honestidad y perspicacia que yo, dio la respuesta a su propia pregunta, aunque yo no supe apreciar hasta qué punto era adecuada y verdadera:
—Yo creo, Bill, que es demasiado grande para que pueda suceder aquí o en cualquier otro lugar, ¡todo junto es demasiado horrible!
Era muy fácil hacer a un lado lo que ella señalaba, demostrando su falta de sentido, como habría procedido en cualquier otra ocasión o lugar. Sin duda, ése era mi deber, pero las vívidas impresiones recibidas a lo largo de la semana me lo impidieron. Mi estrechez de criterio quedó así evidenciada de nuevo. No podemos entender al otro más que en aquello que también nosotros llevamos por dentro. Sin embargo, su explicación me sonó verdadera, en cierta medida. Apuntaba al conflicto y la lucha que mis ideas sobre la Sombra no tomaban en cuenta.
—Puede ser —repuse sin poderme comprometer más, esperando en vano que ella dijera algo—. Pero tú dijiste hace un momento que percibías “varias capas”. ¿Te refieres a que cada una de tales influencias lucha por ganarles a las otras?
Utilicé sus términos para disimular mi propia pobreza de ideas. La terminología era lo de menos, a fin de cuentas, siempre y cuando pudiésemos alcanzar una noción deseable.
Sus ojos me respondieron afirmativamente. Su concepción era nítida, tal como era su estilo, y la había alcanzado de manera independiente. A diferencia de otras de su sexo, la expresaba con claridad, sin ahogarla en un exceso de palabrería.
—Un conjunto de influencias me llega a mí. A ti te llegan otras influencias. Eso va de acuerdo con nuestros temperamentos, creo —postuló, echando un vistazo al ruin portafolios—. A veces se revuelven, y entonces son falsas. El tema del paganismo siempre ha sido más asequible para mí, aunque gracias a Dios, jamás como ahora.
La sinceridad de su confesión me invitaba a hacer lo mismo, pero me costaba encontrar las palabras precisas.
—Con toda honestidad, Frances, apenas puedo describir lo que he sentido en este lugar, porque no he logrado ordenar mis percepciones de forma definida. La lucha, las agonías de buscar en vano una escapatoria y la inquietud de una atmósfera carcelaria: lo he sentido todo en momentos diferentes y con distintos niveles de fuerza. Pero no doy con una etiqueta que pueda ponerle a eso. No puedo decir paganismo o cristianismo, ni nada parecido, como haces tú. Como pasa con los ciegos o los sordos, se intensifican ciertos sentidos tuyos que yo no poseo, incluso alguna intuición embrionaria…
—Quizá —me detuvo ella, deseando seguir con el tema— tú lo sientes igual que Mabel. Ella siente completas las influencias.
—También eso es posible —dije con lentitud. Mis reflexiones continuaron por debajo de mis palabras. Su extraña mención sobre algo demasiado grande y horrible asumió el aspecto de la verdad. Una sensación muy fuerte de angustia e incomodidad se apoderó súbitamente de mí, con algo de compasión, pero también un feroz desprecio y una rabia brutal y amarga. La furia contra la falsa autoridad intervenía en esas emociones.
—Frances —dije, después de haber sido tomado por sorpresa, haciendo a un lado cualquier pretensión—, ¿qué puede ser todo esto?
Me quedé mirándola durante unos minutos sin que ninguno de los dos pronunciara una palabra.
—¿Y tú acaso no has tenido ganas de interpretarlo? —me preguntó por fin.
—Mabel me sugirió que escribiera algo sobre la casa —repliqué—, pero no he sentido nada imperativo. Esa clase de escritura no va en mi línea, como tú ya sabes.
Viendo que ella esperaba más, añadí:
—Lo único que siento es un impulso por explicar, por descubrir, sacarlo de mi sistema. Pero no mediante la escritura, por ahora.
Repetí una vez más mi pregunta anterior, en voz baja, con un respeto temeroso:
—¿Tú qué piensas que pueda ser todo esto?
Su respuesta, pronunciada con énfasis lento, hizo que volvieran todas mis reservas; más bien me irritó la fraseología:
—Sea lo que sea, Bill, no viene de Dios.
Me levanté con el propósito de bajar las escaleras. Creo que me encogí de hombros.
—¿Quieres que nos vayamos, Frances? ¿Que regresemos a la ciudad? —sugerí al llegar a la puerta, y al no recibir respuesta me di la vuelta para mirarla.
Frances se hallaba sentada, con la cabeza agachada y las manos enterradas en los cabellos. Su posición sugería que estaba al borde de las lágrimas. Ninguna mujer podría soportar las presiones de la emoción intensa como Frances sin terminar en un colapso líquido. Me detuve inquieto un instante, con anhelos de ayudarla, pero también temeroso de actuar, y en ese trance descubrí una emoción aterradora en mi persona, que apenas tenía adivinada a medias. A toda costa era preciso evitar una escena en la que interviniesen tales exageraciones. Con la brutalidad característica de las debilidades del hombre ordinario, tomé el picaporte para abrir la puerta, pero en ese instante ella alzó la cara, enmarcada por sus cabellos castaños en desorden e iluminada por la luz del sol. Me sorprendió la expresión maravillosa de sus rasgos, donde flameaban compasión, ternura y lástima. Era innegable. Emanaban un amor imperecedero y el anhelo de sacrificarse por otros, algo que no he visto más que en una clase de seres humanos. Era la expresión de una madre.
—Debemos permanecer con Mabel para ayudarla a poner orden —susurró, tomando una decisión a nombre de los dos.
Murmuré mi asentimiento. Abandoné suavemente su habitación y salí de la casa, medio avergonzado. Tan pronto me hallé solo me di cuenta de algo: aquella larga escena entre mi hermana y yo no alcanzó ningún resultado definido. Nuestro intercambio de confidencias se redujo a indicios y sugerencias vagas. Decidimos permanecer, pero fue una decisión negativa de no abandonar el lugar, no una acción positiva. Nada concluyó: las palabras, las preguntas, las conjeturas, las inferencias, las explicaciones, nuestras más sutiles alusiones e insinuaciones, ni siquiera las odiosas pinturas. No había pasado nada.
VI
UNA VEZ QUE ME HALLÉ EN SOLEDAD, busqué instintivamente los lugares donde mi hermana pintó sus extraordinarias imágenes, tratando de ver lo que ella había percibido en ellos. Poco antes, Frances abrió mi juicio a otros puntos de vista, y podría tener la sensibilidad para una interpretación como la suya y posiblemente darle forma literaria. Si me pusiera a escribir sobre el lugar, ¿cómo lo trataría? Deliberadamente deseaba llegar a una interpretación en el camino que me resultaba más fácil: escribir.
A pesar de ello, no fue el caso de recibir ninguna revelación. Al mirar detenidamente todos los árboles y flores, los aspectos del césped y la terraza, la rosaleda y la esquina de la casa en donde la enredadera crecía apretada, no descubrí nada de las imágenes odiosas, impuras, que sus colores y composiciones le revelaron por los caminos del inconsciente.
Es decir, al principio no descubrí cosa alguna. La realidad ahí se asentaba, común y corriente y fea, y puse mentalmente a su lado la imagen impura y odiosa captada por Frances. Me pareció increíble. Aunque me forzara, fue en vano. Mi imaginación no era igual de profunda que la suya, seguía pautas distintas. Donde yo veía el alma burda de un jardín suburbano excedido de vegetación, inspirado por el espíritu de un evangelista vulgar y rico, aficionado a predicar la maldición, ella percibía escenas de libertad y alegría paganas, la rara licencia de la carne primitiva, que al juntarse producía resultados viles y adulterados.
A pesar de ello, poco a poco se fueron manifestando algunas cosas, que tuve que percibir a la fuerza, aunque no lo deseara. Llegaban lentamente, pero su presencia abrumaba la vista. Los hechos permanecieron como antes, no se alteraron los detalles del terreno, lo cual era imposible, pero por vez primera observé algunos aspectos nunca antes percibidos; cosas triviales pero significativas para mí. Algunas de ellas salían de la memoria de los días recientes; otras se me aparecieron mientras iba de un lado a otro, inquieto e incómodo, sintiéndome bajo observación por parte de alguien que tomaba nota de mis impresiones. Los detalles tal vez fueran tonterías, pero el resultado total se presentaba con una dimensión formidable. Fui consciente a medias de que otros se esforzaban por hacerme ver. Era deliberado. Sin que lo deseara, la frase pronunciada por mi hermana chispeó en mi cerebro: “Una capa de influencias me llega a mí; otra te llega a ti”.
Como a través de los ojos de un niño vi lo que sólo puedo denominar un jardín de duendes: la casa, los terrenos, los árboles, las flores pertenecían al mundo de los duendes, el mismo que los niños conocen mediante las páginas de los cuentos de hadas. El suspiro del viento a mis espaldas fue lo que me ayudó a percibirlo al principio, y por ese motivo me di vuelta con brusquedad, sintiendo que algo se me quería acercar. Un viejo fresno, feo y deformado que sostenía una pérgola al final de la terraza junto a la cancha de tenis, alzaba sus hojas y las bajaba con un murmullo. Al contemplar el fresno tuve la impresión de cruzar en ese momento las puertas al jardín de los duendes agazapado debajo del jardín real. Por debajo, tal vez en un estrato más hondo, se hallaba oculto aquel otro en donde entraba mi hermana.
He nombrado al mío jardín de los duendes, pues poseía un aspecto raro de antigüedad escénica sin llegar nunca a lo pintoresco. Sería probablemente más certero decir grotesco, pues por doquier observé por vez primera una ligera alteración de lo natural causada por la exageración de un detalle o, con mayor frecuencia, su eliminación. Por todas partes la vida se detenía en su flujo, impedida de avanzar con su dulce y amoroso mensaje. Cierta influencia contraria le marcaba un alto, bien fuera suprimiéndola o torciéndola mediante la exageración. La casa, que por supuesto expresaba una mentalidad limitada, era una fealdad absoluta que no requería ser explicada. Lo mismo pude ver en el terreno y el jardín, en términos de forma y plano; pero que los árboles y las flores y otros detalles naturales compartieran la misma deficiencia afectó la lógica de mi alma y me desalentó, Miré, y por todas partes encontré la misma mofa con el aspecto siniestro de algo no acabado. Traté en vano de recuperar mi punto de vista normal. Mi mente descubrió aquel jardín de duendes y daba vueltas y más vueltas en él, incapaz de escapar de ahí.
Era yo quien había cambiado, por supuesto, y los detalles que ilustraban dicho cambio suenan absurdos, mencionados aisladamente. Para mí constituyeron la prueba de todo; no puedo afirmar otra cosa. El toque del duende estaba presente: la forma de los árboles, plantados a intervalos regulares sobre el césped; el viejo fresno retorcido que suspiraba a mis espaldas; la sombra de las wellingtonias melancólicas, cuyas faldas barrían el pasto; pero principalmente, según observé, se manifestaba en las copas de los árboles. Los brotes del año anterior se encogían marchitos, y ninguno apuntaba al cielo. Su vida se había agotado justo en el momento que debía ser triunfal. El carácter de un árbol se expresa sobre todo en sus extremidades, y ahí precisamente el toque del duende las distorsionaba y las hacía doblarse hacia abajo en los retoños de los últimos años. Aquello que debió tener encanto propio, alegre, natural, se afeaba hasta alcanzar apariencias grotescas. La expresión espontánea quedaba censurada. Al percibir el jardín del duende, mi mente quedó cautiva en él. Y el lugar me hacía muecas.
Algo similar ocurría con las flores, pero la descripción de los detalles es mucho más difícil en ese caso. Los vegetales más pequeños me parecieron endemoniados, medio maliciosos. Incluso las pendientes de las terrazas lucían mal, como si sus extremos se enfermaran en esas construcciones lujosas; los ángulos variables creaban una impresión confusa y poco familiar que hería la vista. Al andar por sus engañosas extensiones sería fácil perderse —¡perderse entre terrazas abiertas!— teniendo la casa al alcance de la mano. El jardín carecía de cualquier hermosura; era un lugar donde resultaba imposible el reposo, con desequilibrio y casi lucha cundiendo por todas partes y creando la mayor discordia.
Además, el jardín invadía la casa y la casa invadía el jardín, y en ambos casos residía una idea de oposición a lo natural: el espíritu que dice “no” a la alegría. A lo largo de toda su extensión manifestaba un esfuerzo por llegar a otro destino, luchando por romper ataduras y escapar a una expresión libre y espontánea que merecía ser feliz y natural, pero dicho esfuerzo abortaba bajo el peso de esa sombra oscura. La vida se arrastraba por un angosto canal que no tenía salida y se volvía de modo horrible contra sí misma. En lugar de capullos y frutos, prosperaban las malas hierbas. Un intento de vida perceptible y enseguida un fracaso radical. No se alcanzaba la plenitud, porque no pasaba nada.
Con este peculiar estado de ánimo pude acercarme a entender esa antipureza tartamuda que el talento de mi hermana supo expresar. La antipureza es simplemente negativa, carece de existencia; tan sólo manifiesta la represión de lo auténtico, un balbuceo que busca establecer falsas fronteras a fin de confinar y limitar. La gran expresión completa de algo es pura, pero en el lugar sólo se admitía lo incompleto, lo no acabado; por lo tanto, lo feo: lucha, dolor y un deseo de huir. Me sentí retroceder de la casa y sus terrenos, lo mismo que uno retrocede cuando es tocado por un loco, alguien a quien la vida ha torcido. Era casi una mutilación.
Del pasado me llegaron recuerdos que confirmaron mi sensación de estar andando por un jardín monstruoso, donde se apresaba la libertad para cercenarla por la mitad. Recordé algunos días de lluvia que refrescaron el campo, pero que dentro del terreno no tuvieron ningún efecto y dejaban sediento el suelo agrietado por el calor del verano, y también los fuertes vientos que limpiaban los bosques y campos en otros lugares, y ahí se arrastraban con dificultades entre el denso follaje que protegía a las Torres al norte, el oeste y el este, corrientes perezosas e ineficaces. No llegaba ningún viento de verdad. No pasaba nada. Más allá de las nociones de mi hermana sobre las distintas “capas”, comencé a darme cuenta con mucha más claridad de que actuaban influencias contrarias, con efectos destructivos para cada una de ellas. La casa y el terreno no estaban simplemente hechizados, sino que se transformaban en un campo de batalla de sensaciones e ideas del pasado, tal vez creencias impuras y terribles, donde todas competían por suprimir a las demás sin que ninguna alcanzara supremacía, por faltarles fuerza suficiente, y porque ninguna de ellas era verdadera. Y cada una, por añadidura, intentaba conquistarme, aunque una sola pudo penetrar mi espíritu. Por algún oscuro motivo —posiblemente porque existía en mí un sesgo natural hacia lo grotesco— el estrato del duende quedaba en la línea de menor resistencia…
En términos de mis pensamientos, el “jardín del duende” tan sólo revelaba mi interpretación personal, por supuesto. Percibí objetivamente lo que mi entendimiento captó de modo subjetivo tiempo atrás. Mi trabajo, señal inequívoca de mi espontaneidad vital, quedó parado en seco; era imposible producir. Me encontraba ya muy cerca de las causas de semejante esterilidad. Mejor dicho, la Causa se armó de valor y se me aproximó con insolencia. No pasaba nada en ninguna parte; casa, jardín y mente habían caído en la más completa esterilidad, se malograban en la lucha, desgarradas por la contienda entre impulsos frustrados, feos, odiosos y pecaminosos. Pero detrás de todo persistía el empuje de la vida, el deseo de huir. Fui consciente de la esperanza —una esperanza insoportable— convertida en una corona de la tortura.
En alguna parte de mi ser donde la razón no entraba percibí otra cosa más oscura que me agarró por la garganta, y me encogí con una repugnancia que me produjo aversión. De inmediato supe de dónde salía esta oleada de aborrecimiento y asco, pues a pesar de verlo todo de un rojo repulsivo, creí percibir la capa bajo el duende, la existencia de un estrato más profundo. Uno abría el camino al otro, por decirlo así. Eran muchos y todos se interrelacionaban; al admitir uno se abría la puerta a todos los demás. Uno podría quedar definitivamente atrapado a menos que reaccionara: algo horrible. Sin embargo, luchaban por la supremacía con tanta violencia que la más reciente aparición fue de inmediato aplastada y ahogada, aunque antes se reveló un vislumbre, y el color rojo de mis pensamientos enseguida se trasladó densamente a lo que me rodeaba, convertido en sangre. Aquel aspecto espeluznante empapó el jardín manchando las terrazas, le dio al suelo el matiz de rituales de sacrificio que me cortaron el aliento, mientras el suelo me sujetaba los pies para impedir que me fuera de ahí. La repulsión intensa me producía simultáneamente una terrible curiosidad, una fascinación que me motivaba a permanecer. Me tambaleaba entre impulsos contradictorios, deslumbrado por la fascinación del horror. A través del velo del duende me hundí más y más en un estrato mucho más antiguo y violento. El estrato superior parecía pertenecer al mundo de las hadas, en comparación con este otro terror que nacía de la sed de sangre, rebosante de la angustia de las víctimas de sacrificios humanos.
¡Más arriba! Me comencé a hundir; me atrapaban los pies; en realidad, me hallé adentro. No podré decir qué fuerza atávica, oculta en lo más hondo de mi persona, tocó una vileza que me respondía y me proporcionaba un destello de comprensión intuitiva. Es probable que en todos nosotros la civilización haya cubierto apenas aquellos mundos. Realicé un esfuerzo supremo. Volvieron el sol y el viento. Podría jurar que abrí los ojos. Algo terriblemente atroz volvió a las profundidades de donde surgió, arrastrando consigo la imagen de bosques enmarañados, grandes rocas dispuestas en un círculo, figuras blancas inmóviles, una forma atada con cuerdas y el terrible resplandor de un cuchillo. Se dispersó la escena, lo mismo que el humo sobre un campo de batalla…
Me encontraba de pie en el sendero de grava bajo la segunda terraza cuando el ya familiar jardín del duende se presentó de nuevo danzando, mucho más grotesco que antes, con el doble de burlas, pero gracias al contraste con lo anterior, le di la bienvenida. El vislumbre de las profundidades fue momentáneo, al parecer, pues se había esfumado. El mundo común y corriente se presentó otra vez ante mí aliviándome, mas para siempre ominoso, debido al conocimiento que yacía bajo él. ¿Cómo podría la memoria de lo percibido por mí no dejar su espantosa huella en la calle, en el teatro, en las fiestas de mis amigos, en las salas de conciertos o aun en la iglesia? Me pareció que manchaba la misma estructura de mi entendimiento. Lo que ha sido pensado por otros no puede borrarse hasta que…
Con un sobresalto, mi ensoñación quedó interrumpida y desapareció, empujada por un ruido violento que consideré deseable por primera vez en mi vida. El ruido del motor significaba el retorno de mi anfitriona. No obstante, mi obsesión temporal se ejerció con tanta intensidad que mi visión inicial de ella fue… Bueno, fue muy distinta de lo que ya conocía. Con una expresión de tortura y angustia vi flotar a Mabel, una sencilla efigie cautivada por el pensamiento de otros, precipitándose a las profundidades de fuego y sangre que apenas se acababan de cerrar bajo mis pies. Quedó inmersa y desapareció, con una última mirada de sus débiles ojos buscando hasta el final a algún salvador que le fallaba. En su rostro lucía esa esperanza insufrible.
El misterio del lugar se iba haciendo más espeso a mi alrededor. El día estaba por concluir y el espectro del sol poniente resultaba tan irreal como en un cuadro mal pintado. El jardín en torno a mí se irguió en posición de firmes. No sé cómo explicarlo, pero puedo relatar exactamente lo que vi, pues ha permanecido vivamente en mi memoria: algo casi sucedió, y fui yo mismo quien ofreció el vínculo combinatorio a través del cual quiso manifestarse.
Me hallaba frente a la casa. En mi juicio aparecieron imágenes, no pensamientos reales, del automóvil, del té en la veranda, de mi hermana, de Mabel, cuando a mis espaldas, al abandonar el jardín, se produjo un movimiento horriblemente apresurado. La fealdad, el dolor, la lucha por escapar, el conjunto de agonías suprimidas que constituían el lugar, se enfocaron en ese segundo sobre un esfuerzo concentrado por producir algún resultado. Cayó encima de mí la tempestad cegadora de un deseo largamente frustrado que se alzaba detrás como una multitud angustiada. Estaba a punto de cruzar la frontera hacia mi normalidad cuando me atrapó y se aferró a mi ropa. Todo un diccionario de adjetivos descriptivos no me serviría para dar una impresión más apropiada que lo siguiente: la idea de una inmensa asamblea determinada a escapar conmigo, o a obligarme a volver entre ellos. Me temblaron las piernas durante un momento y detuve la respiración un instante antes de darme la vuelta y salir corriendo lo más rápido que pude sobre las feas terrazas.
En aquel preciso momento, como si se cerrara una puerta de hierro sobre una frase sin terminar, pensé en el comienzo de algo terrible:
“Los malditos”.
Me persiguió la frase salida del jardín de los duendes que deseaba mantenerme en sus confines:
“¡Los malditos!”
Aunque sé perfectamente que la frase pertenecía a mi subjetividad y no la oía, era sonora, con un volumen muy alto que rugía a mis espaldas como el trueno, desde lejos y debajo de mí. La frase, sin terminar, volvió a hundirse en las profundidades que le dieron nacimiento. Se evitó que pudiera completarse. Como ya resultaba habitual, no pasó nada. Sin embargo, me persiguió como un huracán a mis espaldas mientras corría hacia la casa, y para dar una idea del sonido, sólo puedo mencionar los tremendos tonos bajos que se oyen cuando uno se pone a un lado de las cataratas del Niágara, que subyacen el estruendo de la cascada, pero se quedan adentro, sin hacerse audibles para todos… un ruido que se siente sin que se oiga definidamente.
En apariencia, resonaba en las superficies de las terrazas medio hundidas mientras trepaba por la pendiente final, pues se originaba en tal sitio, bajo ella. También se sentía en el viento que mecía las faldas de las wellingtonias marchitas. Los lechos de flores elegantes lo pasaban a las enredaderas, rojas como la sangre, que trepaban sobre la fealdad de los muros de la casa. Se hundía en la estructura del edificio vulgar y antipático. Las Torres se lo llevaban consigo. Las malogradas ventanas y puertas semejaban bocas que dijeran las palabras mismas, y en los pisos superiores vi a dos doncellas en el acto de cerrarlas de nuevo.
De pie en la veranda junto a la mesa del té, Frances y Mabel alzaron la mirada para recibirme. Ambos rostros expresaban conmoción. Me miraron avanzar hacia ellas, pero se encontraban demasiado distraídas por su propia angustia para darse cuenta de mi estado. En la cara de Mabel observé algo distinto de la expresión de Frances y mucho más intenso. Mabel sabía. Ella había compartido la misma experiencia y sentido la misma frase horrible, mas no por vez primera. Creo que además ella oía la oración completa hasta su terrible final.
—Bill, ¿no oíste un ruido curioso ahora mismo? —me preguntó Frances de sopetón antes de que pudiera yo decir palabra.
Se veía confusa, pero me miraba directamente, y en su voz sonaba un temblor que no lograba disimular.
—Es el viento —dije—, viento en los árboles y contra las paredes. Sopla de repente…
Mi voz carecía de seguridad.
—No, no fue el viento —insistió ella, mirándome de manera significativa—. Sonó como truenos distantes, eso nos pareció a nosotras. ¡Qué manera de correr, tú! ¡A qué paso cruzaste las terrazas!
Su manera de hablar me hizo saber de inmediato que ambas habían oído anteriormente el ruido y tenían ansias de verificar si yo también podía percibirlo. Buscaban mi interpretación.
—Admito que fue un ruido muy profundo. Puede ser de cañones en altamar —sugerí—, de cruceros o acorazados haciendo prácticas. La costa no queda demasiado lejos, y si el viento sopla en cierta dirección…
La expresión en el rostro de Mabel me hizo callar de repente.
—Igual que si se cerraran unas puertas enormes —dijo suavemente, en su tono descolorido—. Enormes puertas de metal que se cierran frente a una masa de gente clamando por salir.
La gravedad y la desesperanza de lo que decía me conmocionaron.
Frances entró en la casa en el momento en que Mabel comenzó a hablar:
—Hace frío. Voy a traer un chal.
Mabel y yo nos quedamos a solas, creo que por primera vez desde mi llegada. Alzó los ojos pálidos de las tazas de té y los fijó en los míos. Pronuncié la última oración en tono de pregunta.
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