Kitabı oku: «Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros», sayfa 4

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Esa tarde y el día siguiente (jueves y viernes) los aprovechamos para distintas gestiones técnicas y de intendencia inevitables. Vino Ana desde Santander para acompañarme en el largo fin de semana y en la presentación de “Carpe Diem”, que al fin y al cabo es el fruto de la labor de nosotros dos, y muchos otros médicos y capitanes, durante 13 años. Una de las principales gestiones era la revisión del fueraborda. Habíamos quedado ya desde Santander con el taller Náutica Hiruarri, del puerto, para su revisión y engrase de cara a llevarlo fuera de toda sospecha para las etapas larguísimas de Las Landas, donde si nos quedáramos sin viento tendríamos que hacer 140 millas a motor (en el mejor de los casos, porque con la deriva y los bordos la distancia se multiplica). Por cierto, la marina de Hondarribia tiene a disposición de los usuarios unos carritos comodísimos para cualquier gestión con material de peso. El taller estaba a unos 500 metros del atraque y si no llega a ser por el carrito hubiéramos tenido que llevar el motor a pulso. Además compramos un bidón de repuesto para sustituir al que se pinchó el día anterior, y el pabellón de cortesía de Francia para toda la navegación por sus costas. Hicimos el lleno de todos los depósitos para la larga etapa de las Landas, y la compra de víveres para las tres personas que seguíamos navegando hacia Bretaña (en Hondarribia desembarcó Luis y se incorporaron mi amigo Mario Soler y mi sobrina Alicia Santos). En efecto, en las etapas de las Landas encontraríamos pocos puertos y además tendríamos que estar pendientes de los horarios de mareas para entrar y salir de algunos de ellos, lo que a lo mejor nos obligaba a llegar tarde y salir de madrugada, con las tiendas cerradas. En esas condiciones más valía llevar la despensa llena y no modificar un plan de ruta por tener que hacer la compra. También aprovechamos para poner la lavadora. Algunas marinas como esta de Hondarribia tienen a disposición de los amarristas lavadoras con secadora, que nos simplifican mucho la vida. Nos evita andar haciendo pequeñas coladas día a día y también poner toda la ropa a secar en el barco. El problema es que nunca se sabe en qué marinas va a haberla y en cuáles no, pues esa información no la dan las guías. Afortunadamente en Hondarribia había, y además, como ya dije, gratuita. Lo que no pude resolver, por falta de tiempo, fue el arreglo de las gafas que se me habían roto navegando, tuvo que llevárselas Ana para repararlas en Santander y me las devolvería cuando nos reencontrásemos en el golfo de Morbihan. Por suerte siempre llevo de repuesto y nunca se insistirá suficientemente en la necesidad de llevar otras para el caso de rotura o caída al mar, algo muy habitual. Conocí indirectamente el caso de un navegante que tuvo que lanzar un “mayday” y no pudo dar su posición, porque había perdido las gafas de cerca y no conseguía ver los números de su posición en la pantalla del GPS (¡!).

Y finalmente al anochecer presentamos el libro en las instalaciones del Club Náutico. Igual que en Bilbao, al finalizar algunos navegantes se acercaron a ver el barquito que había sido capaz de dar la vuelta a España midiendo menos de siete metros, y a nosotros nos llenó de orgullo. El remanente de libros me hicieron el favor de guardármelos en el Club Náutico hasta la vuelta, tres meses después, lo que me evitó ir cargando con el paquete a bordo todo el verano.

El sábado y el domingo nos quedamos también en Hondarribia pues Alicia se incorporaba a la tripulación el domingo. Aprovechamos el sábado para visitar el mercado medieval que estaba instalado en la parte antigua del pueblo. Era muy parecido, por no decir el mismo, al que se instala en Santander, aunque el emplazamiento mucho más bonito puesto que era en pleno casco viejo. Había muchos puestos de comida y de artesanía, y como más curioso la simulación en vivo de profesiones medievales, como herreros, torneadores de madera, trabajadores del cuero, cetrería, etc. Por la tarde, y ya bajo una lluvia torrencial, estuvimos curioseando el ambiente del Campeonato de España de Pesca que se celebraba en el puerto. Al parecer los participantes se embarcan en motoras puestas a disposición por voluntarios locales, se dirigen todos a la misma zona, y luego se pesan y catalogan las capturas. Tras este proceso, todos los peces pescados se regalan a quien quiera llevárselos. Pedro Sánchez, un navegante de Hondarribia al que conocimos en la presentación del libro, estaba esos días trabajando en la reparación del eje de la hélice de su motor dañado en una varada, y nos sorprendió por su generosa hospitalidad. Había recogido algunos de los peces del campeonato y nos preparó un menú sorpresa que disfrutamos en el comedor del Club Náutico de maravilla. El domingo por el contrario amaneció un día espectacular de sol, y nuestro amigo Fernando Andua nos acompañó a una excursión por el Cabo Higuer. Fernando es otro navegante de Hondarribia que con su velerito, el “Siracusa”, de cinco metros y pico, se desplaza habitualmente por la costa vasca y vascofrancesa habiendo llegado hasta Bayona, ¡y con las bicis a bordo! Otro ejemplo de que el que no navega es porque no quiere y pone la excusa de la eslora. Fernando estaba viviendo una desgracia familiar muy cercana y pese a ello nos dedicó una parte de su tiempo, y sospechamos que parte de la responsabilidad de la buena acogida que nos dieron en el Club Náutico fue por intervención suya, aunque no nos lo dijera. El camino al faro Higuer es todo precioso, pasamos por dos calas muy coquetas y las orillas del sendero estaban plagadas de fresas salvajes. Una de las calas es de acceso tan difícil y resbaladizo que tiene una soga con nudos para ayudarse en el descenso. Desde la altura del faro vimos la desembocadura del Bidasoa y a la patrullera francesa en el lado “español” que comenté antes. También por la mañana estuvimos recorriendo un mercadillo de antigüedades y cosas de viejo que se sitúa sobre el muelle, de esos en que te comprarías todo si tuvieras sitio en casa donde ponerlo. Un regalo para la vista y para la nostalgia. Y por fin el domingo llegó la hora de las despedidas, porque Ana se volvía a Santander y no nos veríamos hasta tres o cuatro semanas después en Bretaña. Eso si conseguíamos llegar, lo que entonces no estaba nada claro porque el lunes empezaría nuestro necesario Purgatorio, la subida de Las Landas, que contaré en el siguiente capítulo.


Capítulo 4
El purgatorio de la costa
de Las Landas

El lunes empezábamos las etapas más duras de esta navegación. Nos esperaba la costa Oeste de Francia, conocida como Las Landas, con etapas de unas 80 millas náuticas cada una (en línea recta, ya que con los inevitables bordos sería mucho más) hasta Arcachon y Royan, en la desembocadura del Garona, por donde salimos de la vuelta a España, respectivamente. Es una costa lineal, baja y arenosa, de más de ciento cincuenta millas y sin puertos intermedios, expuesta a los vientos del Oeste y sobre todo a las grandes olas del Océano Atlántico que entran hasta el fondo del golfo de Vizcaya sin ser frenadas por nada. En el interior de la costa hay numerosos estanques o lagos, algunos de los cuales estuvieron comunicados con el mar pero cuya entrada se fue cegando por los aportes de arena y ya no son accesibles para los veleros. La plataforma continental sube abruptamente y el océano pasa de más de 4.000 metros de fondo a 80 metros a pocas millas de la orilla, y allí las olas rompen y se desordenan creando uno de los mares más peligrosos del mundo cuando sopla duro del Oeste. Por otra parte, en los meses de verano es el Noroeste el viento que predomina. Por si fuera poco, el mar es una zona de entrenamiento de tiro del ejército francés, desde la desembocadura del Garona hasta Capbreton, y hasta 35 millas mar adentro. Solo es seguro navegar por una zona de tres millas paralela a la orilla, donde no se dispara, o en las zonas específicamente señaladas por la autoridad militar cuando hay ejercicios. Por eso hay que preguntarlo expresamente y a veces te encuentras sorpresas, como nos pasó a nosotros y comentaré más adelante. Además los puertos que teníamos previstos (Arcachon y Capbreton) a veces no son accesibles porque hay que entrar en unas horas determinadas de marea, sin oleaje y de día.

Salimos de Hondarribia a las 9:25 con intención de llegar al puerto de Capbreton, una primera etapa corta (24 millas náuticas) para que la nueva tripulación se fuera amarinando y no darse la paliza en su primer día de embarque. Solo se puede entrar en pleamar y con olas de menos de un metro, circunstancias que se darían ese día antes de las cuatro y media de la tarde y que tendríamos que conseguir a toda costa, pues si no, tendríamos que continuar hasta Arcachon, 70 millas náuticas más al Norte, pasando la noche en altamar. Para los días sucesivos el pronóstico no era muy favorable porque daban vientos del Norte para toda la semana, lo que nos obligaría a interminables etapas de ceñida y tal vez nos impediría seguir adelante. Al salir de Hondarribia nos encontramos con viento del Norte pero como la ruta hasta Capbreton era sensiblemente nordeste (42º) tuvimos el viento por el través lo que nos permitió llevar izada toda la vela y hacer 5 nudos con facilidad. Incluso durante una hora nos permitimos izar el espí, pero cuando íbamos así tan contentos vimos que el horizonte se ponía negro como la tinta y que por babor se formaban dos trombas de agua, un fenómeno excepcional que yo no había visto al natural en toda mi vida de navegante. Y más excepcional es ver dos a la vez. Son como un tornado encima del mar que absorbe en su remolino el agua salada hacia arriba. Su peligrosidad radica en los fuertes vientos que las acompañan, pero sobre todo en la cantidad de agua que hay en el aire (es agua salada, no dulce como en los chubascos) como una cortina o una cascada que cae sobre el barco y a veces los imbornales no son capaces de evacuar. Estéticamente son muy bonitas, como un embudo oscuro que cuelga de las nubes y a veces como una trompa de elefante que llega a la superficie del mar, donde tiene un remate blanco (por la agitación del agua) que destaca sobre todo el entorno gris del cielo y del mar. Nada más verlas nos cruzamos unas miradas capaces de hacernos trasluchar y nos preparamos para lo peor, arriamos el espí a la desesperada y nos quedamos con el velamen mínimo hasta ver qué pasaba. Poco más se puede hacer, porque las trombas se desplazan mucho más rápido que el velero y su trayecto es errático e impredecible, y que te alcancen o no es una cuestión de pura suerte. En los veleros antiguos cuando una tromba se acercaba mucho se le disparaba con el cañón, con la vana esperanza de que la bala cambiase la dinámica del chorro de succión y se interrumpiese, pero no he leído nada científico sobre esta drástica solución. Por otra parte ya os imagináis que nosotros no llevamos ese recurso a bordo. Las trombas de agua finalmente no nos alcanzaron, por suerte, pero sí el chubasco acompañante que nos tiró encima agua de la dulce pero con furia. Además yo pude comprobar que mi traje de aguas, ya veterano, había exhalado su último suspiro y había dejado de ser impermeable, con lo que quedé hecho un

eccehomo. Luego salió el sol y con la mayor y el génova navegábamos a cinco nudos. El resto del día fueron alternando los chubascos con los claros y pudimos hacer todo el recorrido a vela. A las 13 horas pasamos frente a Bayona, poco después de las 14 horas avistamos los espigones de Capbreton y a eso de las 15 horas estábamos en el canal de entrada.

El puerto de Capbreton (43º 39,3’ N; 1º 26,9’ W) tiene una entrada peligrosa entre dos espigones que salen perpendiculares a la playa, en los que rompen las olas, con un calado de solo 1,5 metros, una corriente de marea impresionante y la salida del agua de dos ríos y un lago, el Hossegor, que desagua en el puerto a través de un canal. La profundidad mínima ya digo que es de 1,5 metros, pero eso con el mar en calma. Hay que tener en cuenta que la altura de las olas se mide entre el valle (por debajo de la línea del mar) y la cresta (por encima) lo quiere decir que si hay olas de dos metros, un metro corresponde al valle y otro a la cresta, y por lo tanto en el valle de la ola el calado es solo de medio metro. El Corto Maltés cala 1,4 con la orza bajada, y 0,7 con la orza subida, pero al subirla tenemos los problemas de maniobrabilidad (el barco deriva mucho) por lo que no nos gusta entrar en los puertos con ella subida. La guía Imray decía de Capbreton:

“Se forman mares desordenados y olas rompientes con mal tiempo, especialmente junto a los bordes (esto escrito en rojo)... Puede intentarse la entrada en cualquier momento con buenas condiciones, cuando el calado lo permita (profundidad mínima 1,5 metros) pero con olas o mar de fondo, sólo entre pleamar menos 2 horas y pleamar más 1 hora. No se debe entrar si las olas rompen directamente de través... El dique Sur presenta un alargamiento de 30 metros bajo el agua, que queda a flor de agua en la mitad de la marea... Hay que prepararse para encontrar corrientes cruzadas hacia dentro o hacia fuera del Canal de Hossegor, al entrar en la marina”.

Por su parte la revista Voiles et Voiliers advierte de los mismos peligros y recomienda pegarse al dique del Norte para entrar. A pesar de esas descripciones alarmistas, que son reales, hay que decir que en los alrededores de Capbreton es aún peor. En efecto, el relieve submarino frente a Capbreton tiene un fiordo de más de 2.100 metros de profundidad y 150 kilómetros de largo. La gran profundidad muy cerca de la costa hace que aquí las olas rompan menos que en cualquier lugar de los alrededores.

Llegamos a Capbreton en las condiciones idóneas (pleamar y con olas de menos de 1 metro) pero a pesar de ello una parte del paso tenía olas rompientes. Comunicamos por radio con el puerto para solicitar amarre e información de las condiciones de la entrada, asegurándonos que podíamos entrar sin problemas, y pasamos entre sus famosos espigones a primera hora de la tarde, sin comer. La entrada hay que hacerla a toda velocidad para que no te adelanten las olas, que cuando vienen del Oeste se encajonan en el corredor entre los dos espigones de 700 metros de largo, que se abre precisamente hacia el Oeste. Si una ola alcanza y adelanta a un velero por la popa hay muchas probabilidades de que lo atraviese sin remedio, y en esa posición atravesada la siguiente ola lo vuelque. El espigón del Sur (conocido como “La Estacada”) está constituido por una pasarela de madera de casi doscientos metros sobre una base de hormigón y tiene un paseo peatonal por el que se puede llegar hasta el morro, viendo el mar espumeante pasar bajo los pies. Se construyó en el siglo XIX bajo Napoleón. El del Norte es una escollera de piedra y un muro. Ambos estaban abarrotados de pescadores que lanzaban sus plomos hacia la mitad del paso, añadiendo estrés a la maniobra de entrada, ya de por sí delicada. El año anterior las olas de los temporales de invierno habían rebasado la escollera del Norte e inundado y causado desperfectos en las urbanizaciones de la orilla. En mitad del malecón del Norte hay una estatua en piedra de una Virgen, que parece estar allí para desearte suerte en la curva que te espera. En efecto, ya dije que hay que entrar a toda velocidad para que no te adelanten las olas y te atraviesen. Pero al final de los espigones está la boca del puerto a la derecha, y al llegar a ella hay que girar de golpe 90 grados a estribor, lo que podría compararse a tomar con la moto una curva tapizada de pieles de plátano. Por si fuera poco, enseguida dentro del puerto está la prohibición de navegar a más de tres nudos, y como los barcos no tienen frenos es una tarea casi imposible que puede dar lugar a maniobras desesperadas.

Capbreton es una ciudad turística, volcada en los balnearios, el surf y el golf. Se originó en la desembocadura del río Adour, que posteriormente fue desviado a Bayona en el siglo XVI. Este desvío provocó, por la falta de arrastre, la colmatación de arena del puerto de Albret, al Norte de Capbreton, que era el principal puerto comercial de la zona y ahora no es más que una lagunita inaccesible. En aquella época de Capbreton partían hacia Terranova e Islandia los balleneros, y se dice que fueron los primeros en descubrir América, antes que Colón. La Isla de Capbreton, en el Norte de Nueva Escocia, podría ser un testimonio de esta hipótesis, con numerosos pueblos con nombres franceses. Posteriormente todo el puerto fue remodelado y urbanizado, y en los años 80 y 90 se construyeron las tres dársenas actuales y los complejos turísticos y balnearios.

Nos situaron en el atraque B30 y además de darnos distintos folletos turísticos, la bolsa de bienvenida incluía una botella de vino y un libro en francés (“Histoires de l’ami Pierrot”, de Pierre Grocq) con anécdotas de la infancia de un autor local, todas ellas relacionadas con la vida en Las Landas y concretamente en los alrededores de Capbreton. Para nosotros nada interesante, la verdad, pero nos vino muy bien para los intercambiadores de libros que hay en algunas marinas. Son lugares donde los navegantes de paso dejan un libro a cambio de otro, sin ningún otro requisito. En los barcos se tiene mucho tiempo para leer pero poco espacio para guardar libros, por lo que es un servicio muy útil en los viajes. El que nos dieron en Capbreton lo cambié más adelante por una completa guía náutica de Francia más actualizada que la que llevaba desde España.

Nada más llegar al puesto de atraque empezaron a merodear por el barco las familias de patitos que viven en el puerto. Algunos han anidado en sitios inverosímiles, como por ejemplo en un velero abandonado en nuestro mismo pantalán que tenía tanto musgo que los patos no habían tenido ni que hacer el nido, ya se lo encontraron hecho. Nosotros dedicamos la tarde a secar todo el equipo y recorrer el pueblo en las bicis y Alicia corriendo a nuestro lado, y especialmente el lago Hossegor, que desemboca en el puerto por un canal. Es un lago artificial de seis kilómetros de perímetro, alargado, cuya agua está retenida por una presa que termina abocando al canal de entrada del puerto. Tiene una pista ciclable todo alrededor, que ese día estaba llena de barro. Pese a su reducido tamaño allí se practican todos los deportes náuticos incluyendo la vela ligera, y tiene una playa artificial muy concurrida, mucho más que las de la ciudad que están abiertas al Atlántico, siempre lamidas por la espuma del oleaje. La calle que une el lago con el pueblo, y que yo recordaba llena de chiringuitos y tenderetes de artesanía, ese día de tiempo invernal estaba desierta, como el propio lago y sus alrededores.

Al anochecer fuimos a concretar los planes para el día siguiente en la capitanía y aquí vino todo lo malo, lo que hace que a veces los navegantes nos replanteemos nuestra afición. Queríamos que ellos llamaran de nuestra parte a Cap Ferret, el faro de la entrada de Arcachon, para que nos informasen de las condiciones del paso los días siguientes y de los ejercicios de tiro. Es preferible que hagan las gestiones ellos, en primer lugar por el idioma (luego nos lo explican con detalle a nosotros) y en segundo lugar porque para nosotros sería una llamada internacional y para ellos local. Curiosamente el primer empleado con el que hablé no tenía ni idea de la existencia del campo de tiro. Supongo que sería nuevo o suplente. Era como si le hablase de extraterrestres. Luego nos atendió una chica más veterana, que por cierto hablaba español, y después de muchas gestiones el panorama que se presentaba era el siguiente:

 El área de tiro había que respetarla incluso los días en que no se realizasen ejercicios, a menos que la autoridad militar dijera lo contrario. El día siguiente, que era martes, no habría ejercicios, pero el miércoles sí. La zona de seguridad pasaba a ser al Oeste del meridiano 1º 20’ W por la mañana y de 1º 23’ W por la tarde, y entre las latitudes 44º 21’ N y 44º 28’ N. Esto fue una sorpresa para nosotros, pues en toda la documentación que habíamos consultado indicaban que la zona segura era pegado a la costa, y ahora era al revés, se iba a disparar entre esa longitud y la costa y la zona segura era mar adentro de la línea.

 No habría problemas para entrar en Arcachon si llegásemos el día siguiente, martes, entre las 16 y las 20 horas. La pleamar sería a las 18:06 h, pero aunque hubiese luz y pudiéramos atravesar el paso, si llegásemos cerca de las 20 horas tendríamos luego la marea vaciante de cara hasta el puerto de Arcachon, que son dos horas y media o tres más de navegación, con lo que llegaríamos de noche y con la corriente de marea (hasta 5 nudos) en contra. Si no consiguiéramos llegar en hora tendríamos que seguir navegando de noche hacia el Norte, metiéndonos en el miércoles con ejercicios de tiro y con pronóstico de viento de cara.

 Posteriormente el pronóstico para toda la semana era de vientos del Norte de fuerza 4 y 5, lluvia, y ejercicios de tiro todos los días. Todo reiterativo como los acordes del bolero de Ravel.

El resumen nos sentó como un bofetón. Desde Capbreton a Arcachon teníamos 60 millas a rumbo directo (más dando bordos) por lo que era casi imposible que las recorriéramos en las 12 horas entre dos pleamares (teníamos que salir de Capbreton en pleamar y llegar a Arcachon también en pleamar) con el viento de cara. Si no llegásemos nos obligaría a pasar la noche en el mar, sin garantía de poder llegar al siguiente puerto, Royan, ya en la desembocadura del Garona, porque son 80 millas más a rumbo directo. O bien a abandonar a mitad de camino y volver grupas, retrocediendo con el viento portante a Capbreton haciendo 60 millas para nada. Nuestra decisión fue madrugar al máximo el martes, incluso saliendo antes de la pleamar en Capbreton, para intentar llegar a Arcachon en esa franja horaria. Nos acostamos pronto para estar descansados el día siguiente. Al preparar la cena tuve la mala suerte de que rindiera su alma el taburete plegable en el que cocinaba, que me permitía hacerlo con la espalda recta en lugar de encorvado, lo que suponía una incomodidad nueva a bordo. A pesar de su simpleza, suponía un inconveniente porque tardé varias semanas en conseguirme otro.

El martes nos levantamos a las cuatro y media para ir a ver el panorama desde el puerto, ya que la pleamar era a las cinco. Y lo que vimos fueron nubes negras como murciélagos de las que caían cuerdas de agua, el paso con rompientes y un rumor parecido al susurro de las hojas muertas, un viento de morro de fuerza 5, y un maretón lleno de borreguitos. Para enfriarte la sangre. Y aunque allí el viento venía del Oeste en Arcachon vendría del Norte, una auténtica pared de viento que nos haría casi imposible llegar en la pleamar. Nos sentimos pequeñitos y no nos pareció prudente salir así, arriesgándonos a un zozobre en el paso, y volvimos a bordo con el pulgar hacia abajo. Nos pasamos la mañana durmiendo, descansando bajo el diluvio. Por la tarde avisamos a Cap Ferret de que no habíamos salido para no generar alarmas innecesarias al ver que no llegábamos (nos habían pedido hora estimada de llegada, tipo de barco y su nombre, número de personas a bordo, etc.) y nos preocupaba que nos estuvieran esperando y al no llegar se temieran lo peor. Nos alegramos de hacerlo así porque realmente llevan un control exhaustivo de los barcos de paso, como comprobaríamos unos días más tarde. Luego fuimos a cargar gasolina, a conocer el pueblo en los intervalos en que escampaba, y hasta la estación de autobuses porque nos temíamos tener que estar allí encerrados hasta cuando las gallinas tuvieran dientes, y queríamos valorar la posibilidad de ir a conocer Bayona o Burdeos en autobús. En el pueblo nos sorprendieron algunas curiosidades, como que en la iglesia hubiera una zona de juego para los niños, para que no se aburrieran en misa (luego lo vimos en más iglesias en Francia) y los enormes muñecos con que marcaban la salida de los colegios, para que los coches aumentaran sus precauciones.

El miércoles nos levantamos en Capbreton a las cinco de la mañana para ir a ver el estado de la salida del puerto. A pesar de los nubarrones y las olas grandilocuentes, que se habían reducido desde el día anterior, decidimos coger a la meteorología por las solapas y salir ese día. En el canal de salida, aparte de nuestra preocupación por el mar ebullendo como una marmita que habíamos visto los días anteriores, justo cuando estábamos en la parte más estrecha nos cruzó un pesquero en dirección contraria y nos adelantó una motora por detrás. Eso añadió un poco de estrés a toda la salida por aquel paso malsano, porque se sumaron las olas que venían del mar con las de las dos embarcaciones. Ya fuera del puerto volvimos la vista atrás para salir de nuestro asombro comprobando que efectivamente nos escapábamos de esa ratonera, donde ya nos habíamos imaginado encerrados una semana y donde, en mi fuero interno, estuve a punto besar la lona y decidir volver a España.

Al salir no habíamos decidido nuestro puerto de destino, nos conformábamos con esperar que ni el barco ni la tripulación fueran martirizados en exceso en la melé. Nuestro destino iba a depender de las condiciones de navegación. En el mejor de los casos intentaríamos llegar hasta la desembocadura del Garona, unas 140 millas náuticas en línea recta, y como plan B nos quedaba la posibilidad de entrar en Arcachon a descansar. En este caso serían 60 millas. Nada más salir tuvimos un viento favorable del Oeste de fuerza 4 que nos permitió navegar las dos primeras horas a toda vela a más de seis nudos y a lomos de las olas. Pero luego, después de un buen rato de dudas como si buscara de qué lado ponerse para fastidiarnos más, se estableció del Norte y de fuerza 5, lo que nos obligó a navegar a la francesa con la vela mayor y el motor casi todo el recorrido. La principal obligación del timonel era evitar los pantocazos, de los que tuvimos varios cientos, como si en lugar de por el mar estuviéramos navegando por una montaña rusa. Como si las cosas que consideramos inanimadas también pudieran quejarse, cada cadenote, cada obenque, cada driza, cada mamparo, maldecía a su manera con un ruido particular. Además había ejercicios de tiro del ejército francés, y nos habían marcado un meridiano que no deberíamos de pasar hacia el Este, concretamente el de 1º 23’ W por la tarde, que es cuando llegaríamos a la zona. Si intentábamos navegar solo a vela el barco abatía y el rumbo se nos abría hacia tierra, y nos llevaba directos a la zona de tiro. Todo el viaje fuimos paralelos una milla y media hacia el Oeste del meridiano prohibido. Quizá penséis que estábamos muy cerca, pero las condiciones de navegación no permitían otra cosa. Menos mal que los militares tuvieron buena puntería y no se salieron de su perímetro.

Con tantas horas de motor se hizo evidente que no nos llegaría la gasolina para alcanzar la desembocadura del Garona, porque si hubiéramos seguido navegando de noche las condiciones de viento hubieran sido las mismas, siempre del Norte. Así que no quedó más remedio que plantearse la entrada en Arcachon. Pero este puerto tiene unas condiciones muy estrictas de acceso: solo puede entrarse en el entorno de la pleamar y en horas del día. Eso nos obligó a forzar la marcha a motor en las últimas horas. A las 16 h ya divisábamos la Duna de Pilatos, en la entrada de Arcachon, y como el ejercicio de tiro finalizaba, en teoría, a las 16:30, llamé por radio al faro de Cap Ferret para preguntar si después de esa hora podía atajar en diagonal hacia la entrada de Arcachon cortando la zona militarizada, para ganar un tiempo precioso. La respuesta (rotundamente no) nos calló encima como los cascotes de un edificio en demolición, y no nos quedó más remedio que seguir contorneando contrarreloj el famoso campo de tiro. Conseguimos llegar a la boya de recalada de la bahía de Arcachon (44º 34,5’ N; 1º 18,3’ W) después de 64 millas náuticas, exactamente a la hora de la pleamar. Las condiciones eran duras, con viento del Norte de fuerza 5 y fuerte marejada (olas de hasta 2,5 metros) pero allí el rumbo cambiaba de ser al Norte como llevábamos todo el día, a ser hacia el Este, con lo que el viento nos entraba por el través. Las olas se calmaron dentro del canal de entrada, y a eso de las 19 horas estábamos en mitad del paso navegando a toda vela bajo un sol espléndido aunque aún hacía frío, y con Alicia al timón.

Desgraciadamente desde el paso de Arcachon hasta la marina aún nos quedaron tres horas de navegación, y como habíamos entrado justo en el momento de la pleamar, a partir de ahí tuvimos que hacer todo el recorrido dentro de la bahía en contra de la marea vaciante. Además a partir de la Duna de Pilatos el canal volvía a recurvarse hacia el Norte, con lo que el viento volvió a darnos de morro, lo que se hizo agotador. A todo motor y ayudados por la mayor no pasábamos de 2-3 nudos, y en alguna ocasión que por descuido el barco quedó amurado a estribor la escora sacaba el motor del agua, girando la hélice en el vacío con el consiguiente estruendo y riesgo mecánico. Finalmente llegamos a la marina de noche, con las oficinas cerradas y sin nadie para acogernos. Paramos en el pantalán de espera, que es también el de la gasolinera, y en la maniobra se nos cayó un bichero al agua, de noche, y nos costó recuperarlo. El sitio no nos gustó para dormir porque recibía el viento por la bocana, que está abierta al Norte, y además por la mañana recibiría las olas de todos los barcos que entrasen y saliesen. Así que, teniendo en cuenta la hora que era (las 22 h) ya de noche, y la poca probabilidad de que alguien volviese a puerto a esa hora porque en Arcachon está prohibido navegar de noche, decidimos recorrer los pantalanes y meternos en el primer hueco vacío que encontrásemos, como así hicimos.

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9788416848133
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