Kitabı oku: «Multiplicidades del Patrimonio», sayfa 2
Se trata, entonces, de emplazamientos que “se define[n] por las relaciones de proximidad entre puntos o elementos; formalmente es posible describirlos como series, árboles, cuadrículas” (Foucault, 1999, p. 432). Foucault propone una serie de principios que permiten situar teóricamente las heterotopías. El primero es de carácter universalista y consiste en señalar en “que no hay probablemente una sola cultura en el mundo que no constituya heterotopías. Es una constante de todo grupo humano” (Foucault, 1999, p. 435). Esto no quiere decir que las heterotopías sean iguales en todos los lugares, por el contrario, ellas responden a contextos culturales e históricos, sociales y políticos, que hacen que adquieran formas extraordinariamente variadas (Foucault, 2008). Esta diversidad de heterotopías nos conduce al segundo principio, que dice relación con la idea de que dentro de una sociedad, una heterotopía que funciona de una determinada manera puede mutar hacia otras significaciones, pues “la misma heterotopía puede, según la sincronía de la cultura en la que se encuentra, tener un funcionamiento u otro” (Foucault, 1999, p. 436).
Tomemos como ejemplo el caso de la estatua al general Baquedano y veamos cómo ese lugar ha tenido a lo largo del tiempo variados usos que responden sincrónicamente a cuestiones de orden cultural y político del país. Cuando la estatua fue inaugurada en 1928, ella respondió a criterios fuertemente vinculados con el relato de nación heredado del siglo diecinueve y que, a grandes rasgos, se sustentaba sobre tres características: lo militar, lo masculino y lo colonial. Esa era la columna vertebral por virtud de la cual la nación debía erguirse como condición de posibilidad y desarrollo; era esa triada la cual debía ser exhibida y resaltada, pues ahí radicaba la naturaleza ideológica de la construcción del Estado-nación que la elite chilena buscaba resaltar. Con el avance del siglo veinte la estatua y su emplazamiento fueron adquiriendo nuevas significaciones y sentidos hasta llegar a desvanecer su espíritu original. Ejemplo de ello son los tres nombres con los que actualmente se nombra la plaza Italia/Baquedano/Dignidad. Nombres que no solo designan un lugar, sino también clasifican pertenencias ideológicas, que en un mismo momento histórico pueden llegar a superponerse.
Pensemos ya no en la forma en que se nombra la plaza Italia/Baquedano/Dignidad, sino en la utilización que de ella se hizo poco antes del retiro de la estatua. Primero, el monumento experimentó una intervención constante por parte de los manifestantes desde el 18-O y, recientemente, la estatua fue objeto de un cuestionamiento radical al punto de intentar destruirla. También ha sido radical (y brutal) el modo en que las fuerzas policiales han reprimido a los y las manifestantes que allí se han reunido para protestar, transformando ese espacio en un lugar en donde se llevó a cabo graves violaciones a los derechos humanos de manera reiterada;4 basta recordar a la profesora Francisca Mendoza, quien el 19 de febrero de 2021 vino a engrosar el número víctimas de trauma ocular por parte de carabineros.5 Por otro lado, la estatua y el lugar en donde está emplazada han sido reivindicados desde la oficialidad gobernante de diversas maneras, como por ejemplo, cuando el ministro de Defensa Baldo Prokurica acudió al lugar a dejar una corona de flores como un “gesto de desagravio por lo que ocurrió anoche”.6 Posteriormente, la escultura fue llevada al paroxismo de la veneración cuando un grupo de cincuenta militares en retiro, entre los que se encontraban oficiales acusados de violación a los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet, rindieron un homenaje a la estatua previo a ser retirada. Por último, una vez quitada la estatua, se levantó un muro que cierra y enclaustra el basamento en donde descansa el soldado desconocido de la Guerra de Pacífico, que simboliza a todos esos soldados anónimos, a los de a pie, que lucharon en la misma guerra que Baquedano, pero “sin entrenamiento, sin uniformes muchos de ellos, y lanzados a la pampa a defender el pabellón nacional” (Araya, 2021). Ese acto de clausura se constituye como el último recurso de los grupos hegemónicos por exhibir su poder coercitivo, apropiarse de ese lugar en disputa física y simbólica y reducirlo a un no-lugar. Estos distintos usos que se hacen de un emplazamiento en un mismo momento histórico, nos remiten al tercer principio descrito por Foucault (1999, p. 347), quien plantea que “la heterotopía tiene el poder de yuxtaponer en un solo lugar real múltiples espacios, múltiples emplazamientos que son en sí mismos incompatibles”.
Este uso intensivo, diverso y contradictorio que desde el 18-O se ha hecho del emplazamiento en el que se encuentra situado (y sitiado) el monumento a Baquedano (o lo que al día de hoy queda de él), nos remite al cuarto principio de esta descripción, que dice relación con el hecho de que las heterotopías están frecuentemente ligadas a periodos de tiempo, a cortes singulares, sincrónicos y simétricos de tiempo, que se podrían denominar como heterocronías (Foucault, 1999, 2008). Foucault plantea la existencia de dos tipos de heterotopías del tiempo, aquellas ligadas a la acumulación del tiempo y aquellas vinculadas a lo que el tiempo tiene de pasajero.7 Si observamos el uso temporal que de la plaza Italia/Baquedano/Dignidad se ha hecho, podemos advertir que su uso social es efímero, transitorio y fugitivo, puesto que no se trata de un emplazamiento que busque condensar una totalidad discursiva acerca del Estado-nación o de la Guerra del Pacífico; por el contrario, se trata más bien de un emplazamiento vial que, de vez en cuando, se transforma en el lugar ideal para celebrar una hazaña deportiva, conmemorar una festividad o manifestarse políticamente. En tal sentido, la historicidad del monumento a Baquedano, es decir, su constitución en tanto patrimonio histórico e imagen, conjugan no solo un momento histórico determinado, sino también se articulan como índice histórico. Esto es, permiten desentrañar los lugares que el patrimonio y las imágenes juegan dentro del espacio social, en tanto heterotopías en las que tienen lugar un conjunto de significaciones y tematizaciones del tiempo y del espacio, que se relacionan de manera polivalente, puesto que se articulan como marcadores identitarios, como ejes estructurantes de la explicación histórica y como lugares en disputa ideológica (Delacroix, 2010; Belting, 2007).
Espacio social, poder simbólico y nacionalismo banal
La dicotomía que se evidencia y que se experimenta en plaza Italia/Baquedano/Dignidad en tanto espacio público que en teoría está abierto a todos, muestra que en la práctica el uso político que de ese lugar se hace, está determinado por relaciones de poder, en donde ciertos grupos sociales –y no otros– tienen el privilegio de acceder y actuar libre y protegidamente, demostrando que su uso político responde a privilegios de ciertos grupos, quienes pueden expresar sus ideas políticas y visiones de mundo. Este actuar queda graficado por el modo en que las fuerzas policiales reprimen a ciertos manifestantes, mientras que a otros los protegen cuando actúan políticamente en ese mismo espacio público. Ese actuar represivo/privilegiado favorece la legitimación de la dominación de una clase sobre otra y evidencia que el acceso a ciertos espacios públicos es un asunto vinculado con el poder y, más específicamente, con las relaciones de poder que se objetivan en plaza Italia/Baquedano/Dignidad. Para analizar esa problemática recurriré a los conceptos de espacio social y poder simbólico desarrollado por Pierre Bourdieu (1999, 2000, 2002, 2006, 2019),8 pues esas nociones me permiten comprender el modo en que el espacio público donde se encuentra emplazada la estatua a Baquedano, deviene un lugar de lucha por imponer y legitimar una visión de mundo no exenta de violencia física y simbólica.
Bourdieu plantea que el espacio social “se define por la exclusión mutua, o la distinción, de las posiciones que lo constituyen, es decir como estructura de yuxtaposición de posiciones sociales” (1999, p. 178). El espacio social es, entonces, el lugar en donde se distribuyen los distintos capitales (social, cultural, político, económico, simbólico) que los diferentes sujetos o agentes tienen y que son valorados por los distintos campos (intelectual, científico, político, etc.). Por otro lado, no son solo los agentes y sus capitales los que entran a tallar en el espacio social, sino también el espacio público y las cosas que allí tienen lugar, pues “en la medida en que los agentes se apropian de ellas y, por lo tanto, las constituyen como propiedades, [que] están situadas en un lugar distinto y distintivo que puede caracterizarse por la posición relativa que ocupa en relación con los otros lugares” (Bourdieu, 1999, p. 178). Esa relación estructural y estructurante que el espacio público y los objetos allí emplazados mantienen con el espacio social (y con los agentes), es de suma importancia para poder comprender la valoración simbólica que la estatua a Baquedano ha adquirido desde el 18-O, en tanto patrimonio que se ha visto expuesto o mejor dicho ha estado entremedio de una lucha por imponer una violencia simbólica, es decir, un poder capaz “de construir lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión de mundo y, por ello, la acción sobre el mundo, por lo tanto el mundo” (Bourdieu, 2006, p. 71).
Ahora bien, la tesis central de este ensayo es que la valoración simbólica que se ha hecho de la estatua a Baquedano por parte de los grupos hegemónicos de la sociedad chilena, corresponde a una respuesta ideológica al uso político que desde el 18-O se ha hecho de ese emplazamiento por parte de quienes cuestionan el orden neoliberal. Por lo tanto, la estatua se constituye en un símbolo que representa a la clase hegemónica y todo aquello que defiende. En contrapartida, para quienes no son parte de dicha clase, la estatua “representa exactamente lo que la ciudadanía ya no quiere más: el viejo orden, en el que el privilegio de pertenecer a la elite alcanza para invisibilizar el esfuerzo y la cultura del trabajo” (Castro, 2021). Pero este rechazo a Baquedano no surge como una respuesta histórica a su figura, sino más bien es una respuesta coyuntural, vale decir, si a la clase hegemónica le parece un símbolo que hay que resguardar, para la clase subordinada se convierte en algo que hay que destruir. En los primeros meses del estallido social, la estatua solo era funcional: era una tarima, una parte del escenario; no poseía otro valor porque no había ningún vínculo entre la estatua y el poder. Es más, diría que su valor fue estético desde el momento en que se difundió esa primera foto de la pirámide humana frente a la puesta de sol, que parecía condensar la euforia y la sensación de triunfo que implicaba la apropiación del espacio (Figura 1). Se convirtió en la imagen icónica que debía reproducirse en cada manifestación, pero el desconocimiento de la mayoría de los manifestantes sobre el rol del personaje en la historia hacía del monumento un objeto neutral. De allí que no hubiese habido ningún intento por destruirlo, como sí ocurrió con otras figuras más reconocidas y vinculadas a la conquista española y sus masacres. Aparte de una ilustración que surgió muy al principio del estallido, en la que Baquedano era reemplazado por dos estudiantes saltando torniquetes, no había una disputa en torno al monumento en sí o a quien homenajeaba. En tal sentido, el uso político que se hace de la estatua a Baquedano en tanto patrimonio histórico se constituye en un anacronismo, un síntoma que “aparece siempre a destiempo, como una vieja enfermedad que vuelve a importunar nuestro presente” (Didi-Huberman, 2015, p. 64).
Figura 1. Fotografía tomada por Susana Hidalgo el 25 de octubre 2019.
Este anacronismo de la estatua a Baquedano y su revalorización política por parte de la elite gobernante se materializa, sintomáticamente, como un rebrote de lo que Michel Billig (2014) llama nacionalismo banal. Con ello se quiere hacer notar el modo en que el nacionalismo se estructura no solo como un relato radical acerca de la idea de lo nacional, sino también permite comprender que el nacionalismo se configura asimismo como cotidianidad que se expresa, por ejemplo, a través de los símbolos que adornan las ciudades, como las banderas en los edificios públicos o los monumentos a los héroes en las plazas, mediante algunos de los discursos que distribuyen los medios de comunicación –principalmente aquellos que enarbolan la nacionalidad de manera discrecional–, o bien es posible que se exprese a través de ciertos hábitos rutinarios del lenguaje que ponen el acento en lo nacional. Estos elementos nos recuerdan que “el nacionalismo no desaparece por completo, sino que se convierte en una especie de excedente de la vida cotidiana” (Billig, 2014, p. 82). Así, por ejemplo, cuando el Estado-nación o, mejor dicho, cuando ciertos grupos de poder que controlan el Estado-nación ven amenazada la hegemonía de la que han gozado largamente, recurren a la identidad nacional como uno de los mecanismos mediante el cual se intenta contrarrestar la amenaza, encauzar el disciplinamiento y la cohesión social. Ejemplo de ello son las palabras que el ministro del Interior Rodrigo Delgado pronunció a raíz del intento de quemar la estatua a Baquedano:
Tenemos que dar la pelea porque aquellos símbolos importantes para el país y la historia de Chile se mantengan. Y lo que tenemos que dar como lucha es que aquellas personas que creen que destruyéndolo todo, incluso destruyendo a aquellos símbolos patrios relevantes, van a menoscabar nuestra autoestima como país.9
El uso nacionalista que el gobierno hace del patrimonio histórico opera, por una parte, en el orden del discurso e instala la percepción de que ciertos valores nacionales, representados por “aquellos símbolos patrios relevantes”, están siendo amenazados y, por otra parte, tiene un correlato en el espacio público a través de diversos mecanismos de acción. Uno de ellos, el más extremo por cierto, es el uso de la violencia y la represión sobre aquellos grupos que se consideran una amenaza. Así lo atestigua el copamiento policial implementado por la Intendencia de Santiago en plaza Italia/Baquedano/Dignidad, el cual se ha traducido en el uso excesivo de la fuerza por parte del masivo contingente policial: “Disponemos de un poco más de mil carabineros en ese lugar donde se van a desarrollar controles de identidad. Vamos a mantener el orden público en ese sector céntrico de Santiago”.10 En tal sentido, el nacionalismo banal que el gobierno ha instalado como retórica y acción a partir del 18-O se mueve bajo dos grandes órdenes: el de la violencia física y el de la violencia simbólica.
El primero, el de la violencia física, se ejerce como una coerción sobre el cuerpo de los individuos y se ha traducido en las sistemáticas violaciones a los derechos humanos por parte de las fuerzas policiales, que han provocado laceraciones oculares, arrestos ilegítimos, violaciones sexuales, entre otras.11 La segunda, la violencia simbólica, “es esa coerción que se instituye por mediación de una adhesión que el dominado no puede evitar otorgar al dominante” (Bourdieu, 1999, p. 224); y, al mismo tiempo, de la internalización de que el dominante hace de la estructura de dominación y que le proporciona la legitimación del deber y la obligación de ejercer violencia física y simbólica.12 Un ejemplo claro de violencia simbólica fue la fotografía que el presidente Sebastián Piñera se tomó frente a la estatua a Baquedano cuando la ciudad de Santiago se encontraba en cuarentena total producto de la pandemia del Covid-19 (Figura 2). Ese acto de violencia simbólica fue un intento por borrar, silenciar y censurar las expresiones contestatarias y reivindicativas en el centro geográfico de la movilización social (plaza Dignidad). Al mismo tiempo se constituye como una demostración de poderío que supone, desde mi perspectiva, una lucha espuria en pro de recuperar el poder simbólico del espacio público perdido durante la revuelta, ya que no se trata de un espacio público reconquistado porque la revuelta se haya controlado o apaciguado, sino que es una acción bajo el amparo de una ciudad desalojada.
Figura 2. Presidente Piñera posando delante del monumento a Baquedano, 3 de abril de 2020. Foto recogida del Twitter de Piensa Prensa.
La violencia física y simbólica que se desprende de la defensa nacionalista que el gobierno hace del uso político del patrimonio histórico emplazado en la plaza Italia/Baquedano/Dignidad, evidencia que “lo que está en juego en la lucha por las clasificaciones es la producción y la imposición del modo de representación legítimo del mundo social” (Bourdieu, 2019, p. 101). Es decir, se trata de una legitimidad adquirida por medio de la dominación que los grupos de poder –económicos y políticos– ejercen sobre el espacio social otorgándoles un poder simbólico, es decir, un poder que es capaz de hacer y de producir el mundo de acuerdo a los criterios, valoraciones e imposiciones que hacen que ciertas cosas y no otras, que ciertos espacios públicos y no otros, sean construidos, cooptados y monopolizados “por las clases hegemónicas para obtener una apropiación privilegiada del patrimonio común. Se consagran como superiores ciertos barrios, objetos y saberes porque fueron generados por los grupos dominantes, o porque estos cuentan con la información y formación necesarias para comprenderlos y apreciarlos, es decir, para controlarlos mejor” (García Canclini, 1999, p. 18).
En consecuencia, el poder simbólico que ostentan los grupos dominantes y que transfieren en forma de violencia física y simbólica al espacio público, se constituye como herramienta que permite la legitimación de la dominación y, al mismo tiempo, exhiben lo que Pierre Bourdieu (2019) llama la lucha simbólica por el enclasamiento, una lucha en la que los bienes simbólicos –como es el caso del patrimonio histórico– trazan una frontera tanto en el espacio social como en el espacio público –frontera que para el caso de plaza Italia/Baquedano/Dignidad establece una división jerárquica entre clase alta y clase baja–, que si bien se instituye de manera arbitraria requiere, para funcionar socialmente, que se internalice como natural.13 De este modo, las diversas acciones y exhibiciones de poder simbólico que hemos podido apreciar desde el 18-O por parte de la elite económica y política respecto de la estatua a Baquedano, podrían ser leídas como operaciones que persiguen reconquistar el poder simbólico perdido (o mermado) producto de la revuelta social. Lo que supone otorgarle una valoración simbólica al emplazamiento en donde está situada la estatua, haciendo de ese lugar un espacio en disputa por imponer una visión de mundo y un estilo de vida. Sin embargo, el poder simbólico e incluso la violencia simbólica, presume un grado de legitimidad, en tanto supone “imponer significaciones e imponerlas como legítimas disimulando las relaciones de fuerza en que se funda su propia fuerza” (Bourdieu, 1997, p. 25). El estallido social se consolida precisamente como un cuestionamiento a esa legitimidad y a ese poder simbólico. En ese contexto, la defensa del monumento enfundada en una ceremonia militar, difícilmente puede verse como un intento de reimponer la legitimidad del valor simbólico de un icono nacionalista. En términos simbólicos solo está destinada a quienes conscientemente comparten esa valoración; para el resto de la población es una revelación de las relaciones de fuerza. En ese sentido, se trata más bien de un golpe sobre la mesa, un pretexto para enviar un mensaje o mejor dicho un recordatorio de quién controla la violencia legítima. Por tanto, sí es un espacio simbólico en disputa, pero esa disputa no se resuelve simbólicamente.
Re-significaciones culturales, usos sociales y clausuras simbólicas
El filósofo Jacques Rancière argumenta que la política ocurre cuando las personas que no participan de la cosa pública “se toman el tiempo necesario para plantearse como habitantes de un espacio común y para demostrar que su boca emite una palabra que enuncia lo común y no solamente una voz que denota dolor” (2011, p. 34). Lo político, entonces, será ese terreno de lo colectivo y lo común, en donde las diversas posiciones que conforman esa comunidad pueden entrar en conflicto, deliberación y negociación respecto del interés general. Esto no quiere decir que lo político sea un espacio ideal o idealizado, abierto a todos, por el contrario, se trata más bien de un espacio de poder, de luchas de poder en las que tiene lugar la confrontación y el antagonismo; se trata de enfrentamientos entre proyectos hegemónicos o, mejor dicho, de proyectos políticos que buscan consagrarse hegemónicamente (Mouffe, 2011).14 De ahí que para lograr alcanzar posiciones hegemónicas se requiera obtener cuotas de dominación en distintos ámbitos –culturales, políticos, sociales, geográficos, económicos, entre otros. Uno de ellos es el control del espacio público, principalmente de aquellos espacios que se vuelven espacios en disputa –social y simbólica-, como ha sido el caso del lugar donde se encuentra situada la estatua al general Baquedano.
Hasta el momento me he concentrado en analizar los discursos y las acciones hegemónicas que la elite gobernante (y económica) ha llevado a cabo para imponer y exhibir su poder –no solo simbólico sino también coercitivo–, imprimiéndole a la estatua a Baquedano un aura de patriotismo y, con ello, se ha dotado a ese emplazamiento de una valoración simbólica cargada de nacionalismo banal.
Quisiera, a continuación, centrar mi atención en el otro lado de la moneda y discutir las implicancias políticas que se desprenden de las re-significaciones culturales, los usos sociales y clausuras simbólicas que se han hecho de los monumentos –en especial de la estatua que aquí nos convoca- a partir de la revuelta social del 18-O.
Las intervenciones contestatarias y la destrucción de monumentos y esculturas a lo largo del país se constituyeron como gestos significativos de la resistencia política surgida a la luz de la revuelta social. Analizar la estatua al general Baquedano y el uso político que han hecho quienes no se habían tomado el tiempo de participar como habitantes de un espacio en común es un ejemplo elocuente para comprender el modo en que el patrimonio se articula políticamente como un orden en disputa, conflicto y poder. En tal sentido, esta escultura se transformó –a partir de las múltiples intervenciones de las que fue objeto– en un lugar privilegiado para re-significar y subvertir el discurso hegemónico de la identidad y la soberanía nacional que, desde la dictadura de Pinochet, había instalado una narrativa que, de acuerdo con Rolf Foerster (2002), concibe el país como un todo en el que cohabitarían distintos grupos sociales (etnias, clases) subordinados a la idea de nación como un todo coherente e inexpugnable.
Ahora bien, las manifestaciones iconoclastas que eclosionaron con fuerza en contra de monumentos que representaban el poder colonial en todas sus caras y manifestaciones puede ser interpretado como una contranarrativa que persigue tensionar el pacto social que hizo del neoliberalismo un dominio no solo económico sino también político y cultural. El derribo del busto a Pedro de Valdivia y su empalamiento a los pies de la estatua Lautaro en Temuco, así como el derribamiento de la estatua al exterminador de fueguinos, José Menéndez, que también fue depositado a los pies de la estatua del indio patagón en Punta Arenas, son ejemplos de apropiación del espacio público y de resignificación del patrimonio hegemónico allí instalado como signo de poder “que, en nombre del progreso y la civilización, asientan el poder colonial, patriarcal, militar y racista” (Márquez, 2021).
Si trazamos una genealogía de lo que ha sido el uso social del monumento a Baquedano podemos advertir que este ha sido mayoritariamente solo un punto de referencia; también ha sido objeto de múltiples intervenciones que no necesariamente responden a cuestiones políticas. Por el contrario, podríamos concordar en que a lo largo del tiempo ese espacio ha tenido un uso más bien despolitizado, fundamentalmente, como centro de las celebraciones de hazañas deportivas. Lo que me parece relevante de este uso despolitizado es que este tipo de manifestaciones nunca supusieron ningún inconveniente para las autoridades de turno ni tampoco para el Ejército, aunque en muchas de esas oportunidades la estatua haya sufrido más de algún daño. Sin embargo, cuando su uso es político surgen cuestiones como el orden público y la destrucción del patrimonio. Esta dicotomía queda particularmente graficada cuando analizamos dos fotografías en las cuales la estatua a Baquedano aparece siendo utilizada de manera similar, es decir, como un soporte que permite a los manifestantes mayor visibilidad, ya sea para expresar su alegría por un triunfo deportivo (Figura 3) o bien para expresar malestar social (Figura 4). Entonces el problema no es el uso que se pueda hacer de un determinado patrimonio, sino que ese uso esté asociado a una causa política. Pero tampoco se trata de cualquier causa política, sino de aquellas que de alguna u otra manera generan incomodidad en ciertos grupos de poder que, por lo general, tienen la capacidad de ejercer un poder coercitivo y, a través de este, restablecer el orden de las cosas dadas, que en este caso en particular tiene que ver con la defensa irrestricta al neoliberalismo. Por lo tanto, cuando la escena política que emergió con la revuelta hizo de la plaza Italia/Baquedano/Dignidad el epicentro geográfico de su movilización social, apropiándose del espacio público y de los monumentos allí emplazados, casi de manera automática ese lugar se constituyó en un espacio que era necesario clausurar, reprimir y reconquistar simbólicamente desde el poder económico y político, mientras que desde los movimientos ciudadanos y sociales era un espacio que era necesario reconquistar y re-significar cada día viernes.
Figura 3. Celebración de la obtención de la Copa América, 4 de julio de 2015.
Fotografía recogida de https://applauss.com
Figura 4. Manifestación en plaza Dignidad, noviembre 2019,
Fotografía de Patricio Hurtado.
De ahí que el monumento a Baquedano estaría evidenciando una disputa ideológica que tiene como trasfondo una doble dimensión: por una parte, se trata de una lucha política entre quienes buscan apropiarse y re-significar el lugar como un espacio en donde simbolizar o representar el malestar social y expresar así demandas políticas que persiguen, si no transformar el orden neoliberal, al menos impugnarlo y quienes persiguen conservar, resguardar y perpetuar el neoliberalismo a través de la cancelación y la negación de la posibilidad de cambio. Por otra parte, a raíz de esta lucha política emerge una paradoja temporal respecto de la estatua como imagen, como patrimonio y como poder simbólico, paradoja que se puede analizar a la luz del concepto de anacronismo de las imágenes desarrollado por Georges Didi-Huberman, quien sostiene que este emerge:
En el pliegue exacto de la relación entre imagen e historia: las imágenes desde luego tienen una historia; pero lo que ellas son, su movimiento propio, su poder específico, no aparece en la historia más que como un síntoma –un malestar, (…), una suspensión. (…) [La temporalidad de las imágenes] no será reconocida como tal en tanto el elemento histórico que la produce no se vea dialectizado por el elemento anacrónico que la atraviesa (2015, pp. 48-49).
La problemática de la temporalidad de las imágenes y su devenir social y político, nos conduce hacia cuestiones relativas a las relaciones de poder y al sentido social e histórico de las imágenes. Se trata de una historicidad que puede ser pensada a la luz de los conceptos de pervivencia (nachleben) y de pathosformel desarrollados por Aby Warburg (2019). Estos conceptos dan cuenta de la relación entre memoria e imagen como posibilidad de pervivencia (nachleben) de las construcciones iconográficas a lo largo del tiempo, es decir, genealógicamente las imágenes producidas en un momento histórico son atravesadas por imbricaciones y actualizaciones que se producen entre pasado y presente, entre el recuerdo y el ahora. Esta compleja temporalidad de las imágenes y la relación social que ellas mantienen con el momento histórico devienen pathosformel, es decir, imágenes que se configuran como una forma expresiva “en la que ya no es posible distinguir entre forma y contenido ya que designa un entramado indisoluble de carga emotiva y fórmula iconográfica” (Agamben, 2008, p.129).15
Siguiendo este corpus teórico, se puede argumentar que la estatua a Baquedano se constituye, entonces, tanto en un anacronismo en el sentido estético-político, pues su creación y exhibición pública responde a criterios que son propios de una época y un momento histórico particular, en este caso finales de los años veinte en términos culturales y la dictadura del general Carlos Ibáñez del Campo en términos políticos. Por otro lado, la pervivencia (nachleben) de la estatua nos conduce a un nuevo territorio de significación, en la que es posible distinguir un conjunto de atributos sociales, estéticos y políticos que están mediados tanto por el contexto histórico como por el uso social que se hace del espacio público y no por la estatua y su valor patrimonial. En tal sentido, la pervivencia de la estatua no se limita a un momento específico en que la imagen modifica radicalmente su significado, sino más bien es el uso y el significado social del espacio público en el que se emplaza el monumento. En términos simbólicos, históricamente este punto ha sido visto como el límite entre las dos realidades socioeconómicas que dividen el país, a la vez que durante mucho tiempo fue el lugar de confluencia de las rutas que conectaban la ciudad y, por lo tanto, un territorio de tránsito ineludible para quienes se desplazaban entre estas dos realidades. Más allá de que el desarrollo urbanístico haya modificado esa distribución, es esa condición de centralidad la que permite que, tras la dictadura, adquiera una nueva valoración simbólica cuando se convierte en un lugar de reunión para manifestaciones principalmente no políticas o como punto de partida de las marchas que recorrían la Alameda. Incluso entonces la estatua a Baquedano no era más que un pedestal, sin ninguna carga simbólica. El estallido social y la consecuente represión policial que impidió el tránsito de los manifestantes le otorgaron valor a ese espacio como lugar de lucha política. La meta de cada viernes era recuperar la plaza copada por las fuerzas del orden. Que hubiera gente encaramada en la estatua era el símbolo de que Carabineros había perdido la batalla o más bien de que se habían replegado, en un juego cíclico absurdo de represión y cesión, cuyos horarios estaban predeterminados por las fuerzas policiales y no por los niveles de violencia de la protesta. En cambio, la revalorización final de la estatua y la lucha que generó fue fruto de una reclamación pensada y no espontánea.
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