Kitabı oku: «Herencia»
Herencia
MIGUEL BONNEFOY
Herencia
Traducción de Amelia Hernández Muiño
www.armaeniaeditorial.com
Título original: Héritage (Rivages, 2020)
Primera edición: Septiembre 2021
Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de ayuda a la publicación del Institut français
Copyright © Miguel Bonnefoy, 2020 © Editions Payot & Rivages, 2020
Copyright de la traducción © Amelia Hernández Muiño, 2021
Copyright de la foto del autor © Patrice Normand/Leextra/Éditions Rivages 2020
Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2021
Armaenia Editorial, S.L.
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ISBN: 978-84-122276-3-5
Depósito legal: M-22863-2021
Impresión: Gráficas Cofás, S.A.
Impreso en España
Para Selva, tú que eres la única en saber lo que seguirá.
«Aquellos que no pueden recordar su pasado están condenados a repetirlo»
George Santayana
Lazare
Lazare Lonsonier estaba leyendo en su bañera cuando la noticia de la Primera Guerra Mundial llegó hasta Chile. En aquella época tenía la costumbre de hojear el periódico francés a doce mil kilómetros de distancia, metido en un agua aromatizada con cáscaras de limón, así que más adelante, al regresar del frente con la mitad de un pulmón y habiendo perdido a dos hermanos en las trincheras del Marne, nunca pudo separar realmente el olor de los cítricos del de los obuses.
Según el relato familiar, su padre había huido antaño de Francia con treinta francos en un bolsillo y una cepa en el otro. Nacido en Lons-le-Saunier, en las laderas del Jurá, tenía un viñedo de seis hectáreas cuando apareció la plaga de la filoxera, que secó sus viñedos y le llevó a la quiebra. Al cabo de cuatro generaciones de viticultores solo le quedaron en pocos meses, en la parte baja de las vertientes, unas raíces muertas en unos huertos de manzanos y unas plantas silvestres de las que sacaba un triste ajenjo. Se fue de aquella comarca de caliza y cereales, de morillas y nueces, para tomar una nave de hierro que zarpaba de Le Havre rumbo a California. No estando abierto aún el canal de Panamá, tuvo que dar la vuelta por el sur de América Latina y viajó durante cuarenta días a bordo de un cap hornier1 en el que doscientos hombres, amontonados en las bodegas llenas de jaulas de pájaros, tocaban fanfarrias tan ruidosas que no le dejaron pegar el ojo hasta las costas de Patagonia.
Una noche, vagando cual sonámbulo por un pasillo entre literas, vio en la oscuridad a una anciana con las muñecas cubiertas de pulseras, labios amarillos y unas estrellas tatuadas en la frente, sentada en una silla de mimbre; esta le hizo señas para que se le acercara.
—¿No logras dormir? —preguntó.
Se sacó de la blusa una pequeña piedra verde, llena de cavidades minúsculas y centelleantes, no más gruesa que una cuenta de ágata.
—Son tres francos —le dijo.
Se los pagó y la anciana quemó la piedra encima de una escama de carey, pasándosela por debajo de la nariz a Lonsonier. El humo se le subió tan bruscamente a la cabeza que creyó que iba a desfallecer. Aquella noche, durmió durante cuarenta y siete horas entera y profundamente, soñando con viñedos de oro cuajados de criaturas marinas. Al despertar vomitó todo lo que tenía en el estómago, y no pudo levantarse de la cama de tanto que sentía en el cuerpo una insostenible pesadez. Nunca supo si fueron los sahumerios de la vieja gitana o el olor fétido de las aves enjauladas, pero cayó en un estado de fiebre delirante durante la travesía del estrecho de Magallanes, alucinando ante aquellas catedrales de hielo, viendo que la piel se le cubría de manchas grises como si estuviera pulverizándose en cenizas. El capitán del barco, que había aprendido a reconocer las primeras señales de magia negra, solo necesitó una ojeada para adivinar un riesgo de epidemia.
—La fiebre tifoidea —declaró—. Le bajaremos en la próxima escala.
Así fue como desembarcó en Chile, en Valparaíso, en plena guerra del Pacífico, en un país que él no sabía ubicar en el mapa y de cuyo idioma ignoraba todo. Al llegar, se incorporó a la larga fila de gente que se extendía frente a un depósito de pesca hasta alcanzar la aduana. Se dio cuenta de que el funcionario del servicio de inmigración hacía sistemáticamente dos preguntas a cada pasajero antes de sellarles sus fichas. Concluyó que la primera debía de referirse a la proveniencia y la segunda, lógicamente, al destino. Cuando llegó su turno, el funcionario, sin alzar los ojos, le preguntó:
—¿Nombre?
No entendiendo nada en español pero convencido de haber adivinado la pregunta, contestó sin vacilar:
—Lons-le-Saunier.
El rostro del funcionario no expresó nada. Con un gesto cansado de la mano, anotó lentamente: Lonsonier.
—¿Fecha de nacimiento?
Y de nuevo:
—California.
El funcionario se encogió de hombros, escribió una fecha y le entregó su registro. A partir de aquel momento, ese hombre que había dejado los viñedos del Jurá fue rebautizado Lonsonier y nació por segunda vez el 21 de mayo, día de su llegada a Chile. En el transcurso del siglo nunca reanudó ruta hacia el norte, desanimado por el desierto de Atacama tanto como por la brujería de los chamanes, así que a veces decía, mirando las vertientes de la cordillera:
—Chile siempre me hace pensar en California.
Lonsonier pronto se acostumbró a las estaciones invertidas, a las siestas a mitad del día y a su nuevo nombre que, pese a todo, había conservado sonoridades francesas. Aprendió a anunciar los terremotos y no tardó en dar gracias a Dios por todo, hasta por los infortunios. Al cabo de unos meses hablaba como si hubiera nacido en esa región, pronunciando las erres como piedras rodando por un río, aunque delatado por un leve acento. Como le habían enseñado a leer las constelaciones del zodíaco y a medir las distancias astronómicas, pudo descifrar la nueva escritura austral, donde el álgebra de las estrellas estaba ausente, y comprendió que se había instalado en otro mundo, un mundo hecho de pumas y araucarias, un mundo primigenio poblado de gigantes de piedra, sauces y cóndores.
Le contrataron como jefe de cultivos en la hacienda de Concha y Toro, fundó varias bodegas en las fincas de criadores de llamas y amaestradores de ocas. La vieja viña francesa de las laderas de la cordillera exigía un rejuvenecimiento en aquel jirón de tierra estrecho y alargado, suspendido al continente como una espada a su cincho, donde el sol era azul. Rápidamente se integró en un círculo formado por expatriados, transplantados, chilenizados, conectados por inteligentes alianzas y enriquecidos con el comercio del vino extranjero. Él, que se había encaminado hacia lo desconocido, que era un humilde viticultor, un pobre campesino, se encontró de repente al mando de varias haciendas y se convirtió en un ingenioso hombre de negocios. Ahora ni guerras ni filoxera, ni alzamientos ni dictaduras, nada podía perturbar su nueva prosperidad, de modo que cuando festejó su primer año en Santiago, Lonsonier bendijo el día en que una gitana a bordo de una nave de hierro quemó una piedra verde en sus narices.
Se casó con Delphine Moriset, una pelirroja de cabellos lacios, frágil y delicada, proveniente de una antigua familia de Burdeos negociante de paraguas. Delphine contaba que, a raíz de una sequía en Francia, su familia había decidido emigrar a San Francisco con la esperanza de abrir una tienda en California. Los Moriset cruzaron el Atlántico, bordearon Brasil y Argentina hasta pasar por el estrecho de Magallanes y hacer escala en el puerto de Valparaíso. Por ironías de la historia, aquel día estaba lloviendo. Su padre, el señor Moriset, hombre decidido, descendió al muelle y vendió en una hora todos los paraguas que se había traído dentro de unos grandes baúles sellados. No volvieron a subir al barco hacia San Francisco y se establecieron definitivamente en ese país lloviznoso, apretado entre una montaña y un océano, del cual se decía que en algunas de sus regiones la lluvia podía estar cayendo durante medio siglo.
La pareja, unida por las incidencias del destino, se instaló en Santiago, en una casa al estilo andaluz de la calle Santo Domingo, cerca del río Mapocho cuyas crecidas sucedían al deshielo de la cordillera. Su fachada estaba oculta por tres limoneros. Las habitaciones, todas de techo alto, exhibían muebles de estilo Imperio compuestos por artesanías en mimbre de Punta Arenas. En diciembre, la pareja encargaba especialidades francesas, y la casa se colmaba de cajas de calabazas y pulpetas de ternera, jaulas llenas de codornices vivas y faisanes desplumados, ya colocados en sus bandejas de plata y cuyas carnes estaban tan endurecidas por el viaje que cuando llegaban no se podían cortar. Entonces las mujeres llevaban a cabo experiencias culinarias que parecían más cerca de la brujería que de la gastronomía. A las viejas tradiciones de las mesas de Francia añadían los vegetales de la cordillera, los pasillos tenían aromas misteriosos y humaredas amarillas. Se servían empanadas rellenas de morcilla, gallo al vino Malbec, pasteles de jaiba con queso maroilles, y unos quesos reblochon tan hediondos que las sirvientas chilenas creían que provenían de vacas enfermas.
Los hijos que tuvieron, en cuyas venas no corría ni una gota de sangre latinoamericana, fueron más franceses que los franceses. Lazare Lonsonier fue el primero de una hermandad de tres varones nacidos en cuartos con sábanas rojas que olían a aguardiente y a una poción de serpiente. Aun rodeados de matronas que hablaban mapuche, su primer idioma fue el francés. Sus padres no querían negarles ese legado rescatado de tantas migraciones, salvado del exilio. Era como un refugio secreto entre ellos, un código de clase, a la vez vestigio y triunfo de una vida anterior. La tarde en la que nació Lazare, durante su bautizo bajo los limoneros de la entrada, todos fueron en procesión por el jardín y, cubiertos con ponchos blancos, celebraron aquel momento transplantando la cepa que el viejo Lonsonier había conservado dentro de un sombrero con un poco de tierra.
—Ahora —dijo, mientras apretujaba la tierra alrededor del tallo— hemos sembrado realmente nuestras raíces.
Desde entonces el joven Lazare Lonsonier, sin haber estado nunca en Francia, se la imaginó probablemente con la misma fantasía de los cronistas de las Indias que imaginaban el Nuevo Mundo. Su juventud transcurrió en un universo de historias mágicas y remotas, preservado de guerras y trastornos políticos, soñando con una Francia que había sido descrita como una sirena. Veía en ella un imperio donde el arte del refinamiento llegaba tan lejos que los relatos de los viajeros no lograban superar la imagen que él tenía de ese mismo imperio. La distancia, el desarraigo, el tiempo, embellecieron aquellos lugares de donde sus padres se habían ido amargamente, así que él echaba de menos Francia sin conocerla.
Un día, un joven vecino con acento germánico le preguntó de qué región venía su nombre. Ese muchacho rubio, de porte elegante, descendía de colonos alemanes emigrados a Chile veinte años atrás, una familia que se había instalado en el sur para trabajar las avaras tierras de la Araucanía. Lazare regresó a su casa con la pregunta a flor de labios. Esa misma noche su padre, consciente de que toda su familia había heredado su apellido por un malentendido en la aduana, le murmuró al oído:
—Cuando vayas a Francia, irás a ver a tu tío. Él te lo contará todo.
—¿Como se llama?
—Michel René.
—¿Dónde vive?
—Aquí —le dijo, señalándose el corazón con un dedo.
Las tradiciones del viejo continente estaban tan bien arraigadas en la familia que nadie se sorprendió cuando en el mes de agosto llegó la moda de «los baños». Una tarde, el padre Lonsonier regresó a casa opinando acerca de la higiene corporal y encargó una bañera de pie último modelo, de hierro colado esmaltado, con cuatro patas de león en bronce, que no presentaba ni grifo ni desagüe sino la forma de un ancho vientre de mujer embarazada donde dos personas podían meterse juntas en posición de feto. La señora de la casa se quedó impresionada, a los niños les pareció divertido su tamaño, y el padre explicó que estaba hecha con colmillos de elefante, dejando así constancia de que tenían ante ellos el descubrimiento tal vez más fascinante que hubiera habido desde la máquina de vapor o la cámara fotográfica.
Para llenarla llamaron a Fernandito Bracamonte, el aguatero, el que traía el agua al barrio, padre de Héctor Bracamonte, quien jugaría años más tarde un papel capital en la genealogía familiar. Ya a esa edad Fernandito Bracamonte era un hombre encorvado como una rama de abedul, con enormes manos de alcantarillero, que atravesaba la ciudad a lomo de mula transportando en un carretón barricas de agua caliente, las subía a los pisos superiores y llenaba los barreños con gestos de cansancio. Decía ser el mayor de sus hermanos que vivían del otro lado del continente, en el Caribe, entre los cuales estaban Severo Bracamonte, buscador de oro, un restaurador de iglesias en San Pablo del Limón, una utopista de Libertalia2 y un maracucho3 cronista que respondía al nombre de Babel Bracamonte. Pero a pesar de esa nutrida hermandad, al parecer ninguno se preocupó por él la noche en que unos bomberos le hallaron ahogado en la parte trasera de un camión cisterna.
La bañera quedó instalada en el centro del cuarto, y como todos los Lonsonier iban bañándose uno tras otro, metieron en el agua los limones del porche para purificarla, y agregaron una bandeja en madera de bambú para hojear el periódico.
Así, en agosto de 1914, cuando la noticia de la Primera Guerra Mundial llegó hasta Chile, Lazare Lonsonier estaba leyendo en su bañera. Había llegado un montón de periódicos en un mismo día, todos con dos meses de retraso. L’Homme Enchaîné publicaba los telegramas enviados al zar por el emperador Guillermo. L’Humanité anunciaba el asesinato de Jaurès. Le Petit Parisien informaba acerca del estado de sitio general. Pero el despacho más reciente del Petit Journal pregonaba, en un gran titular con caracteres amenazadores, que Alemania acababa de declarar la guerra a Francia.
—Pucha —soltó Lazare.
Esa noticia hizo que tomara conciencia de la distancia que separaba Francia de Chile. Se sintió bruscamente invadido por un sentimiento de pertenencia a ese país lejano que era atacado en sus fronteras. Salió de la bañera de un salto y aunque en el espejo no vio sino un cuerpo enjuto, encogido e inofensivo, inapto para el combate, sin embargo experimentó un impulso de heroísmo. Tensó sus músculos y un discreto orgullo le reanimó el corazón. Creyó reconocer la inspiración de sus antepasados y en aquel instante, aunque con temerosa sospecha, supo que debía obedecer al destino que lanzaba hacia el océano una segunda generación de los suyos. Se ató una toalla en la cintura y bajó al salón con el periódico en la mano. Frente a su familia agrupada, en un espeso olor a cítricos, alzó el puño y declaró:
—Me marcho a pelear por Francia.
En aquel tiempo seguía vivo el recuerdo de la guerra del Pacífico. El caso Tacna-Arica, provincias arrebatadas por Chile a Perú, aún producía conflictos fronterizos. Dado que Francia tenía a su cargo la instrucción del ejército peruano y Alemania la del ejército chileno, para los hijos de emigrantes europeos, nacidos en las faldas de la cordillera, no fue difícil ver en la discordia por Alsacia y Lorena una coincidencia con la de Tacna y Arica. Los tres hermanos Lonsonier, Lazare, Robert y Charles, extendieron un mapa de Francia encima de la mesa y se pusieron a estudiar meticulosamente el desplazamiento de las tropas, sin tener ni la menor idea de lo que estaban viendo, convencidos de que el tío Michel René ya estaba luchando en las praderas de Argonne. Prohibieron la música de Wagner en el salón y, con un pisco en la mano, a la luz de una lámpara, se entretuvieron nombrando los ríos, los valles, las ciudades y las aldeas. En pocos días tenían el mapa cubierto de chinchetas de color, cabezas de alfileres y banderitas de papel. Las sirvientas observaban consternadas esa pantomima, respetando la orden de no poner la mesa mientras el mapa estuviera encima, y en la casa nadie comprendió como se podía luchar por una región donde no se vivía.
Sin embargo, en Santiago la guerra sonó como un llamamiento cercano, tan poderoso que pronto fue centro de todas las conversaciones. Repentinamente, otra libertad, la libertad de escoger, la libertad de la patria, estaba presente por todas partes, afincando su presencia y su gloria. En las paredes del consulado y de la embajada había carteles dando aviso de la movilización general y anunciando recolecciones de fondos. Se imprimían aprisa ediciones especiales, y unas señoritas que solo hablaban español fabricaban cajas de chocolate en forma de quepis. Un aristócrata francés instalado en Chile hizo un depósito de tres mil pesos para recompensar al primer soldado franco-chileno que fuera condecorado por algún hecho de armas. Se formaron cortejos en los bulevares principales, los navíos empezaron a colmarse de reclutas, hijos o nietos de colonos, que partían para alistarse, con rostros confiados, bolsos llenos de trajes bien doblados y amuletos de escamas de carpa.
Era un espectáculo tan seductor, tan radiante, que fue imposible para los tres Lonsonier resistir al ardoroso deseo de participar en aquel reclutamiento masivo, dejándose arrastrar por esa hora grandiosa. En octubre, en la avenida Alameda de Santiago, frente a cuatro mil personas, formaron parte de los ochocientos franco-chilenos que salieron de la estación Mapocho con destino a Valparaíso donde debían tomar un barco con rumbo a Francia. Se celebró una misa en la iglesia San Vicente de Paul, entre la calle Dieciocho y San Ignacio, y una banda militar interpretó La Marsellesa a todo dar ante un público tricolor. Más tarde se comentó que los reservistas eran tan numerosos que hubo que añadir vagones especiales al expreso del norte, y que ciertos jóvenes voluntarios rezagados tardaron cuatro días a pie para pasar la cordillera de los Andes, cubierta de nieve en esa época del año, y alcanzar el barco en Buenos Aires.
La travesía fue larga. El mar produjo en Lazare una impresión que era una mezcla de angustia y maravilla. Mientras Robert leía todo el día dentro de su camarote, mientras Charles entrenaba en la cubierta, él fumaba escuchando los rumores que circulaban entre los demás reclutas. Por la mañana entonaban cantos militares y marchas heroicas, pero al final de la tarde, en el crepúsculo, sentados en círculo, contaban historias espantosas, diciendo que en los frentes llovían cadáveres de pájaros, que la fiebre negra hacía crecer caracoles dentro del estómago, que los alemanes tallaban con navajas sus iniciales en la piel de sus prisioneros, que se señalaba la presencia de enfermedades desaparecidas desde los tiempos del barón de Pointis. Una vez más, Lazare evocaba Francia como una quimera, como una arquitectura hecha de relatos, y al cabo de cuarenta días, al divisar sus costas, se dio cuenta de que lo único que jamás había pensado era que existiera realmente.
Para desembarcar se había puesto un pantalón de pana acanalada, mocasines de suela delgada, y una chaqueta con entorchados heredada de su padre. Vestido a lo chileno, bajaba a tierra en aquel puerto con la ingenuidad del adolescente que había sido y no con el orgullo del soldado que iba a ser. Charles llevaba una ropa de marino, con una camisa a rayas azules y un gorro de algodón rematado por un pompón rojo. Se había dejado un bigote estrecho, tallado con perfecta simetría, adornando el labio como sus gloriosos ancestros galos y cuyas puntas se atusaba con una pizca de saliva. Robert se había puesto una camisa con pechera, un pantalón satinado, y llevaba colgado de una cadenita en la cintura un reloj de plata en el que se descubrió, el día de su fallecimiento, que seguía dando la hora chilena.
Al bajar al muelle lo primero que descubrieron fue el perfume del aire, casi idéntico al de Valparaíso. No tuvieron tiempo de evocarlo, pues enseguida formaron fila frente a la comandancia de la compañía y se les distribuyeron unos uniformes, un pantalón rojo, un capote cerrado por dos filas de botones, polainas y un par de borceguíes de cuero. Luego subieron a unos camiones militares que transportaban hasta los campos de batalla a millares de jóvenes emigrantes que venían a desgarrarse en el seno de un continente del que, antaño, sus padres se habían ido para no regresar. Iban sentados en unos bancos frente a frente, ninguno hablaba el francés que Lazare había leído en los libros, con agudezas y palabras bien escogidas; ahí se impartían órdenes sin poesía, se insultaba a un enemigo que nunca se veía, y en la noche que llegaron, mientras hacían cola ante cuatro grandes cacerolas de hierro colado en las que dos cocineros recalentaban un guiso lleno de huesos, él solo escuchó dialectos bretones y provenzales. Por un instante sintió la tentación de volver a tomar el barco, de regresar a su casa, de irse por donde había venido, pero se acordó de su promesa y decidió que si existía algún deber patriótico más allá de las fronteras era el de defender el país de sus antepasados.
Los primeros días Lazare Lonsonier estaba tan ocupado consolidando las trincheras, instalando palos y cercas, acondicionando el suelo con paneles cuadriculados, que no tuvo tiempo para sentir nostalgia de Chile. Junto a sus hermanos pasó más de un año instalando alambradas de púas, repartiendo raciones de comida, transportando cajas de explosivos por largos corredores bombardeados, entre baterías de artillería, de una línea a otra. Al principio, para mantener una dignidad de soldados, se lavaban someramente si hallaban un manantial limpio y un poco de jabón que les cubría los brazos con una espuma gris. Se dejaron crecer la barba por moda más que por negligencia, a fin de tener el honor de ser llamados poilus4 ellos también. Pero al pasar los meses, el precio de la dignidad se hizo humillante. Por grupos de diez, se dedicaban al degradante ejercicio de espulgarse, desnudos en alguna pradera, metiendo sus ropas en agua hirviendo, frotando sus fusiles con una mezcla de hollín y residuos de grasa, y luego volvían a ponerse los uniformes raídos, embarrados, rotos, cuyo olor iba a perseguir a Lazare hasta las horas más sombrías del avance del nazismo.
Corrió el rumor de que darían treinta francos a quien trajera alguna información del frente enemigo. Rápidamente, en las peores condiciones, unos soldados de infantería hambrientos probaron fortuna reptando entre los cadáveres cubiertos de larvas. Se arrastraban por el lodo como animales, vigilando dentro de alguna grieta por encima de los caballos de Frisia, a fin de captar una fecha, una hora, un indicio de ataque. Lejos de sus acantonamientos, se colaban por las líneas alemanas, temblando de miedo y de frío en sus clandestinos puestos de acecho, y a veces pasaban toda una noche acurrucados en un embudo de granada. El único que cobró los treinta francos fue Augustin Latour, un cadete proveniente de Manosque. Contaba que una vez descubrió a un alemán en el fondo de un barranco, con el cuello roto por la caída, y hurgó en sus bolsillos. No encontró más que unas cartas en alemán, billetes de marcos y moneditas de metal con un agujero cuadrado en el centro, pero en un doble fondo de cuero a la altura del cinturón vio treinta francos cuidadosamente doblados en seis, que el alemán habría robado quizás en un cadáver francés. Desde entonces los agitaba, orgulloso de sí mismo y repitiendo:
—He rembolsado a Francia.
Fue más o menos en esa época cuando descubrieron un pozo a mitad de camino entre las dos trincheras. Hasta el fin de su vida, Lazare Lonsonier nunca supo como las dos líneas enemigas acordaron un alto el fuego para acceder al pozo. Hacia el mediodía se suspendían los disparos, y un soldado francés disponía de media hora para salir de su trinchera, hacer provisiones de agua en pesados baldes y dar marcha atrás. Pasada la media hora, le tocaba el turno de abastecerse a un soldado alemán. Una vez que ambos frentes quedaban surtidos, volvían a disparar. Así se sobrevivía para seguir matando. Esa danza negra se repetía todos los días con una exactitud militar, sin nunca pasar el límite de ambas partes, con estricto apego al código de las guerras, hasta tal punto que quienes regresaban del pozo decían que por primera vez en dos años de conflicto oían el canto de un ave a lo lejos o la muela de un molino.
Lazare Lonsonier se presentó como voluntario. Cargando cuatro baldes colgados en sus antebrazos, veinte cantimploras vacías terciadas al pecho y una palangana en las manos, alcanzó el pozo al cabo de diez minutos de marcha, preguntándose como iba a desandar el camino con esos mismos recipientes llenos. El pozo, cercado por un desgastado brocal y una pequeña tapia desconchada, lucía tan triste como una pajarera vacía. Alrededor se veían algunas palanganas con agujeros de balas y una guerrera militar que alguien había dejado encima del pretil.
Ató una cuerda en el asa de un balde y lo hizo bajar hasta escuchar que tocaba el agua. Estaba tirando de la cuerda para sacar el balde cuando una masa como una roca apareció súbitamente delante de él.
Lazare alzó la cabeza. De pie, cubierto con un camuflaje de barro, un soldado alemán le apuntaba con su arma. Aterrado, Lazare soltó la cuerda, dejando caer el balde, se enderezó de un brinco, quiso escapar pero tropezó con una piedra y gritó:
—¡Pucha!
Aguardó el disparo, pero no se produjo. Despacio, abrió los ojos y se volvió hacia el soldado. Este dio un paso adelante, Lazare retrocedió. Tal vez tenía los mismos años que él, pero el uniforme, las botas, el casco, todo le daba más edad. El soldado alemán bajó su pistola y preguntó:
—¿Eres chileno?
La frase fue susurrada en un español perfecto, un español en el que aparecieron cóndores furiosos y arrayanes, cormoranes y ríos que olían a eucalipto.
—Sí —contestó Lazare.
El soldado mostró una expresión de alivio.
—¿De dónde eres? —preguntó.
—De Santiago.
El alemán sonrió.
—Yo también. Me llamo Helmut Drichmann.
Y Lazare reconoció al joven vecino de la calle Santo Domingo que diez años atrás le había preguntado cuál era el origen de su apellido. A los dos les había caído encima la noticia de la guerra al mismo tiempo. Ambos habían cedido a la tentación de cruzar un océano para defender otro país, otra bandera, pero ahora delante del pozo, por un instante regresaban en silencio al manantial que les había visto nacer.
—Escúchame —dijo el alemán—, se prepara un ataque sorpresa para el viernes en la noche. Arréglatelas para enfermarte ese día y pasar la noche en la enfermería. Eso podría salvarte la vida.
Helmut Drichmann pronunció esas palabras de un tirón, sin cálculo ni estrategia. Lo dijo como si le hubiera dado agua de beber a otro hombre, no porque tuviera agua, sino porque sabía lo que era la sed. El alemán se quitó el casco con gesto lento y solo entonces Lazare pudo verle con nitidez. Su rostro era de una hermosura marmórea, macizo y mate, de un color neutro cuya pátina evocaba el encanto discreto de las estatuas antiguas. Lazare se acordó de todos esos soldados que pasaban la noche en las fosas con la esperanza de sorprender una conversación, de revelar el escondite de un pelotón o la posición secreta de una ametralladora, y midió el precio de esa confidencia que le parecía de pronto evidente y absurda, lanzada con sus grandezas y sus bajezas en las verdaderas dimensiones de la historia.
Aquel día tuvo el primer dilema de una larga serie que proseguiría para las generaciones posteriores a él. ¿Debía salvarse refugiándose en la enfermería o proteger a los suyos dando informe a su superior? El rechazo a tener que escoger subía en él como un clamor mudo. Cuando regresó a las líneas francesas y su mirada se cruzó con las de sus compañeros, temió que leyeran en sus ojos su doble identidad de embustero y traidor.
Concluyó que por amor a Chile tenía que respetar el secreto que Helmut Drichmann acababa de confiarle. Imaginó un imposible término medio entre la impostura y la confesión. Buscó algún indicio, alguna señal que pudiera confirmar su elección, pero frente a sus compañeros agotados se quedó dudando, inseguro. Al ver a Charles y a Robert debajo de sus mantas mugrientas, en sus lechos de paja comprimida, sintió tanta vergüenza que se percató de que su decisión quedaba borrada. Comprendió que, en lo hondo de su ser, la verdadera fraternidad le ataba a otra decisión. No lo captó enseguida. Estaba bien lejos de sospechar que acababa de presenciar el desgarramiento de una primera herida, pero una hora después de haber regresado, informó a su superior, con discreto pudor, acerca de la emboscada alemana. Cuando le alargaron los treinta francos de la prima, los rechazó.
El jueves al amanecer el escuadrón de Lazare atacó con ciento cincuenta hombres bien armados y los alemanes, tomados por sorpresa, dormidos aún, fueron incapaces de repeler la ofensiva. Los franceses lanzaron granadas sobre los lechos de paja, quemaron las despensas, ejecutaron prisioneros, soltaron jaurías de perros, fusilaron rehenes. Durante varias horas reprodujeron los mismos abusos que condenaban en el enemigo. Pronto solo quedaron de pie los franceses en medio de los vencidos que reptaban en el fango. Lazare buscó con la mirada el cadáver de Helmut Drichmann por la llanura humeante. Dio la vuelta a los cuerpos, descifró las placas, inclinándose ante cada uniforme, con la mirada clavada en los cuerpos en el suelo, tan absorto que no vio llegar el obús que estalló junto a él.