Kitabı oku: «Herencia», sayfa 2
La bomba explotó a un metro de distancia con una fuerza fulgurante. Muchos años después, al final de su vida, al dejar este mundo en su casa de Santo Domingo, Lazare iba a recordar con una precisión terrible aquella detonación que le propulsó hasta el foso de un refugio cercano y le aplastó las costillas contra una roca. El impacto le abrió el costado derecho y le hizo un agujero tan profundo que se le veía el pulmón al desnudo, cubierto de tierra y lluvia. Antes de desmayarse le pareció ver el rostro de Helmut Drichmann inclinado hacia él. Después se dejó caer dentro de un abismo etéreo y olvidó la escena por mucho tiempo, hasta treinta años y dos meses después, el día en que ese mismo soldado alemán, cargado de oro y barro, fue a buscarle en su salón para acompañarle en su encuentro con la muerte.
Thérèse
La caída no le mató. Lazare Lonsonier se quedó inconsciente mientras llegaba algún médico desde la retaguardia para aplicarle un antiséptico, y durante tres noches solo las convulsiones de su torso demostraron que aún seguía vivo. Hubo que ponerle inyecciones de aceite de alcanfor, morfina y cápsulas de opio para aliviarle el dolor, pero esos métodos no tuvieron ningún resultado. Un martes de lluvia él fue el primer paciente en someterse a una lobectomía, y de esa operación, que iba a convertirse en uno de los grandes orgullos de la medicina moderna, Lazare fue quizás el único en no haber conservado sino unas vagas sensaciones y unos recuerdos confusos. Estuvo enfermo durante muchas semanas y finalmente se despertó con la cabeza pesada y los párpados hinchados, en un hospital que debía de haber sido una vieja casa de tres pisos con cuatro balcones, cuyos cuartos todavía abrigaban las huellas de una familia que había sido feliz en otros tiempos.
El cuarto donde se despertó parecía haber sido el de los niños, pues la ventana, pintada con colores de pájaros exóticos, estaba condenada para que no se pudiera acceder al balcón. Descubrió todos los vendajes que le ceñían el cuerpo y el apósito de lino blanco en el hombro. Cuando preguntó por sus hermanos le informaron que a Charles lo mataron a bayoneta cerca de Arras, tras haber luchado hasta el amanecer en el resplandor de su pasión, durante una noche de furia y fragor. Robert murió al día siguiente, con el fusil en una mano y una botella de vino en la otra. Lo embistió un tanque cuando ya casi estaba tomada la trinchera alemana, no lejos de la tierra misma donde sus antepasados habían sembrado sus viñedos. Al recibir estas dos noticias, el dolor que sintió con los costados metidos en una espesa envoltura fue tal, que le dio un terrible ataque de tos, y en los movimientos que le sacudían se golpeó la cabeza contra la cabecera de la cama. Así volvió a sumirse en un profundo coma sin luz, un pozo sin cuerda ni pretil, zarandeado por los espasmos y las convulsiones, y temieron que al despertar lo que le esperara fuera la locura. Durante todos los años siguientes Lazare Lonsonier nunca pudo pensar en la guerra sin volver a sentir la amarga tormenta de aquel periodo; incluso cuando se restableció y le permitieron salir, no fue capaz de hallar en su corazón las levedades de antaño.
Durante su convalecencia, como hablaba español, quedó asignado a la oficina de su compañía para redactar las cartas de condolencia a las familias de los soldados de habla hispana caídos en combate. Sentado ante una vieja máquina de escribir, la primera carta fue para su madre. Después, de correo en correo, uno a uno, tuvo que contar a cada hermana desesperanzada, a cada esposa desconsolada, a cada padre abatido, las operaciones gloriosas en las que su hijo, su marido, su hermano habían participado, encontrando las palabras apropiadas para recalcar su valentía, permitiéndose la audacia de poner en sus bocas unas últimas palabras sublimes, llenas de desgarradora poesía. Envió cerca de mil misivas que acabaron en mil cajones de otro continente, a veces con seis meses de retraso, como fragmentos de memoria que las madres guardaron dignamente de recuerdo, entre pañuelos de cueca5 y plaquitas de cobre, mil cartas que se defendieron contra los mitos y el olvido hasta que otra generación las volvió a leer.
Lazare pronto tuvo acceso a todo el registro civil. La cercanía del Jurá le llevó a creer que bien podría identificar en alguna ficha amarillenta de los archivos municipales al único hombre que, según él, podía conservar aún la memoria familiar previa al exilio. Recordó al tío que su padre había mencionado, un tal Michel René, y se le metió en la cabeza dar con él. Ahora bien, no solo no había ningún René ni ningún Lonsonier, sino que Lazare se extravió en una jungla incomprensible de árboles genealógicos complejos, y al cabo de varias semanas de insistencia renunció a su búsqueda, convencido de que en aquellos grimorios solo quedaban muertos de papel y fantasmas anónimos. Y así, de los cuatro años que duró la guerra, Lazare Lonsonier pasó uno en una trinchera, dos en un hospital, y el último en una oficina de una alcaldía.
El 11 de noviembre de 1918 todas las iglesias de Francia echaron las campanas al vuelo para anunciar el final de la guerra. En diciembre, cuando Lazare subió a un barco para marcharse de Francia con rumbo a Valparaíso acompañado de centenares de jóvenes latinoamericanos, el alma de ese país herido ya parecía haberse separado de él, y toda aquella campiña bucólica que le habían descrito como llena de mayordomos y setos de alisos ahora no estaba poblada más que por los espectros de soldados tristes. Desde la cubierta del barco observó el paisaje y vio a lo lejos los valles fertilizados por la sangre de los hombres muertos en combate, verdecidos por tantos cadáveres enterrados, tierras fértiles nutridas por caballos muertos debajo de los túmulos y por el abono de las fosas comunes.
—Este país parece estar listo para una nueva guerra —pensó.
El día en que Lazare Lonsonier atracó en el puerto de Valparaíso, su madre le esperaba en el muelle. Envejecida, ajada por la ansiedad, más pálida y más frágil que cuando él se marchó, tenía los ojos hinchados de quienes han llorado mucho tiempo en silencio. Ella recordó enseguida la tarde en que eran tres los que se marchaban a Francia, pero al ver regresar uno solo no pudo reconocer realmente a su hijo, cuyo nombre confundió durante varios meses con los de sus dos hermanos.
A sus cincuenta y dos años, Delphine había perdido la intensidad escarlata de su cabellera de dalias. Más solitaria que nunca, se había convertido en una mujer tan inestable como una estatuilla de cera, y su piel traslúcida, rara vez expuesta al sol, dejaba al descubierto un laberinto de venas azules. Tras haber recibido la carta, la noticia de la muerte de sus dos hijos la dejó trastornada hasta el punto de volverse obsesiva. En previsión del regreso de Lazare, a fin de purificar el alma de la casa y alejar los espíritus belicosos, ordenó lavar las paredes de su salón con un jabón negro hecho de aceite y zarzas. Deambuló mucho tiempo por las altas mesetas de la senilidad, sin quejarse, solamente obnubilada por pesadillas mudas, sumida en el desorden de sus esperanzas, en los repliegues de sus horas vacías, hasta aquella noche de diciembre en que se convenció de que su desgracia familiar provenía de las armas. Asustada por todo lo que era metálico, se empeñó en fundir las cacerolas, las bisagras de las puertas y las barandillas de las escaleras para hacer unas joyas centelleantes y así transformar en una orfebrería de la vida todo lo que le recordaba a la muerte. Por ello, cuando Lazare regresó cubierto de condecoraciones, galones en los hombros, medallones con la representación grabada de una mujer cubierta de laureles, ella fusionó todo eso con oro en un crisol y, repitiendo que ninguna distinción y ninguna pensión de guerra podía remplazar a sus hijos, mandó hacer con ello unas sortijas que llevó puestas hasta su última hora de vida.
Como Lazare no quería sentirse alejado de Francia, leía toda la prensa francesa que llegaba a Santiago. Hojeaba los periódicos, compraba revistas, ebrio de rumores. Se convenció de haber dado a Francia, con el sacrificio de su juventud, más de lo que dieron todos los exiliados del siglo anterior con el prestigio de sus vinos. En Chile, la Gran Guerra marcó una fractura. Ya no se podía contar con las explotaciones agrarias, las fábricas arruinadas, las reservas agotadas. Ya no era tan fácil importar, y los capitales extranjeros se habían reducido. Ahora los franceses de Chile fundaban en todas las ciudades secciones de l’Union des Poilus, compañías de La Pompe France6 y asociaciones de antiguos combatientes. Evocaban las batallas de Verdun, del Chemin des Dames, relataban las evasiones, mostraban las condecoraciones, mencionaban al Tigre7. Ayer, en sus tarjetas de presentación los latifundistas indicaban la cantidad de propiedades que poseían; hoy, mandaban imprimir sus heridas de guerra.
Pero para Lazare ese sentimiento de fuerza patriótica no logró ocultar las imágenes de sus años perdidos. Su corazón era como la viña plantada en el jardín veinticuatro horas antes del día de su nacimiento, que había adquirido unos tonos tristes y un olor repulsivo, no tenía casi hojas y su savia ya no daba uvas. Lazare volvió a tener visiones apocalípticas, crisis de fiebre, ataques de tos que le hacían sudar y dejaban sus sábanas cubiertas de manchas de sangre. Tenía la cabeza llena de fragores de explosiones, ruidos de sables, culatas golpeando, cohetes subiendo al cielo. A menudo le venía a la memoria el relato de su operación de pulmón. En un delirio lírico, entraba entonces en detalles horrendos con una precisión abrumadora, hablando del olor a trementina y las paredes desconchadas de la enfermería, y explicando que al final, después de que le recosieron y le mostraron la mitad amputada de su pulmón, creyó que le estaban presentando un pedazo de su corazón.
Se recurrió a unos médicos franceses que, según su padre, eran los únicos médicos «verdaderos» del país. A su cabecera se sucedieron científicos y farmacéuticos formados en la escuela de Pasteur, grupos de discípulos de Augustin Cabanès8 o adeptos de la literatura médica que se consideraban como unos Horace Bianchon9. Sentados en círculo en el salón, tomando café caliente, debatían entre ellos durante horas, proponiendo remedios que se solapaban: unos querían que hiciera una cura en un centro de cuidados vanguardista ubicado en Limache, otros reivindicaban la aplicación del método Coué10, célebre en esa época. Lazare aceptó todos los tratamientos, siguió religiosamente todas las indicaciones, no discrepó de ninguna medicación. Pero todas las pastillas le causaban migrañas, le trituraban las sienes, le inflamaban la frente, le deformaban el ojo derecho; y sentía que en su cabeza, igual que en un campo de batalla, el cerebro le explotaba como si fueran cien piezas de obús. La tos persistía, la temperatura no le bajaba. Todo el mundo, incluso en el seno de su propia familia, se extrañaba de verle vivo aún. Se despertaba en llanto, con el pecho acalorado de miedo, la herida del pulmón seca de toda sangre. Entonces, vencido, se dejaba caer entre las sábanas, con los músculos atrofiados, el semblante pálido, la sensación espantosa de que el perfil de Helmut Drichmann le miraba desde el otro lado de la cama, sosteniendo en la mano un balde agujereado.
El viejo Lonsonier, que tenía entonces sesenta y cuatro años y empezaba a agregar nuevas variedades de uva a sus hectáreas de viñas, se preocupó tanto por su salud que no pudo sino constatar las derrotas silenciosas del progreso médico.
—No es un médico lo que te hace falta, es un machi11—declaró.
En aquellos tiempos un machi famoso ejercía en Santiago, un curandero mapuche llamado Aukan que era tan fascinante para las gentes como repelente para los científicos. Aquel hombre extraño, llamado a jugar un papel esencial en la historia de la familia, decía haber nacido en Tierra del Fuego y provenir de un linaje ininterrumpido de brujos y hechiceros. Había cruzado a pie la Araucanía, huyendo de los misioneros y los curas jesuitas que fundaban comunidades donde él se ganaba la vida dedicándose a recetar medicinas sobrenaturales ahí donde fracasaba la medicina natural. En su sonrisa había una pizca de malicia, en las muñecas llevaba aros, y en el dedo índice una sortija que había encontrado en el estómago de un pescado. Su espalda era como un ancho roble, por encima de los hombros le caían largos cabellos negros atados con un broche indígena. Siempre se ponía un poncho que le dejaba descubierto el hombro derecho, llevaba un ancho cinturón de plata adornado con racimos de cascabeles, y un pantalón en pelo de vicuña cuyo borde le rozaba el calzado. Cuando sonreía, sus dientes tenían un brillo azulado; cuando hablaba, sus palabras extrañas, con inflexiones místicas y acento indefinible, parecían venir no tanto de otro país, sino de otro tiempo, de una lengua tan singular que no se podía saber si ya existía o si él la inventaba en el momento.
Cuando Aukan cruzó el salón y vio a ese hombre consumido por la fiebre, habitado de delirios y estertores, tiró por la ventana la torre de medicamentos que se había formado encima de su mesa, descorrió las cortinas, y declaró con solemnidad teatral:
—Los remedios matan a los hombres más que las enfermedades.
Aukan solo se valía de medicinas transmitidas oralmente, sueños premonitorios y almanaques de alquimistas. Tras haber examinado con precaución las cicatrices en el torso de Lazare, siguiendo con el dedo sus bordes aureolados, finalmente tomó partido por las ciencias secretas y los diálogos con los muertos. Reunió a toda la familia en el cuarto para explicar lo que él sabía acerca del pulmón, y logró convencer a Lazare de las propiedades irrefutables de los rituales chamánicos para su curación.
—Todo está en el pasado —le dijo—. Primero hay que reconectarte con tus pillanes. El alma de tus antepasados.
Lazare balbuceó algo sobre un tal Michel René, un tío francés del que le habían hablado, pero eso no pareció convencer a Aukan quien, agitando sus cascabeles, trituró una hierbas en un mortero con la sangre de una gallina negra que no había conocido gallo, para hacer una cataplasma. Con gestos acompañados de conjuros, untó una pasta verdosa, grasienta y pegajosa, mezclada con un mechón de cabellos, en la llaga de Lazare. A partir de aquella mañana, le obligó a llevar puesta una vieja piel de cabra, una chaqueta rojiza con el pelo por dentro, pelada en los codos, que apestaba a roedor descompuesto, y le prohibió tocarse el costado herido. Si Lazare todavía aceptó la locura de ese tratamiento fue porque se daba cuenta desde hacía tiempo de que era vano querer luchar contra la muerte y, si el final se acercaba, prefería quedarse podrido interiormente. La cataplasma permaneció encima de su cicatriz durante una semana, y al cabo de diez días empezó a exhalar un olor a flor marchita, impregnando el aire con un tufo repulsivo de tripas hasta transformarse en una costra seca y marrón, como un pergamino de canela. Era tal el hedor que nadie se animó a visitarle en su casa de Santo Domingo, y en el barrio corrió el rumor de que Lazare, a su regreso del frente del río Marne, se había traído escorpiones en el vientre. Fue Delphine, irritada por esos olores, quien declaró un día, haciendo irrupción en el cuarto:
- No es un brujo lo que te hace falta, sino una mujer.
A fines de septiembre, cuando empezaron a alargarse los días, la familia Lonsonier tomó la costumbre de irse de picnic en los campos de Pirque. En esa campiña a una hora de distancia de la capital, el silencio era total, pero unas rapaces volando alto en el cielo daban gritos estridentes. Un domingo Lazare se apartó del grupo y se puso a caminar por la pradera para respirar el olor de la siega. Con su vieja piel de chivo encima de los hombros, iba entre la hojarasca, deambulando al azar, cuando de repente distinguió a lo lejos unos mercaderes en unas carretas formadas en círculo, vendiendo especias y joyas. Eran hombres jóvenes de piel morena, con manos fuertes y hábiles, ojos estirados como puntas de flechas, que mercadeaban joyas femeninas de la Araucanía. Desplegaban collares fabricados en las minas de plata, cestas de Nacimiento, y en sus brazos cubiertos de tatuajes exponían sus muestrarios de coronas de plumas, alfombras, pulseras de cobre y calabaza pintadas. Un viejo abrió para Lazare una jaula donde dormían unos enormes lagartos blancos, inmóviles sobre unas hojas, con la barriga llena de avispas.
—¿Qué quieres comprar? —le preguntó.
—Quiero comprar un viaje —contestó Lazare.
Los mapuches, acostumbrados a la locura imprevisible de los blancos, no se impresionaron en lo más mínimo y le explicaron que le aceptarían en su caravana si tenía con qué pagar durante un mes. Lazare accedió sin pestañear, con ese mismo fervor que había sentido al alistarse en el ejército. Para no preocupar a su madre, mandó a uno de los niños hasta el grupo del picnic con un mensaje garabateado en un trozo de papel. Media hora después, cuando Delphine vio acercarse a aquel niño mestizo, con sus cabellos largos, un poncho de lana rugosa encima de los hombros, las piernas desnudas, enseguida supo que su hijo había decidido irse a alguna parte para curarse las heridas secretas que el Marne le había dejado. Ante la familia agrupada, leyó en voz alta las palabras escritas con trazos firmes: «Me marcho con el futuro».
El segundo y último viaje de Lazare al Cajón del Maipo duró veintiún días. Descendió hacia paisajes desolados, hacia unas comunidades que criaban gatos salvajes y cazaban el guanaco a pie. Durante días completos escaló picos y se dejó caer por las pendientes mientras que los cascos de los animales echaban chispas entre las rocas, pasó por campos de quinua donde el crepúsculo tenía el color de las encías de los pumas. En todas las cumbres había una cruz gigante que ni las borrascas ni las tormentas podían tumbar. Por un tiempo, Lazare traficó con pieles de chinchilla y de vizcacha, se alimentó solo de caldo de maíz con aceite de palta. Se quedaba en los valles, donde se cruzó con cuidadores de ganado que cabalgaban a pelo y se iban a las ciudades para vender sus artesanías, mascando yerbas y metiéndose hojas de coca debajo de la lengua. Los nativos le enumeraban los nombres de los insectos como si se tratara de personas conocidas, y le hablaban de unos páramos donde las ovejas tenían la lana más dura que el hierro y las mujeres podían transformarse en narvales.
Aquel aire puro, aquel viaje lejos de todo, el descubrimiento incesante de su tierra, cicatrizaron las lesiones de su pulmón. Las mesetas, unas tras otras, a veces descubiertas, a veces espinosas, con rocas de basalto púrpura aquí y allá, le sirvieron de remedio mucho más que todas las cataplasmas de Aukan. Lazare se sintió tan bien que al cabo de dos semanas decidió dejar su grupo para remontar hacia la cordillera, como quisieron hacerlo los conquistadores que vinieron de Castilla. A mediados de diciembre, en solitario, se instaló unos días en un vergel cuajado de frutas que descubrió en un antiguo fundo en el parque de Río Clarillo, vestigio de un huerto y de un canal de riego abierto por antiguos colonos belgas y ahí, en una hondonada, plantó su tienda de campaña.
Un martes, mientras recogía manzanas en un prado, con la piel de cabra puesta encima de los hombros, un impacto en la espalda le tumbó en el suelo y dos garras poderosas se le clavaron entre los omoplatos. Lazare forcejeó furiosamente, y un pájaro sorprendido por una resistencia a la que no estaba acostumbrado retrocedió aleteando. Lazare se dio la vuelta y entonces distinguió, a un metro de distancia, suspendida en el aire, una magnífica criatura semejante a un águila gris. Era un halcón azul de los Andes que desde sus alturas, confundido por la piel de cabra, se había dejado caer en picado hacia él como si acabara de descubrir algún roedor. Antes de poder reaccionar, Lazare oyó una voz en español:
—Discúlpelo, le confundió con un zorro. ¿Está usted herido?
El miedo en las trincheras le había dejado la costumbre de tener reacciones bruscas. Respondió automáticamente en francés, como si tranquilizara a algún soldado:
—¡Ça va!
Se giró y observó a la mujer que le hablaba. Era la dueña del halcón. Lazare se quedó estupefacto al ver que no se trataba de un hombre de los desfiladeros con olor a carromatos y altas mesetas, sino de una joven con fina silueta, elegante y dulce, de facciones cuidadas, que se le apareció en medio del paisaje vistiendo un traje masculino. Tenía dientes blancos perfectamente alineados y un sombrero de fieltro color crema que derramaba una delicada sombra hasta su boca.
—¿Eres francés? —le preguntó.
Lazare se sonrojó. Con ese flujo de sangre que de golpe le llegó a las mejillas, creyó que la cara le iba a explotar, y la sensación de quemadura le sonrojó aún más.
—Sí.
La mujer se puso un guante de cuero y el halcón se posó en su puño.
—Mi familia es francesa —le confió.
Lazare se extrañó al constatar que la joven no tenía las manos callosas, curtidas por el amaestramiento con el cuero, sino que eran de una refinada orfebrería. Con sus pecas, su cabellera de un rojizo oscuro y sus ojos negros cuya tristeza se confundía con timidez, tenía algo de las jóvenes occitanas. Una nariz en miniatura, una frente tersa, una barbilla puntiaguda, le recordaron el perfil de la mujer cubierta de laureles en las medallas conmemorativas de los combatientes muertos por Francia. Caminaron por la pradera. El calor reforzaba los aromas embriagadores. Lazare mencionó la guerra.
—¿Cuál guerra? —inquirió ella.
Lazare no contestó. Descubría a un ser generoso y acogedor, pendiente de complacer a los demás, y por primera vez saboreaba la sorpresa en la que una caravana de errantes le había precipitado incidentalmente. Pero no recordaba haberse sentido tan incómodo delante de alguien, tan avergonzado de sus manos grandes, de su salud frágil, de sus brazos caídos, desde aquel día en que se había mirado en el espejo antes de irse a la guerra. Al día siguiente la vio dando de comer al pájaro posado en su puño, de pie en una pequeña colina cubierta de rosales. Por un instante se sintió decepcionado al no hallar en sus ojos la delicadeza que había creído percibir la víspera. Pero los paseos se repitieron y durante cuatro días, ya acostumbrados a verse, Lazare se puso a buscar la rendija por donde metérsele en el corazón.
Se enteró de que ella se llamaba Thérèse Lamarthe y él, que en su juventud había sido un gran lector, reconoció en ese nombre la sonoridad de un personaje que había habitado las tragedias del romanticismo francés. Thérèse debía de tener dieciocho años, sus lejanos antepasados le habían legado una figura de afable feminidad y unos andares seguros. Se ataba el cabello en un moño alto y exhalaba con cada gesto un fresco olor a rapaces y tiras de cuero. En aquella época las mujeres no salían sino envueltas en una gran mantilla de encaje negro en la cabeza, que les cubría los hombros y ocultaba con sus amplios pliegues las formas de las caderas. Pero Thérèse solo llevaba un sombrero francés con unos adornos, inútiles coqueterías en su traje de cazador cuya elegancia contrastaba con su función.
Lazare lo ignoraba todo de las mujeres y tampoco sabía que existían usanzas seculares en la seducción. Así pues, por ignorancia más que por galantería, la cortejó al estilo antiguo, bastante torpe, hasta el punto de que una noche, sentados en las raíces de un álamo, fue la propia Thérèse quien le tomó la mano con suficiente insistencia para despertar en él su sepultada valentía de soldado. Ella recordaría luego que al observar los ojos de Lazare, con sus párpados rosados, creyó percibir en ellos un velo brumoso, propio de un destino precoz.
—Este hombre morirá joven —pensó.
No había transcurrido un mes desde el picnic de Pirque cuando Lazare regresó a Santo Domingo, hablando un español mezclado con palabras de un lenguaje andino, rejuvenecido y fuerte, seguido por una carreta en la que viajaba Thérèse como una nómada, con un anillo en el dedo, hecho con un bejuco de junco. Al ver a su hijo y a su futura nuera, Delphine se puso roja de emoción comprendiendo la noticia del noviazgo, y cuando corrió a contarlo a su marido, instalado en su mecedora, el viejo Lonsonier no pudo contener un entusiasmo admirativo:
—¡Qué muchacho! —exclamó—. Fue donde los indios a buscarse a una francesa.
La boda se celebró durante la segunda semana de diciembre. Thérèse llevaba un vestido azul de satén bordado en punto de rueda, con un largo velo de tul sostenido por dos niñas. Todas las familias francesas de Santiago y otras ciudades de los alrededores fueron invitadas y llegaron de las faldas de la cordillera, cargadas con cajas de sus mejores crudos, grandes floreros blancos y ramos de flores en cascada para asistir a la bendición del obispo. Fueron sacrificados dos corderos, servidos en unos platos pintados a la manera de Bonnard después de haber sido asados en el jardín, y la velada prosiguió en el salón de Santo Domingo donde todos los cojines, hechos con telas de tonos descoloridos, estaban bordados con las iniciales entrelazadas de la pareja.
Hacia la medianoche Thérèse subió a la habitación. Cuando Lazare la alcanzó, el cuarto estaba con vaho, como si hubieran preparado un baño. Frotó una cerilla y una llama frágil dibujó un círculo de luz en la penumbra. Entonces descubrió a Thérèse desnuda, rebosante de juventud, de una hermosura arrogante, acostada en el centro de la cama. Él no había sospechado que la desnudez de una mujer pudiera contener tantas colinas, picos, barrancos y grietas. Thérèse parecía haber cultivado esa virginidad en una oscuridad telúrica, al amparo de miradas, retrayéndose púdicamente como un halcón tímido, y Lazare quiso creer que ella se había reservado únicamente para entregarse a él. Al contacto con su cuerpo notó que ella tenía la piel tan suave como una pelusa de melocotón humectada durante horas en ámbar de melaza, perfumada con una fragancia de miel. Pero cuando acercó su rostro al de ella, bruscamente un fuerte olor a limón hizo resurgir de su memoria el fuego de los combates y las reminiscencias de la guerra.
Lazare retrocedió. El cuerpo se le cerró de repente como un puño. Los músculos se le tensaron, la boca se le arrugó, y al momento le vino un vértigo acompañado con disculpas confusas. Se bajó de la cama, caminó por el cuarto, molesto, incómodo, mostrando así a Thérèse las imperfecciones tanto de su cuerpo como de su corazón.
Ella sospechó entonces que ese hombre llevaba dentro de él una herida muda que podía volver a abrirse con cualquier movimiento imprudente, cualquier olor inesperado, cualquier palabra inapropiada. Empezaba a conocer su silencio torpe, lleno de heridas secretas. Aunque ella no había vivido los horrores y las angustias de la guerra, tenía la impresión de poder experimentar en su mente los mismos sacrificios y las mismas veneraciones que Lazare.
Para que él se calmara le atrajo hasta la bañera, en la que echó flores de aciano y de cilantro. Lazare se dejó frotar la espalda con una esponja y el torso con aceite de coco para atenuar la cicatriz de su pulmón. Con cuidado y esmero, ella devolvió la suavidad a lo rugoso de esa piel, le masajeó los músculos tensos y, con gesto inocente, le metió lentamente el brazo entre las piernas hasta que, con mano aplicada y hábil, le restituyó un vigor que él no había creído volver a sentir. Solo entonces ella se metió en el agua junto a él, como una planta marina, puso la cabeza contra su pecho y se le estrechó, inmóvil y entregada, cobijándose ya en las mil noches por venir, en las discordias y reconciliaciones de las que iba a formar parte mañana.
El agua que anteriormente había separado a Lazare de Helmut Drichmann le acercaba ahora a esta mujer con la que descubría el amor por vez primera. Sintió brotar un apetito voraz y guerrero en su corazón, un torrente difícil de controlar. Inspirado, hizo traquetear la bañera en sus patas de león con tanto entusiasmo que la bombilla que alumbraba la entrada de la casa se puso a parpadear, y durante un mes los vecinos le saludaron con incómoda reverencia. Lazare nunca olvidó la noche en que esa mujer le devolvió el gusto por los olores cítricos, los cuerpos apiñados, los sudores mustios, abrazados ambos en la bañera de hierro fundido que había sido la del primer Lonsonier y que era bastante ancha para recibir ahora a una nueva generación.
El Maestro
En 1887 un joven trompetista oriundo de Sète, Étienne Lamarthe, dejó la fanfarria de su pequeña ciudad y decidió irse a tocar música al otro extremo del mundo. Se llevó con él treinta y tres instrumentos de viento encerrados en unos cofres de madera de ciprés, sellados con clavos de plata. En el puerto de Valparaíso aquel joven moreno de tez pálida, que no hablaba ni una sola palabra de español, desembarcó con catorce flautas, ocho saxófonos, seis clarinetes, cuatro trompetas y una gigantesca tuba en una caja metálica que parecía llevar adentro un náufrago clandestino. Durante tres días recorrió nueve leguas de llanuras en un carromato arrastrado por una mula ciega, transportando esa orquesta bajo un calor sofocante, cuidando su buena conservación con cautela maternal y armoniosos sortilegios, hasta alcanzar Limache, en el valle del Aconcagua, un pueblo sembrado de tomates y orquídeas.
Se instaló en una casa con patio y jardineras de cemento cuyos motivos, rayados como la piel de cebra, recordaban las líneas de un pentagrama. Al día siguiente empezó a reclutar voluntarios para enseñarles el solfeo y fundar una pequeña banda. Clavó un cartel en su porche a la vista de todos, redactado en una lengua imprecisa, en el que escribió: Escuela de Música. Luego, abrió su puerta y no volvió a cerrarla durante sesenta y siete años a fin de que todas las almas poéticas de Limache supieran que él se había establecido ahí.
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