Kitabı oku: «Dos noches sin luna», sayfa 3

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Tenía que buscarme una excusa rápida para demostrar mi interés por ella. Cualquier chorrada.

—Se ha dejado la funda de su portátil en el bar y simplemente quería devolvérsela.

Mierda, qué excusa más mala. Básicamente no tenía encima ninguna funda de portátil y ni siquiera llevaba una mochila o algo donde poder decir que la llevaba guarda. A la vista saltaba que no llevaba nada encima. Le tenía que haber dicho que quería ligar con ella. Pero Loren ni se dio cuenta del detalle, el poco oxígeno que le llegaba al cerebro no lo utilizaba para usar la lógica.

—Hace unos diez minutos estaba allí, como te he dicho —respondió, señalando a su vez en dirección al parque—; estaba sentada en un banco con el móvil. En cuanto la he visto me he parado enfrente con la excusa del perro y la he saludado, pero, como te he dicho, me ha ignorado y he seguido mi camino.

No le di tiempo a decirme nada más, lo dejé plantado con la palabra en la boca y comencé a caminar en dirección al parque. A lo lejos solo oí a Loren gritándome: «¡Suerte, machote!». En fin, menudo personaje, por mucho que le hubiese puesto una excusa estúpida, él siempre lo llevaba al terreno del ligoteo. En diez pasos ya me había olvidado de él y de su perro.

El parque no estaba lejos, es más, estaba al lado, solo tenía que desandar unos metros y bajar el primer tramo de Santa Eulalia. En menos de dos minutos estaría allí. Con suerte la encontraría, el parque no era demasiado grande y desde que la había visto Loren solo había pasado un cuarto de hora aproximadamente. Y si no la veía, iría preguntando a los hombres que anduvieran por ahí, que con lo llamativa que era seguro que casi todos la recordarían.

Pensándolo fríamente no sé para qué quería verla, y en caso de tener valor, no sé qué podía preguntarle. Iba sin ningún plan, lo fiaba todo a la inspiración divina. Pero como no confiaba mucho en ella, interiormente deseaba que se hubiese marchado de allí y así evitar improvisar. Nunca se me ha dado bien hablar con mujeres, y mucho menos cuando no tenía ningún motivo u objetivo para decirle algo. ¿Qué iba a hacer? ¿Ir en plan: «Hola, en el bar te lo he preguntado ya, pero sigo con la duda: ¿nos conocemos de algo?»?, ¿o hacer como que me la encontraba de casualidad y decirle: «Qué casualidad, te he visto antes en el bar Cinto»?, ¿o preguntarle directamente si sabía algo del mensaje amenazante? Todo sonaba fatal y andando tan rápido no podía pensar una estrategia de abordaje adecuada.

Pero algo iba a tener que hacer, porque nada más llegar al parque vi en los bancos más cercanos al quiosco una melena pelirroja que destacaba a lo lejos. Era ella. Miraba al centro del parque, donde los domingos por la tarde desde primavera a otoño había chicharrillo y los abuelos iban a bailar. No había nadie en él, pero ella lo miraba como si hubiera un concierto o un teatro. Reduje la velocidad de mis pasos, ya no se me podía escapar. A unos veinte metros me detuve y me quedé observándola. Era preciosa y me alegraba de que no le hubiese hecho ni caso al Loren. Muy despacio, continué mi avance. Estaba comiendo algo, un sándwich, creo. Y así, sin más, apartó la vista del quiosco y giró la cabeza sin dudar hasta posar directamente sus ojos sobre los míos. Eran unos ojos muy oscuros y penetrantes, parecían negros. Me cagué en los pantalones. No de miedo, sino por la intimidación que me provocaba una mujer así. Me dio la sensación de que había intuido que la estaba observando, como si tuviera un radar que la hubiese avisado. Otra vez parecía que estaba preparada para mi presencia y eso me acojonó. Pero había ido hasta allí para saber algo, no sabía el qué, pero algo, y no me iba a acobardar. Me armé de valor y olvidé mis miedos. Le aguanté la mirada mientras, más despacio aún, me acercaba hasta ella. Me sentía como si fuera el duelo de El bueno, el feo y el malo, donde todos se miran fijamente, dispuestos a desenfundar su pistola a la mínima señal de movimiento extraño que hiciera el otro. Pero solo éramos dos, no tres como en la película. Estaba claro quién era ella, pero no tanto si yo era el malo o el feo. Me seguía mirando. Me ganó el duelo, yo aparté la mirada. Ella era Clint Eastwood.

Pedrosa de Duero. Agosto de 1995. 13:00 horas

Se estaba bien ahí dentro. Fuera hacía más de 25 grados y se preveía llegar a los 30 a la hora de comer, pero dentro se mantenía un frescor muy agradable. El verano en Castilla. Casi sin darnos cuenta, la botella estaba vacía. Me levanté, bajé hasta la bodega —allí sí hacía frío—, cogí la primera que me encontré y volví a la mesa con mis dos amigos.

—¿Vas a abrir otra? —preguntó Gus con cara de póker—. No son ni las doce.

Le ignoré a la par que descorchaba la botella de tinto sin ninguna etiqueta y llenaba los tres vasos. Jor bebió del suyo sin decir nada y yo hice lo mismo. Gus dudó unos segundos, pero acabó sucumbiendo y se llevó el vaso a los labios.

—Es sábado. —Fue lo único que repliqué a sus palabras.

Era sábado a mediodía y ahí estábamos, ‘la Santísima Trinidad’, como nos conocía todo el mundo, dando cuenta de la segunda botella de vino tinto del día. No teníamos mucho más que hacer. Así era en ese pueblo y así pasaban las horas muertas la mayoría de personas, bebiendo vino y hablando de nada importante.

—Ya, pero yo no quiero llegar a casa borracho —replicó Gus otra vez.

En apariencia, era el Pepito Grillo del grupo, pero siempre acababa vencido por la mayoría. En el fondo, un aprendiz de psicópata. Así como Jor o yo éramos tal y como se nos veía, Gus guardaba otro Gus en su interior. Uno peligroso, que apenas había mostrado a lo largo de su vida en contadas ocasiones, y a mí, que había sido testigo de ello, me daba cierto respeto.

—Así la siesta va a ser más rica —contesté.

Echarse un ratito a la cama después de comer, con el calor que hacía y un poco achispado, era un gran placer. Eso también era una tradición local. Supongo que un sábado después de comer, en un pueblo de poco más de cien habitantes, no ofrecía muchas más alternativas. Quedarse sobado frente al televisor parecía la mejor de ellas.

Jor seguía sin decir nada. Era el menos hablador de los tres. Y el más loco. Por lo menos en apariencia.

Sin apenas hablar, continuamos bebiendo de ese elixir líquido que producía nuestra tierra. Podíamos beber cuanto quisiéramos que jamás se iba a acabar. Por mucho que lo intentara, había tantas botellas en la bodega subterránea de mi difunto abuelo que ni en cuatro vidas las podría terminar. Ni en cinco.

Creo que los tres rumiábamos la violenta situación que habíamos sufrido poco antes y que nos había hecho recluirnos en nuestro chamizo, nuestro refugio cuando el Pueblo rugía contra nosotros. Fidel era el tontito del pueblo, un señor que podía tener entre cincuenta y ochenta años —no lo teníamos claro, la vida en un pueblo demacraba mucho—, que vivía solo, no tenía familia cercana y que cuando no estaba en sus campos, estaba dándole al vino en el bar o en la bodega de quien le invitara.

En casa había escuchado alguna vez a mi madre decir que enviudó muy joven, quedándose con la hija que habían tenido. Esta, en cuanto tuvo la mayoría de edad, se largó de Pedrosa. Las malas lenguas decían que se había quedado embarazada, no sabía quién era el padre y Fidel la echó de casa. No sabía si la historia era real o no (en pueblos así hay miles de habladurías y leyendas sobre los vecinos), ni cuándo había pasado todo esto, pero desde que tenía uso de razón lo recordaba siempre solo. A mi madre alguna vez la había oído contar que alguien del pueblo había visto a la hija entrando en la casa de su padre, pero como ocurre con la mayoría de los chismorreos, muchas personas hacían circular el rumor, pero nadie afirmaba haber sido él o ella en primera persona quien lo había visto.

Supongo que odiaba estar en su casa, eso deducíamos. Aunque nadie lo decía, a casi todos les daba pena. Un pobre hombre que no tenía a nadie que le esperase en casa ni en cualquier otro lugar y que se refugiaba en el alcohol, de Pedrosa de toda la vida, sin salir de sus límites para casi nada. A nosotros, pena ninguna, no nos gustaba la gente así y nos reíamos de él desde siempre. Cuando terminaba en el campo, ni siquiera pasaba por su casa, dejaba el tractor en el frontón y directamente se iba al bar a beber en soledad. Y unas horas después, cuando ya estaba completamente borracho, iba dando tumbos hasta su cama. Así día tras día. El frontón era su parking y el vino su compañero. Nosotros, quizá aburridos en las largas noches veraniegas en un pueblo con poco que ofrecer a adolescentes, quizá por la maldad que se cocía en nuestro interior, llevábamos varios días dejándole un recuerdo escatológico en su tractor. La idea había sido de Gus. Al pueblo había llegado, no sabíamos cómo, un perro sin dueño que vagaba libremente por las calles y los campos, pegándose a quien le diera algo de comer o le mostrara algo de cariño. A nosotros nos seguía mucho y le pusimos el nombre de Off en honor al grupo The Offspring que habíamos descubierto ese verano.

—¿Por qué no cogemos la mierda de Off y la colocamos en la puerta de alguna casa? —Lo soltó de golpe, emocionado, parecía que había tenido una epifanía.

Pero en su campo de visión debió aparecer Fidel, porque segundos después mejoró su idea.

—En vez de dejarla en alguna puerta, ¿por qué no se la ponemos esta noche a ese en el asiento de su tractor? —dijo, señalando al borrachín.

No necesitamos más. A Jor y a mí nos encantó el plan.

—El puto perro ese esta noche se ha metido en mi tractor y se ha cagado en el asiento —soltó Fidel al día siguiente en el bar—; como lo pille, lo mato.

Tuvimos que salir de la risa que nos entró. Y claro, cuando algo tiene éxito, hay que repetirlo. Nos pasamos las siguientes noches haciendo lo mismo.

Supongo que alguna noche alguien nos había visto y se había chivado. Muy típico del pueblo, y más si cualquiera de nosotros tres estaba en medio. O simplemente habría llegado a la conclusión de que tantos días era imposible que un perro hiciera lo mismo y, por lo tanto, lo más probable es que la Trinidad fuese la responsable, pero hacía media hora, al cruzarnos en la plaza, nos había increpado:

—Os voy a partir la crisma como volváis a dejar mierda en mi tractor —nos amenazó mientras levantaba y movía su inseparable vara, que por las noches le ayudaba a guardar el equilibrio—. Sé que sois vosotros.

Continuó con sus gritos e insultos varios.

Varios vecinos, alertados por los gritos que prometían algo interesante en un aburrido día, salieron de sus casas a ver qué ocurría.

—Deja de beber, viejo borracho, que no sabes lo que dices —respondí.

No me intimidaban, por muchos que fueran, pero tuvo que aparecer Paco.

—Algún día recibiréis vuestro merecido, capullos de mierda.

No le respondí. Era un chaval mayor que nosotros, alrededor de los veinte, del grupo de amigos de Luci, el hijo del alcalde, y aunque no me daba ningún miedo, jaleado por la muchedumbre podía ser peligroso.

Como no teníamos más defensa y ante la multitud que se arremolinaba y se sumaba a la causa de Fidel y su portavoz Paco —«Siempre son los mismos» o «Sinvergüenzas»—, optamos por evadirnos y refugiarnos en el chamizo, nuestro lugar de paz en un pueblo donde la mayoría de personas nos odiaban. Eran idiotas, sobre todo la gente mayor. Es lo que tienen los pueblos tan pequeños donde todos nos conocemos: la fama es muy difícil borrarla y la arrastras para toda la vida. Cierto que nosotros nos la merecíamos y en parte nos gustaba, pero también es verdad que aprovechaban cualquier situación para atacarnos.

—¿Qué hacemos esta tarde? —pregunté a mis amigos.

Terminaba ya la mañana, enseguida iríamos a comer cada uno a su casa y no quería pasarme la tarde dentro de mi hogar o dentro del chamizo.

Era sábado, agosto, hacía muy buen tiempo y tenía dieciséis años, algo había que hacer, por muy pocas posibilidades que diera nuestro pueblo y su comarca.

Pero Jor y Gus se encogieron de hombros. Sabía qué querían decir con ese gesto: Jor rara vez proponía nada y Gus no solo no proponía, sino que era el de los peros. Como siempre, iba a tener que tirar yo del carro.

—¿Nos vamos al pantano a darnos un chapuzón?

Encinas estaba a unos quince kilómetros y solo era conocido por su pantano. En toda mi vida solo había ido allí por eso, el pueblo ni lo conocía. Sí, el baño era peligroso y estaba prohibido, pero eso a nosotros nos daba igual, conocíamos un lugar donde nadie nos podía ver y era bastante seguro. La Guardia Civil no se iba a pasear por allí a no ser que desde el camino de entrada vieran algo sospechoso, y nuestro lugar de baño no se veía desde la entrada. Y si nos pillaban, nos haríamos los tontitos, como que no sabíamos nada, nos echarían una reprimenda y nos obligarían a irnos y listo.

—¿Por qué no vamos a la piscina a Roa? —sugirió Gus—. Así luego al salir pillamos la bebida para la noche.

Roa se encontraba a cinco kilómetros de Pedrosa, era el pueblo más grande de la comarca y daba nombre a otros muchos pueblos de alrededor. Tenía de todo. En realidad no, pero para alguien como nosotros, tenía todo lo que necesitáramos.

—¿Y pagar doscientas pesetas por entrar en esa mierda que estará llena de gente? —contesté—. Además, seguramente no nos dejen entrar —les recordé.

La semana anterior nos habían pillado entrando sin pagar a través de unos setos y, además de echarnos, nos prohibieron la entrada durante el resto del verano. Tuvimos la mala suerte de que ese día hubo niebla y no fue casi nadie a la instalación. La chica de la entrada no recordaba habernos visto pasar. Conclusión: nos habíamos colado. Sí, muy estúpido por nuestra parte colarse el día con menos gente del verano.

—Bah, ni se acordarán de eso.

—Yo creo que sí, la cresta de este no se le olvida a nadie —dije, señalando con la cabeza a Jor.

En cuanto terminó el curso, Jor se había hecho una cresta y, para llamar un poco más la atención, la había decolorado. Ridícula. Y desde luego no pasaba desapercibida, y menos en lugares con tan poca gente.

—Prefiero el pantano —anunció Jor sin apartar la vista de su vaso.

Dos contra uno.

—¿Y si vamos a cazar un rato? —insistió Gus con otra alternativa.

Lo de cazar era un decir, a él lo que le gustaba era matar animales. Salir con su escopeta y disparar a todo lo que se moviese. A mí no me hacía mucha gracia, aunque alguna vez le había acompañado. Ahí es donde salía el Gus oculto, el que daba miedo.

—Te vas a matar algún día con esa arma —le decía Jor, haciendo él esa vez de Pepito Grillo.

—Y tú con tu mierda de coche —le respondió Gus, visiblemente mosqueado.

No era la primera vez que le decíamos que algún día tendría un susto con su propia escopeta, como tampoco era la primera vez Jor tenía que escuchar que algún día tendría un accidente con su coche. A mí me tocaba con lo mío, había que asumirlo, aunque dudaba de sus pronósticos. Pero ni Jor ni yo teníamos intención de andar kilómetros para matar animales.

—Insisto, prefiero el pantano —zanjó Jor.

Y se terminó el debate, el plan de la tarde estaba decidido.

Terminamos la segunda botella poco después mientras charlamos sobre la fiesta que nos íbamos a correr a la noche en las fiestas de Quintana. Participé poco en la conversación, pensaba en mi abuelo. Ese chamizo había sido suyo, lo construyó junto con su padre y sus propias manos. Hasta el mismo día de su muerte me llevaba allí por las mañanas todos los fines de semana y cuando no tenía colegio, compartía conmigo el almuerzo y la bota de vino desde mi más tierna infancia. Mi padre apenas lo pisaba, él prefería ir a la bodega de otros a gorronear o quedarse en el bar. Así que a la muerte del abuelo lo heredé, mi padre no quería saber nada del local. Y como en el pueblo no nos tenían mucho aprecio, habíamos convertido el chamizo en nuestro segundo hogar, e incluso, a veces, hasta en el primero. En fiestas nos quedábamos allí a dormir, habíamos instalado un pequeño sofá cama para ello. Además, habíamos arreglado el tejado, entre los tres nos habíamos comprado un equipo de música y habíamos llenado las paredes con pósteres del Barcelona por Jor, del Madrid por Gus y por mí y de Extremoduro por los tres, y teníamos una chimenea donde asar. Y lo más importante: tenía una pequeña bodega varios metros por debajo del nivel del suelo, donde mi abuelo acumuló cientos de botellas de vino, quizá miles, que ahora me pertenecían a mí. ¿Qué más podíamos pedir tres chicos de dieciséis años?

Quedamos allí mismo a las cuatro. Jor llevaría su Opel Kadett y a la vuelta de Encinas pasaríamos por Roa a comprar el alcohol para la noche. Nos despedimos y cada uno se fue a su casa a comer. Di un rodeo por detrás de la iglesia para llegar a la calle de En Medio y no tener que pasar por la plaza y, casualidad, me encontré con el viejo Fidel, que sorprendentemente entraba en su casa.

—Hijo de puta —susurré, acercándome hasta casi rozarle la oreja.

Dio un respingo; estaba de espaldas y no me había visto. Me miró y una mueca primero de sorpresa y luego de miedo le delató. Aproveché esa situación y que estábamos solos.

—Ten cuidado conmigo o la próxima cagada del perro te la estampo en la cara.

Amenacé con un tono de voz que casi era un susurro, imitando a los capos de la mafia que veía en las películas. Le podía haber dicho también que quizá se despertara un día con una cabeza de caballo en la cama, pero el muy tonto no lo entendería.

No dijo nada, entró en su casa y cerró.

Fue precioso el momento. Me fui satisfecho. Me gustaba que la gente me tuviera respeto a pesar de tener dieciséis años. Nadie me intimidaba y no permitía que nadie me humillara, y si lo hacían, se tenían que atener a las consecuencias. La mejor manera de infundir respeto era a través del miedo. Eso lo había aprendido de mi padre, una de las pocas cosas que me había enseñado.

Ese viejo idiota de Fidel se lo pensaría dos veces la próxima vez que quisiera montarme el pollo en mitad del pueblo.

3

Nunca interrumpas a tu enemigo

cuando esté cometiendo errores.

SUN TZU

El arte de la guerra

Jueves, 24 mayo de 2018. 12:30 horas

Estábamos el uno frente al otro y nos seguíamos mirando. No sé qué estaría pensando ella, pero yo tenía la mente en blanco. El corazón estaba a punto de estallarme. Seguramente, visto desde fuera, parecía una situación ridícula. Un chico y una chica a diez metros de distancia el uno de la otra, mirándose fijamente y sin moverse prácticamente. Igual no era para tanto, la escena que a mí me pareció larga, quizá duró dos segundos, uno o solo media centésima.

—Hola —saludó mientras cambiaba el gesto de la cara que se transformó en una bonita sonrisa.

Tenía los dientes perfectos, todos en su sitio y de un blanco digno de anuncio de dentífrico. Y unos labios gruesos pero sin llegar a ser excesivos.

Me pilló a contrapié, no me esperaba esa muestra de amabilidad a las primeras de cambio y mucho menos esa sonrisa. Era un arma de destrucción masiva.

—Hola —contesté.

Y ahí me quedé, sin saber qué más decir. «Hola», como si acabara de aprender el idioma y tuviera que pensar qué frase venía a continuación. Dos veces me había dirigido a ella y las dos veces había parecido estúpido. Estoy seguro de que era así. Al ver mi quietud y mi silencio, volvió a bajar la cabeza y le pegó otro bocado al sándwich. Yo lo interpreté como un: «Muchacho, has perdido tu oportunidad».

Y ya estaba a punto de darme la vuelta rumiando mi segundo fracaso y largarme de allí sin mirar atrás cuando me invitó a sentarme.

—¿Te vas a quedar ahí de pie todo el rato o te vas a sentar en algún momento? —preguntó, moviéndose hacia un extremo del banco, ofreciéndome la otra mitad del mismo mientras la señalaba con la mano.

Y, claro, me senté. ¿Cuántas veces os ha ofrecido asiento la chica más guapa de clase? Así que, como un corderito, me acerqué despacio y me senté en el banco. Por si acaso, dejé todo el espacio posible entre ambos, no quisiera invadir su espacio vital y que se sintiera violenta. Además, soy de esas personas que, cuando una mujer tomaba la iniciativa, fuese para lo que fuese, me quedaba cortado.

El parque estaba tranquilo, como casi siempre. No invitaba demasiado a pasar tiempo en él, no era demasiado bonito, el césped que había no animaba a tumbarse, los perros y sus excrementos campaban a sus anchas en él y, lo peor de todo: era imposible encontrar la calma que se le presupone a un parque. El límite de tres de sus cuatro lados era una carretera, por lo que el ruido del tráfico era incesante y a esto había que unir que las vías del tren de mercancías que llegaba hasta el superpuerto estaban a menos de cien metros y, cada vez que pasaba el tren, el ruido taponaba cualquier otro. Por lo menos el tiempo era agradable, primaveral y se estaba bien al aire libre. Debería decirle a la pelirroja que, si buscaba tranquilidad, mejor subiese al Serantes.

«Venga, arráncate con algo, di cualquier cosa, que ya pareces gilipollas, así que poco más puedes decir para empeorar esto», me dije a mí mismo para animarme. Estaba siendo una situación muy violenta y tenía que cortarlo de raíz.

—Te he visto antes en el bar —comenté, así como con desdén, como sin querer darle demasiada importancia, en plan «te he visto pero apenas te he prestado atención». No era lo mejor que se me podía haber ocurrido, pero tampoco era tan patético.

—Sí, yo también te he visto. —Y me otorgó otra de sus magníficas sonrisas.

Si seguía mirando esa boca y esos labios, me desmontaría en segundos, pero seguro que yo no era la única persona a la que su sonrisa consiguiera hacer trizas.

—¿Qué hace un tipo como tú en un bar de viejos como ese?

Me pilló descolocado. No me esperaba esa pregunta y menos que, como yo, se refiriera al Cinto como bar de viejos. Respondí a la gallega. Nunca fallaba.

—¿Por qué no?

Y esta vez la descolocada parecía ella.

—No pegas nada en ese bar. —La dejé continuar—. Con esas greñas, el pendiente enorme, las ojeras y, lo más cantoso: el más joven del bar con mucha diferencia. ¿Me equivoco si afirmo que ese no es tu espacio?

La chica había estado atenta. Se había fijado en muchos detalles aunque, a decir verdad, las greñas, el pendiente y las ojeras saltaban a la vista y no hacía falta observarme demasiado para darse cuenta. Aun así, me halagó que, aunque fuera superficialmente, se hubiera fijado en mí.

—La verdad es que no te equivocas, es una mierda de bar —contesté sin pensarlo demasiado—, pero me pilla cerca de casa. Y la tortilla es buenísima.

Asintió en silencio, aceptando mi explicación, eran buenos argumentos. Ahora era mi turno de pregunta.

—¿Y qué hacía una chica como tú en un bar de viejos como ese? —pregunté con interés.

—Matar el tiempo. Buscaba un sitio donde tomarme un café y entré en el primer bar que encontré, así de simple.

Me esperaba algo similar; nadie que conociera un poco el bar repetía experiencia. O ibas por costumbre como los señores —nunca señoras— que formaban la gran mayoría de la clientela porque llevaba allí ubicado décadas, porque te pillaba al lado como era mi caso y el de alguna persona más, o por casualidad, como era el caso de la pelirroja. Había otra posibilidad, pero dudaba que la pelirroja fuera una alcohólica que solo busca aquellos locales en los que no le han vetado la entrada. No había ningún otro motivo para recalar allí. Como ya he dicho, nadie que entrara por casualidad, volvía.

Se produjo un silencio de varios segundos que aproveché para poner en orden mis ideas. La primera de todas era que me estaba relajando, había conseguido derribar el muro del acercamiento, ella me estaba dando pie a que siguiera hablando y, aunque la conversación era simplona, eso me tranquilizaba. La segunda, era que quería preguntarle muchas más cosas, como el motivo que me había llevado hasta allí, si nos habíamos visto antes y por qué me estaba mirando. Tampoco se me olvidaba lo del mensaje y si tenía alguna relación con ella, aunque este tema no sabía cómo abordarlo, era demasiado delicado y además no se iba a tomar la molestia de mantener una conversación con alguien a quien hubiera amenazado. A decir verdad, ya ni me planteaba preguntarle al respecto, evidentemente era estúpido y sin sentido.

Lo último que pensé antes de retomar la conversación fue que me atraía. No solo su físico, era de esas veces que en cuanto hablas con alguien sientes que estás a gusto sin ningún motivo aparente, no sabría explicarlo mejor. Sí, me atraía, quería acercarme a ella.

—Tú no eres de aquí, ¿verdad?

Ya conocía la respuesta, pero lo que quería saber de verdad era de dónde venía.

—Qué va —respondió al instante—, es la primera vez que vengo a Santurtzi. —Y me miró directamente a los ojos al terminar la respuesta.

No tenía los ojos negros, pero sí de un marrón muy oscuro que se podían confundir perfectamente. Eran tan oscuros que no se distinguía bien dónde terminaba el iris y dónde empezaba la pupila. Y una mirada de niña, fresca y alegre. Si solo te fijabas en sus ojos, no aparentaba los treinta que más o menos tendría. Eso no se lo iba a preguntar.

—Solo conocía el pueblo por la famosa canción.

Supongo que se refería a Desde Santurce a Bilbao, canción que a casi todo el mundo, sea de donde sea, le suena pero que, cuando vives aquí, la acabas conociendo entera quieras o no quieras. Ni sé la de veces que en momentos festivos la había oído cantar. Era como un himno en el pueblo, no conocía a ningún santurtziarra que no se la supiera.

—¿Qué se te ha perdido por este pueblo, forastera? —pregunté, poniendo voz de tipo duro de wéstern de película.

Patético. Pero a ella le hizo gracia, o por lo menos sonrió. Una vez más. No parecían sonrisas forzadas por intentar quedar bien, parecía que era una mujer a la que no le costaba nada hacerlo.

—Poca cosa. —Bajó la mirada—. He quedado con tres personas a través de Wallapop, dos de Santurtzi y una de Portugalete —explicó−, y a eso he venido, a comprar algo y a vender. Nada importante, solo caprichos que de vez en cuando es bueno darse.

Dudé unos segundos, pero enseguida supe a qué se refería. No dejaba de ver en la televisión el anuncio de esa aplicación. Creo que todo el mundo la conocía por la música tan pegadiza a la vez que estúpida y por la letra que la acompañaba. Más estúpida aún. Parecía que la publicidad hecha de esa forma tan cutre triunfaba.

—¿Te han salido bien los negocios? —pregunté por cumplir.

—Sí, de momento bien. —Y añadió—: Y como he ido más rápido de lo que pensaba y me sobra bastante tiempo para coger el metro que me lleve a Termibus, me he venido a este parque.

Fin de la introducción. Había roto el hielo de la presentación y ahora empezaba el segundo acto.

Me contó que lo que más le gustaba de los pueblos y ciudades eran los parques, es donde más colores había y a ella no le gustaban los grises y los ocres. Le gustaba el verde de los árboles y los colores de las flores. Si tenía que esperar a alguien, procuraba hacerlo en un parque; si quería leer al aire libre, se iba a un parque; si conocía un lugar nuevo, visitaba también sus parques. Según ella, había muchos pueblos y ciudades de los que no había visto prácticamente nada, pero sus espacios verdes los conocía al detalle.

—Por eso me encantaría irme a vivir a algún país nórdico.

«Yo me iría contigo hasta al desierto», pensé.

—Pues este parque no tiene mucho que ofrecer —señalé.

Se encogió de hombros y respondió.

—Lo prefiero antes que el triste gris del cemento.

Se me ocurrió decirle que mucho mejor si hubiese subido hasta el paseo que va a Zierbena o incluso haber ido hasta la virgen, para mí esos lugares eran muchísimo mejor que el parque. Pero no lo hice.

La miré de reojo mientras se metía el último trozo de sándwich en la boca. Sí, Loren tenía razón: era preciosa; aunque él nunca hubiese utilizado este adjetivo. El perfil de su cara, con esa nariz peculiar que tenía, era el más bonito que había visto nunca, pero su cara entera desde cualquier ángulo era pura belleza. ¡Joder, lo que me atraía la desconocida!

—Te lo he preguntado antes en el bar… —¡Ay Dios mío! Sin pensarlo, volvía a lo que de verdad me interesaba—, y te lo vuelvo a preguntar ahora. —Ahí iba yo sin frenos y sin filtros—: ¿Nos conocemos de algo? ¿Hemos coincidido alguna vez en algún sitio?

Se tomó unos segundos que aprovechó para girarse en el banco y ponerse lo más frente a mí posible. Me miró de arriba abajo. Yo no tenía su sonrisa perfecta y mis ojos solo podían mostrar mis ojeras. Sería difícil pasar el examen.

—Te he respondido antes en el bar y te respondo ahora: no. —Y se volvió a girar.

No sabía qué más decir. Así como la otra vez creía que no había sido sincera, ahora, además de serlo, había sido muy convincente.

—¿Crees que nos conocemos de algo? —preguntó sin girarse.

Me tomé unos segundos antes de contestar. Quería mostrar que lo preguntaba por algo.

—La verdad es que me resultas familiar, es como si ya te hubiera visto en algún sitio. Pero supongo que me equivoco.

Acto seguido, se puso a narrarme su biografía, lugares en los que había estado, cosas que había hecho, estudios… Me hizo un resumen rápido.

Ella era de Vitoria y, aunque había cambiado de domicilio tres veces, siempre había vivido allí. Esa mañana, aprovechando que estaba libre y que tenía varios compradores y vendedores de por aquí, a través de Wallapop, había aprovechado para quedar con todos ellos y por la mañana bien pronto había cogido un autobús hasta Bilbao y luego el metro hasta aquí. Los estudios también los había cursado en Vitoria, desde la infancia hasta la universidad. Era la primera vez que venía aquí, aunque en Portugalete sí había estado viendo el Puente colgante. Tampoco iba demasiado a Bilbao, alguna vez que quedaba con alguna amiga, o cuando llevaba a alguien de turismo, pero poco más. Por ese lado no había nada que rascar. Abordamos otro. No salía mucho de fiesta, no nos gustaba el mismo tipo de música y por lo tanto era difícil habernos encontrado en algún concierto o en las fiestas de algún pueblo o ciudad. Cero. Con las amistades nos ocurría más de lo mismo: ella no conocía a nadie de la Margen Izquierda ni de los de alrededor y yo apenas conocía a nadie en Vitoria, y los que conocía, fijo que no se movían en el mismo ambiente que ella. En definitiva, las probabilidades de que nos hubiésemos visto alguna vez eran casi nulas. Y me respondió con un no a la última pregunta que le hice sobre el tema: «No he salido en televisión, ni en periódicos, ni en internet»; no existía nada de ella o de su vida que pudiera ser público. Lo dicho, casi nulas. Era evidente que ella y yo vivíamos en mundos muy diferentes a pesar de que nuestras vidas estuvieran a unos sesenta kilómetros de distancia.

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