Kitabı oku: «La zanja», sayfa 3
Con las palabras de su mujer, Pashkin sintió amor y serenidad, la vida básica había regresado.
—Ólgusha, ranita mía, ¡tu forma de sentir a las masas es gigantesca! Deja que me organice cerquita de ti.
Pegó la cabeza al cuerpo de su mujer y se calmó disfrutando de la felicidad y de la calidez. La noche continuaba en el jardín, a lo lejos chirriaba la telega de Zháchev; por esa señal chirriante todos los habitantes menores de la ciudad se enteraban de que no había mantequilla, pues Zháchev siempre engrasaba la carreta con la mantequilla que recibía en los paquetitos de las personas adecuadas; gastaba a propósito el alimento para no añadir fuerza de más al cuerpo burgués, mientras que él no quería alimentarse de esa sustancia de acomodados. Por alguna razón, los últimos dos días Zháchev sentía apetito de ver a Nikita Chiklin y dirigió el movimiento de su telega a la zanja de tierra.
—¡Nikit! —llamó junto al barracón de pernoctación.
Después de este sonido se hicieron más manifiestos la noche, el silencio y la pena común de la débil vida en medio de la oscuridad. No llegó del barracón ninguna respuesta para Zháchev, solo se oía la respiración lastimera. «De no ser por el sueño, hace mucho que el hombre obrero habría desaparecido», pensó Zháchev y, sin hacer ruido, siguió su camino. Pero del barranco salieron dos personas con una linterna, así que podían ver a Zháchev.
—¿Quién eres? Ese tan bajo —preguntó la voz de Safrónov.
—Soy así porque el capital me redujo a la mitad —dijo Zháchev—. ¿No estará entre vosotros dos un Nikita?
—No es un animal, ¡sino todo un hombre! —fue la respuesta del mismo Safrónov—. Dile qué opinas, Chiklin.
Este iluminó con la linterna la cara y el breve cuerpo de Zháchev y después, confuso, apartó la linterna hasta el lado en tinieblas.
—¿Qué quieres, Zháchev? —preguntó en voz baja—. ¿Has venido a comer kasha? Vamos, nos ha quedado una ración, de todas formas, mañana estará agria, tendríamos que tirarla.
Chiklin tenía miedo de que Zháchev se tomara a mal la ayuda, quería que se comiera la kasha con la conciencia de que no era de nadie y que, de todas formas, iban a tirarla. Ya antes, cuando Chiklin trabajaba limpiando el río de troncos y tocones, Zháchev solía pasar a verlo para alimentarse de la clase obrera; pero en medio del verano cambió su rumbo y empezó a hacerlo de la clase máxima, contando así con ser útil a todo el movimiento de desheredados en la subsiguiente felicidad.
—Te he echado de menos —le informó Zháchev—. Me atormenta la posición de los canallas y quería preguntarte cuándo vais a terminar de construir esa cosa absurda vuestra, ¡para quemar la ciudad de una vez!
—¡Intenta hacer grano de una hierba así! —dijo Safrónov sobre el monstruo—. Nos estamos estrujando el cuerpo para el edificio común y él nos viene con la consigna de que nuestra condición es absurda y que no hay ningún lugar donde sentir la mente.
Safrónov sabía que el socialismo era un asunto científico y pronunciaba palabras científica y lógicamente, dándoles dos sentidos para hacerlas resistentes: uno principal y otro de reserva, como a cualquier otro material. Los tres juntos habían llegado al barracón y pasaron dentro. Vóschev sacó de un rincón el puchero de hierro fundido con la kasha, envuelto en una chaqueta de guata para que conservara el calor, y se lo dio a comer al recién llegado. Chiklin y Safrónov se habían quedado realmente fríos y estaban empapados y cubiertos de arcilla; habían ido a la zanja de cimentación para horadar hasta la fuente subterránea de agua y cortarla a hito con un cerrojo de arcilla.
Zháchev no deshizo su paquetito, sino que se comió entera la kasha común, utilizándola para saciarse y para confirmar su igualdad con los dos que ya habían comido. Después de alimentarse, Chiklin y Safrónov salieron fuera a respirar un poco antes de dormir y a echar un vistazo en derredor. Y así se quedaron un tiempo. La noche estrellada y exacta no se correspondía con la tierra afanosa, la del barranco, y con la respiración desacompasada de los cavadores durmientes. Si se miraba solo abajo, a la menudencia seca del terreno y a la hierba que vivía en la espesura y en la pobreza, la vida no tenía esperanza alguna; la desagradable apariencia universal y general, así como el abatimiento inculto de la gente desconcertaba a Safrónov y quebrantaba su orientación ideológica. Incluso había empezado a dudar de la felicidad del futuro, que se imaginaba en forma de un verano azul alumbrado por un sol inmóvil: la noche y el día que había alrededor eran demasiado confusos y vanos.
—Chiklin, ¿cómo es que vives tan callado? Ya podías decir o hacer algo para alegrarme.
—¿Y qué quieres que haga, que te dé un abrazo? —respondió Chiklin—. Terminaremos de cavar la zanja y ya está… Y tú habla con esos que nos ha enviado la bolsa o se compadecerán de su cuerpo a la hora de trabajar, ¡ni que tuvieran dentro algo!
—Puedo hacerlo —respondió Safrónov—, ¡puedo hacerlo sin vacilar! Convertiré a esos pastores y escribas en clase obrera en un visto y no visto, conmigo van a empezar a cavar de tal forma que todo el elemento mortal les saldrá a la cara… Pero, Nikit, ¿cómo es que el campo yace aburrido? ¿Será posible que dentro de todo el mundo haya melancolía y que nosotros seamos los únicos con un plan quinquenal?
Chiklin era de cabeza pequeña, pétrea, cubierta de pelo espeso, porque toda su vida había estado bien dando golpes con la almádena, bien cavando con la pala, y no había tenido tiempo de pensar, así que no le aclaró a Safrónov sus dudas.
Suspiraron en medio de la calma instaurada y se fueron a dormir. Zháchev ya estaba hecho un ovillo en la telega, dormido como podía, y Vóschev estaba tumbado boca arriba y sus ojos observaban con la impaciencia de la curiosidad.
—Que conocéis todo en el mundo decís —dijo Vóschev—, pero no hacéis sino excavar la tierra y dormir. Será mejor que os deje, iré a mendigar por los koljoses, de todas formas me da vergüenza vivir sin la verdad.
Safrónov puso en su rostro una expresión definida de superioridad y pasó junto a los pies de los durmientes con paso ligero de autoridad.
—Y a ver, dígame, camarada, ¿en qué estado desearía usted recibir ese producto, entero o líquido?
—Déjalo —indicó Chiklin—, todos vivimos en este mundo vacío, ¿o es que en tu alma hay paz?
Safrónov, al que le gustaba la belleza de la vida y la cortesía de la mente, sentía respeto por el destino de Vóschev, aunque también profunda inquietud: ¿la verdad no era un enemigo de clase?, después de todo, este bien podía presentarse incluso en forma de sueño o de imaginación.
—Camarada Chiklin, de momento abstente de hacer declaraciones —se dirigió a él Safrónov con gran trascendencia—. Se ha planteado una pregunta principal y hay que devolverla según toda la teoría de los sentimientos y de la psicosis de clase…
—Ya está bien, Safrónov, de recortarme el sueldo, como dicen por ahí —dijo Kozlov, despierto—. Deja de tomar la palabra cuando tengo ganas de dormir, ¡o presentaré una declaración contra ti! No te preocupes, resulta que el sueño también se considera salario, ya lo aprenderás allí…
Safrónov pronunció con la boca un sonido moralizador y dijo con esa voz suya tan fuerte:
—Sírvase dormir con normalidad, ciudadano Kozlov, ¿qué clase de intelectualidad nerviosa es la que está aquí presente para que un sonido se convierta en burocratismo…? Y tú, Kozlov, ya que tienes un relleno mental y estás acostado en la vanguardia, incorpórate sobre el codo y dinos: ¿por qué la burguesía no le ha dejado al camarada Vóschev la relación del material inerte universal y vive con escasez y de forma tan ridícula…?
Pero Kozlov ya dormía y solo sentía la profundidad de su propio cuerpo. Vóschev se tendió boca abajo y empezó a lamentarse en susurros de la enigmática vida en la que cruelmente había nacido.
Los últimos que seguían en vela se acostaron y se calmaron; la noche quedó inmóvil justo antes del amanecer, y solo un pequeño animalillo, por angustia o por alegría, gritaba en algún lugar del horizonte estepario que se aclaraba. Chiklin estaba sentado entre los durmientes y en silencio sentía su vida; a veces le gustaba quedarse así, sentado en el silencio, y observar todo lo que era visible. Podía pensar, pero le costaba, y se afligía mucho por ello: muy a su pesar, se veía obligado únicamente a sentir y a inquietarse en silencio. Y cuanto más tiempo pasaba sentado, más densa era la tristeza agolpada en su interior debido a la inmovilidad, así que Chiklin se levantó y apoyó las manos en la pared del barracón, al menos así presionaba y se movía un poco. No tenía ganas de dormir, todo lo contrario, le encantaría poder ir al campo y danzar con varias muchachas y otra gente bajo las ramas, como hacía en los tiempos antiguos, cuando trabajaba en la fábrica de baldosas y azulejos. Una vez, la hija del dueño le dio un beso momentáneo: iba él por la escalera camino de la mezcladora de arcilla, era el mes de junio, y ella le salió al encuentro y, poniendo de puntillas los pies ocultos bajo el vestido, lo sujetó por los hombros y lo besó con sus labios hinchados y silenciosos en la pelusilla de la mejilla. Chiklin ya no recordaba ni su cara ni su carácter, pero entonces ella no le gustó, le pareció un animal descarado, así que pasó junto a ella sin pararse y puede que después ella llorara, la noble criatura.
Tras ponerse la chaqueta de guata color amarillo tifus, la única que Chiklin tenía desde los tiempos de sometimiento a la burguesía, equipado para la noche como si fuera invierno, se preparó para ir a andar un rato por el camino y, cuando hubiera acabado alguna tarea, dormir después en el rocío de la mañana.
Un hombre al principio desconocido entró en el recinto para dormir y se quedó parado en la oscuridad de la entrada.
—¡Todavía no duerme, camarada Chiklin! —dijo Prushevski—. Yo también sigo en pie y no logro quedarme dormido, no hago sino tener la sensación de que he perdido a alguien y que no logro encontrarlo de ninguna manera…
Chiklin, que estimaba la mente del ingeniero, no se veía capaz de responder con compasión y guardó un silencio cohibido.
Prushevski se sentó en el banco e inclinó la cabeza; toda vez que había decidido desaparecer del mundo, ya no sentía vergüenza ante la gente y ahora buscaba su compañía.
—Ya me perdonará, camarada Chiklin, pero solo en el piso ando todo el tiempo intranquilo. ¿Puedo quedarme aquí hasta que llegue la mañana?
—Y ¿por qué no vas a poder? —dijo Chiklin—. Entre nosotros descansarás tranquilo, échate en mi sitio, yo me apañaré en cualquier lado.
—No, mejor me quedo aquí sentado. En casa de pronto me he sentido triste, con miedo, y no sé qué puedo hacer. Pero no vaya usted a pensar nada malo de mí, por favor.
Chiklin no había pensado nada.
—No te vayas de aquí —dijo—. No dejaremos que nadie te toque, ya no tienes que tener miedo.
Prushevski continuó sentado y con el mismo estado de ánimo; la lámpara iluminaba su rostro serio, ajeno a la disposición feliz, pero ya lamentaba haber actuado inconscientemente, haberse venido hasta aquí: al fin y al cabo ya no le quedaba mucho que soportar hasta que le llegara la muerte y la liquidación de todo.
Ante el ruido de la conversación, Safrónov entreabrió un ojo y pensó cuál sería la línea más adecuada que debería tomar en relación con el representante sedente de la intelectualidad. Cuando lo tuvo claro, dijo:
—Por los datos que tengo, camarada Prushevski, usted ha arruinado su sangre para idear la vivienda proletaria común en todas las condiciones. Y ahora, según observo, ha aparecido de noche entre la masa proletaria como si hubiera alguna furia en pos de usted. Pero puesto que también existe un rumbo para los especialistas, échese enfrente de mí para que así pueda ver mi cara en todo momento y duerma con decisión…
En la telega, Zháchev también se había despertado.
—¿Puede que lo que quiera sea comer? —preguntó por Prushevski—. Porque tengo comida burguesa.
—¿Cómo es esa comida burguesa y cuánto nutrimento tiene? —dijo Safrónov pasmado—. ¿Dónde se le ha presentado personal burgués?
—¡Tú calla, menudencia oscura! —respondió Zháchev—. Tu trabajo es mantenerte entero en esta vida, y el mío, ¡desaparecer para dejar sitio libre!
—No tengas miedo —dijo Chiklin a Prushevski—, échate y cierra los ojos. Yo no estaré lejos, si te asustas, llámame.
Agachado para no hacer ruido, Prushevski se fue al sitio de Chiklin y se acostó vestido. Chiklin se quitó la chaqueta de guata y se la echó en las piernas para arroparlo.
—Llevo cuatro meses sin pagar la contribución al sindicato —dijo en voz baja Prushevski, que se quedó helado enseguida, mientras se tapaba—. Seguía pensando que me daría tiempo.
—Pues ahora eres un hombre al que han borrado mecánicamente: ¡es un hecho! —informó Safrónov desde su sitio.
—¡Dormid en silencio! —les dijo a todos Chiklin, y se salió fuera para estar un rato a solas en medio de la aburrida noche.
Por la mañana, Kozlov se quedó un buen rato contemplando el cuerpo durmiente de Prushevski; lo atormentaba que ese rostro inteligente y dirigente durmiera como un ciudadano insignificante en medio de esos bultos yacientes y que perdiera su autoridad. Kozlov se vio obligado a tener profundas consideraciones sobre una circunstancia que le causaba tanta perplejidad: no quería y no tenía fuerzas para permitir el daño a todo el Estado debido a una línea disonante del jefe de obras, hasta empezó a inquietarse y se lavó a toda prisa para estar listo. En esos minutos de la vida, en los minutos en que se cernía el peligro, Kozlov sentía dentro de sí cierta alegría social ferviente y deseaba emplear esa alegría en una hazaña y morir con entusiasmo para que toda su clase lo conociera y llorara por él. En ese momento Kozlov hasta tiritaba extasiado, olvidando por completo el tiempo veraniego. Con conciencia, se acercó a Prushevski y lo sacó del sueño.
—Váyase a su piso, camarada jefe de obras —dijo conservando la sangre fría—. Nuestros obreros todavía no han alcanzado la comprensión total y usted ejercerá su cargo de mala manera.
—No es asunto suyo —respondió Prushevski.
—Va a disculparme —objetó Kozlov—, pero, como suele decirse, todo ciudadano está obligado a cumplir la instrucción que le ha sido dada y, si usted se deshace de la suya, se iguala en el atraso. Esto no sirve de nada, iré a hablar con las instancias, está estropeando nuestra línea, se opone usted al ritmo y a la dirección, ¡ya lo ve!
Zháchev comía con las encías y callaba, prefería golpear ese mismo día pero más tarde a Kozlov en la tripa, por ser un gusano que se quejaba por adelantado. Y Vóschev, que oía esas palabras y exclamaciones, seguía echado sin hacer ruido, seguía sin aprehender la vida, como antes. «Habría sido mejor nacer siendo un mosquito, raudo es su destino», pensaba.
Prushevski, sin decir nada a Kozlov, se levantó de la yacija, miró a Vóschev, al que conocía de antes, y después concentró la mirada en los que todavía dormían; quería pronunciar una palabra que lo consumía o un ruego, pero un sentimiento de tristeza similar al cansancio cruzó el rostro de Prushevski y se dispuso a marcharse. Llegando por el lado del amanecer, Chiklin le dijo a Prushevski que si por la tarde volvía a sentir miedo, que viniera de nuevo a pasar la noche, pero si quería alguna otra cosa, que era mejor que hablara.
Pero Prushevski no respondió y, en silencio, los dos continuaron a solas su camino. Con melancolía y calor empezaba el largo día; el sol, cual ceguera, se encontraba indiferente sobre la pobreza baja de la tierra; pero no había otro lugar para vivir.
—Una vez, hace mucho tiempo, casi era todavía un niño —dijo Prushevski—, reparé en una mujer que pasaba por mi lado, camarada Chiklin, era tan joven como yo lo era entonces. Debió de ocurrir en junio o en julio, y desde entonces he sentido melancolía y he empezado a recordar cada vez más y a comprender, no la vi pero quiero volver a mirarla. No quiero nada más.
—¿En qué localidad reparaste en ella? —preguntó Chiklin.
—Fue en esta misma ciudad.
—¡Pues seguro que era la hija del baldosador! —intuyó Chiklin.
—¿Por qué? —dijo Prushevski—. No entiendo nada.
—Yo también me la encontré en el mes de junio, y también me negué a mirarla. Y después, pasado un tiempo, cierta calidez por ella me creció en el pecho, una idéntica a la tuya. Tú y yo hemos tenido a la misma persona femenina.
Prushevski esbozó una sonrisa modesta:
—Pero ¿por qué?
—Porque yo te la traeré, podrás verla, ¡ojalá que siga en este mundo!
Chiklin podía imaginarse con exactitud la pena de Prushevski, porqué él mismo, aunque de una forma más distraída, penó también de esa misma pena… por la persona flaca, ajena y ligera que lo había besado en el lado izquierdo de la cara. Es decir, el mismo objeto encantador había actuado de cerca y de lejos sobre los dos.
—Lo más seguro es que ya sea mayor —dijo enseguida Chiklin—. Imagino que estará ya agotada y su piel se habrá vuelto parda o tendrá el tono de las cocineras.
—Es posible, sí —afirmó Prushevski—, ha pasado mucho tiempo y, si aún sigue viva, estará como el carbón.
Se habían parado en el borde de la zanja de cimentación en el barranco; tenían que haber empezado bastante antes a cavar este precipicio debajo de la casa común, y así la criatura que necesitaba Prushevski se encontraría aquí íntegra.
—Pero lo más probable es que ahora tenga conciencia —dijo Chiklin—, y que actúe para nuestro bien: aquel que en los años jóvenes tuvo un sentimiento de infelicidad, después tiene cabeza.
Prushevski contemplaba la zona desierta de la naturaleza más próxima, y sintió pena de que su amiga perdida y mucha otra gente necesaria se viera obligada a vivir y a perderse en esta tierra muerta sobre la que aún no se había construido ninguna comodidad, y transmitió a Chiklin una opinión de las que afligen:
—Pero ¡si no conozco su cara! ¿Qué será de nosotros si viene, camarada Chiklin?
Este le respondió:
—La sentirás… y la reconocerás, ¡a pocos se olvida en este mundo! ¡Podrás recordarla solo gracias a tu tristeza!
Prushevski comprendió que decía la verdad y, con miedo a no complacer de alguna manera a Chiklin, sacó su reloj para mostrar preocupación por el inminente trabajo diario.
Safrónov, poniendo andares de intelectual y expresión pensativa en la cara, se acercó a Chiklin.
—He oído, camaradas, que habéis abandonado vuestra tendencia, así que os pido que seais más pasivos, ¡ha llegado el momento de la producción! Y tú, camarada Chiklin, tendrías que dirigir la orientación de Kozlov, está tomando la línea del sabotaje.
En ese momento, Kozlov se estaba tomando el desayuno con disposición melancólica: consideraba que sus méritos revolucionarios eran deficientes y que la utilidad social que aportaba diariamente era pequeña. Hoy se había despertado después de la medianoche y hasta la mañana se había consumido cuidadosamente con la idea de que la construcción organizativa principal avanzaba sin que él participara, que solo actuaba en el barranco, pero no en la gigantesca escala directora. Al llegar la mañana, Kozlov había dispuesto que pediría la pensión por invalidez, para entregarse por entero a una mayor utilidad social, con tal suplicio se pronunciaba en su interior la conciencia proletaria.
Safrónov, nada más oír esta idea de Kozlov, lo consideró un parásito y dijo:
—Kozlov, te has procurado tus propios principios y abandonas a la masa obrera, vas arrastrándote hasta la lejanía, eres un piojo ajeno que mantiene su línea apartada.
—Como suele decirse, ¡es mejor que te calles! —dijo Kozlov—. ¡O acabarás bien pronto con una notita! ¿Recuerdas que, durante el mismísimo cambio hacia la colectivización, instigaste a un pobre a que degollara a un gallo y se lo comiera? ¿Lo recuerdas? ¡Sabemos quién quería debilitar la colectivización! ¡Sabemos lo preciso que eres!
Safrónov, en quien la idea se encontraba cercada por las pasiones cotidianas, dejó todos los argumentos de Kozlov sin respuesta y se alejó de él con sus andares de librepensador. No apreciaba que se quisiera presentar una declaración contra él.
Chiklin se acercó a Kozlov y le preguntó por todo aquello.
—Hoy iré al seguro social para convertirme en pensionista —le informó Kozlov—. Quiero estar pendiente de todo, frente al daño social y la rebelión pequeñoburguesa.
—La clase obrera no es el zar —dijo Chiklin—, no tiene miedo de las rebeliones.
—Que no lo tenga, vale —estuvo de acuerdo Kozlov—. Aun así, será mejor que estemos al acecho, como suele decirse.
Zháchev, subido en su pequeña telega, ya estaba cerca y, tras recular un poco, tomó carrerilla y, a toda velocidad, golpeó a Kozlov en el estómago con su taciturna cabeza. Del susto, Kozlov se cayó de espaldas y perdió por un minuto las ganas de una mayor utilidad social. Inclinándose, Chiklin levantó en el aire a Zháchev y a su carro y los arrojó lejos en medio de la inmensidad. Zháchev, que había conseguido mantener el equilibrio en medio del movimiento, pudo anunciar sus palabras desde la línea de vuelo: «¿A qué viene esto, Nikit? ¡Si yo lo que quería era que le dieran la primera categoría en la pensión!», y rompió en varias piezas el carro entre el cuerpo y la tierra gracias a la caída.
—¡Largo, Kozlov! —dijo Chiklin al hombre que estaba en el suelo—. Seguro que todos acabaremos yendo allí por turnos. Es hora de que tomes aliento.
Al recobrarse, Kozlov anunció que en sus sueños nocturnos había visto al camarada Románov, el jefe de la Dirección Central de Seguros Sociales, y a una comunidad variada de gente limpiamente vestida, así que llevaba toda la semana inquieto.
Poco después, Kozlov se había puesto la chaqueta y Chiklin y los demás le sacudieron la tierra y la basura pegada a la ropa. Safrónov consiguió traer a Zháchev, arrojó el cuerpo desfallecido a un rincón del barracón y dijo:
—Que se quede aquí esta materia proletaria, a ver si le crece algún principio.
Kozlov les dio la mano a todos y se fue a que le dieran la pensión.
—Hasta siempre —le dijo Safrónov—, ahora eres como el ángel de vanguardia del cuerpo obrero, en vista de su ascensión a las instituciones oficiales…
Kozlov sabía pensar ideas, por eso se alejó en silencio a una vida superior, de utilidad común; llevaba en las manos un baúl pequeño con sus pertenencias.
En ese momento, al otro lado del barranco, corría por el campo un hombre al que todavía no se podía distinguir bien ni parar; su cuerpo había enflaquecido dentro de la ropa y los pantalones se bamboleaban, como si estuvieran vacíos. El hombre llegó corriendo hasta la gente y se sentó aparte en un montón de tierra, como ajeno a todo. Cerró un ojo, pero con el otro miraba a todos, esperando algo malo, pero sin intención de quejarse; su ojo era de color amarillo campesino y valoraba todo rango visual con el dolor de la economía.
Poco después, el hombre suspiró y se tumbó bocabajo para dormitar. Nadie puso objeciones a que estuviera allí, porque eran pocos los que vivían sin participar en la construcción, y ya había llegado el momento de trabajar en el barranco.
Los trabajadores tenían sueños diferentes por las noches: unos expresaban una esperanza cumplida, otros presentían su propio ataúd en una tumba arcillosa; pero el tiempo diario se vivía de un modo idéntico, encorvado, con la paciencia del cuerpo que excavaba la tierra para plantar en el precipicio fresco la raíz pétrea y eterna de una arquitectura indestructible.
Los nuevos cavadores se fueron adaptando poco a poco y se acostumbraron a trabajar. Cada uno de ellos tenía pensada una idea para su futura salvación: uno quería acumular antigüedad y marcharse a estudiar, otro aguardaba el momento de la recualificación, mientras que un tercero prefería pasar al partido y desaparecer entre el aparato dirigente; y todos cavaban la tierra con ahínco, mientras recordaban constantemente su idea para la salvación.
Pashkin visitaba la zanja en días alternos y, al igual que antes, encontraba suave el ritmo. Normalmente llegaba a caballo, puesto que había vendido el carro en la época del régimen de ahorro económico y ahora observaba desde el lomo del animal la gran excavación. Sin embargo, Zháchev estaba también presente allí y, cuando Pashkin se ausentaba a pie a las profundidades de la zanja, era capaz de emborrachar al caballo, así que Pashkin se cuidaba de cabalgarlo y acudía en automóvil.
Vóschev, igual que antes, no sentía la verdad de la vida, pero se había apaciguado debido al agotamiento con el difícil terreno, y solamente en los días libres recogía de la naturaleza toda clase de menudencias infelices como documentos de la creación no planeada del mundo, como hechos de la melancolía de cualquier respiración con vida.
Y por las tardes, que ahora eran más oscuras y más largas, la vida en el barracón se volvió aburrida. El aldeano de ojos amarillos, el que había llegado corriendo desde algún lugar del país campesino, vivía también entre el colectivo; estaba allí sin decir palabra, pero redimía su existencia con el trabajo femenino de la economía doméstica, incluso del arreglo tenaz de la ropa gastada. Safrónov ya había razonado consigo mismo si no era el momento de acompañar al aldeano al sindicato como fuerza de servicio, pero no sabía cuánto ganado tenía este en su casa del pueblo o si tenía braceros, por eso retrasaba su propósito.
Por las tardes, Vóschev se quedaba tumbado con los ojos abiertos y añoraba el futuro en que todo sería de conocimiento general y estaría instalado en un parco sentimiento de felicidad. Zháchev persuadía a Vóschev de que ese deseo suyo era insensato, porque la fuerza enemiga de los acomodados volvería a emerger y a obstruir la luz de la vida: tan solo había que proteger a los niños, la ternura de la revolución, y dejarles los mandatos.
—Bueno, camaradas —dijo una vez Safrónov—, ¿no deberían ponernos una radio para que estemos al tanto de los logros y las instrucciones? Tenemos aquí masas atrasadas y la revolución cultural sería beneficiosa para ellas, y también todo tipo de sonido musical, para que no se acumule humor sombrío en su interior.
—Más valdría traer a una niña huérfana y no tu radio —replicó Zháchev.
—¿Y qué méritos o lecciones tiene tu niña, camarada Zháchev? ¿Cómo sufre ella para levantar la construcción?
—Ahora no toma azúcar, todo por tu construcción, ahí tienes cómo sirve, hale, ¡saca de aquí tu alma unánime! —respondió Zháchev.
—Ajá —Safrónov dio su opinión—. Entonces, camarada Zháchev, tráenos en tu carro a esa niña lastimera, ante su aspecto melodioso empezaremos a vivir con mayor acuerdo.
Y Safrónov se paró delante de todos en posición de adalid de la alfabetización y la instrucción y, después, se dio una vuelta con paso convencido, con cara de pensador activo.
—Camaradas, es imprescindible que tengan aquí, en forma de infancia, al líder del futuro mundo proletario. Con esta idea el camarada Zháchev ha compensado su situación: su cabeza está entera, aunque sus piernas no lo estén.
Zháchev iba a darle una respuesta a Safrónov, pero prefirió tirar de la pernera del aldeano de caserío, que estaba cerca, y darle con la mano desarrollada dos golpes en el costado, como burgués culpable y presente allí. Los ojos amarillos del aldeano apenas se entornaron por el sufrimiento, y no hizo ningún gesto de defensa: se quedó quieto y en silencio sobre la tierra.
—Vaya, si eres un apero de hierro, ahí quietecito y sin miedo —Zháchev se enfadó y, desde el tejadillo, volvió a golpear al hombre con el brazo alargado—. Así que este, el zaheridor, ha estado en algún lugar aún más doloroso, y con nosotros es todo encantador, ¡pues a ver si hueles quién tiene el poder, amador de vacas!
El aldeano se sentó para tomar aire. Estaba acostumbrado a que Zháchev le diera golpes por su propiedad en la aldea y aguantaba el dolor sin hacer ruido.
—Y también sería conveniente que el camarada Vóschev se ganara un golpe castigador de Zháchev —dijo Safrónov—, que del proletariado él es el único que no sabe para qué vivir.
—¿Para qué, camarada Safrónov? —llegó la opinión de Vóschev desde la lejanía del cobertizo—. Yo busco la verdad para la productividad del trabajo.
Safrónov representó con la mano un gesto moralista y a su rostro llegó una idea cubierta de arrugas que expresaba pena por el hombre atrasado.
—¡El proletariado vive para el entusiasmo, camarada Vóschev! Ya es hora de que aceptes esta tendencia. ¡A todos los miembros de la unión les debe arder el cuerpo ante esta consigna!
Chiklin no estaba, andaba por los terrenos que rodeaban la fábrica de baldosas. Todo mantenía su antiguo aspecto, aunque había adquirido la vetustez de un mundo que caducaba; los árboles de la calle se habían resquebrajado de viejos y hacía mucho que se alzaban sin hojas, pero todavía alguien existía agazapado tras los marcos dobles en el interior de las pequeñas casas, viviendo con más solidez que los árboles. En la juventud de Chiklin, aquí olía a panadería, pasaban los carboneros y desde las telegas de madera se anunciaba a voces la leche. El sol de la infancia calentaba entonces el polvo de los caminos y su vida era eterna entre la tierra azul, confusa, que los pies desnudos de Chiklin recién habían empezado a rozar. Ahora el aire de la vetustez y de la memoria despidiéndose se alzaba por encima de la panadería extinguida y de los jardines de manzanos envejecidos.
El sentimiento de vida continuamente activo en Chiklin lo condujo hasta la pena, tanto más cuando vio la valla junto a la que se sentaba y disfrutaba de pequeño, y ahora esa valla estaba cubierta de moho escarchado, se había ladeado y los clavos antiguos sobresalían liberados de la estrechura de los leños por la fuerza del tiempo; resultaba triste y misterioso que Chiklin hubiera madurado, que, distraído, hubiera gastado sentimientos, que hubiera andado por lugares lejanos y tenido trabajos varios, mientras la anciana valla se había alzado inmóvil y, recordándolo, siguiera esperando el momento en que Chiklin pasaría junto a ella y acariciaría con mano desacostumbrada a la felicidad las chillas por todos olvidadas.
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